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Mar Adriático, 4 de julio de 1497

La proa de la galeota surcaba el mar, ligeramente agitado, y su fondo plano dejaba tras de sí una estela casi invisible. De noche, con las velas recogidas y sin ninguna luz a bordo, su silueta oscura podría confundirse con la de una ballena perezosa, de no ser por los remos que se sumergían silenciosamente en el agua. La luz del faro de Corfú podía parecer la estrella más baja de la bóveda nocturna, pero Jair al-Din no se dejó engañar. Dio órdenes de bajar aún más el ritmo, para que se redujera el ruido al mínimo. Si se cruzaban con una sola galera veneciana, sobre todo si se trataba de las veloces trirremo que patrullaban frente a la isla, sin duda los hundirían o, peor aún, capturarían el barco. Y si alguien le reconocía a él o a sus dos hermanos, serían azotados, descuartizados y colgados tras su muerte. Todo buen pirata conocía el código marinero y estaba dispuesto a pagar las consecuencias, aunque a ser posible prefería hacerlo tras una larga vida. No obstante, si conseguían rodear aquella maldita fortaleza sin que los vieran, por la mañana entrarían en el Sanjacado, territorio seguro desde hacía más de treinta años. Y él rezaría por fin en la Mezquita Roja, aliviado no tanto por haberse librado del peligro, sino por haberse quitado de encima a aquella mujer que llevaba a bordo.

Y no es que trajera mala suerte; nunca había creído en la leyenda que decía que llevar a una mujer a bordo traía la desgracia. El problema, en todo caso, era el deseo que suscitaba, que distraía a los marineros, y que provocaba que se pelearan; además, en ocasiones, aquellas disputas acababan a cuchilladas.

Aunque no era ese el caso. Aquella mujer constituía un peligro, era una bruja. Quizás una terrible dogu cadi, de las que trastornan la mente: había oído hablar de ellas a algunos viajeros orientales. Osmán le había hablado únicamente de tres extranjeros, y él había aceptado sin preguntar quiénes eran. Aquel maldito cojo estaba muy metido en la corte, y él necesitaba el apoyo del sultán, puertos seguros donde amarrar si le seguían, y que la flota otomana no se entrometiera en sus correrías. Pero si hubiera sabido de aquella mujer y de sus poderes, no habría aceptado ni por un cofre de akchehs, ni que fueran de oro. Su voz, sus movimientos elegantes, su belleza exótica y aquellos ojos que no tenían miedo de nada… Una sirena que te hechizaba con sus palabras, simples como el agua, pesadas como el hierro y relucientes como el oro. Y estaba claro que el otro tipo era un demonio disfrazado de ángel. ¿Quién, si no, sería capaz de dormir cabeza abajo o de saltar seis brazas brincando como una rana? ¿O de desviar con su bastón las cuchilladas de los marineros, manteniendo inmóvil el resto del cuerpo?

—Coge el timón, Elías —dijo Jair al-Din—. Yo voy a hacer una ronda de vigilancia.

—Tú a lo que vas es a oír a esa mujer otra vez, hermano, pero ten cuidado. Toma, llévate mi mano de Fátima; ya me la darás cuando estés más tranquilo.

Jair al-Din cogió el antiguo amuleto de las manos de su hermano y lo apretó con el puño. Se dirigió decidido hacia la mujer, que se acababa de sentar junto a los dos extranjeros y el cojo. El único que le podría entender en aquel momento sería el cerdo de su padre. Sabía que el raki era veneno para él, sabía que le bastaba beber un sorbo para sumirse en una niebla, y que en aquel estado pegaría a su mujer y a sus hijos. Pero cuando percibía aunque solo fuera un vago olor a anís, no lo resistía: solía decir con una sonrisa en los labios que el abismo atraía más que el Paraíso, siempre un instante antes de beber y de liberar a la bestia que llevaba dentro. Las palabras de aquella mujer eran su raki, y aquella noche también bebería de ellas con avidez.

