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La obra Excesos era colosal. Un trabajo impresionante, como todo lo que salía de la lente de Sara Miller. Cada retrato era una auténtica maravilla artística. Bofetadas provocadoras, intrigantes, irónicas y grotescas, en unos escenarios fascinantes, de lujos sobredimensionados y derroches satíricos que rozaban la perfección. Tras una larga estadía en su ciudad, que se prolongó cerca de siete semanas, esa noche Sara se encontraba en la disyuntiva de regresar a París o escapar a cualquier rincón del mundo. Quería un lugar donde los vientos la arrastraran y volatilizaran hasta desintegrarla de la vida. Quería olvidarse permanentemente de que existía. Tenía ganas de llegar al final, atravesar el último dintel que la dejara en el anonimato de la nada.
De Cádiz no había vuelto a tener noticias, ni quería tenerlas. O por lo menos eso era lo que se decía a sí misma. Estaba segura de que en ese momento su marido vivía una gran historia de amor, ya que nunca, ni en la más grave de las crisis, había dejado de llamarla. Le dolía su silencio, pero sabía que, con su huida, ella misma lo había propiciado y por dignidad no estaba dispuesta a romperlo.
De la Big Apple tomaba pequeños mordiscos para paliar el hambre de saberse comprendida y acompañada.
Pero no la saciaba. La Big Apple era solo eso: una apetitosa fruta que tentaba, pero no alimentaba.
Cada noche salía a cenar con Anne, que no la dejaba ni a sol ni a sombra, y trataba de distraer sus desazones invitando a amigos que la adulaban y consideraban la diosa de la fotografía. Palabras, palabras huecas, frivolidades, entremeses, discursos aislados carentes de sintonía. No había conexión posible con ninguno de ellos, ya que lo que Sara necesitaba era encontrar la armonía. Un paisaje exterior que coincidiera con su interior. Encuentros de ideas y sentimientos, un diálogo acorde con sus vivencias más íntimas. Reflexiones sobre la existencia y las degradaciones del hombre y la mujer en el ocaso de la vida.
Necesitaba hablar del ser humano, de sus carencias, emociones y dolores. Encontrar una persona que le dijera que sí, que tenía toda la razón en sentir lo que sentía, que era normal lo que le estaba pasando.
Le parecía que estaba sola en ese deambular reflexivo que la dejaba exhausta; en esa crisis existencial en la que estaba inmersa. Pero sabía que, para la mayoría de la gente, los abatidos apestaban. Y ella estaba profundamente abatida. Su conversación podía llegar a ser muy aburrida para todos los que, tratando de huir de la realidad, preferían las banalidades como escudo protector.
En medio de una perorata de vanidades a cual más estúpida, Sara se puso de pie.
—Me voy.
Todos se giraron. No entendían cómo una mujer tan exitosa y cool no se encontrara a gusto en Lotus, el restaurante de moda del Meatpacking District.
Anne se levantó de inmediato y le rogó.
—Sara… ¿los ves? —señaló al grupo de artistas—. Están aquí por ti.
—Lo siento, no quiero estropear vuestra cena.
—Te acompaño.
—Ni hablar, tú te quedas. Estos días ya has hecho bastante.
—Sabes que te quiero, Sara, y odio verte sufrir. Una mujer como tú no puede permitirse… La fotógrafa la interrumpió. —No puede permitirse ¿qué? Estoy harta de permitirme o no permitirme. Quiero erradicar esa palabra de mi léxico.
—Tienes razón, lo siento. Yo no soy quién para darte consejos.
—¿Sabes qué es lo más grave, Anne? Que por primera vez en mi vida no sé qué hacer.
—Pues si no lo sabes, no hagas nada. Espera…
—No puedo. Mañana me subo al primer avión que salga. —Así no puedes ir a ninguna parte.
—Es posible que esa sea la fórmula. No tener ni destino ni trabajo pendiente. Siempre he estado programada.
—Te encontrarás igual que aquí, pero más sola. No lo hagas.
—Adiós, Anne.
Sara no quiso ceder a los ruegos de su amiga, que hasta el último momento insistió en acompañarla. Salió a la calle. Llevaba un agujero en el corazón que no sabía llenar. Quiso llorar, pero no le salió ni una lágrima. Estaba seca.
