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Cuando el avión alzó el vuelo tropezando con la manada esponjosa de nubes manchadas de atardecer y el paisaje de verdes y azules trenzados se fue empequeñeciendo ante sus ojos, Sara lloró. Lloró todos los llantos retenidos desde niña. Lloró lo que nunca había llorado por nadie. Lloró por ella, por esa alegría que tal vez nunca más volvería a sentir. Abajo quedaban los días más hermosos de su madurez. Sentimientos encontrados iban y venían entre las olas del aire. Imágenes que quedaban sin fotografiarse, almacenadas para siempre en su alma. Y ahora… ¿qué iba a hacer? Sabía que la decisión de regresar la había tomado casi en contra de ella misma, forzando sus sentimientos. Y aunque no estaba segura, algo le decía que valía la pena intentarlo.
Si Cádiz y ella estaban perdidos, si ninguno de los dos cogía el timón de la relación, ¿quién los iba a sacar a flote? No podía dejar hundir el barco de su vida, por el que tanto había luchado.
Germán había sido un regalo de vida. Un sueño. Junto a él, en solo una noche había aprendido el sentido del ser. Sus charlas sencillas cargadas de sentido común le mostraron un paisaje de ella misma que jamás soñó fotografiar. No era una niña, pero tampoco su vida había acabado. Aún tenía muchas cosas por resolver y disfrutar. Venía otra etapa de espíritu abierto. Sin expectativas ni metas creadas, disfrutando lo sencillo. Siendo humilde y aceptando la sabiduría del tiempo, podía volver a nacer. Ese hombre lejano, aparecido en el ocaso, le había dado una lección que pasaba por aceptarse tal como era: con su edad, sus agujeros interiores, su cuerpo y sus carencias.
Arropada por el canto de los sapos y la noche, aquel hombre con olor a tierra mojada la había amado sobre el césped con una delicadeza infinita. Y ella se había dejado amar así, sin promesas. Sabiendo que era un sueño imposible.
Entre sus brazos no solo había vibrado su cuerpo; su alma había sido despertada de un letargo de siglos. Sus manos sabias, más que acariciar le habían enseñado el goce del tacto que no se siente fuera, sino en la piel del alma. Sus dedos rozando su escondite, las lluvias volviendo a empapar de sentires su sequía. Un instante eterno.
Mientras la amaba, decenas de mariposas habían danzado sobre su cuerpo, desprendiendo en su vuelo aquel polvo dorado que la había cubierto de hermosura; una belleza aparecida de la nada acariciando su piel marchita. Y después, el lomo blanco de su yegua aguardando la última cabalgada… sin monturas. Las crines al viento agitadas y revueltas bajo las estrellas. Sus cuerpos desnudos en una animalidad acompasada. Bestias y jinetes, cómplices de esa noche sin retorno…
Prefirió no despedirse para no flaquear. Sabía que si lo veía de nuevo, si su cuerpo volvía a sentirlo otra vez, habría sido capaz de abandonarlo todo y quedarse. Pero tenía una deuda pendiente con su hijo y, más que con Cádiz, con ella misma. Su fuerza no había residido nunca en huir de los problemas. Si de algo se había sentido orgullosa era de haber dado la cara a las dificultades. Su osadía no podía limitarse a ser expresada en sus trabajos fotográficos. No, ahora le tocaba vivir la realidad, aunque el atrezzo o el paisaje no acompañaran ninguna belleza estética.
Había aterrizado en el Charles de Gaulle remolcando a desgana su tristeza. La carta que a última hora le había escrito a Germán todavía permanecía en su bolso. Aquel amanecer su valentía solo le había llegado para tomar un taxi y desaparecer. Sabía que él lo entendería; todo había quedado dicho sin decirse. El silencio que precedió al encuentro lo gritaba. Sin saberlo, durante el tiempo que permaneció sola en la finca había estado esperándolo. Ahora regresaba a cumplir con su tarea: rescatar a su marido y a su hijo. Yantes de acabar de perderse, rescatarse a sí misma.
Después de tres meses, le pareció que París deslumbraba de belleza. Al marchar había dejado una ciudad cansada, mustia y encogida de frío, y la recibía otra, altiva, verde y florecida.
Juliette salió a su encuentro, discreta como siempre pero sin poder contener su alegría. La abrazó mientras le decía lo mucho que la había echado de menos.
—Tout va bien, Juliette?
—Très bien, madame.
—¿Y el señor?
—Como siempre, trabajando en su estudio.
—¿Sigue viviendo aquí?
—¡Qué cosas dice, madame! Cada noche duerme en su cama.
Juliette le trajo un Dry Martini y Sara desapareció por el pasillo llevándose la copa. Un chorro de luz inundaba la habitación. Aquel espacio donde tantas noches había amado, ahora le parecía un escenario impersonal en el que ella no se veía.
