27

Roma, 30 de agosto de 1497

Durante la noche había caído un violento temporal, azotando el suelo, inundando las calles, quebrando árboles centenarios y haciendo temblar las paredes de las casas de Roma. César Borgia no había podido dormir: tenía pánico a los relámpagos desde que era niño; aquellos destellos de luz le hacían ver fantasmas por todas partes. Y ya de adulto, temía que cualquier rayo se desviara, enloquecido, y le diera en la cara. La noche pasada en vela le había dado ocasión de pensar. La creación de un reino dinástico fundado sobre las cenizas del papado estaba cada vez más cerca, tras la desaparición de su hermano Juan. Habérselo quitado del medio con el beneplácito de su padre los había unido en un doble nudo corredizo en el que cualquiera de los dos podía apretarle el cuello al otro. Su padre tenía a su favor un poder consolidado, pero él tenía la juventud. La desaparición del hijo de Lucrecia había sido el segundo movimiento ganador. El obstinado silencio de su hermana le hacía sospechar aún más que el hijo esperado era de su padre, y si así fuera, sabía que Alejandro no le daría la espalda. El viejo había hecho mal las cuentas: no quedaría en el mundo un Borgia hijo de madre Borgia que pudiera reclamar el trono. En cualquier caso, el niño ya no sería un obstáculo. Y, desde luego, su padre no podría acusarlo de haber matado a un bastardo, hijo del más deleznable incesto.

Hermano y sobrino se le aparecieron varias veces. Cerró los ojos. La corona de Roma estaba cada vez más cerca. Una vez cumplido el proyecto, acompañaría a su padre hacia el eterno reposo. Entonces, él sería césar, mil quinientos años después. Anularía el matrimonio de Jofré y se casaría con aquella zorra de Sancha, y con ella uniría el reino de Roma con el de Nápoles. En cuanto a Florencia, su padre tenía razón: el pueblo se cansaría enseguida de la intolerante República de Cristo y echaría a Savonarola. Entonces los reyes Borgia no tendrían más que alargar la mano y posicionarse contra los franceses para hacerse con el estandarte de la ciudad y con el gobierno de la Signoria. Y si su padre le hacía caso, en cuanto el Medici les dijera qué le había llevado a meter la cabeza en las fauces de los Borgia, bastaría con cerrarle la boca y arrancársela de un bocado. Nadie movería un dedo; eran muchos los que le debían dinero.

A pesar de la rabia que sentía por haber quedado excluido de la reunión entre su padre y el cardenal, por fin consiguió conciliar el sueño, pero ya a las primeras luces del alba, cuando la lluvia aún repiqueteaba sobre los tejados y el viento silbaba por entre las ventanas y la chimenea.

La gran campana de la nueva torre había dado hacía poco la hora nona, anticipándose ligeramente a las de la cercana basílica de San Pedro. Así lo había querido el Borgia. Giovanni de Medici estaba sentado en un pesado banco de roble con tallas de personajes mitológicos, apoyado sobre aquellos anchos pies con largas uñas, como los de un sátiro. Frente a él, con una expresión impasible, paseaba adelante y atrás el maestro de ceremonias, Giovanni Burcardo, que después de los primeros saludos obligados no le había vuelto a dirigir la palabra. Caminaba silencioso; de vez en cuando, hacía anotaciones con un carboncillo puntiagudo insertado en una cañita. El Medici cambió la pierna de apoyo; le dolía el trasero, el banco era más duro que la grupa del asno con el que había llegado desde Castel di Guido, donde se había alojado, acogido —o más bien, hecho prisionero— por los frailes hospitalarios del cardenal D’Aubusson. La seda de la túnica cardenalicia le había protegido solo del polvo y quizá de algún devoto bandido, que a buen seguro se habría fijado en los dos frailes a caballo, armados con pesadas hachas, que ahora le esperaban en el exterior del palacio. Si no volvía a aparecer en toda la mañana, tenían orden de irse de allí y refugiarse en el palacio de los Colonna.

