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El calor de aquel cuarto oscuro amenazaba con ahogarla. En las esquinas del techo las arañas continuaban tejiendo sus mantillas para atrapar a los incautos. Las paredes, pintadas de cualquier manera y cargadas de paisajes recortados de revistas y fotos medio despegadas de adolescentes virginales, se le venían encima. Los ojos de Mazarine recorrían palmo a palmo cada rincón, tratando de encontrar la manera de escapar de ese encierro que no parecía tener fin.

A pesar de que Ojos Nieblos la trataba con cariño y delicadeza, se negaba a dejarla en libertad.

Cada mañana, le traía para desayunar la palmier au beurre que tanto le gustaba, y sus fresas, ciruelas y manzanas recién cortadas y mezcladas con yogur fresco. Le cocinaba todo lo que pedía y hacía cuanto hiciera falta para que se encontrara confortable y bien. Y aunque tenía mal humor, Mazarine sabía que no era tan desagradable como aparentaba.

No podía odiarlo. Detrás de su aspecto repulsivo que explotaba para protegerse, se escondía un niño temeroso y triste. El abandono de su madre y su fealdad le impedían cualquier tipo de cercanía, pero en el fondo estaba convencida de que no era del todo malo… aunque podía equivocarse.

Entre charla y charla, el pobre hombre le había contado su triste historia. Cómo había logrado sobrevivir en las basuras, amoratado de frío en pleno invierno y envuelto en un atadijo de diarios mojados. Aquello, le aclaró, no lo recordaba él, sino alguien que se apiadó y cuidó de él durante años hasta que se hizo hombre. A esa persona le debía la vida y el pertenecer a la única familia que conocía: los Arts Amantis.

Todo lo que sabía del origen de aquellos artistas amantes del arte y del amor se lo explicaba con fruición mientras comían y cenaban.

Mazarine empezó a entender el porqué de la persecución y búsqueda de Sienna. Aquella idea romántica de recuperar, a través de la presencia y del culto a su cuerpo, el espíritu de todo cuanto significaba.

Podía imaginarla paseando su hermosura por las fértiles tierras de Languedoc, en aquel paraíso de arte, cultura y ciencia; entre cantares de gesta, conciertos de música, teatro popular y amores trovadorescos. Reunida con pintores y músicos en algún castillo, mezclados con campesinos y nobles en una alegría sin presagios de muerte.

Con Ojos Nieblos iba aprendiendo más que en todas las tardes con Arcadius.

Ella, que nunca había sentido curiosidad por la historia y se consideraba una ignorante en todo lo relacionado con el pasado, ahora sabía del movimiento albigense y de la trepidante fuerza que mujeres nobles y plebeyas habían desplegado en el medioevo; de la Europa abierta y culta, enmarcada por comunidades religiosas que defendían unos ideales de salvaguarda, en el que el papel activo de la mujer era fundamental; de la encarnizada guerra que tuvieron que librar uniéndose a «la fortaleza varonil» de sus maridos, padres y hermanos para luchar contra los ejércitos cruzados, hombres de hierro que impulsados desde Roma por el papa Inocencio III y dirigidos por Simón de Montfort decidieron exterminarlos.

En medio de tan sangrienta e injusta lucha que acabó aniquilándolos, contaba la leyenda que habían sido las mujeres de Toulouse quienes, con su valentía, causaron la muerte del cruel Montfort al reventarle la cabeza con una piedra arrojada desde las almenas.

Aunque cátaros y Arts Amantis pugnaron por ideales diferentes, a la hora de defender la profundidad de sus principios fueron un solo ejército.

Jérémie era un sabio pobre.

Su precariedad física en nada concordaba con su sabiduría. Todo su patrimonio estaba desparramado por los suelos. Centenares de libros apilados en desorden formaban edificios de papel apolillado que convertían su pequeño apartamento en una ciudad de viejos rascacielos.

Cuanto más libros abría, más sorpresas descubría.

Detrás del catarismo y del movimiento de los Arts Amantis había una gran filosofía de vida: un mundo de una riqueza simbólica e iconográfica extraordinaria, que recogía mucho de las sagas célticas del norte, de los arcanos judíos y de los saberes gnósticos del mundo oriental. Su simbolismo guardaba mucha relación con la Orden del Temple.

