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Pascal no se dio cuenta de en qué momento su novia marchó. Notó su ausencia cuando quiso acercarse a su padre para felicitarlo. Al principio creyó que se encontraba en el baño, pero al ver que el tiempo pasaba y ella no volvía, empezó a buscarla entre los invitados. Recorrió palmo a palmo la terraza, bajó las escaleras del Arco y volvió a subirlas, repasando cada rincón; imaginando que tal vez se hubiera enfrascado en alguna interesante conversación con uno de los muchos artistas desperdigados a lo largo y ancho de aquella exhibición. Pero Mazarine no estaba por ninguna parte. Extrañado de no encontrarla, buscó a Sara para que le ayudara a localizarla entre los corrillos que se habían ido formando. Nadie la había visto.

Cádiz se acercó a Pascal.

—¿Y tu novia?

—¿Sabes dónde está? —Pascal le contestaba a su padre con otra pregunta.

—¿No estaba contigo? —volvió a preguntar Cádiz.

—Sí, pero de repente no sé adónde ha ido. Pensé que tal vez se había adelantado a felicitarte.

—Quizá a esta chica no le gusten las masas —dijo Sara.

—Madre, no te inventes fobias.

—No es ninguna locura; yo tuve un tiempo en que no las soportaba. Seguro que ha marchado y no ha querido decirte nada para no estropearte la noche.

—Imposible, habíamos quedado para cenar.

Los ojos de Cádiz fueron buscando, entre sandalias y zapatos, los pies descalzos de su alumna. Primero, sin prisa; pasados unos minutos, con desespero.

No estaba. Mazarine había huido, seguramente furiosa de que no la hubiera mencionado. Conocía su carácter arrebatado e imprevisible y sus comportamientos repentinos.

Cuando comenzó su discurso pensaba darla a conocer, incluso le producía cierto morbo el que su hijo y su mujer descubrieran que tras la titánica obra estaban las manos de la nueva integrante de la familia. Pero una cosa era la intención y otra la acción. En el preciso momento en que lo iba a comunicar, las palabras se le fueron por otros derroteros. No había podido; su vanidad no estaba preparada para que el mundo lo viera como un ser débil que, incapaz de superarse a sí mismo, había tenido que apoyarse en una principiante para conseguirlo.

Mazarine lo debía entender. Su enseñanza tenía un precio: a cambio de obtener toda su sabiduría y su técnica, ella sacrificaba sus primeros trabajos. Así lo habían hecho muchos pintores y escultores en sus inicios: Modigliani, Chagall, Soutine, Kikoine, Léger, Pascin, habían llegado a pagar con sus cuadros un plato de sopa caliente. Hasta él mismo se había humillado haciendo lienzos que firmaban otros, copiando cuadros de los grandes maestros del Louvre que después cambiaba por pinturas, telas y pinceles. Todo comienzo tenía un precio. Dar y recibir, ¿no era el principio básico del buen comercio?

Se fue apartando lentamente, esquivando grititos y alabanzas de algunos de los asistentes que buscaban un efímero momento de fama, tratando de cazar el destello de algún fotógrafo despistado.

Mazarine no estaba, y él quería encontrarla para explicarle. Marcó su móvil una, dos, tres, cuatro veces… empezó a marcar compulsivamente, con rabia, con angustia, con desespero. Una cosa era que él no la llamara, y otra, que ella no le contestara cuando la necesitaba. ¡Tenía que contestarle, maldita sea! ¿Qué se había creído? Ahora quien estaba enfadado era él. ¿Cómo podía hacerle esto en un día tan importante para ambos?

En otra esquina de la terraza, Pascal hacía lo mismo.

Esa noche ninguno de los dos durmió. Al amanecer, Pascal, desde el passage Dauphine, y Cádiz, desde la rué de la Pompe, continuaron llamándola.

El móvil estaba en la mochila que un clochard había encontrado abandonada en el Pont Neuf la madrugada de su desaparición.

El vagabundo acababa de vaciar el contenido de la bolsa, buscando desesperadamente dinero; algo que le pudiera servir para comprarse una botella de vino, el más barato que encontrara.

En el cemento de la acera, el teléfono se iluminaba por sexta vez.

¿Lo cogía? ¿Y si pedía dinero a cambio de devolver la bolsa? Total, él no la había robado. Se la había apropiado antes de que otro lo hiciera.

El aparato volvía a iluminarse en silencio por enésima vez. ¿Y si lo vendía? Lo revisó; por ese cachivache no iban a darle prácticamente nada. Era viejo y estaba bastante deteriorado.

Abrió el monedero, donde encontró la documentación: la bolsa pertenecía a una hermosa joven. Se quedó observando la insípida foto de carnet y en aquellos ojos de oro vio la magia, la seducción y las promesas que en toda su vida le habían sido negadas. ¡Qué hermosa era! Pasar una noche con semejante ricura no estaría nada, pero nada mal.

Miró la dirección: rué Galande n.º 75. Quedaba a solo tres manzanas de allí. Se guardó el documento y siguió revisando. Encontró un pañuelo, una libreta con bocetos de desnudos, unas gafas de sol y… un manojo de llaves.