No había amanecido aún, y en los aposentos de la lujosa morada de Al Sayed ya resonaban las órdenes y comentarios. Había llovido toda la noche, el calor de los meses anteriores anunciaba la próxima llegada del monzón y todo el mundo olisqueaba el aire, observando las nubes cargadas de lluvia que se amontonaban y se dispersaban continuamente. Pero mientras durara el viento no volvería la lluvia, aunque habría que fijar las tiendas al suelo con robustos ganchos para evitar que salieran volando. Sayed se despertó, y se quitó del pecho el brazo de la joven sudra con la que compartía cama hacía unos meses. Se puso en pie en silencio y se sentó a su escritorio, frente a la ventana que daba al parque, y apartó las cortinas para contemplar los preparativos de la fiesta de Parshuram. En el tercer día del mes de luna creciente, el Eterno Tercero, los méritos obtenidos mediante las buenas acciones tendrían un efecto permanente sobre el karma de los fieles.

Sayed sintió un escalofrío y se acarició los brazos. Lo cierto era que no le importaba lo más mínimo aquella ceremonia ni la celebración de la sexta manifestación de Visnú, la presencia de los brahmanes y sus rituales. El desfile, las flores frescas en el camino que recorrerían, el mismo de siempre, inmutable desde hacía siglos, el incienso, las fórmulas verbales repetidas, también las mismas de siempre. Como si el espíritu necesitara reglas formales para poder elevarse por encima de la carne o sumergirse en el corazón de los hombres. Aquello era lo que Issa le iba repitiendo desde hacía tiempo, casi como una fijación. Ahora ya no podía responderle a las preguntas que le planteaba, ambos lo sabían, y a veces se reían de ello, y aún con más frecuencia era él quien le hacía preguntas y lo escuchaba. No obstante, ese día no sería él quien le preguntara. Sayed sonrió. Se imaginó las caras de los brahmanes ante las observaciones de Issa, las mismas que le habían hecho reflexionar a él sobre el significado de su vida. La sudra se quejó, entre el sueño y la vigilia.

—Sayed, vuelve a la cama, es pronto. ¿Qué te preocupa?

Sin esperar respuesta, la mujer se puso un cojín sobre la cabeza para protegerse los ojos de la luz. Ese era justo el problema: no haber tenido nunca nada de lo que preocuparse. Siempre había sido rico (y a medida que se hacía mayor lo era aún más), nunca había estado enfermo y, además, se había negado a casarse.

Pero desde hacía dos años algo había cambiado. No se había movido de Debal, era cierto, pero solo para estar cerca de aquel muchacho, para ayudarle. Aunque aún no tenía claro ayudarle a qué. Solo sabía que sentía que aquello era un agradable deber, y que cada día de aquella nueva vida era como si algo o alguien lo lavara y lo purificara. Como un melón al que le fueran arrancando lentamente la tierra y el fango, hasta descubrir la cáscara amarilla, brillante como el oro. Mes tras mes se sentía más fuerte y más libre, más feliz.

Aquel sería un día importante para ambos. Jesús, o Yeusha, o Issa, como le llamaban ya todos en casa, había estudiado día y noche, y cuando no estaba concentrado con sus libros, estaba meditando o iba al templo a escuchar a los sacerdotes sin hacerse notar. En la fiesta de Parshuram no podría ayudarle, pero se apostaría cien tetradracmas de plata con el rey Hereo a que Issa pondría en apuros a los brahmanes. Y como anfitrión no tendría un momento de reposo, quizá le señalarían con el dedo, tal vez perdería hasta su casta, si no ya su dinero. Pero todo aquello le divertía como nada le había divertido en la vida.

El sol estaba casi en su cénit; los tres fuegos sacrificiales ardían en grandes braseros, mientras el viento empujaba las llamas hacia Oriente y levantaba de vez en cuando los pétalos de flores con que habían cubierto el parque.

