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Arcadius llegó a París contento y muy intrigado. Los resultados de su viaje eran más que satisfactorios. A pesar de que el cuerpo de La Santa seguía en paradero desconocido, la apasionante historia que le contó la anciana de Manresa acababa con muchas de las especulaciones que circulaban entre los traficantes. Después de lo escuchado, quedaba prendado de la desconocida adolescente y hasta entendía la desaforada obsesión de los Arts Amantis por encontrarla. Ahora él también deseaba verla para entender muchas cosas.
Había en los muertos precoces un halo de misterio que le apasionaba. Era como si el cuerpo, en el momento de esa muerte destiempada, se partiera en dos. Luz y sombra se veían obligadas a separarse. La bengala de la vida se extinguía, pero una zona oscura y desconocida hacía su relevo, irrumpiendo con más fuerza que la propia vida. Algo cristalino y etéreo, sin tiempo ni espacio, una especie de imán invisible terminaba atrayendo con fuerza todo lo que se acercaba: la última protección que le salvaba del olvido. Viviendo en los demás lo que la muerte les había robado, aquellos seres continuaban existiendo.
Eso era lo que le sucedía con Sienna. No la conocía pero, como a todos, ya le era imposible ser indiferente a ella. Los tenía atrapados con su presencia intangible.
¿Y si fuera verdad que aquella reliquia tuviera todos los dones que se le atribuían? El absurdo dejaba de existir en el momento que alguien creía. Y en Sienna, muchos creían.
Un tema no cesaba de dar vueltas en su cabeza y se le desmarcaba de todas sus elucubraciones: el medallón.
¿Cómo era posible que aquella chica llevara colgado el valioso medallón que se suponía era de La Santa?
Arcadius volvió a pensar en Mazarine. Desde su partida a Barcelona no sabía nada de ella, y quería invitarla a cenar para contarle sus últimas experiencias y averiguaciones. Pasó el día en su tienda leyendo, investigando, haciendo suposiciones, creando posibles vías que le condujeran al paradero de La Santa. Al final de la tarde, después de bajar rejas y cerrar candados, se dirigió a la casa verde.
Como cada verano a esa hora, el barrio estaba atestado de turistas baratos de sandalia, calcetín y mapa, que no gastaban un solo euro en antigüedades porque para ellos lo viejo era despreciable; desconocían el valor de un objeto vivido. Increíblemente, pensó Arcadius, esta era la peor estación del año para su negocio. Mientras caminaba, hizo cuentas: hacía semanas que no vendía absolutamente nada. De continuar así, la tienda no llegaría al próximo año y él se vería obligado a internarse en la casa de los olvidos, como llamaba a las residencias de la tercera edad; porque no tenía ninguna duda de que, sin trabajo, la vejez le llegaría de sopetón. Por eso era tan importante Mazarine, porque le daba un motivo para vivir. Mazarine… y ahora, La Santa.
Cuando estuvo delante de la casa, se sorprendió. Otra vez los espesos matorrales de lavanda cerraban su acceso, como cuando Mazarine se había enfermado y se encontraba en el hospital. Incomprensiblemente, aquel campo de espigas no dejaba de crecer y multiplicarse. Ahora no solo se adueñaba de la acera sino que incluso invadía la entrada de la iglesia Saint-Julien-le-Pauvre, sus puertas y los jardines de René Viviani.
Continuó caminando, apartando con dificultad las perfumadas flores hasta llegar a la entrada. En medio de la maleza, la casa parecía abandonada. Timbró y timbró, pero nadie le abrió. De repente apareció Mademoiselle envolviéndole las piernas con su cola. Llamó al móvil de Mazarine y le salió un contestador.
—¿Te das cuenta, Mademoiselle, lo mala que es tu dueña? Nos abandona sin decirnos nada —le dijo a la gata, mientras la levantaba—. Seguro que llevas días sin comer, ¿verdad? Ven conmigo.
Terminó llevándose a la gata y dejándole un mensaje a Mazarine, en el que le rogaba que se pusiera en contacto con él lo más pronto posible.
Mientras tanto, Pascal no sabía si dar parte a las autoridades de la desaparición de su novia o continuar esperando. Habían pasado tres días y seguía sin dar muestras de vida.
Si iba a la policía, los únicos datos que podía aportar serían su nombre, edad, profesión y el último sitio en que la vio. No tenía apellidos, ni casa, ni familia; nada en que sustentar su testimonio. Si decía que era su prometido, lo mínimo que iban a pensar es que se trataba de un loco en crisis —desconocer estos detalles tan básicos lo situaban en el campo de lo increíble—, o que se trataba de un despechado que no soportaba el que su novia lo hubiese abandonado.
¿Y si el silencio de Mazarine obedecía a uno de sus enigmáticos episodios de alejamiento y él lo rompía armando un alboroto? ¿Y si se encontraba mal y le pasaba algo? Estaba desorientado, desesperado y al mismo tiempo rabioso por su estupidez. ¿Cómo era posible que a esas alturas de la relación continuara con tantas lagunas sobre su vida, que ignorara prácticamente todo lo que hacía y la rodeaba? ¿Por qué con ella se comportaba de manera tan débil, siendo un hombre fuerte, capaz de lidiar y resolver tantos problemas ajenos? ¿Por qué seguía temiendo que lo abandonara?
No tenía elección, estaba a merced de las circunstancias. O esperaba… o esperaba. Otra vez Mazarine se había esfumado.