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Roma, 15 de noviembre de 1497

Los dedos recorrieron el cono de madera rojiza, de no más de un palmo de longitud, con pudor y respeto. Ferruccio observaba el objeto, simple y ligero, que había alterado toda su vida.

—Está hecho de acacia y es impermeable al agua, como el nido del tordo —dijo Ada Ta—. No obstante, sin el rollito dentro, no sería más que un trozo de madera inútil. Mira dentro, no muerde.

Ferruccio le quitó el tapón y extrajo un rollo de seda, pero vaciló antes de desenrollarlo. Gua Li le animó con la cabeza. En la sala donde dormían Ada Ta y Gua Li, la luz de dos lamparillas de aceite situadas sobre la mesa ponía en evidencia la transparencia del manuscrito. La campana ya había anunciado la hora de completas hacía rato. Todo el palacio estaba en silencio. Estaban solos. Gabriele había adquirido la costumbre de irse con los guardias del príncipe en sus correrías nocturnas, y el arquitecto florentino había salido podo después del almuerzo, mascullando alguna frase sin sentido, como era habitual en él. Las manos de Ferruccio extendieron la seda sobre la mesa. Sus ojos intentaron descifrar aquellas señales redondeadas que llenaban la hoja.

—No sé leer estos signos.

—Es pali. —Gua Li pasó un dedo por encima, siguiendo la escritura de izquierda a derecha—. Una antigua lengua de nuestra tierra.

—Una lengua muy fuerte —añadió Ada Ta—, porque hace siglos que está moribunda, pero aún resiste. Un poco como este pobre viejo.

—Tú no estás moribundo, padre. Solo lo finges, de vez en cuando, como el tejón, que aprovecha luego para lanzarse sobre la serpiente.

—¿Es su diario? —preguntó Ferruccio, que buscaba entre los signos una pista, algo que le convenciera de que el rollo que tenía entre las manos era realmente lo que Ada Ta y Gua Li decían—. ¿Lo escribió el Jesús que yo conozco con sus propias manos?

—Esta es una copia —respondió la mujer—. Fue transcrita pocos años después de su muerte, bajo el reinado de la dinastía Kuninda. Después de enterrar el original en su tumba, protegido por una urna de vidrio de cuatro dedos de grosor. Y allí sigue. Lleva la firma de Al Sayed, que jura haber reproducido solo las palabras que Jesús, o Issa, como lo llamaban ellos, le dictó a su regreso de Palestina. Lo llama rabí, maestro, aunque él no quería.

—Una de las pocas cosas que sé es que rabí, en hebreo, significa precisamente «maestro». —Ferruccio no apartaba los ojos del escrito—. Quién sabe cómo se escribirá en esta lengua.

—Mira. —Gua Li le indicó una palabra—. Está escrito aquí. Esta palabra se lee aacariyassa, y quiere decir precisamente rabí.

Ferruccio sacudió la cabeza y se giró hacia Ada Ta, que pasó una mano por su mejilla. Era la primera vez que lo tocaba.

—Él no quería que le llamaran maestro —dijo, sonriendo—, porque los maestros dicen que saben y por eso enseñan. Él decía que era un hombre que no sabía y que siempre iba en busca del saber. Lo importante es seguir por el buen camino, no llegar a la meta.

—A ver si lo entiendo; yo quiero entenderlo. Vosotros decís que en este libro él no se considera hijo de Dios. Es absurdo, ¿lo entendéis?

—Todos somos hijos de una única esencia —Ada Ta juntó las manos—, que puedes llamar de muchas maneras. Energía vital, si quieres, o kundalini, como la definen los antiguos estudiosos de los Vedas. Pero la semilla que ha generado a mi hija no es la misma que la que ha generado a aquel ratón que acaba de salir corriendo de la habitación.

Gua Li hizo un gesto de aprensión.

—Este hombre de alma sensible y mente rápida nunca se hizo llamar Dios —prosiguió Ada Ta—. Y más que absurdo, es grotesco que en esos libros que llamáis Evangelios eso se repita de forma constante. Parece que casi nadie ha reflexionado sobre ello. Casi cien veces Jesús se llama a sí mismo «hijo del hombre», si la memoria no me engaña, no «de Dios». Y lo mismo dicen otros evangelios escritos antes y después de esos cuatro. Sacudes la cabeza —su tono se hizo más dulce—, pero no para negarlo; eso lo entiendo. Y comprendo que estés confundido: eres como el hombre que, después de pasar un año en un barco, cuando pone el pie en tierra tiene la impresión de que el suelo se mueve como las olas. —Ada Ta pareció detenerse a reflexionar—. He dicho casi nadie, pero hubo alguien que sí se dio cuenta. Fue tu amigo: Giovanni Pico della Mirandola. Él lo había entendido. Tenía la mente libre, porque leía mucho y pasaba poco tiempo con los hombres.