—Es buena señal —dijo el primer brahmán Kaladdah, extendiendo los brazos—. El cosmos nació en Oriente y de allí proviene la sabiduría del mundo.

Todos asintieron y sonrieron. El brahmán tiró varias veces polvo de hierro sobre el fuego, y del brasero central saltó, crepitando, una cascada de chispas. El segundo de los cuatro brahmanes se puso entonces a leer unos pasajes del Rig Veda: «De la nada nació el ser, que es uno, aunque adopte el nombre el numerosos dioses. Como Aditi es padre, madre, hijo y cielo, y todos los dioses. Aditi es también lo que ha nacido y lo que debe nacer aún…».

El sol acababa de llegar al último cuarto de su camino sobre el horizonte, y tras los himnos del Rig Veda, los brahmanes recitaron los ritos del Yajur Veda, las melodías del Sama Veda y las fórmulas del Atharva Veda. Los invitados caminaban aburridos entre el patio y el jardín, y más de uno de los criados, obligados a mantenerse absolutamente inmóviles, se había desmayado. No obstante, aquella escena formaba parte de la tradición, al igual que las apuestas entre los invitados sobre quién caería antes. Junto a los braseros yacían los restos de unas cabras y unos cochinillos cuya sangre había empapado los pétalos de alrededor, que ya no volaban con el viento. En el fuego ardían preciosas estatuillas que los invitados habían traído como sacrificio, junto a animales, espejos de plata ennegrecidos y acartonados, y puñales de asta y de marfil ya inservibles. Los brahmanes, ellos también agotados, se sentaron ante los braseros y se dispusieron a escuchar las preguntas de los presentes. El primero que vieron fue un muchacho con una barba incipiente sobre un rostro sonriente. Llevaba de la mano a una muchacha, que tenía la vista clavada en el suelo y una expresión de miedo en el rostro. Iba enfundada en un sari, y avanzaba a pasos cortos. Sayed se cruzó de brazos y respiró profundamente.

—Me llamo Issa y estoy muy interesado en vuestras costumbres —dijo el muchacho, dirigiéndose a Kaladdah, que nada más oír la palabra «costumbres» levantó una ceja—, pero tengo algunas dudas.

—Habla, muchacho, sin temor.

—¿Por qué motivo habéis sacrificado animales y cosas?

Kaladdah miró a los otros brahmanes e intercambió con ellos una mirada complacida.

—El sacrificio de lo que nos es preciado permite obtener gracias y beneficios a los que se han privado de ello.

—¿Por qué no se sacrifican entonces los hijos primogénitos? No hay nada más preciado, y supongo que los dioses quedarían satisfechos.

Los tres brahmanes le mostraron una sonrisa conciliadora a Kaladdah, que, por su parte, se quedó mirando fijamente al muchacho. De pronto se hizo el silencio.

—Porque está prohibido —respondió Kaladdah tras una larga pausa—. No se puede matar, ¿no lo sabes?

—En todos los textos sagrados —prosiguió Issa—, en los himnos, en las fórmulas, en los ritos y en las melodías de los Vedas no hay ni una sola palabra que lo prohíba. Yo estoy de acuerdo en que no se debe matar. Quizá la regla nazca de un principio interno del hombre, tan fuerte que los dioses no han considerado oportuno siquiera codificarlo.

—Sí, así es —atajó Kaladdah, que dirigió la mirada hacia los otros presentes—. ¿Alguna otra pregunta?

—Si no matar es algo intrínseco al hombre —insistió Issa—, ¿por qué lo hace, pues, por la calle, en las guerras y entre las paredes de las casas? ¿Y por qué habéis matado hoy cabras y cerdos? ¿Cuál es la diferencia? Algunos animales matan para comer, pero no todos. ¿A cuál nos queremos parecer? ¿Al feroz tigre o al noble caballo? ¿A la taimada araña o al manso ciervo? En las mesas veo buñuelos de queso, panes con aceites perfumados, tortas de garbanzos a las hierbas, delicadas patatas a la alholva, leche ácida al jengibre y todo tipo de pasteles de almendras. Una gran riqueza y variedad de alimento para la que no se ha vertido ni una sola gota de sangre.

