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Florencia, a partir del 15 de febrero de 1498

—Siéntate, Ferruccio.

Aquella convocatoria le había sorprendido, igual que antes la aparente indiferencia del fraile frente al nacimiento de su hijo. Cuando menos, desde su punto de vista, debería ser una nueva criatura de Dios venida al mundo.

Ahora que tenía enfrente a Savonarola, parecía que hubieran pasado años y no semanas desde la última vez que lo había visto. Los pómulos, ya hundidos y flacos, mostraban el relieve del arco superior de los dientes, y en los ojos se le veía aquella humedad típica de los viejos. La mano derecha le tembló mientras le entregaba una hoja enrollada.

—Es de la Venerable Archiconfraternidad de la Misericordia.

Tampoco su voz recordaba aquella penetrante y clara que se elevaba desde el púlpito por los arquitrabes, bajaba en espiral por entre las columnas y se clavaba en las conciencias. Ahora era una voz ronca, procedente del estómago, no de la garganta.

—Son incluso amables, me ruegan que me conceda un merecido descanso, pero el único que yo conozco es el eterno. Me invitan a que visite a sus hermanos de Volterra, que necesitan buenas palabras para los numerosos muertos de hambre y de frío. ¡Pero yo… —dijo y, por un momento, los ojos le brillaron— …quiero hablarles a los vivos! La carne putrefacta se la dejo a los gusanos.

—Padre, no vayáis, pues.

—Lee también esta carta, y esta, y esta.

Savonarola tosió y le puso delante una serie de cartas, algunas en pergamino y otras plegadas en cuatro. Ferruccio miró los encabezamientos: el gremio de la lana, de los mercaderes, de los jueces y de los notarios, incluso una del priorato de las artes, con su escudo azul y la palabra «libertas» grabada en oro. Miró al fraile, y a un gesto de este se puso a leer. Todas, con tono de súplica o imperioso, pedían al excelentísimo fraile Girolamo Savonarola que se alejara de Florencia, a causa del edicto que su santidad de Roma, Alejandro VI, amenazaba con aplicar si Savonarola no era entregado a la longa manus de la Iglesia o se trasladaba a otra ciudad al menos a treinta millas de la propia Florencia.

—¿Quiere excomulgar a toda Florencia?

—Fariseos y saduceos, incrédulos de la resurrección, que solo se dedican a acaparar riquezas. Judas traidores, que por menos de treinta monedas han decidido venderse al diablo. No temen que su alma arda en el Infierno, privada de los sagrados ritos; solo temen perder sus bienes. El edicto los asusta porque, con él, el papa podrá confiscárselos. No saben que esos mismos bienes les pesarán como piedras cuando tengan que cruzar el Estigia y se hundan en él. De un modo u otro, la gran meretriz se saldrá con la suya.

Ahora Savonarola hablaba para sí, sin dirigirse ya a él. Ferruccio hizo ademán de ponerse en pie, pero el fraile lo detuvo con un gesto de su huesuda mano. Clavó en él los ojos, reducidos a dos fisuras, hasta que volvió a sentarse.

—Tu odias a una persona que te ha hecho daño, pero también la temes. No es más que un cachorro de esa leona lasciva que amamanta con hiel, pero ya se ha nutrido bastante.

—Maldeciré su nombre toda mi vida, pero se acabó la guerra. Para mí ya solo cuentan mi mujer y mi hijo.

—¡Para ti! Pero no le bastará la sangre que acaba de probar. Querrá la carne y el corazón, y no eres suficientemente fuerte como para plantarle cara.

—Nos mantendremos lejos de él.

—No si se presenta aquí —sentenció el fraile.

Ferruccio se levantó de golpe y se llevó la mano a la empuñadura de la espada, sin encontrarla. En un convento no se podían llevar armas. Apretó el puño.

—Dios lo maldiga.

—Lo ha hecho ya, Ferruccio, desde que nació, obligado a vestir un hábito que le quema sobre la piel. Pero ahora escucha. Mi tiempo ya ha llegado a su fin, pero tú y Leonora no me seguiréis.

—Salvad a Leonora y a mi hijo, y yo os ayudaré.

—Donde yo voy no podrías seguirme; tengo muchas culpas que expiar, diferentes y más numerosas que las tuyas. Pero no estoy acabado, aún no. Antes de que el Medici vuelva triunfante a Florencia, acompañado de las trompetas papales, estaréis lejos. Esa es mi voluntad.

En el rostro de Ferruccio, una mueca acompañó la negación.

—Lo mataría, si pudiera, o si sirviera para algo. Pero no hay rincón en Italia donde pudiera esconderme si lo hiciera.

—Tienes razón, y quizá tampoco en Europa. Pero… —dijo, aferrándole ambas manos— hay un lugar donde podríais estar seguros.

