18

Hacía más de una semana que Mazarine no iba a La Ruche y Cádiz estaba desesperado por su ausencia. La última vez que la había visto había sido bajo la lluvia, pero cuando acabó la fiesta y la buscó en las aceras, había desaparecido; a pesar de haberla llamado varias veces y a diferentes horas, su móvil se mantenía desconectado. Aunque sabía dónde vivía, no pensaba buscarla. No quería que le notara su desespero. Sin darse cuenta, se había ido adaptando a ella; a sus silencios, a sus ojos y su piel; a su sensualidad y vitalidad. Su vida giraba a su alrededor y ahora que no la tenía, su obra estaba detenida.

Era como si aquella chica se hubiera adueñado de su espíritu creativo, dejándolo desnudo en la nada de sus inicios. Lo que trataba de hacer no le salía, y sus neuras y mal humor se habían disparado.

Los parámetros con los cuales siempre había juzgado su obra se diluían en una indefensión y dependencia creativa que acababan por confirmarle lo importante que era Mazarine en su vida. Ahora sabía cuánto sentía por ella. La echaba de menos de una manera angustiosa y se reprochaba no haberse acercado la noche de la lluvia, por lo menos para manifestarle cuánto le dolía verla tan sola. Le costaba reconocerlo: LA NECESITABA.

Además de la inseguridad del lienzo, de no saber qué rumbo tomar, ahora volvía a sentir la inseguridad de las sábanas.

Buscando sosegarse, una noche que se había acercado a su mujer con la intención de hacerle el amor, la sombra de su impotencia había planeado sobre sus cuerpos y, por más que Sara lo animó y llenó de caricias comprensivas, la inmensa frustración le había lanzado a la calle a altas horas de la madrugada.

Acabó refugiándose en un taxi, tratando de huir de él mismo, y terminó en su antigua calle que tantos años lo había acogido: la rué Saint-André-des-Arts. Allí, después de caminar un rato y merodear entre anónimos, se detuvo frente a la que fuera su madriguera.

Había llegado de Sevilla en el invierno del 65, escapando de sus padres, que lo querían convertir en pescador en su Cádiz natal, y con los pocos ahorros de Bernarda, su tía sevillana que siempre había apoyado su sueño, escondidos en un viejo calcetín.

A pesar de su juventud, lo tenía todo muy claro. Llevaba en la cabeza la obsesión de instalarse en el sitio de la movida artística parisina de aquellos tiempos: el Barrio Latino. Después de vagar durante días, de hospedaje en hospedaje, una noche conoció a un grupo de latinoamericanos, tan soñadores como él, que lo invitaron a su buhardilla-guarida y allí había acabado compartiendo habitación con una poeta uruguaya, dos escritores colombianos y un argentino que ejercía de loco haciéndose el cuerdo.

En aquella época, sus zapatos agujereados habían aguantado sin protestar la humedad callejera a punta de trozos de diario que se metía dentro; eso era lo de menos. Aún no era nadie, artísticamente hablando, pero él ya se sentía dios. Cada noche florecía en el dulce-amargo de sus veladas afónicas de cervezas y fumaradas, y si alguna vez la soledad se le hacía muy «cuesta arriba» y necesitaba cobijo femenino, la uruguaya le calentaba el lecho. Se la turnaban entre los cuatro, sin celos ni compromisos, y con el beneplácito de ella que decía amarlos a todos por igual.

En ese rincón todo valía. Desde sus soliloquios alegres, sus cantos y protestas, hasta las hambres y los miedos. Ni los fríos sin calefacción, ni los sofás rotos, ni los rugidos de tripas sin pan, ni siquiera las humedades que se colaban por el techo y le agujereaban la cabeza torturándole en las noches de lluvia lo desanimaban. Todo hacía parte de la travesía de avanzar en la vida. Eran los inicios bohemios de un proyecto de pintor.

Estaba convencido de que la suma de sus esfuerzos sería lo que le llevaría a subir cada escalón. No le importaban las cosas que a todos parecían importarles, como el dinero, la posición social, la familia, los viajes, las novias, la religión y el futuro. El lenguaje visual era su Biblia, su gran rebelión.