—Eres un arrogante al dirigirte así al primer brahmán —respondió el que estaba sentado a su derecha—. ¡Estudia veinte años más y encontrarás las respuestas a tus preguntas!

—¡No! —lo interrumpió Kaladdah—. El muchacho tiene razón. Lo que no sabe es que nuestros ritos sirven para mantener unida a la sociedad. Sin ellos, todo se sumiría en el caos. El género humano se dispersaría, solo los más fuertes sobrevivirían y regresaríamos a la oscuridad del inicio del mundo.

—Gracias, brahmán —respondió Issa—. Ahora comprendo la importancia del rito. Como tú has dicho, sirve para mantener a las personas unidas, para que adquieran conciencia de que son la especie privilegiada de los dioses. Todos deben unirse en el rito, el marco que de por sí no tiene valor, pero que protege el precioso cuadro. Y ahora te pido que acojas a esta muchacha, que para mí es más excepcional que un zafiro de corazón convexo, entre nosotros, en el seno de nuestros usos y costumbres, para que la protejan y la custodien.

Kaladdah frunció los ojos, intentando ver qué intenciones escondía el joven. Aquella renuncia a replicar sus observaciones le dejó perplejo y tuvo la impresión de que tras aquella petición se escondía una trampa. Miró a la muchacha, apenas una niña, que llevaba un sari verde y rojo de preciosa factura. Llevaba el cabello negro recogido en una trenza brillante, untada de ungüento. Tenía los ojos delicadamente maquillados de negro y de ocre, y sus sandalias dejaban entrever unos pies pequeños, delicados y limpios. El brahmán echó una mirada a sus compañeros, pero en sus rostros no detectó ninguna señal, ni de preocupación ni de conformidad; solo un vacío indiferente e inconsciente. Quizá, si hubiera tomado a su cargo a aquel muchacho, por fin tendría un alumno digno de ocupar su puesto en un futuro lejano. Extendió los brazos.

—Sé bienvenida, hija mía.

La muchacha temblaba, pero Issa le dio un ligero empujón y ella dejó que el hombre le pusiera las manos sobre la cabeza. Kaladdah se quitó entonces uno de los medallones, echó una mirada a Issa y se lo puso al cuello a la muchacha.

—El oro, nacido del fuego, fue concedido a los mortales como algo inmortal; quien lo lleva morirá a una edad avanzada. Yo te lo pongo para que tengas una vida larga, de esplendor, de fuerza y de vigor. ¿Cómo te llamas, muchacha?

Ella dio un paso atrás, sin responder, mientras Issa daba un paso adelante. Era el momento que esperaba Sayed, el que marcaría un antes y un después en su vida.

—Tendrá el nombre que tú quieras darle, Kaladdah. Tú eres el más noble de los brahmanes, y el más sabio. Dale la dignidad a esta flor, que, como ves, es bella, pero sin nombre. Todo el mundo es artífice de su propia vida; no hagas que deba pagar por culpas que no son suyas.

El brahmán se levantó de golpe y una ráfaga de viento le alborotó la túnica roja. El muchacho le había engañado, delante de todos. Aquella era una paria sin nombre, y él mismo, voluntariamente, la había tocado y bendecido.

—La apariencia no engaña —prosiguió Issa—. Tú has visto su pureza, como la han visto todos. Llámala Gaya, de alegría, como Gayatri, la Diosa Madre. Ella te sonreirá, Kaladdah, porque todos somos hijos suyos, somos todos iguales, en su amor, en su conocimiento. Yo te ruego, Kaladdah: rompe sus cadenas con amor, el mismo que nos ha generado a todos. Porque no existe nada, más allá del amor, y ni siquiera toda la sabiduría de los Vedas lo puede contener.

