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Estambul, 20 de junio de 1497
El sol se estaba poniendo sobre las aguas revueltas del mar de Mármara. Una estela roja de reflejos dorados se extendía hasta lamer las rocas al pie del palacio del Serrallo. Más arriba, desde el jardín colgante junto a la torre de mediodía, un hombre alto, con una capa del color de la noche, escrutaba el horizonte. Percibió una presencia, pero no se volvió siquiera. La reconoció por sus pasos, silenciosos y suaves, pero con un ritmo desigual: era alguien que cojeaba y que se dirigió a él de modo confidencial, aunque con la deferencia que imponía su rango.
—Larga vida al gran visir. Hace semanas que intento verte.
—Hay que ser prudentes. El sultán no es tonto. Ha reforzado las medidas de seguridad desde aquel día, y ha multiplicado el número de espías.
—De no haber sido por aquel extranjero del bastón, quizás hoy podríamos escupir sobre su tumba. No entiendo cómo Alá ha permitido que se salvara.
—Los caminos de Alá son inescrutables, y no nos corresponde a nosotros juzgar sus acciones. Ya hablaremos de eso. Ahora arrodillémonos: el adhan está a punto de empezar.
Poco después, un rayo verde iluminó brevemente el cielo, indicando el inicio del anochecer. Enseguida se oyeron desde los minaretes las voces de los muecines, que se superponían unas a otras, llamando a los fieles a la oración de la tarde. Ambos se arrodillaron sobre dos esterillas con la cabeza orientada hacia La Meca, y respondieron susurrando a las invocaciones. Cuando la voz de los minaretes se apagó, el hombre de la capa dijo:
—Desde este momento nos podemos dirigir a Dios, Osmán, y pedirle su ayuda y su intervención.
—¿Qué le pedimos a Dios? —dijo el cojo, con una sonrisa en los labios.
—Que todo Occidente tiemble al oír su nombre y que su castigo caiga pronto sobre el kâfir, el gran infiel. La hora de la destrucción está próxima. Alá ya había indicado el camino el siglo pasado, llevando la muerte y la devastación entre los infieles, que apestaban toda Europa, pero su pueblo aún no estaba listo para dar la estocada final.
—Alá guiará nuestros pasos, si sabemos interpretar su voluntad.
—Así pues, que se haga su voluntad.
—Amén —respondió el cojo.
—Beyazid ha tenido suerte, pero el diablo que le protege tendrá una vida breve, al igual que todos los infieles, a menos que se conviertan a la verdadera fe. Sobre la gran basílica de los cristianos ondeará el estandarte verde con el nombre de Alá escrito veintiocho mil novecientas veces en caracteres de oro, y el hombre de la túnica blanca reconocerá en Alá al único dios verdadero.
—Eso si sobrevive…, visir. Cuando Roma sea bendecida con el castigo de Dios, quizás él también muera.
—Con el contagio morirán millones, y todo quedará en ruinas, pero él seguirá ahí, como testigo de nuestra victoria. Roma será la última en caer, como la madre que, antes de ceder a la muerte, se ve obligada a ver perecer a sus hijos uno por uno. Así lo ha dispuesto quien habla por boca del Profeta, bendito sea su nombre.
—Mi único temor es que la ira de Dios acabe llegando hasta nosotros. Las ratas se mueven con rapidez, visir.
—Las ratas son mensajeras de su venganza, pero él nos ha dado el fuego como escudo. ¿O es que no te fías?
—Dos de los míos se han contagiado…
—¡Idiota! —dijo Abdel el-Hashim, cogiendo al cojo por la garganta—. ¿Y qué has hecho con ellos, hijo de una camella pútrida?
Osmán cayó de rodillas, al tiempo que intentaba zafarse de la tenaza del visir.
—He dispuesto que los quemaran, y he doblado la guardia en torno a las casas infectadas. Me haces daño, visir…
—Si una sola de esas bestias infectas sale de allí, ya sabes lo que significa, ¿no es así?
—Las murallas tienen ocho brazadas de alto y son lisas como la piel de una niña, y en lo alto arden las llamas, por todo el perímetro. Me estás aho… gando, visir. Nadie, ni un esclavo ni una rata, puede salir…
El visir aflojó la presión. Osmán se frotó el cuello, tosiendo.
—Eso espero, por tu bien. Espera, ¿qué ha sido eso?
—Mi garganta, visir; me has hecho mucho daño.
—No es tu garganta, hijo de una marrana.
Sacó la corta yagatan de empuñadura de marfil de su cinturón de tela y se quedó a la escucha.
Dos ojos maquillados de negro se entrecerraron, como si quisieran volverse aún más invisibles. El visir se dirigió hacia el grupo de chimeneas altas, donde era fácil esconderse. Unos pequeños pies desnudos se movieron mínimamente, y un brazo ligero lanzó una piedrecita al extremo opuesto. El hombre se giró de golpe y se dirigió hacia las escaleras que llevaban a la azotea. Un trapo decorativo agujereado por varios puntos ondeaba al viento, moviendo levemente unos restos de yeso. El visir enfundó de nuevo el puñal.
—No me fío…
—Podría ser una pareja en busca de un lugar apartado y silencioso —dijo Osmán, que ya había llegado a su lado—, o un guardia haciendo la ronda.