En ese minúsculo espacio, su grandeza interior había madurado, hasta darle un barniz de intelectual convencido.

Después llegaron las consignas callejeras.

Su revolución personal empezó a conjugarse y a unirse a la de muchos. Su grito coincidía con el grito lanzado por una nueva juventud francesa que sabía pensar y, como él, estaba hambrienta de libertades y deseos de cambiar el mundo.

Se había sumado a la revolución de mayo del 68, la gran revuelta por la vida.

Él era una minúscula pieza de esa masa de sueños que se lanzaba a la calle a espolvorear ideales en el aire, a derramarlos en las paredes y los suelos. Su pensamiento, como el de otros pintores, acababa convertido en graffitis garabateados a la carrera en los muros de La Sorbonne, las estatuas y los parques. Era una lucha que valía la pena.

Como muchos, creía en el arte como modificador del pensamiento; un instrumento sensible, capaz de despertar a las instituciones anquilosadas. Un grito que redefinía la cultura como algo útil a los propios interesados, los artistas.

Había que liberar de mitificaciones inadmisibles todos los géneros artísticos. Teatro, cine, literatura, pintura y escultura no podían estar sujetos al absurdo de un sistema capitalista que solo buscaba el rendimiento propio y excluyente. Había llegado la hora de liquidar el laissez-faire que había ido convirtiendo al mundo en un vertedero de despropósitos. Él hacía parte de la contestation, del grito que lo cuestionaba todo…

Con la contestation había llegado Sara.

Aquella americana hermosa de cámara valiente y boca de chicle, que supo capturarle el alma con su beso perfumado, convirtiéndose, como por arte de magia, en su musa y amante idolatrada. En su hermana y madre, la que le limaba sus angustias y protegía de sus desazones, regando con su fuerza sus flaquezas. La gran descubridora, quien lo había hecho omnipotente, un verdadero pintor de los deseos: el dios del pincel.

Le debía todo, aunque nunca se lo había dicho. Tal vez su vida habría tomado otro camino, su arte habría sido otro, de no haberla encontrado. Le contagiaba su energía vital, su fuerza y optimismo.

Toda su vida la había ido viviendo de cara a ella. Sus éxitos y resbalones, sus miedos e inquietudes, sus pequeños deslices, hasta sus affaires irremediables habían pasado por los ojos bondadosos de Sara.

Juntos habían asumido el veloz salto que de pronto los lanzaba de la pobreza a la opulencia. Sin aspavientos, como si fuera lo más normal del mundo. Algo a lo que ya estaban predestinados.

De sus padres había vuelto a saber muchos años después, cuando empezaba a figurar a nivel internacional y su fama se alzaba por encima de todos los artistas contemporáneos.

En una carta demoledora estos le reprochaban que no usara su apellido, como si buscara huir de su pasado. Tuvo que explicarles que lo de abandonar su nombre no obedecía a ninguna vergüenza familiar, sino a una estrategia comercial. Había dejado de llamarse Antequera y se había bautizado a sí mismo como Cádiz, en honor a su origen y a ese inmenso sol de fuego que parecía no ponerse nunca y le seguía calentando en el recuerdo.

Una voz femenina lo despertó, devolviéndolo a la realidad.

—¿Tienes un cigarrillo?

El pintor sacó de su abrigo un paquete de Marlboro y le ofreció uno. La chica cogió tres.

—¿Puedo?

—Quédatelos —le entregó la cajetilla—. Tengo más.

La desconocida atravesó la calle enseñando lo que acababa de conseguir a un grupo de jóvenes bebidos.

—¿Qué, abuelo, te dejaron por otro? —gritó uno de ellos, mientras los demás reían.

Cádiz pensó en Mazarine. No quería quedarse cazando sombras furtivas, sintiendo el hambre del tiempo, ese deseo de ser joven que ya no tenía solución. Pero su ausencia le dolía en la piel.

Las risas se fueron alejando hasta perderse en las cenizas de la noche. Delante suyo, un letrero iluminado llamó su atención: Théátre Chochotte. En la entrada, la silueta de un cuerpo femenino desnudo sugería un show. Pensó en todos los cuerpos que había ido pintando a lo largo de su vida, en el cuerpo de Sara que se desplomaba por los años, en el de Mazarine respingado de vida… en su impotencia. Entró.