—Él sabía leer esta lengua.

—Y muchas otras. Veo que las nubes de tu mente se aclaran, empujadas por el viento del conocimiento…

—Pero ¿cómo pudo saber que existía este libro?

—No lo sabía. No era un chamán; él solo seguía un rastro, como el cazador que sigue las ramas rotas en el lecho del bosque. Pero es el tigre quien decide si se deja ver o no, si desafía la punta de su lanza. Algunos gompas habían recibido peticiones de copias de textos sagrados por parte de cazadores de libros, cuyo rastro llevaba en todos los casos a una única fuente. Siguiendo la pista contra corriente, como quien remonta un río desde el delta, remando con gran esfuerzo, llegué a enterarme de que en el otro extremo del mundo un hombre seguía la vía de la sabiduría. Eso despertó mi curiosidad. Él me habló de la Madre, y yo del Hijo. Muy sencillo.

—Comprendo.

Ferruccio se puso en pie. Gua Li volvió a meter el rollo de seda en su funda. Al llegar frente a la chimenea se puso a observar las lenguas de fuego que lamían los troncos aún húmedos, que a su vez respondían crepitando y lanzando soplidos de humo blanco. Apoyó las palmas de las manos contra la pared.

—Gracias a él conocí a Leonora. Y por él, aunque no por culpa suya, la he perdido, para siempre, me temo. No os he contado toda la verdad sobre mí mismo.

Sin girarse, Ferruccio les habló de su encuentro con Giovanni de Medici, sus locos proyectos y el rapto de Leonora. Mientras estuvo hablando, media vela se consumió. Más de una vez, Gua Li hizo ademán de levantarse, pero bastó un movimiento de cabeza de Ada Ta para convencerla de que era mejor que se quedara sentada.

—Ahora ya —concluyó Ferruccio— no creo que el cardenal cumpla con su palabra, sobre todo tras nuestro último encuentro. Es más, creo que me he convertido en un lastre, tanto para él como para vosotros. Y después de haberte visto en acción, tampoco creo que te haga falta mi espada, amigo mío. Lo único que puedo hacer es ir en busca de mi mujer, aunque sea lo último que haga. Guardad bien el libro. Vale más de una vida. No os fiéis de nadie, ni siquiera de mí: si así pudiera recuperar a Leonora, lo quemaría.

Tras una puerta, Leonardo, con un nudo en la garganta, lo había escuchado todo. Al oír las últimas palabras de Ferruccio, se había alejado en silencio. Con lo que había oído cumplía sobradamente la misión que le había encomendado su interlocutor. No importaba gran cosa cómo lo había conseguido; pero lo que le había pedido sí era importante, y lo que le había prometido le cambiaría la vida. Salió por una puerta lateral del palacio —con un escudo había comprado la llave— y se escabulló por los callejones. Las piernas le temblaban. Lo achacó a tres factores principales: dos de la razón y uno físico.

Sin duda, el primero era el miedo que le producía ir solo por aquellas callejuelas en las que cualquier encuentro podía ser fatal. No bastarían los dos grossoni de plata que llevaba en la mano, que hasta los bandidos más miserables reconocerían, para mantenerse a salvo. Aquella gentuza primero te daba una estocada en la barriga y luego te hurgaba los bolsillos. El segundo factor era que sabía que había cometido una acción innoble, aunque no supiera con qué fin. No obstante, se consoló pensando que, en cualquier caso, no habría podido negarse a hacerle un favor al más poderoso de entre los cardenales de la curia; por otra parte, aquel gesto de obediencia habría podido cambiar para siempre su vida. Tras la muerte de su madre y el exilio forzado entre los turcos para huir de los procesos por sodomía y de las exigencias de sus acreedores, no había nada que deseara más que volver a Milán con el perdón del duque, y así conseguir los viñedos y las casas que le había prometido.

El tercer motivo de sus temblores, y el más legítimo, se debía a la posición antinatural que se había visto obligado a adoptar, de pie y con la espalda curvada, para escuchar todo lo que se habían dicho los orientales y Ferruccio. Los diez poderosos haces musculares del muslo habían estado demasiado tiempo en tensión, y las vértebras dorsales de la columna habían estado comprimidas y torcidas. Ya profundizaría en las causas, quizás en Milán, en alguna pausa entre los trabajos que los favores del duque le procuraría en abundancia. Y acallaría a los acreedores.

