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Empezaban a estar listos los primeros personajes de la exposición y el estudio de Sara Miller, con las esculturas tendidas en el suelo, iba cogiendo un aire de hospital de la misericordia y de morgue improvisada. El realismo de la obra impresionaba tanto que había optado por cubrirlo, para seguir trabajando sin distracciones.

La inauguración estaba programada para principios de octubre, quedaban escasos veinte días, y sería la primera exposición en la que sus obras se expondrían a la intemperie. Su atelier era un caos de especialistas que iban y venían, entre ordenadores, focos y medidores, ensayando y aplicando sofisticadas técnicas de conservación. El ejército de operarios manoseaba, levantaba, untaba, secaba y acostaba los polémicos cuerpos que vaticinaban una protesta enconada contra la marginación social parisina.

De todos los «acostados», quien causaba más impacto, aparte del clochard y de una anciana cadavérica, era el hombre de los ojos nublados y la boca rota, cuya mirada desteñida y desviada apuntaba a todas partes y a ninguna.

Sara le había alcanzado a hacer una foto antes de que se cerrara la camisa, y lo que había descubierto su ayudante al ampliar la imagen era una impresionante cicatriz redonda, en forma de sello antiguo, indescifrable para los que no lo conocían. Parecía como si un hierro candente le hubiese marcado el pecho en el sitio exacto del corazón, convirtiendo la piel en surcos chamuscados imposibles de esconder. Sin dudarlo, la fotógrafa la había elegido para la muestra. Ahora, convertido en un cuerpo tridimensional, el extraño transeúnte infundía pavor.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó uno de los operarios señalando la cicatriz.

—Debe de ser un símbolo —contestó la ayudante acercándose al cuerpo.

—Lo marcaron como a un animal.

—No creas. Tal vez se marcó él; es posible que se lo hiciera por gusto. Que fuera como un ritual, una forma de hermanarse a un grupo. Yo he leído sobre muchas sectas y he visto algunos reportajes en el Discovery. Te sorprendería ver la cantidad de gente que en pleno siglo XXI vive atrapada en otro tiempo.

—Pero, hacerse eso en su propia piel…, infligirse semejante dolor.

—Hay tantas cosas que desconocemos de otros —sin dejar de hablar, retocó con un pincel las cejas de la escultura—. Casi todo. Si yo te dijera que pertenezco a la cofradía de los disolutos recalcitrantes y que en las noches nos reunimos en una cueva a gritar consignas, ¿te lo creerías? —La chica los miró a todos, inquisitiva—. ¿Verdad que no? Vivimos en medio de todo esto y lo ignoramos. Las apariencias engañan.

—De todas formas, a este no me lo quisiera encontrar por la noche. ¿Te has fijado en su mirada?

—No seáis tan malos; yo le encuentro su punto de ternura.

—¡Dios!, esta se nos ha enamorado.

Sara los interrumpió.

—Venga, chicos: recordad que hay muchos otros que esperan y se nos acaba el tiempo. Dejad a ese pobre en paz.

Se habían quedado sin vacaciones, pero Sara tenía la impresión de que esta vez a Cádiz no le había importado. Finalmente parecía que su marido había encontrado el camino perdido; andaba sumergido en su vorágine creativa, y por lo que le iba contando, porque aún no le había permitido ver nada, lo que traía su nueva obra iba a dar mucho que hablar. A pesar de verle muy poco, estaba encantada de sentirlo tan feliz. Las semanas de distanciamiento y desasosiego masculino se habían ido y ahora regresaba a la cama matrimonial renovado y loco; con todos los ímpetus de una juventud nueva que de pronto le hacían tanto o más joven que cuando lo conoció. Era como si sus problemas más íntimos finalmente se hubiesen desatascado y dieran paso a otro Cádiz, más provocador y divertido. Un amante que estaba dispuesto a disfrutar al máximo. Despertándose él, se despertaba ella, pues sus respectivos deseos siempre habían actuado como vasos comunicantes.

Desde el primer instante en que el lente de su cámara había descubierto a Cádiz, aquel lejano mayo del 68, su sexualidad había manifestado una ruptura.

Juntos habían experimentado el desprendimiento de todos los tabúes, algunas veces sin hablar, otras hablando. Las disertaciones intelectuales a las cuales eran fanáticos les llevaban a cuestionarse identidades y valores, a transgredir las reglas. Sus cuerpos eran objetos donde la animalidad desbordaba las estereotipadas clasificaciones de lo femenino o lo masculino, lo bueno o lo malo, lo bello o lo feo. Vivían en un mundo imaginario y se dejaban ir en el instinto, convirtiendo sus cuerpos en templos de experimentación; toda expresión, todo movimiento, un grito, una lágrima, el silencio, sugerían un nuevo estilo, unas veces fotográfico, otras pictórico; siempre creativo. Se obsesionaban en sublimar el placer, idealizando la piel. A la materialidad de la carne, yuxtaponían lo etéreo del espíritu.

Y eso se había ido reflejando en todas sus obras.

Durante mucho tiempo, las de ambos habían crecido de forma paralela. Los dos representaban lo mismo con diferentes técnicas. Era un arte que enfrentaba lo escandaloso a lo moralizante.

La afinidad entre ellos era indiscutible. Ambas obras se nutrían de las pasiones y las emociones primarias que experimentaban juntos. Creaban una conexión espiritual con los personajes que fotografiaban o pintaban, buscando con todo ello evitar a toda costa el equívoco de interpretar la imagen pintada o fotografiada como una sola realidad, la imitada o la captada por la cámara. Los dos disfrutaban narrando historias visuales, ofreciendo muchas realidades alternativas, distanciando el objeto de la ramplonería insustancial de la primera vista. Quien de verdad quería sentir, tenía que indagar en lo invisible del cuadro o del retrato.

Con los años, cada uno había ido separando el amor del trabajo, y aquello, antes que empobrecerlos, acabó enriqueciéndolos. Por eso terminaron agradeciendo en público a cuantos críticos se habían empeñado en calentarles la caldera de la envidia.

Aquellos que se jactaron de decir que Sara imitaba descaradamente a su marido tuvieron que reconocer que lo que había entre los dos no era imitación, sino una especie de simbiosis artística; un juego íntimo que tomaban y abandonaban a su antojo y que no solo no obstaculizaba el crecimiento de sus artes respectivas, sino que, por el contrario, los llevaba a ofrecer universos psíquico-artísticos experimentales, de dimensiones extraordinarias.

Los días pasaron volando entre la hojarasca del recién estrenado otoño, los preparativos e inconvenientes de última hora, las expectativas idealizadas y el sexo recuperado.

Esa mañana, lo primero que hizo Sara Miller al levantarse fue descorrer la cortina y buscar alguna nube, pero tras varios días de intensos grises lo único que se encontró fue una inmensa luna perezosa, que había decidido quedarse, rompiendo el azul escandaloso del cielo. La inauguración estaba a salvo.

Aprovechó la alegría para meterse de nuevo entre las cobijas y hundirse en el cuerpo adormilado de Cádiz, que aún se hallaba perdido en el crepúsculo de un sueño. Al sentirla cerca, su marido la recibió con un abrazo íntimo, un roce en los senos y un nombre en un susurro:

—Mazarine…