Bajó las sórdidas escaleras de la cueva, que destilaba un aire decadente de cortinajes rancios, divanes trasnochados y luces muertas. Frente a ocho viejos solitarios, dos chicas se amaban con delicadeza al ritmo de una música. Sus cuerpos perfumados giraban despacio sobre una alfombra persa, se exhibían con dulce descaro, abrían las piernas, se acariciaban sin mirar al público.

Las lenguas en el pubis, los cabellos negros y rubios despeinados flotando en el aire, dedos de mujer entrando en las oscuridades húmedas, suspiros, quejidos, unos senos vivos, las botas negras y un collar como vestido… y Cádiz no sentía nada. Ni una brizna de deseo.

Mazarine… ¿qué me has hecho? ¿Por qué mis ojos solo pueden nadar en tu cuerpo?

Abandonó el show cuando una de las chicas se acercó, buscando seducirlo.

Fuera, las calles helaban. Recordó la última conversación que había tenido con Mazarine mientras deslizaba su pincel sobre su vientre y le dibujaba una flecha azul que rozaba su pubis. Del tenso silencio habían pasado al mutuo disfrute de aquello que se había ido convirtiendo en un ritual: el acto de acariciar pintando y el de sentirse acariciada por los brochazos. La obra avanzaba y crecía en múltiples variaciones, como una sinfonía. Los dos vivían un estado de placer suspendido en un hilo.

—¿Sabes, Cádiz? A veces me gustaría pasarme la vida preguntando. Tal vez un día encuentre al poseedor de la verdad que yo quiero escuchar —le había dicho ella conteniendo sus suspiros.

—La verdad nunca es única. Hay muchas verdades y no suelen estar en ninguna parte. Somos nosotros mismos quienes las fabricamos… con nuestros deseos cumplidos. Cuando se cumple un deseo, hay una verdad como un templo.

—No me sirve tu respuesta. Dime, ¿por qué a unos les tocó tanto abandono y a otros tanta compañía?

—El abandono es un sentimiento, no un estado físico. ¿Te sientes abandonada?

—Sí, por ti.

—No puede abandonarse lo que no se posee.

—Pero yo me siento poseída. Cuando estoy contigo mi piel es poseída por tus ojos, tú me la robas mientras me miras.

—¿Disfrutas sintiéndote observada? —Claro.

—Entonces eres cómplice de tu abandono. —¿Te desculpabiliza involucrarme?… No creas que has ganado algo con lo que acabas de decir.

—No quiero ganar si perdiendo puedo mirarte.

La sonrisa ingenua de Mazarine lo había provocado.

—No dejes de sonreír —le dijo tomando dos apuntes en la tela—. Ahora, cierra los ojos.

Se había acercado a ella hasta rozar su aliento. Estaba a un centímetro de sus labios, de sus dientes, de su lengua rosa. Había estado a punto de besarla, pero se detenía a tiempo. Eso era más que un beso. La intención era más fuerte que el hecho consumado.

—¿Estás haciendo alguna prueba? —le dijo ella.

—Solo calculo las distancias.

—Ve con cuidado. Es posible que el lienzo se acerque a ti.

—Ni te atrevas. Recuerda que soy tu maestro.

—Valiente maestro eres. Si de verdad lo fueras, me enseñarías a…

—¿Qué quieres aprender?

—¿Tú qué crees…?

Las risas de su alumna se fueron mezclando con el eco de sus pasos que retumbaban sobre las calles vacías del Barrio Latino. Su sombra se proyectaba sinuosa en la acera; al descubrirla volvió a aparecer la voz de Mazarine en su recuerdo.

—Los atardeceres pertenecen a las sombras, ¿te has dado cuenta? En las calles, los cuerpos se alargan, caen derrotados, son pisoteados, mueren de frío… Desaparecen, se los traga la oscuridad. ¿Qué es para ti la noche?

—Lo que le falta al día… —levantó la mirada y la clavó en ella—. Tu ausencia.

—¿Sientes mi ausencia como un abandono?

—No, porque tengo la certeza de que mañana volverás… ¿Volverás, verdad?