Gracias a sus páginas, ahora se enteraba de que aquella señal que un día Cádiz le había pintado sobre su pecho no era una cruz bizantina. Se trataba en realidad de una cruz occitana: la estrella de doce puntas. Como esta, existían misteriosos símbolos diseminados por el mundo, entremezclados con movimientos pictóricos, musicales y literarios. Cada uno de ellos recogía, entre otros, el culto al dios solar y al fuego, el lenguaje de las cartas sagradas, los equinoccios y solsticios, el obelisco, los árboles sagrados, el pentágono y su número cinco, el santo grial, la paloma y su alegoría al amor, el diálogo y el entendimiento entre los seres, la dualidad bien/mal, el pez…

Se trataba de un mundo fascinante al cual se sentía inexplicablemente próxima. Sus desasosiegos y tristezas se derretían en ese mar de conocimiento que de repente se abría ante sus ojos. Ella, que antes quería desaparecer de la vida, ahora descubría que había otro tipo de existencia que nada tenía que ver con la fama y la gloria, sino con unos objetivos sencillos que podían llenarle de sentido sus días. Con lo que ahora sabía, podía crear los cuadros más alucinantes jamás imaginados. Cádiz palidecería frente a ellos; ya no lo necesitaba para nada. ¿Y si su vida la entregaba a pintar sueños y renunciaba al amor?

—Necesito regresar al mundo —le dijo Mazarine a Jérémie, después de muchas tardes de lectura—. Tú, que tanto sabes de arte, tienes que entender que mi vida es pintar; no puedo quedarme para siempre entre estos libros… por maravillosos que sean; si lo hago, me muero.

—¿Morir? ¿No era eso lo que buscabas lanzándote al río? ¡Imagínate qué diferencia! De morir ahogada por el fango del Seine, como querías, a morir envenenada de letras y sabiduría, ahogada de conocimiento.

Mazarine sabía que Jérémie quería hacerla reflexionar.

—Esa noche, en el puente, más que irme… quería huir; huir hacia ninguna parte, huir de un algo que ni siquiera me perseguía. ¿Qué tienes que hacer cuando alguien te deshace? ¿Cuando una mano omnipotente decide hacerte trizas? ¿Qué deberías hacer cuando te sientes nada… cuando tienes esa infinita sensación de ser un absurdo? La vida y los que vivimos no tenemos nada en común, ¿no crees? Parece que no estamos hechos el uno para el otro.

Ojos Nieblos no se conmovió.

—Mazarine, lo siento. No puedo dejarte marchar.

—¿Por qué? Ahora que vuelvo a encontrarle sentido a todo este sinsentido que es la vida, ¿me quieres matar dejándome viva? Me resisto a creer que me salvaste con el fin de tenerme encerrada para siempre.

—Te niegas a confesar dónde está el cuerpo de La Santa. Te niegas a admitir que aquel pintor quiere hacerte daño. Te niegas a contarme qué cosas te han pasado y yo tengo que protegerte, antes de que sea demasiado tarde.

—¿Protegerme de qué?

—¿Dónde está el cuerpo?

—No comprendo tu manía de creer que yo lo tengo. ¿Para qué lo querría?

—Entonces, ¿cómo es posible que lleves el sagrado medallón? Todas las explicaciones que me das siguen sin tener fundamento. La única que cabe es que sepas dónde se esconde.

Mazarine no contestó.

—No importa, tarde o temprano daré con él —añadió cortante.

Se había molestado. Sin decir más, se levantó y, atravesando la salida, la encerró con doble llave.

Al darse cuenta de que se iba, Mazarine corrió hasta la puerta y empezó a golpearla, suplicando.

—POR FAVOR, JÉRÉMIE… NO ME HAGAS ESTO… DÉJAME IR CONTIGO.

Los pasos se alejaron hasta fundirse en un silencio seco.

Esa noche, Ojos Nieblos no regresó.

A la mañana siguiente, Mazarine se despertó empapada de miedo y con una idea clara: tenía que huir. Aprovechar la ausencia de su captor y escapar cuanto antes.

Aquel hombre podía ser amable, pero se comportaba de manera extraña. Empezaba a creer que, aun cuando ella le confesara dónde escondía el cuerpo de Sienna, cosa que de ninguna manera iba a hacer, no la dejaría marchar. La obsesión por cuidarla, protegerla y dormir a su lado, aunque solo fuera para ver cómo cerraba sus ojos y se abandonaba al sueño, se iba haciendo insoportable. Si llegaba a hacerle algo, nadie se enteraría. Acababa de darse cuenta de que aquel edificio ruinoso… ¡estaba totalmente abandonado!