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Mazarine no sabía cómo le había ido en su primer día de clase con el pintor. Las horas transcurridas en su estudio habían sido de un silencio grosero. El maestro no había vuelto a abrir su boca, ni siquiera para devolverle el adiós. Regresaba a su casa, no sabía si desilusionada, molesta o ambas cosas. Conocer a su ídolo la había dejado con una sensación de expectativa deshecha. Ni valía tanto, ni era tan atractivo como lo había visto en las revistas. Después de pasar toda la tarde con él, le quedaba una agria sensación de pérdida, de muerte. Las desilusiones son pequeñas muertes, pensó mientras se detenía en una pastelería del Boulevard Saint-Michel para comprarse una gran tarta Saint-Honoré con la que celebraría, en su inmensa soledad, su cumpleaños.

Delante de La Friterie la saludó su vecina, que seguía ignorando cómo hacía esa joven para vivir tan aislada de la vida en la antigua casa verde, la joya del barrio, no por lujosa sino por extravagante. Esa extraña vivienda era la única que mantenía sus ventanas cerradas todos los días y las noches del año, incluso en plena canícula de agosto. Durante un tiempo estuvo a punto de ser demolida, pero el ayuntamiento la indultó a última hora haciendo caso a los cientos de firmas recogidas por el vecindario que ya la había convertido en una de las indiscutibles señas de identidad de Saint-Séverin. Aprisionada entre dos edificios, aquella miniatura arquitectónica, de corte ligeramente Tudor y escasos metros de fachada, era una auténtica incógnita. Desde la muerte de la madre, ocurrida en plena adolescencia de la chica, Mazarine había cerrado a cal y canto todos los orificios que daban a la calle. A pesar de ello, una inexplicable cascada de lavanda se precipitaba desde el alféizar de una de las ventanas inundando con su aroma el exterior de la vivienda.

Una vez cerró la puerta, se miró los pies lanzando un suspiro. No estaba tan mal abandonar los zapatos. Acababa de tomar una decisión irrevocable: a partir de ese día renunciaba a calzarse. Le fascinaba sentir el suelo; lo había comprobado regresando a pie desde el estudio hasta su barrio. Dos horas caminando por calles, jardines y andenes, donde algunos curiosos le devolvieron, con expresión misericordiosa, una sonrisa al ver su desnudez inferior. Sus pies resistían estoicos la intemperie de la calle; salvo algunas pequeñas magulladuras que sanarían y terminarían creando su propia protección, viviría un París jamás sentido.

Fue a la cocina donde le recibió la cola envolvente de su gata y depositó la tarta en la nevera. Dejaría para más tarde el festejo. Ahora que había perdido el miedo, quería volver a ver a La Santa y sentir su compañía.

Subió despacio las escaleras tomando conciencia de las aristas de madera que rozaban sus adoloridos pies. Volvía a percibir el olor de la caoba lustrada y aquella angustia que sentía de pequeña cuando su madre le ordenaba irse a la cama y ella no quería desprenderse de lo único tibio que tenía: su regazo. Cansada de pedirle una hermana que nunca llegó, ahora se conformaba con la bella dormida.

¿Por qué no le hablaba si parecía tan viva? Sintió el vacío de su padre… y el de su madre. Sintió su propio vacío; todos los vacíos de la tierra en un eco sordo. Si solo pudiera sentir una frase cálida y próxima, algo que le dijera que existía.

Sin palabras, la boca puede llegar a ser un agujero negro. Un gran pozo sin agua.

—Háblame, Sienna —le dijo al abrir el armario.

La dulce adolescente aparecía de nuevo entre las sombras, hermosa y… muda.

—¿Todavía tienes deseos por cumplir? ¿Siguen vivos? ¿O también fallecieron y están como tú, sin enterrar? ¿Quién te hizo esto, quién? ¿Por qué no te sepultaron nunca?

El serenísimo rostro parecía envuelto en un sueño majestuoso de paz.

—¿Quién eres?

Para Mazarine, La Santa era un enigma. Un alma enjaulada entre cristales. Una rosa fresca a punto de exhalar el primer y último suspiro. Un instante de vida entumecido en el tiempo. De pronto recordó que llevaba puesta la medalla que esa mañana le había quitado y volvió a tocarla, repasando con sus dedos el extraño símbolo grabado. ¿Qué querría decir esa mezcla de curvas entrelazadas y de iniciales cruzadas? ¿Por qué la llevaría puesta?

Al abrir el armario, lo que había permanecido dormido durante todos sus años empezaba a flotar en el aire. Eran preguntas remotas que no sabía responder.

Ahora que ya no temía a La Santa, aparecía un nuevo miedo, el miedo a no saber resolver ninguna de sus incertidumbres.

Esa noche, después de suponer poco, inventar mucho y no llegar a ninguna conclusión, sobre su almohada se dejó invadir por una pequeña alegría que la apartó de su maraña de inquietudes; imaginó la cara de Cádiz observando los pies que le había dejado pintados sobre la madera y se durmió sonriendo.