Si Dios quería, con tanto dinero en el bolsillo encontraría el modo de impedir que Tommaso volviera a robar; aquel maldito vicio le había metido en problemas repetidamente y le había obligado a hacer callar a sus víctimas restituyéndoles diez veces lo robado.

—Maldito seas, Tommaso Masini. Y maldita sea mi suerte, porque no consigo apartarte de mi corazón.

Pasó pegado a las fachadas de Via di Ripetta. Cuando tomó Via Recta, soltó un suspiro de alivio al ver pasar la ronda pontificia. A veces su ímpetu inquisitorio se dirigía más contra los débiles que contra las bandas de españoles que habían llegado a la ciudad siguiendo la estela de los Borgia y que se habían hecho los dueños de los barrios bajos, donde extorsionaban a los mendigos y se aprovechaban de las vacas de la noche,[10] como llamaban a las prostitutas que no tenían dinero suficiente para ofrecer sus servicios en los burdeles. Llegó a la iglesia de San Celso y vio, por fin, deo gratias, la cancillería apostólica, donde encontraría a Ascanio Sforza, que en calidad de vicecanciller tenía derecho a vivir en ella. Miró a su alrededor y se encaminó a la puerta principal.

Una sombra se escabulló tras una columna de la vecina iglesia de San Biagio delle Pagnotte. Cuando volvió a aparecer, Leonardo ya había rebasado el umbral del palacio. Gabriele se felicitó a sí mismo: aquello le recompensaba por el mal trago pasado aquella noche. De tanto moverse entre espías, fulanas y tahúres, había aprendido a no fiarse. Algo había cambiado en el comportamiento del sodomita, y no se debía a algún secreto enredo amoroso. De día estaba nervioso, cuando debía estar tranquilo, y parecía receloso en el uso de las palabras, cuando debería estar más locuaz que nunca.

Gabriele reconoció el palacio. Había estado más de una vez por allí, buscando gresca por orden de los Salviati, de los Orisini o de los propios Colonna. Aquella expedición nocturna tenía un objetivo muy preciso, aunque no conocía los motivos, pero Ferruccio o los orientales sabrían interpretarla. Seguro que se ganaba unas liras de más, lo cual no le iría nada mal; además, el florentino aprendería que no ser noble o inteligente como él no significaba que pudiera permitirse considerar que estaba a su disposición, como un jovencito ignorante o un clérigo en celo. Desenvainó el estoque y se colocó bien el jubón nuevo de paño negro que le había regalado Ferruccio. Con ambos se sintió fuerte y satisfecho, y emprendió el regreso. Tanto si encontraba amigos como enemigos por el camino, aquella noche se divertiría.

Quien no estaba tan tranquilo era Leonardo. Le habían llevado a un pequeño estudio sin ventanas, con un escritorio y unas sillas tapizadas en un cuero fino rojo. La alfombra de lana que ocupaba todo el suelo también era roja. Llevaba horas esperando a que le recibiera el cardenal Sforza. Sobre la mesa había un libro de geometría, y ya lo había repasado a fondo, aunque enseguida había renunciado a leer los comentarios de las ilustraciones. En la medida de lo posible, ocultaba a los demás un defecto que compensaba con su capacidad de síntesis: comprendía el sentido de las palabras, pero al leerlas de una en una se le mezclaban todas, y aquello le ponía nervioso. De modo que para escribir había adoptado la costumbre de hacerlo al revés, con la mano izquierda: era el único modo con que podía tomar apuntes sin perder de vista el orden lógico de sus razonamientos. Se justificaba diciendo que era una rareza o un capricho, por no desvelar que se trataba realmente de una necesidad. Por suerte, durante aquellas horas había encontrado entretenimiento contemplando su propio rostro y su propia figura en un gran espejo de plata colgado junto a la puerta. Acercándose y alejándose, el cuerpo se deformaba y los rasgos físicos adoptaban un aspecto monstruoso y grotesco.

Unos años antes, en Venecia, había conocido a un joven pintor alemán, un tal Türer, o Dürer, no se acordaba, que le había mostrado, satisfecho, un librillo recién impreso de título enigmático: El barco de los locos. Le había pedido su opinión. En aquel momento, le había parecido inquietante y carente de cualidades, pero al verse reflejado en el espejo recordó aquellos retratos ridículos y, desde luego, locos. Le pareció que podría profundizar en esos dibujos. Ya los recordaría. Luego los dibujaría él mismo, mejor. El propio Sforza, con aquella nariz aguileña, la mandíbula prominente y una joroba incipiente, sería un modelo idóneo. La puerta se abrió casi por sí sola, sin un chirrido de aviso. La figura menuda del cardenal, que le tendió la mano enguantada con el anillo para que lo besara, apareció por la puerta.

