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En el silencio infinito de La Ruche, Cádiz volvía a encerrarse a cal y canto. Aun cuando su nueva obra era acogida por los críticos con una ovación unánime y se decía que en esta muestra, más que en ninguna, su dualismo hacía trizas todos los pudores y vergüenzas arrastrados por el ser humano, a él todo aquello le traía sin cuidado; sus frustraciones más íntimas continuaban hirviendo en el fondo de su alma. Rumiaba obsesivamente los encuentros vividos con Mazarine: sus delicados pies abandonados a sus manos, su rostro iluminado de deseo, sus ojos ardiendo de concentración y rabia, la luz pavimentando con su fuerza su espalda virgen, sus juegos y risas, sus persecuciones y cóleras… su insolente juventud. Nunca había sentido tanto dolor como el que le invadía en ese instante. Teniéndolo todo, no tenía absolutamente nada. La sensación de pérdida y desolación era total. No era ese extraño sentimiento que lo embargaba cada vez que cerraba una etapa fructífera tras un largo período de trabajo, no era eso. Con aquel parto glorioso se evaporaba toda su energía creativa y su deseo de seguir. Había jugado a ser omnipotente delante de una principiante, cuando en el fondo no era más que un pobre imbécil acabado. Y lo peor era que no podía hablarlo con nadie, porque aceptarlo era rebajarse al nivel de un romántico mortal enamorado. Le suponía admitir que él era el equivocado y no los otros, y esto no iba a reconocerlo ni siquiera en el último segundo de su vida. Le había costado mucho ser lo que era para dejarse destrozar por un sentimiento tan bajo como el amor.

Lo peor le estaba sucediendo ahora; ahora que trataba de silenciar las emociones que aquella chica había generado en su interior, unas emociones virulentas que lo redimían y aplastaban, todo en simultáneo. Ella, aparentemente tan frágil, había desaparecido de la vida de todos como una mantis venenosa, devorándolos a medias, dejándoles inoculado el virus de la muerte.

Llamaba continuamente a su hijo preocupándose falsamente por su estado anímico, cuando en realidad buscaba recibir alguna noticia de su alumna.

Sara, por el contrario, trataba de atemperar los ánimos, analizando con objetividad la historia de Mazarine y su sorpresiva desaparición; buscando con ello aliviar las angustias de su hijo.

Una chica de tan extrañas características dejaba mucho que desear. Estaba bien que tuviera excentricidades, como la de no llevar nunca zapatos o vestirse de manera tan anacrónica, pero que su futuro marido ignorara prácticamente toda su vida y que ni siquiera supiera dónde buscarla, no era en absoluto normal. Esto, por más que se lo decía, a Pascal no le servía para nada.

—No sé dónde está su casa, Cádiz —le confesó Pascal a su padre en la última llamada que este le hizo—. Si lo supiera, no te quepa duda de que echaría la puerta abajo; removería cielo y tierra hasta hacerla aparecer. No sabes las veces que me he paseado por el Barrio Latino buscándola. Sé que vive por allí.

—¿Cómo lo sabes?

—Siempre quedábamos en los cafés de Saint-Germain, porque decía que estaban cerca de su casa.

—Olvídate de esa chica, no me acaba de gustar. Podrías… —Cádiz sopesaba cada palabra—… podrías tener a la mujer que quisieras; no sé qué mosca te ha picado con esta. Es muy extraña, eso lo hemos hablado con tu madre, ¿no te lo ha comentado?

—Si lo que buscas es tranquilizarme, quiero que sepas que tus palabras no me están sirviendo. La amo y me gusta con todos sus misterios.

—¿Aunque uno de esos misterios pudiera ser que tiene otro hombre?

Pascal sintió que su padre le clavaba el dedo en la llaga.

—No te atrevas ni siquiera a insinuarlo. Y, por favor, si me llamas para decirme cosas como esta, es mejor que no lo hagas más. A veces siento como si disfrutaras viéndome sufrir. ¿Disfrutas… o solo me lo parece?

—Eres un ingenuo. Te falta experiencia en todo, por eso vas como vas.

—Dime, ¿a ti te ha servido tu experiencia para ser más feliz? ¿Has conseguido lo que querías, PADRE? No sé por qué presiento que nos engañas a todos. Que tu vida está hecha de pequeños egoísmos, esnobismos e indignidades que ahora están colgados en museos, galerías y casas.

—¿Por qué me odias, Pascal?

—Te equivocas. No te odio, me das pena; no te imaginas cuánta. ¿Sabes quién eres, o es tu dualismo un divorcio entre tu yo más profundo y tú…? ¿Tienes algún yo? La vida la juegas en dos versiones. Descartando la que pintas… ¿seguiría quedando algo en ti?

—¿Estás diciendo que soy un cuerpo que se descompone en un cuadro para después pudrirse de vacío?

—No lo he dicho yo. Tú mismo terminas diciéndotelo todo.

—¿Qué cosa te he hecho tan mala, Pascal?

—Has sido un cobarde. En todos estos años te ha faltado la valentía de ponerte delante de mí y decirme que nunca quisiste tenerme.

—¿Te dijo algo Sara?

Pascal colgó.