—O un yinn de patas de cabra que hubiera venido buscando a su hermano —gruñó el visir por toda respuesta—. ¿Qué hay de la última caja?
—He ordenado que la cargaran a bordo del barco del extranjero: la muerte viajará con ellos. El capitán no ha hecho preguntas cuando le he dicho que era voluntad de la Vigía de la Montaña, y sobre todo cuando le he llenado la bolsa con un buen puñado de akchehs de plata.
—Bien hecho.
—Soy un buen musulmán, visir.
—Eres una verdadera carroña, Osmán. No creo que le hayas dado más de dos o tres akchehs.
—Me ofendes, visir. Cuando llegue el momento, quiero estar seguro de que Alá me concederá las setenta y dos vírgenes.
—Tú reza para que las ratas cumplan la voluntad de Alá y logren su obra de destrucción. Por lo demás, conténtate con los descartes del sultán, que no serán vírgenes, pero sin duda se contarán entre las mujeres más bellas del reino. ¿Quién viaja con la caja de alfombras?
—Yo mismo. Un mercader cojo no llama la atención, y aunque sea de piel oscura no induce al temor.
—Si la caja se abriera durante la navegación, quémalo todo, barco incluido, y tendrás a tus vírgenes.
Que fueran vírgenes o cortesanas poco importaba. La mujer estaba hecha únicamente para dos cosas: dar placer al hombre y darle hijos. Su madre no había hecho otra cosa en toda su vida. Eso era lo que le habían dicho sus muchos padres, además de enseñarle el arte de la pillería y de la humildad, y sobre todo cómo sacar provecho de ello. Al abrigo de sombras cada vez más intensas, el cojo del que todos se burlaban y que trataban a patadas había llegado a ser el confidente de la Vigía, aunque nunca le hubiera llegado a ver el rostro.
Llegado el momento se convertiría en el único visir; ocuparía el lugar de aquel inepto de Abdel el-Hashim. Y quizá, quién sabe, si ella quisiera, se la llevaría a su cama, y entonces vería por fin su rostro escondido. Mil veces se lo había imaginado como el de una reina, no joven ya, pero con los ojos de fuego, la nariz fina y la boca carnosa.
Osmán hizo una reverencia poco convencida y se alejó con su paso incierto.
Un cuervo con un ala rota observó al gran visir. Éste, con un amplio gesto del brazo, se colocó bien la capa, miró alrededor y luego subió al torreón para echar un último vistazo a los guardias.
El mar ya era casi invisible bajo el cielo de color índigo, y en el Bósforo soplaba una brisa ligera procedente de oriente. La mujer sintió un breve escalofrío, pero esperó hasta que estuvo segura de que los dos hombres se habían alejado. Con pasos decididos pero ligeros y silenciosos como los de una gata, bajó por la larga escalera de caracol que la llevó hasta el serrallo, directamente a los aposentos de Beyazid el Justo. Los jenízaros de la entrada tenían orden de dejarla pasar siempre, a menos que el sultán estuviera en compañía de alguna otra concubina. Se arrodilló ante su señor, que le sonrió y le indicó con un gesto que se pusiera en pie.
—Padre —le dijo—, el visir y el cojo han hablado del atentado contra tu persona y de un lugar infestado. Pero no he podido seguir toda la conversación; me arriesgaba a que me descubrieran.
Contó su historia con todo detalle. Beyazid escuchó atentamente. A aquella muchacha, que aún no había cumplido los dieciséis años, le tenía más cariño que a ninguna otra: era guapa e inteligente, además de mostrar una profunda devoción por él. Por eso le había cambiado el nombre y le había puesto el de Amina, que significaba «fiel». Pero no le gustaba que le llamara padre, aunque fuera un apelativo obligado. Esperaba que muy pronto le llamara por otro nombre, quizás el de esposo, y por ese motivo no la había tocado aún.
—Has sido valiente, Amina; eres la luz de mis ojos. No te han visto, ¿verdad?
Nadie debía imaginarse siquiera que él estaba al corriente, pero le preocupaba sinceramente que ella se arriesgara demasiado. Amina le sonrió mostrando los dientes, aún más blancos que las perlas, entre unos labios bordeados de negro, y se tocó los anchos pantalones negros y la camisa ligera de ese mismo color.
—El negro me ha protegido de sus miradas, y tengo la respiración ligera. No, padre, ni me han visto ni me han oído. Pero, por lo que he oído, temo cada vez más por vuestra vida, y por eso rezo a Dios todos los días.
—Yo tendré una larga vida mientras te tenga a mi lado. Ahora ve, mi niña, y descansa, en el nombre de Alá.
Sí, su vida sería larga, pero para lo que estaban tramando sus enemigos no bastaban las oraciones; quizá no sería suficiente siquiera el poder de Dios, que le había presentado la prueba más dura de su vida, más dura aún que cuando había tenido que mancharse las manos con la sangre de su padre. Alá era extraño incluso en su inescrutabilidad: le había concedido un aliado entre los enemigos, pero había ocultado a un enemigo en su propia casa. Era una partida de ajedrez que había que jugar en muchas mesas y cuyo final era incierto, con un árbitro, Dios mismo, que él ya no estaba seguro de reconocer.