Al ver a su superior apretar el puño y morderse el labio, los otros dos brahmanes se pusieron en pie e hicieron lo propio. El cuarto, en cambio, seguía mirando a Issa, con la boca entreabierta, y sin darse cuenta bajó la cabeza, como hacen los animales en señal de docilidad. Kaladdah se alejó a grandes pasos seguido por los otros, pero al pasar frente a Sayed se detuvo.

—Has deshonrado tu casa, has desobedecido a tu dharma, y no te bastarán veintiuna vidas para recuperarlo. Has permitido que un demonio te trastornara la mente y diese un escándalo público. Todo esto —abrió los brazos y giró sobre sus pies— es impuro, e impuros serán todos los que se acerquen a este lugar.

Sayed juntó las manos bajo la barbilla, unió las palmas con los dedos y le saludó con la fórmula ritual.

Sawasdee, Kaladdah.

Al brahmán, al girarse, le pareció ver un gesto de mofa, casi una sonrisa, en los labios de Sayed, pero prefirió pensar que era una mueca de dolor.

—¿Y después?

Todos se giraron hacia Osmán.

—El resto lo conocen el Tajo, el Ganges y quizá también las Antípodas —dijo Ada Ta—. Al menos eso me dijo una vez un sabio que no pensaba que lo fuera, y que por ello lo era aún más.

Gua Li abrió los ojos como solía hacer cuando quería decir algo pero no estaba segura de que fuera oportuno. Ada Ta le sonrió y meneó la cabeza. Conocía aquella frase y su origen, procedente casi como una broma de la pluma del noble italiano con el que había empezado todo. Bajó la cabeza para esconder la emoción de aquel secreto entre ella y Ada Ta.

—Querido Osmán, mañana proseguiré con el relato. He visto las miradas de nuestro capitán. Quizá le molesten estas historias mías, pero te puedo anticipar —susurró— que Sayed vendió todo lo que tenía y partió con Issa en un carro, dirigiéndose hacia el norte, por entre los montes cubiertos de nieves eternas.

El cojo se giró y vio la sombra del capitán tras el mástil, a sus espaldas.

—¡Jair al-Din! Siempre estás espiando en lugar de gobernar el barco. ¿Cómo te puede molestar una mujer que habla tan flojo que su voz casi queda disimulada por el rumor del viento? ¡Griego renegado! Sí, vete, vete, aléjate como una serpiente.

Tras pivotar sobre su pierna buena, haciendo una especie de pirueta, le brindó una larga sonrisa a Gua Li. Nunca lo hacía. De hecho, él mismo se sorprendió.

—Los dientes de la mangosta han mordido a la cobra —le indicó Ada Ta a Osmán, que, al carecer de incisivos superiores, recordaba a un roedor.

Osmán se llevó un dedo a los caninos y, por un momento, se puso rojo de rabia y de vergüenza, pero le bastó la mirada sonriente de Gua Li para transformar poco a poco el gesto de rencor en una sonora carcajada, a la que se unieron el italiano y el viejo monje.

—¡Silencio! —exclamó el pirata desde el puente de mando—. ¿Quieres morir, Osmán?

Osmán no hizo caso y se encogió de hombros, abriendo después la boca y fingiendo que lanzaba una dentellada al capitán con rápidos movimientos del cuello. Gua Li se llevó ambas manos a la boca para reprimir una nueva carcajada.

—Yo me considero un conocedor de la ciencia, sobre todo de la de las armas y las construcciones, y he leído un buen número de textos antiguos, de los que he aprendido mucho. Pero nunca había oído hablar de esa historia.

—Como hombre de ciencia sois muy curioso, Leonardo. ¿Habéis visto alguna vez una vaca con gruesos pelos largos hasta el suelo?

—¡No, nunca, a fe mía! —repuso con una sonrisa—. Aunque en Vinci hay vacas de todas las razas, y también en Francia y en Milán.