Ferruccio vio que le miraban los ojos de un loco, pero también los de un amigo, y no tenía nada más a lo que agarrarse.

—El Turco, Ferruccio. Hasta el diablo teme su poder. Ya he hablado con Osmán —dijo, sin más—. Os iréis con él dentro de unos días.

La conversación había acabado, bruscamente, al estilo de Savonarola. Ferruccio juntó las manos e intentó mirar a los ojos del fraile, que estaba de nuevo concentrado en sus papeles. Sus dedos afilados, protegidos en parte de unos toscos manguitos, rascaban las hojas, se detenían y seguían repasándolos, como arañas en busca de presas.

—¿Padre?

—¿Aún aquí? Ve con tu mujer y tu hijo. Y habla con Osmán esta tarde. Te dará todos los detalles.

—¿Padre?

—¿Qué hay? —Savonarola plantó las manos abiertas sobre la mesa—. ¿Qué quieres ahora?

—¿Por qué lo hacéis?

El estertor que salió de su boca le pareció a Ferruccio un intento de carcajada, aunque nunca le había oído ni visto reírse.

—¿Por amor? No, hijo mío. El amor yo se lo he dado a Dios, él se lo ha quedado todo y no me ha dejado ni una onza para mis hermanos de la Tierra. No, el motivo es otro y viene de él mismo. Cuando os uní en el sagrado vínculo juré que nadie, ni en el Cielo ni en la Tierra, podría romper sus cadenas. Solo la muerte, que Dios dispensa a los poderosos y a los humildes, a los buenos y a los malvados, a los viejos y a los niños, sin distinción. Tengo el deber de preservar vuestra unión y protegerla de quien sea, hasta de vosotros mismos. ¡Mírame, Ferruccio! Y teme su misericordia aún más que su ira, porque de ella tendrás que rendir cuentas al final de tus días. Y ahora vete y déjame solo con él.

Las profecías de Savonarola no tardaron en hacerse realidad. Las bandas de los arrabbiati y sobre todo de los Palleschi, partidarios del regreso de los Medici, eran cada vez más visibles por las calles de Florencia. No había día en que algún artesano sospechoso de ser partidario de la República de Cristo no viera devastado o destruido su taller. Y no había oficiales de Justicia a los que dirigirse, porque se limitaban a encogerse de hombros a la espera de ver de qué lado soplaba el viento de la ley. Salir con la túnica dominicana era ir en busca de la muerte; si no bastaban los bastonazos, las aguas heladas del Arno, con sus remolinos y su corriente, se encargaban de acabar el trabajo.

Tras unos días en los que las nubes calientes habían atraído a las primeras golondrinas, los últimos coletazos del invierno trajeron unas nevadas tan abundantes como imprevistas que enfriaron el ánimo de los florentinos. La calma forzada indujo a la reflexión y aumentó el temor de los dubitativos: la espada del edicto acechaba como la nieve en los tejados, que cedieron en gran número, al igual que las conciencias. Las filas de los Piagnoni, fidelísimos de Savonarola, fueron diezmándose día tras día, al igual que las esperanzas de Francesco Valori, su capitán, de obtener del fraile la orden de contratar tropas de mercenarios. Carlo Baglioni, Ranuccio da Marciano, Fernando di Peraltra y otros más se movían entre la Toscana y la Umbría, ansiosos de firmar contratos de servicio. Bastarían un millar, entre ballesteros ingleses y lanceros suizos, y no más de doscientos caballeros españoles para imponer de nuevo el orden.

Incluso Osmán empezó a ir al mercado cada vez con menor frecuencia, mientras los polleros y verduleros voceaban sus ofertas cada vez con más fuerza, temerosos de perder un cliente.

—Así pues, ¿tú lo sabías todo?

Ferruccio le tenía cogidas las manos, asombrado de aquel secreto entre su mujer, Gua Li y la propia Zebeide, que solo él ignoraba. Gua Li salió de la sala para dejarlos solos.

—Nos temíamos que no estuvieras de acuerdo —le imploró Leonora— y que quisieras enfrentarte de algún modo al Medici.

—¿Cómo has podido pensar que volvería a dejarte?

—El tiempo cambia hasta el perfil de las montañas, y hace caer hasta las torres más sólidas, Ferruccio, y yo tenía miedo. No me dejarás más, ¿verdad?

—Nunca más, amor mío.

Adiós, Florencia, con los mármoles blancos de tus iglesias, con los estrechos callejones donde se confunden los olores. Adiós a los gritos de los mercaderes, los soportales ocupados por alegres clérigos y el murmullo del Arno. Adiós a las colinas de los alrededores, con las espigas maduras y los bailes en las granjas, las viñas cargadas, los castaños generosos y los robledales poblados de jabalíes. Por el camino a Careggio, envuelto en un tabardo de lana tosca, Ferruccio observaba la ciudad desde lo alto, así como los campos que la rodeaban.