—¿Te duele no verme?

—No quisiera relacionarte nunca con el dolor. Prefiero la alegría. Cuando te veo, soy feliz.

—¿Y cuando no me ves?

—Entro en otra vida.

—¿Qué vida?

—La de verdad.

—O sea que aplicas el dualismo a tu propia vida. ¿Qué parte del dualismo soy yo?

—No quiero clasificarte. Eres dualismo en estado puro. No mi dualismo. Todos somos duales. Te veo ingenua pero también maligna, y eso me gusta.

—Maestro del dualismo, ¿qué opinas del tiempo?

—¿El tiempo?… —se quedó pensando un rato—. Es lo que nos falta a todos. En este momento, lo que me falta para llegar a ti.

Mazarine le miró provocándolo.

—Tienes toda la tarde. Acabo de llegar.

—No me refiero a ese tipo de tiempo, pequeña. Mi tiempo real te supera en casi cuarenta años.

—Olvídate de ese tiempo, estás aquí… y yo también.

—Mi pequeña Mazarine, aunque estemos aquí, no hay unión posible.

—Estás lejos porque quieres. Ven —la chica levantó sus brazos hacia él—. Acércate.

—No,…es mejor así.

—¿Por qué?

—Un día sabrás por qué. Eres demasiado joven para entenderlo.

—Me dijiste que algún día me dejarías entrar donde guardas tus miedos.

—Pequeña, yo nunca te dije que tuviera miedos.

—¿Tú crees que no es miedo lo que te impide acercarte a mí? Todos tenemos nuestros temores. Conocí a un hombre que hasta los coleccionaba.

—De acuerdo, vamos a suponer que los tengo. Si me dejas entrar en tus secretos, te enseño mis miedos.

—Yo no tengo secretos.

—Mentirosa.

—¿Y tú? ¿Estás seguro de que no tienes miedos?

Cádiz asintió sonriendo.

—Mentiroso.

Miedo. Claro que tenía miedo. Ahora su miedo era que ella no volviera nunca más. ¿Cómo era posible que le estuviera pasando eso a su edad? ¿De qué huía, saliendo de su casa a esas horas? ¿Qué buscaba en aquellas calles?

Volvía sobre su pasado. Iba recorriendo un escenario vivido, tratando de pescar sueños en el lago de su memoria que le sirvieran para su presente. Algún deseo olvidado en el recodo de una esquina, algo que se hubiera quedado en aquellas calles, tan vividas por él y su mujer, y les resucitara… a ambos. Tenía ganas de volver a desear a Sara como al comienzo de su relación, de sincronizar sus anhelos con su tiempo, de que deseo y edad convergieran, de aceptar lo inevitable: el inicio de su decadencia. Pero el recuerdo recurrente de su alumna no lo dejaba.

De pronto, llegando al cruce de una esquina, una nube de luciérnagas azules fosforecía en la oscuridad, iluminándole el camino con su luz intermitente. Parecían estrellas fugaces al alcance de la mano.

Sin darse cuenta, sus pasos lo habían llevado hasta la casa verde donde una cascada de espigas lilas se desbordaba, invadiendo de aromas la rué Saint-Julien-le-Pauvre. El impresionante matorral descendía exuberante por las paredes, cubriendo la puerta de entrada y desparramándose sobre la calle. Era un río vegetal que buscaba con urgencia saciar su sed en el Seine.

En medio de las flores de lavanda, unos ojos eléctricos surgieron del verde y le saltaron encima. Era un gato.

—Vete. No me gustas —le dijo.

El animal lo miró fijo sin moverse.

Dentro, Mazarine buscaba a su mascota en la penumbra; no podía dormir. Todavía arrastraba la fiebre de la neumonía y aunque ya había abandonado el hospital, se sentía infinitamente débil.

Mademoiselle… —el grito le salió en un hilo.

Se fue arrastrando hasta la ventana y un ataque de tos la extenuó. Sin apenas fuerzas, logró asomarse a la calle, protegiéndose del frío con una manta.

Mademoiselle… ¿qué haces? Gata malvada.

De nuevo la tos volvía, obligándola a refugiarse en la cama.