—Donde vivo yo, en cambio, los niños se sorprenden con las vacas sin pelo, como si fueran un prodigio de la naturaleza.

—Entiendo qué queréis decir —dijo Leonardo, acariciándose la barba—, y tenéis razón. Por otra parte, me habéis hecho reflexionar sobre un hecho que quizás haya tenido ante los ojos toda la vida y del que nuestra Iglesia no ha dicho ni una sola palabra. Es inconcebible y algo extraño. Lo sabemos todo de Alejandro, de los césares y de los emperadores. Conocemos sus vidas, casi día por día, pero, sin embargo, no sabemos nada de nuestro Salvador. Ignoramos dónde estuvo y qué hizo precisamente en los años más importantes de su vida. Conozco el Antiguo y el Nuevo Testamento; sin embargo, en ellos no se hace ni una sola mención a su vida entre los trece y los treinta años. Es como si se hubiera tendido un velo negro sobre la memoria de los hombres, como si nadie se hubiera dado cuenta nunca. Amigos míos, no creo ser un hombre especialmente dotado, aunque veo que en torno a mí la estupidez prolifera, y quizá sea por eso por lo que parezco más capaz que muchos otros. Sin embargo, debe de haber un motivo si así es como van las cosas del mundo, y romper ese equilibrio puede ser muy peligroso. Es como juntar carbón de sauce, salitre, aguardiente y azufre a la pez, e insuflarla con incienso, alcanfor y lana de Etiopía. El fuego que nace de esa mezcla quema hasta dentro del agua, y no hay modo de apagarlo.

Mientras los demás lo miraban, él, perplejo, sacudió la cabeza y sacó de un bolsillo interior de su capa un cuaderno lleno de apuntes y de dibujos. Lo abrió y le mostró al monje el dibujo de un cráneo humano, partido por la mitad, con los pliegues del cerebro bien a la vista. Y otro en el que el cerebro se veía dividido en dos hemisferios. Al lado había el dibujo de una cebolla.

—El cerebro es como un bulbo; a medida que se le van quitando capas, se van descubriendo sus secretos. Yo busco los misterios del interior del cuerpo humano y de la mente, que considero su alma, a menudo desafiando las leyes terrenas y las divinas. No obstante, me he dado cuenta de que en todos estos años he estado sordo y ciego, y que he descuidado uno de los mayores misterios que, no obstante, estaba a la vista de todos. Pero también es cierto que ninguno de los filósofos ha hablado nunca de ello. El miedo a veces es absoluta ignorancia, y en ocasiones suma prudencia.

—El miedo es una enfermedad muy contagiosa —dijo Ada Ta—, más que la peste.

Osmán intentó decir algo, pero la voz se le quebró en la garganta y solo pudo emitir un sonido ronco y se puso a toser.

—«… quien por el largo silencio parecía mudo…», decía el poeta Alighieri —apuntó Leonardo—. Quizá nuestro amigo quería decir algo que llevaba dentro un buen rato.

El turco se puso en pie, visiblemente turbado, y se tocó a toda prisa el corazón, los labios y la frente:

—Salam aleikum.

Aleikum salam —respondió Leonardo.

A los pocos pasos, Osmán se detuvo.

—¿Cómo acaba la historia de Issa?

—Cuando lleguemos a tierra, la seguiré contando. Si estás, estaré encantada de repetirla las veces que gustes.

La voz de Gua Li penetró como un cuchillo en su barriga, pero sin dolor. Osmán se vio obligado a tomar aliento antes de responder:

—Estaré y, aunque cojos, mis pasos serán guiados por Alá.

Se aseguró de que no le siguiera nadie y se metió bajo la cubierta, se abrió paso entre amarras y sacos de yute, y se detuvo frente a la caja que contenía las alfombras. Acercó la oreja con la esperanza de no oír más que el crujido de la madera. Pero enseguida oyó claramente un suave roer. La muerte estaba viva, y él, que era su mensajero, lloró.