Aún tenía una misión, un deber que no dejaría de cumplir: un juramento hecho poco más de tres años antes ante el lecho de muerte del conde de Mirandola, algo que lo vinculaba a él para siempre. La casa estaba intacta, salvo por la madriguera que un zorro había excavado en la leñera. Apartó la gran mesa de la cocina y levantó una baldosa. De debajo sacó un trapo ligeramente engrasado con aceite. Lo abrió y pasó los dedos por encima del cuero rojo del libro, el último original de las Tesis arcanas, de Giovanni Pico. Las que conocían Ada Ta y Gua Li, las que habían provocado que mataran a su amigo, las que le habían obligado a viajar, muy a su pesar, a las antípodas, alterando toda su vida. Debía conservarlas, protegerlas de un mundo que aún no estaba preparado para escucharlas. Junto al libro de Issa, podrían cerrar los ojos a los poderosos y abrir las puertas de un paraíso en la Tierra.

Solo conocía a un hombre que las habría custodiado, sin preguntar el motivo, protegiéndolas incluso con su vida. Porque había querido a Giovanni tanto como él, aunque con un amor diferente. Subió al segundo piso de una casa torre, entre la Strada delle Fornaci y el Vico delle Santucce. El calor de los hornos de los alfareros hacía de aquellas casas un lugar muy atractivo para quien no tenía suficiente dinero para calentarse, aunque en verano había que soportar el denso humo de la arcilla. Con los nudillos lívidos del frío, llamó a la puerta de madera. Una figura enjuta lo escrutó con desconfianza, teniendo el brazo del farol a modo de defensa. Casi se le cayó de la mano cuando lo reconoció.

—El amigo de un amigo siempre es bienvenido. Entra. Disculpa este lugar, pero es el único que me ha quedado. Por lo demás, solo recuerdos. Cuéntame tú.

No se preguntaron por las novedades, sino que hablaron largo y tendido del conde de Mirandola, de su vida y de su muerte, sintiéndose más unidos que si hubieran tenido un vínculo de amistad el uno con el otro. Se hizo oscuro y Girolamo Benivieni compartió con Ferruccio pan y queso, unas hojas de repollo y un poco de vino.

—Ha sido bonito recordarle, pero no estás aquí por eso, si sigues siendo como yo te recuerdo.

—Es cierto. Por mi honor que no te pediría nada si no me viera obligado a ello —dijo Ferruccio, llevándose la mano al pecho.

—Recuerdo tu honor, en el que él confió. Juntos me sacasteis de los calabozos de la torre di Nona.

—La acusación era deshonrosa.

—No para mí; merecía la denuncia, según las leyes, y quizás incluso la condena. Tú sabes cuánto le quería. No habría tenido que dejarme seducir por la carne de un jovencito cualquiera.

—Yo nunca te he juzgado.

—Lo sé. Así que deja que te compense.

—No me debes nada; es un favor que te pido en su nombre.

Sacó el manuscrito encuadernado y se lo tendió. Los dedos de Benivieni recorrieron lentamente las letras de oro.

—Me lo enseñó por primera y única vez en el Palazzo de’Rossi, cuando aún estaba viva la esperanza. Su vida y su muerte.

—Juré por mí y por mis descendientes que lo conservaría, pero el viaje que debo afrontar es peligroso, como mi destino.

—Lo protegeré con mi vida, Ferruccio, y te lo devolveré cuando vuelvas. Y si muero antes de que tú regreses, me lo llevaré conmigo. A los poetas se les concede poco en vida, pero al morir pueden llevarse consigo sus obras, que, en realidad, tampoco leería nadie. Estará con ellas. He comprado un espacio en San Marco y tengo buenos tratos con los custodios dominicos. Lo encontrarás en el lugar donde verás un mensaje que solo tú y yo reconoceremos.

—Está bien. Nadie debe saberlo.

—Usaremos la esfera de fuego que apareció cuando nació, el Sol. En el segundo canto del Purgatorio, Alighieri cita el viaje del Sol, y dice que en España, al oeste, es mediodía cuando en el Ganges, en sus antípodas, es medianoche. Encuentra la frase que contiene el Tajo, el Ganges y las antípodas. Si no me encontraras a mí, encontrarás sus Tesis.

Ya estaba todo. Mientras se dirigía al convento, Ferruccio vio lo que se estaba preparando. Cabezas cortadas sobre lanzas, cuerpos colgados de improvisados patíbulos, monjas tiradas por la calle, con la túnica aún levantada tras ser víctimas de una brutal violencia. Los perros estaban a punto de sacar al lobo de su madriguera. Era hora de irse.