Hacía más de dos horas que esperaba a que Alejandro VI le concediera la audiencia prometida; su impaciencia aumentaba minuto a minuto, pero sabía que en ningún caso debía demostrarlo. Conocía bien el arte de la paciencia, de la espera y de la calma. Su padre les había acostumbrado a él y a Piero a permanecer quietos e impasibles durante horas y horas frente a los feroces mastines usados para la caza del jabalí. Sentados en un banco, conteniendo las lágrimas y luchando contra el miedo, los dos hermanos debían esperar a que los criados se llevaran a los animales; si no, además de pasarse un día a pan y agua, a oscuras, se arriesgaban a sufrir la vergüenza de la reprimenda paterna. Solo una vez superada la prueba, mientras Piero se desahogaba dando patadas a muebles y criados, él se refugiaba entre los brazos de su madre, que le susurraba las palabras más dulces y conseguía así aplacar sus temores y su llanto.

Se mordió el labio pensando en lo que había sufrido su madre, en todas las veces que su padre dormía con Lucrecia Donati en la habitación de al lado y ella se refugiaba en la oración. Lucrecia, precisamente, un nombre que propiciaba la lujuria y la traición. Tras aquellos preciosos tapices y aquellos muros había otra Lucrecia y un mastín mucho más feroz. Pero, como decía su madre, lo que no se puede combatir con el valor se debe afrontar con astucia y con paciencia. Eso le había hecho subir los cuarenta y dos escalones de aquella nueva torre, que era casi como una tronera adosada a los muros; la gente ya la llamaba torre del Borgia. Como si la basílica fuera ya una posesión de la familia, un palacio real, en lugar de la sede temporal del vicario de Cristo en la Tierra. Cuarenta y dos estrechos escalones que había que subir sin ayuda de una barandilla, con el cuerpo echado adelante y atento a no caerse, a la manera de las Horcas Caudinas, para llegar a los nuevos aposentos del papa, que según se decía habían costado más de cien mil ducados.

Giovanni alzó por enésima vez la mirada al techo, iluminado por una serie de lámparas de aceite de las que emanaba un fino olor a lavanda. Entre las luces y las sombras observó los detalles de las escenas pintadas, que no tenían nada de sacras. Entre grotescas representaciones satánicas, jeroglíficos egipcios y símbolos astrológicos y alquímicos, aparecían personajes históricos y mitológicos. Entre un Apolo desnudo y un Baco risueño había un sátrapa vestido a la moda de Oriente: Giovanni aguzó la vista y sonrió al reconocer en él los rasgos de un Rodrigo Borgia al menos veinte años más joven. En el centro del techo aparecía un toro rojo, con los cuernos en forma de lira y los genitales bien visibles, emblema de la familia.

—Buenos días, monseñor. ¿Habéis tenido buen viaje?

Giovanni se giró de golpe. Por una puerta escondida tras una cortina había aparecido una joven que lo miraba con unos ojos negros que parecían esculpidos en la obsidiana más pura. El contraste con el cabello, del color de las espigas maduras, unido al óvalo perfecto de su rostro, la hacían atractiva. A todo ello se sumaba la elegancia de su voz y de sus gestos. No sabía quién era, pero no podía ser más que ella, la esposa de Cristo, como llamaban a Giulia Farnese, favorita de Alejandro y mujer de Orsino Orsini.

—Excelente, madonna, como espero que vos hayáis pasado una noche agradable, a pesar de la tormenta.

—De rodillas y rezando, monseñor. Es el mejor modo de aplacar tormentas de otra índole.

Giovanni advirtió en aquel tono y en aquella sonrisa enigmática una ironía licenciosa.

—Entonces ha sido una noche mejor que la mía, a la grupa de un asno, señora. Me alegro por vos.

Giulia Farnese esbozó una reverencia y salió por otra puerta, mostrándole los lazos de su túnica aún desatados. Burcardo la siguió con la mirada en el techo. Otra voz, que reconoció perfectamente, lo llamó desde la misma puerta por la que había aparecido la mujer. Giovanni entró. De pie ante la ventana vio una figura grande y robusta, vestida con una bata de brocado amarillo que caía hasta ocultar las zapatillas. A su llegada se volvió y le tendió la mano para que la besara. Giovanni disimuló el gesto de asco al notar entre aquellos dedos el olor a hembra.