Las fotos de todos los años vividos reposaban desperdigadas por los rincones. En las estanterías, entre libros, sobre las mesas, en su escritorio. Su marido estaba en todas partes. Cádiz en su primera exposición, Cádiz recibiendo un homenaje masivo, Cádiz y su sempiterno cigarrillo, el humo y los ojos de Cádiz, las manos gastadas de Cádiz embadurnadas de pintura. Pascal con sus ricitos al viento, desnudo en la playa con un Cádiz radiante de juventud, Pascal dando sus primeros pasos, Pascal escupiendo la comida… ¿Y ella? ¿Dónde estaba ella? ¡Invisible! Siempre había estado detrás de la cámara. En esa casa ella no existía.
Se dio un baño largo, queriendo diluir sus últimos pesares. En el agua quedaban flotando los restos de caricias que todavía guardaba entre sus pliegues. Volvía a vestirse de madurez, pero esta vez tenía la certeza de que la Sara que se había ido no había vuelto.
Esa noche cuando regresó, Cádiz no daba crédito a lo que veían sus ojos. Su mujer lo esperaba igual que siempre, frente al gran ventanal, como si el tiempo no hubiese transcurrido. Estaba guapa, fresca, y un perfume nuevo la envolvía. Su esbelta presencia, vestida de lino impecable, se imponía en el salón. Su cabello suelto y húmedo caía sobre sus hombros enmarcando su perfil aristocrático. Bebía a sorbos lentos un Dry Martini, mientras escuchaba La dernière minute.
Se alegró de verla. Eran muchos los años vividos a su lado; muchas las luchas, los triunfos, las esperas y desasosiegos compartidos. La sorpresa le producía un bienestar desvaído. Una mezcla indefinida de alegría y desolación. Había llegado el momento de enfrentar lo que no quería. Volvía el encarcelamiento forzoso, la duda interior. Se fue acercando a ella con una sonrisa, mientras preguntaba.
—Sara, ¿dónde… Su mujer le interrumpió.
—No. No quiero que me preguntes dónde he estado. Lo único que en verdad importa es que he vuelto y que tú… todavía sigues aquí. ¿Te sientes preparado para hablar?
Tras un largo silencio que se hizo eterno, Cádiz le contestó.
—No.
—Está bien. Yo estaré aquí esperándote. Creo que por todo lo que ha significado nuestra vida en común nos merecemos sinceridad. —Sara percibió en la mirada de su marido la desazón de un animal acorralado—. No te preocupes, no voy a dormir contigo. Juliette ya me ha preparado la habitación de huéspedes.
—Déjame esa habitación para mí. Soy yo quien debería marchar.
—Cádiz, el problema no es el lugar. Yo lo he comprobado al marchar. No vas a poder huir de algo que llevas dentro.
Como siempre hacía cuando se sentía intimidado, él cambió de tema.
—¿Qué tal por New York?
Ella volvía a la carga.
—Un día tendrás que enfrentar todos tus fantasmas, incluso el que en este momento te tiene atrapado.
—Dame tiempo, Sara. Solo te pido tiempo.
—Yo no soy la dueña de ese tiempo que me pides. Nadie es dueño del tiempo aunque todos juguemos a creernos que lo somos. ¿Sabes qué descubrí en estos meses? Que aún estamos por descubrirnos. ¿No te parece maravilloso? Lo que pasa es que queremos continuar vistiendo nuestros trajes juveniles, pero en ellos ya no cabemos porque hemos dejado de ser lo que creíamos que éramos. Actuamos con patrones obsoletos.
—¿Y si yo no hubiera dejado de ser aquel de quien te enamoraste?
—Hay una realidad que te la da el espejo: los años vividos.
—Renuncio a que mi vida solo sea lo que me devuelve el espejo, Sara. Necesito de la locura para existir. Prefiero la juventud, la lozanía, la alegría de la insensatez.
—Has elegido el camino fácil. Pero, desgraciadamente, el que te va a traer más frustraciones.
—¿Cómo lo sabes?
—Estoy convencida. Era el mismo que yo quería para mí. A veces nos toca aprender, incluso cuando ya creemos que lo sabemos todo.
—No quiero hablar más. Te dije que aún no estaba preparado. Si esta es la madurez, estoy a años luz de conseguirla. Y además no me interesa.
—Eres soberbio. Para alcanzar tu bienestar necesitarás humildad, Cádiz. Una actitud que desconoces.
Con la última frase, marchó sin despedirse. Sara se quedó inmóvil frente al gran ventanal, dando sorbos lentos a su Dry Martini.
Sabía que para él no sería fácil; para ella tampoco, pero había tomado la decisión de ser sensata. Costara lo que costara, no lo iba a abandonar. No iba a dejar que su marido se estrellara contra su espejismo de felicidad.