El aire de la noche olía a brea y a gasolina quemada. Quería caminar, perderse y que fueran sus pasos, sin marcarles un rumbo, quienes la condujeran.
Desde las chimeneas de la red subterránea, los vapores del agua caliente subían, se colaban por las rejillas de las aceras y salían al exterior, formando espirales fantasmagóricas. Las aceras estaban tan vacías como ella.
En el camino se encontró con algunos homeless envueltos en páginas del The New York Times, The Independent y The Wall Street Journal. Las primeras planas de noticias cubriendo los cuerpos desnudos de los sin techo. Una foto que no haría, porque no servía de nada denunciar las injusticias. ¿Cuántos años gastados mostrando al mundo lo que sus ojos presenciaban? El planeta Tierra desmoronándose: hambrunas, éxodos, guerras, mujeres maltratadas… una carrera perdida y desviada. La esencia de su profesión, los reportajes-denuncia convertidos en meros divertimentos preciosistas.
Había perdido todos sus años persiguiendo un sueño imposible, pues por más denuncias que plasmara, siempre existiría en cada esquina una historia sin resolver.
Prostitutas, ricos, pobres, jóvenes, viejos, risas, tristezas… En la oscuridad de la noche brillaban como estrellas las miserias humanas.
Llegó al hotel de madrugada, con los pies cansados y el alma en desorden, y antes de subir pidió un Dry Martini que le sirvieron en el bar del lobby. Sus ojos recorrieron una a una las mesas solitarias. Al fondo y de pie, observando el gran ventanal, un hombre bebía una copa de champagne. La luz exterior caía sobre el cristal de la copa, convirtiendo en oro el licor. Sara no pudo dejar de encuadrar la escena; era perfecta: La soledad del viajero.
Sacó una pequeña cámara que solía cargar en su bolso y disparó. El hombre, al sentirse observado, se giró y empezó a aproximarse a quien acababa de hacerle la foto.
Al principio, Sara no lo reconoció, pero cuando lo tuvo cerca supo quién era y sintió vergüenza.
—Lo siento —le dijo—. No pude evitarlo. La luz, tu espalda, la copa…
—¿He escuchado bien, Sara Miller?… Para mí es un honor que tu cámara me haya encontrado interesante.
—¿Qué haces aquí?
—He llegado hoy. Ya sabes, mi vida es ir de aquí para allá. Me hablaste tan bien de este hotel que decidí probarlo.
—No sabía ni siquiera que hubieras marchado.
—Bueno, tampoco tú me llamaste nunca. ¿Cómo iba a decírtelo?
—Mañana… me voy.
—¿Regresas a París?
Sara esquivó la respuesta.
—Lo que te propuse la noche del cóctel es en serio, sin ningún compromiso. Puedes quedarte en «San Jorge», mi finca, el tiempo que quieras. No sé por qué, pienso que te irían muy bien los aires colombianos.
La fotógrafa lo invitó a sentarse. Se alegraba de volver a verlo. Aunque habían hablado poco, Germán Naranjo parecía un hombre de fiar. Seguía sin entender por qué era tan cordial con ella.
—¿Vives en el campo?
—Eso quisiera yo, pero no puedo. ¿Sabes, Sara? Uno acaba siendo esclavo de su propia fortuna. A veces me canso de todo esto. ¿No te parece ridículo? Me gustaría volver a mis orígenes campesinos de caballos, vacas y ordeños.
—¿Y por qué no vuelves?
—Porque ya es demasiado tarde. Mi vida se subió a otro tren y me costaría demasiado apearme. No estoy preparado.
—¿Tienes familia?
—Mi mujer… perdón, ex mujer, ya es harina de otro costal.
—¿Qué quiere decir eso?
—Bueno, que ha rehecho su vida. —No pudo ocultar un deje de tristeza en su voz—. Y mis dos hijos viven felices en Miami.
—Me hablas de tu ex mujer, de tus hijos, pero… ¿y tú?
—¿Yo? Si te refieres a volver a enamorarme, no quiero saber nada de esos temas.
—¿Te duele?
—¡A quién no le duele esta vida, Sara! Lo que pasa es que es mejor distraerse, y eso es lo que te propongo. ¿Aceptas?