—¿Os he hecho esperar?

—No, monseñor —respondió Leonardo, inclinándose.

—Acabo de terminar los maitines. Es uno de los deberes de los pobres hombres que tenemos la ambición de llegar a santos. ¿Vos rezáis, Leonardo?

—Siempre y con devoción.

—Así salvaréis vuestra alma. Y no solo eso, si combináis la oración con la virtud de la obediencia. ¿Queréis confesaros?

El florentino se arrodilló y bajó la cabeza. El cardenal evitó que la masa de cabellos enmarañados le rozara la púrpura cardenalicia.

—¿Cuánto tiempo hace que no visitáis al barbero?

—¿Monseñor?

Leonardo abrió los ojos como platos y lo miró de abajo arriba. Se esperaba que le preguntara por sus pecados, pero no por su cabellera. Se llevó la mano izquierda a la cabeza y se dio cuenta de que desde la última vez que había ido a un barbero, que le había cobrado diez sueldos, tenía menos pelos pero más encrespados. Quizá fuera mejor —y sin duda le saldría más barato— afeitarse la cabeza él mismo y cubrirse con una boina. En aquel momento, le pareció que el silencio era la mejor respuesta.

—Ahora sentaos. No tengo mucho tiempo. Decidme lo que sabéis, sin ahorrar en detalles.

Cuando le hubo contado hasta la última palabra, adornando su relato con numerosas muestras de respeto a las que el cardenal no parecía hacer caso, Ascanio Sforza se frotó las manos. Se acarició la barbilla con el índice, se dio unos golpecitos con la yema del dedo y se dirigió por fin a Leonardo.

—Vos no habéis venido aquí. Esperaréis la hora tercia y, cuando regreséis, diréis que habéis ido al mercado de Piazza Navona a ver las luchas de perros. Os mostraréis contento porque habréis ganado veinte liras apostando por el mastín Castrato. Aquí tenéis el dinero. Y no temáis, Castrato ganará. ¿Qué sucede, Leonardo? ¿Queréis más dinero?

—No, monseñor —repuso Leonardo, recogiendo la escarcela llena de monedas—, pero, de este modo, me humilláis, me hacéis sentir como Judas.

—Nunca se habría colgado si en lugar de treinta denarios hubiese cobrado trescientos. Entre vino y fiestas se habría olvidado hasta de Dios, nuestro Señor, y mucho más de su hijo. Este dinero os será útil, pero solo para el viaje de aquí a Milán. ¿Sonreís, ahora? Mi hermano Ludovico os espera allí, como os prometí. Y también os aguardan casas, un viñedo y un estudio, solo para vos, en el castillo, donde tendréis criados y criadas, a vuestro gusto, y construiréis puentes y revellines inconquistables, sólidas barbacanas, armas de ataque y de defensa y cuantas diabluras más inventéis. Los Sforza os compensarán como os merecéis. Gozaréis de una vida que jamás el hijo bastardo de una criada árabe habría osado soñar.

—Precisamente he elaborado un barco, monseñor, con una rueda de bombardas (solo es necesario que sean un número par) que dispara en todas direcciones, con lo que así puede enfrentarse por sí solo a toda una flota enemiga. Y un proyectil con una pólvora tan potente en su interior que, si explota en un patio, cuanto más fuertes sean sus muros, más se levantará el tejado, temblará el suelo y caerán hasta las telarañas, y el fragor provocará incluso que aborten las mujeres y cualquier hembra de animal preñada, y hasta los pollos se morirán en el interior de los huevos.

—Estupendo, Leonardo. Así me gusta. De este modo, recuperaréis el favor del duque, mi hermano. Ahora id y haced lo que os he dicho. Mañana, o pasado, partiréis hacia Milán.

La ofensa sobre sus orígenes le había entrado por un oído y salido por el otro, sin calar entre los pliegues del cerebro. Hizo lo que se le había ordenado, salvo apostar veinte sueldos por Castrato. El mastín venció fácilmente a su adversario, un mestizo de alano español. Después de tumbarlo de una patada, lo inmovilizó en el suelo y le mordió el cuello sin soltar su presa hasta verla morir desangrada. Mientras volvía hacia el Palazzo Colonna, satisfecho de su victoria, Leonardo se imaginó un carro con un mecanismo de mandíbula que pudiera abrirse paso por entre las líneas enemigas segando las piernas a la infantería. Gabriele, en cambio, se imaginó que le agarraba por el cuello y le preguntaba qué le había contado al vicecanciller de la Iglesia. Pero apenas había tenido tiempo de pensar demasiado en eso cuando vio que una hoja salía de su costado, teñida con su propia sangre, antes siquiera de sentir dolor.