—Sentaos, Giovanni, y bebed con nos. Hoy es día de fiesta.

—Hace justo un lustro que España se liberó de los judíos, santidad. ¿Es a eso a lo que os referís?

—Le comunicaremos vuestro interés a la dulce Isabel de Castilla y a su esposo Fernando. Tenéis un espíritu excelente; es una lástima que seáis enemigo. Por nuestra parte, lo que celebramos es la reunión con nuestra dulce protegida, pero son cosas que no pretendemos que comprendáis. Conocemos vuestras inclinaciones, por las que Savonarola querría veros arder en el fuego, tanto eterno como terreno, que quizás incluso alimentaría con aceites esenciales en honor al nombre que lleváis. ¿No es acaso cierto que el jugo de las hierbas recogidas el día de vuestra onomástica es excelente para la vista?

—Yo ya veo las cosas que pasan a mi alrededor con suficiente claridad, sin necesidad de aceites milagrosos, santidad. Y en cuanto a las calumnias, no me afectan. No obstante, si se pesaran como ciertas en la balanza de san Miguel, me temo que vuestro platillo caería mucho más que el mío.

—Tenéis la misma arrogancia que vuestro padre; sin embargo, habéis venido aquí con el asno del penitente. No querría que se os hubiera contagiado la locura del martirio. Si es por eso, lo único que tenéis que hacer es escoger entre la torre della Nona o el castillo de Sant’Angelo.

—Nunca se sabe: yo ya he evitado un contagio, y mi alma aún no está preparada para afrontar otro más.

—¿De qué habláis?

—¿No os habéis enterado? Hace meses, Florencia, la República de Cristo, tuvo que hacer frente a un foco de peste…

—¡¡No me jodas!! ¡¡La peste!![4]

—A fe mía que creía que estabais al corriente, santidad.

Alejandro VI se levantó de golpe de la silla y se puso a rascarse nerviosamente el puente de la nariz.

—Imagino, pues —prosiguió Giovanni—, que no será un caso aislado.

—Si pudiera fiarme de vos, podría deciros que el de Florencia no lo es; si fuerais mi aliado, podría confiaros que recientemente han aparecido otros focos, repartidos por nuestras tierras como manchas de aceite en el agua.

—La peste es como la palabra de Dios, que mana de un púlpito y salpica a la gente aleatoriamente.

—No en los casos que conocemos nosotros.

—Ni tampoco en Florencia. Ha llegado, ha matado y ha desaparecido, como si fuera un silencioso sicario.

—Dios no manda sicarios. Además, sus ángeles usan la espada, no el soplo mortífero.

—La mano del diablo, pues, que tiene el don de la ubicuidad, y muchos secuaces, sobre todo entre las mujeres, que tienen tres orificios, a diferencia de nosotros, por lo que es más fácil que pueda penetrar en ellas.

—Lleváis razón, pero no olvidéis que hemos sido nos quienes quisimos que se imprimiera el Malleus Maleficarum. ¿Magia negra? Quoddam semper, ubique ab omnibus creditum est? No, creemos más en la maldad de los hombres. Por eso hemos mandado a nuestro hijo César a indagar.

—Perfectus ad perfecta, si licet, sacte pater.

Alejandro VI sacudió la cabeza, pero al cardenal le pareció que escondía una sonrisa vacua. Sacó de un armarito cerrado con llave una botella de vidrio y dos copas de precioso cristal veneciano.

—Aún no sabemos por qué habéis decidido arriesgaros a venir a vernos, pero os lo agradecemos. Antes de conocerlo querríamos que bebierais con nos, Medici. Este licor elimina los malos pensamientos, si quien lo bebe los tiene. Además, exalta las buenas intenciones, siempre que se posean.

—Beberé con vos, santidad, y elegiré la copa después de que lo hayáis servido.

—Nunca estropearíamos este licor con gotas de manantial, y mucho menos con agua de Nápoles o de Perusa. Probad, no temáis.