—No puedo. De todas maneras te lo agradezco.
—¿Otro Dry Martini?
—¿Por qué no?
El camarero los miró con cara trasnochada. Diez minutos después volvía con otra copa de champagne y el cóctel.
—Eres muy joven para estar tan solo —le dijo Sara a Germán, mordiendo la aceituna de su copa.
—Cuarenta y ocho años son muchos cuando se ha vivido intensamente. Pero, ¿por qué no me hablas de ti?
—Imagínate, si tú dices que cuarenta y ocho son muchos años, ¿qué te diré yo que estoy a punto de cumplir los sesenta? Soy una vieja cansada y sin ningún interés. Toda mi fuerza se quedó en las fotos. Ellas me robaron la vida.
El alcohol empezaba a hacer efecto en su lengua y necesitaba hablar.
—¿Te sientes satisfecha?
—No me hagas reír. La satisfacción total no existe. Siempre hay algo que la acaba destrozando. Complejos de culpa, por ejemplo.
—Sara… siento que tu interior te está pidiendo algo a gritos.
—¿Viajar a Colombia, por ejemplo?
—¿Por qué no? Te lo prepararía muy bien. Tienes a todo el personal de la finca a tus órdenes. Aquel reportaje del que me hablaste te saldría maravilloso. Hay unos árboles espléndidos: ceibas, samanes, carboneros, guaduales, yarumos… el río La Vieja…
—Suena tan bonito.
—Es bonito —la corrigió Germán—. Sentirás el goce de volver a la infancia. ¿Sabes que las niñas se hacen aretes con las semillas de las guamas? En la hacienda hay una pequeña escuela para las hijas de los trabajadores. Ellas te enseñarían.
—¿Guamas? —Sara rio. Ella convertida en niña con aretes colgando de sus orejas… no se veía.
—Podrías participar como profesora de algo. ¿Qué tal de fotografía? Tu español es muy bueno.
Sara lo miró con su copa vacía. Quería otro Dry Martini. Germán también pidió más champagne.
—Sara, la vida a veces te da regalos. Hay que aprender a recibirlos. Estarás sola, con diez mil hectáreas exclusivas para ti. ¿Qué te parece?
La fotógrafa se lo pensó unos segundos hasta que finalmente contestó.
—Está bien. Iré a tu paraíso… ¿cómo dices que lo bautizaron los indígenas?
—Quindío.
El barman se despidió y ellos se quedaron solos en el salón hablando sobre todas las cosas que se les pasaron por la cabeza.
Aspiraciones, ilusiones, infidelidades, frustraciones, soledades, compañías, juventud, madurez… Arte, mucho arte. Libros, ciudades, exotismos, precariedades, opulencias… Los temas fluían mientras los Dry Martini circulaban por la sangre de Sara a gran velocidad y las copas de champagne burbujeaban en las neuronas de Germán.
Finalmente, cuando estaba a punto de amanecer y el personal del Mercer cambiaba de turno, decidieron con desgana dar por terminada la velada.
Al entrar al ascensor, Sara pulsó el número 3. Germán, ninguno. Ella se extrañó.
—¿Y tu piso?
—Voy al mismo.
El ascensor se cerró y la intimidad del acero provocó un silencio incómodo que los llevó a mirar a ningún lado. Al llegar al tercero, el ascensor se detuvo.
—Llegamos —dijo Sara por decir algo.
—Sí, llegamos —confirmó Germán.
Después de tanto diálogo se habían quedado mudos.
Caminaron por el pasillo en silencio. Ella se detuvo delante de la puerta de su habitación y la abrió. El se fue a la de enfrente. Se despidieron con una mirada rápida y se perdieron dentro. Cuando Sara se metió en la cama, los primeros rayos de sol quemaban las sábanas.
Se quedó profundamente dormida y soñó con el verde encendido que estaba a punto de conocer. Con el río La Vieja y sus rápidos; con las ceibas y los guaduales; con cientos de mariposas que caían sobre ella como pétalos alados… Estaba en el edén quindiano y su cuerpo se encogía; era pequeña, ínfima, una brizna de hierba en la inmensidad de la montaña… Uno, dos, tres… cinco; decenas de arco iris se dibujaban en el cielo solo para ella, una bóveda infinita rayada de colores… era feliz.