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Llevaba dos días bebiendo.
Se miraba al espejo y no se reconocía…
Allí estaba.
Por primera vez, siendo lo que no era: su propio juez.
Sus ojos, proyectados lejos de su cuerpo, le observaban fríos y se perdían entre tinieblas que nunca había explorado. Rincones espesos que destilaban melancolía y miedo. Carencias ahora insoportables. La edad lo convertía en una asquerosa masa de ternura. Estaba frente a una duda que ningún trago de whisky despejaba. En medio de una encrucijada; un camino con dos letreros contrapuestos: verdad o mentira. Otra vez la maldita dualidad. ¿Por qué no podía vivir en el punto medio de sus contradicciones? ¿Por qué su vida buscaba los extremos?
Allí estaba.
Cádiz frente a Cádiz, Cádiz contra Cádiz. Un reo a punto de decapitarse a sí mismo. La guillotina bajando y… ¡zas!, un corte limpio; la cabeza rodando sobre un lienzo: su último dualismo, su obra póstuma. ¿Por qué lo había hecho en el momento de más gloria?, se preguntarían los buitres ansiosos de saber, y sintiéndose en el derecho de opinar, cada uno expondría su graznido lapidario: estaba loco, era un héroe perdido, un absurdo esnobista, su arte no tenía ningún valor, era un estafador de sueños, le faltaba inspiración. Reirían, beberían en su nombre, comerían sus despojos y, con el paso de los años, nadie volvería a recordarlo.
Allí estaba.
Mirándose sin verse. La barba apoderándose de su identidad. Una máscara que no lo protegía de nada, ni siquiera de su mirada justiciera: el hundimiento de su mentirosa carrera.
Tal vez en alguna esquina de aquel espejo su imagen se juntara. Esos dos cuerpos separados, su ego y él, se reconciliarían y le sería más fácil digerir lo que vendría… lo que cualquier ser humano tenía asegurado: la muerte.
Se había erigido a sí mismo el gran creador. Había vivido la vida bordeando una orilla, su propia rive gauche, donde habitaban los placeres, los aplausos, las fantasías, los engaños facilones… sin detenerse a observar los espectros que se paseaban al otro lado de su existencia. Solo, estaba solo. Y de sus manos ya no volvería a salir un nuevo trazo. Un dolor se había apoderado de sus dedos y los hacía temblar…
No había marcha atrás. Por última vez fingiría ser él. Cogió su navaja y se afeitó.