Giovanni vaciló por un momento. Su anfitrión había decidido que el duelo verbal que acababa de tener había concluido, sin que hubiera un vencedor. Aunque no por ello podía sentirse tranquilo. De hecho, mucho menos lo estaría cuando le revelara al papa sus proyectos. Así que lo mismo daba fiarse. Se mojó apenas los labios en aquel elixir rojizo y al instante sintió que le picaba la lengua. Después, al respirar, un efluvio de aromas ascendió por su nariz y le abrió los sentidos en un irresistible abrazo.

—Nunca he probado nada parecido —admitió—. ¿De qué está hecho este vino?

—Es un vino maduro con aromas de mirto y ajenjo, combinado con cardamomo, canela, clavo, tomillo y ruibarbo. —El papa sostenía la copa entre las manos y aspiraba su perfume con los ojos cerrados—. Pero hemos traído de Oriente el jengibre, la cúrcuma y la galanga, y el mosto licoroso se ha convertido en néctar. Es una ambrosía que inflama el espíritu y la carne; una sola gota sobre la lengua, no más, y es perfecta como la luz del sol, del que basta un rayo para calentarse y para trazar una línea de luz en la oscuridad. Es una prostituta sagrada, mediadora entre lo humano y lo divino. Pero no bebáis demasiado, o su calor os fundirá la cera de las alas, como le ocurrió a Ícaro. Su fulgor ciega, quema y mata.

El cardenal apoyó la copa en la mesa, no porque temiera ya por su vida, sino por los efectos que veía reflejados en el rostro de su antagonista, preso de una locura para él desconocida, transfigurado en una especie de éxtasis místico. Pero si quien hablaba era Alejandro, no importaba que nunca antes lo hubiera visto ni oído así. Aquel era el momento ideal para revelarle sus secretos. Cuanto más lúcida mantuviera la mente, más posibilidades tenía de ponerlo de su parte. A menos que se liberara la bestia, un riesgo calculado desde el primer momento. A fin de cuentas, Medicis y Borgias pertenecían a la misma raza: dos leones entre un rebaño de ciervos. Sería una soberana tontería intentar herirse y descuartizarse el uno al otro: a su alrededor había carne de ciervo para otras cien generaciones futuras.

—Santidad, ¿os puedo hablar?

El papa apuró las últimas gotas del vino y se sirvió más, sin ofrecerle a su invitado, pero empujando la botella hacia él.

—¿Os encontráis mal en Castel di Guido? ¿D’Arbusson no os trata con la debida consideración? Si es así, decidlo; no queremos que vuestra permanencia en Roma sea desagradable. Hay clérigos y novicios que pueden haceros la estancia agradable y discreta, como debe ser.

Pronunció aquellas últimas palabras acercando el rostro al del cardenal, que sintió cómo le envolvía su pestífero aliento, algo que le oprimió el estómago. Fue incapaz de disimularlo. Alejandro hizo una mueca.

—Giulia también se queja, a pesar de que nos untemos la boca con grasa de gallina y que nos enjuaguemos con agua de cebada, pero parece que no hay nada que hacer. ¿Qué me decís, cardenal? ¿Serán nuestros pecados, que emergen de las vísceras, o los residuos de esos mismos venenos que tanto teméis y que, de vez en cuando, ingerimos, a nuestro pesar?

Se le cerraban los párpados y la boca se le quedaba abierta después de decir algo. Giovanni comprendió que el momento de hablar ya había pasado, que aquel día no resolvería nada. Pero se preguntó si aquella voz pastosa, mezclada con el uso obsesivo del plural mayestático, y el hecho de que le confiara asuntos tan íntimos, no sería señal de alguna enfermedad. En ese caso, el tiempo del que disponía podía esfumarse en un santiamén, como los últimos granos del reloj de arena. Puede que el siguiente papa sí fuera un hombre de Dios.

—Haremos que os llamen, cardenal de Medici —dijo el papa, despidiéndole con un leve gesto de la mano—. Mientras tanto, disfrutad de los últimos rayos del sol del verano. Pronto llegará el otoño y caerán muchas hojas.

Giovanni se puso en pie, mudo, mientras el papa apoyaba los brazos en la mesa y dejaba caer la cabeza sobre ellos, abandonándose al sueño.