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Había reservado en el Amanjena de Marrakech la Al-Hamra Maison, una lujosa casa en el interior del hotel donde descansarían los primeros días antes de adentrarse en pleno desierto. Se negaba a aceptar lo que su hijo había contado de Mazarine. Era imposible que su pequeña sufriera aquel extraño síndrome de silencio.
En veinticuatro horas Cádiz organizó el viaje, pensando únicamente en su alumna… y en él. Imaginaba lo que podría llegar a sentir ella, que nunca había salido de París, en aquel exótico lugar.
Quería pasearla por el zoco de la ciudad y que se enloqueciera con la infinita gama de tintes vegetales que exhibían sus mercaderes; los compraría todos y le enseñaría cómo emplearlos. Harían muchos cuadros y experimentarían nuevas técnicas; rasgarían, pegarían, mezclarían… volvería a tenerla para él. Otra colección aún más atrevida. La Ruche, el templo sagrado de los dos. Arte y amor unidos en un solo cuerpo. Y esta vez sí… daría a conocerla al mundo y, ¿por qué no?, tal vez se perderían en algún refugio escondido.
Se le acababa el tiempo.
¡Lo abandonaría todo! Hablaría con Pascal y con Sara… tendrían que entenderlo. Y si no lo entendían, peor para ellos. Mazarine le pertenecía, su hijo había aparecido después, tratando de arrebatarle lo que era suyo. Justicia y libertad, ¡qué paradoja! Dos conceptos que chocaban. Palabras que acababan arrugadas en los cubos de basura cada vez que se alcanzaba un objetivo a cualquier precio.
Empezar de nuevo, su última oportunidad.
No se trataba de montar una nueva familia, ni de esparcir más semen, ni de crear más carne y más angustia; se trataba de vivir a plenitud lo que quedaba de ella. Una vida abierta al placer, al deseo, a la piel. Sentir más… llevar al límite la sensualidad, y en ese intento sublimar el poder de la creación.
Desafiar al tiempo, irle en su contra. No dejarle salir con la suya al maldito depredador que todo lo devora. Recoger las migajas que a lo largo de los años le había ido regalando como si fuera un dios dadivoso y lanzárselas a la cara. Poner punto y final a tantos años de engaño. Se había dado cuenta de la trampa. Ahora lo quería todo. ¿Para qué si no existían todos los sentidos? ¿No era para sentirlos? Este era el momento, y si todos pensaban que se había vuelto loco, mejor. La locura era una de las señas de identidad del artista. Dirían: ¡Cádiz enloqueció!, simplemente porque buscaba ser feliz. Entonces yo pensaría: bienvenida la locura si con ella alcanzo mi satisfacción. Y los miraría con mi disfraz de loco, sin tenerlos en cuenta.
¿A cuántos trozos de felicidad tenía derecho? ¿Y si como ser humano tuviera derecho a tomarse la tarta entera y hastiarse de alegría? ¿Y si el derecho se lo otorgaba uno mismo? Sí. Iba a ser feliz, y siéndolo haría feliz a Mazarine.
Cádiz continuó inmerso en aquella espiral que le hacía vibrar. Planeando, reflexionando, soñando…
Él y Mazarine perdidos en el laberinto de tiendecitas perfumadas, probando todos los aromas… embadurnados de jazmín, rosas y sándalo.
Él y Mazarine jugando con los vendedores de camaleones; les pediría que los dejaran sobre su camisa, para verla reír y gritar de miedo.
El y Mazarine envueltos en el olor a cedro recién pulido; escondidos entre cajas de madera, linos y babuchas, robándose caricias y besos.
Él y Mazarine observando el maravilloso desorden de las calles repletas de chilabas y gritos.
Se escaparía con ella algún atardecer para enseñarle las sombras proyectadas sobre los kilómetros de muros cansados; la plaza Jemâa el-Fna con sus encantadores de serpientes, sus narradores de cuentos milenarios y sus mujeres escondidas al acecho de pieles extranjeras donde plasmar los artes de sus hennas…
Y volverían a pintar y a hablar del tiempo y de la vida, como hacían en las tardes de pinceles y creación.
Sí, en ese viaje Mazarine entendería que, a pesar de su estúpida torpeza y su soberana arrogancia, la seguía amando con locura.
Cuando Cádiz revisaba el itinerario enviado por la agencia de viajes y daba los últimos retoques, Sara regresó abatida del apartamento de su hijo.
—¿Qué? —preguntó Cádiz, tratando de disimular su preocupación—. ¿Cómo está la chica?
—Muy mal. Creo que la pobre arrastra un grave problema. Le hablé, pero ni siquiera me miró. Parece como si estuviera en otra parte. No sé si le conviene viajar en ese estado.
—Claro que le conviene, Sara. Le irá muy bien distraerse. Ya nos encargaremos de cuidarla y de que nada le falte.
—Me da mucha pena ver a Pascal tan preocupado. Realmente la quiere.
Cádiz se levantó de golpe y se dirigió a la salida.
—¿Adónde vas? —preguntó Sara.
No contestó. ¿Y si intentaba verla?