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Dio a luz dos meses antes de lo previsto. Por más que los médicos lo intentaron, no lograron retrasar el alumbramiento. Tras una larga depresión, en la que volvió a caer en el silencio, y una prolongada estancia en la clínica, donde tuvo que mantener absoluto reposo, el nacimiento de una hermosa niña le devolvió la vida… y la voz.

En aquellas largas y dolorosas semanas previas al parto, Mazarine deseó con todas sus fuerzas morir. Cada mañana, cuando abría los ojos y comprobaba que seguía vivía, rompía a llorar y permanecía con la mirada perdida en la ventana hasta ver llegar la noche; entonces, el cansancio del llanto la hacía dormir y volvía a soñar que al día siguiente su deseo se cumpliría. Y así, noche tras noche.

Los esfuerzos que hizo Pascal por rescatarla de su hundimiento resultaron nulos. Fue Sara Miller quien, a pesar de su íntimo dolor, acabó convirtiéndose en su soporte emocional. Pasaba días enteros en la clínica prodigándole ternura, habiéndole y leyéndole. Procurándole el tiempo que nunca le había dado a su hijo. Ella entendía su dolor, aunque ni siquiera lograba entenderse a sí misma; comprender por qué la acompañaba. La debía odiar y en cambio la quería. Amaba lo que llevaba dentro.

A pesar del trac vocal que por segunda vez volvía a dejarla sin habla, una tarde, tras llevar escuchando a Sara muchos días, Mazarine le pidió por señas un papel y un bolígrafo y empezó a comunicarse a través de la escritura.

Lentamente le fue contando su historia, una historia que nunca había explicado a nadie, ni siquiera a Pascal. Contestaba sin miedo a sus preguntas, y mientras lo hacía iba sintiendo un descanso en su alma. Era como si hubiese tenido represada una vejez siniestra y al escribirla exorcizara por fin de su prisión a una niña temerosa.

Le habló de su madre y de lo poco que recordaba a su padre. De su soledad y de su vida en la casa verde, acompañada de La Santa y de su gata Mademoiselle.

Le contó de sus encierros en el armario, de sus charlas solitarias y de esa soledad que la tentaba a borrarse de sí misma. De aquella sensación que la azotaba de golpe y la hacía vivir en el no-mundo, como única superviviente de un barco naufragado. De esa angustia sórdida de sentir su mente agujereada, y a través de esos huecos presenciar la huida de sus sentimientos, todos escapando; todos menos el dolor, la soledad y la tristeza.

Le habló del día que abrió el gran cofre de cristal, del medallón, de las persecuciones que sufrió por su causa, de su intento de suicidio y del encierro al que la sometió Ojos Nieblos.

Le contó todo lo que sabía de los Arts Amantis y cómo había llegado finalmente a conocer a Cádiz, la única persona que la había hecho sentir importante, la única que la había necesitado. La única a quien ella había amado con locura.

Le habló de su lucha interior y de cuánto sentía todo lo que había pasado.

Lo volcó todo sobre el papel: sus lágrimas, sus miedos, sus alegrías, sus dudas… días y días escribiendo, leyendo y rompiendo. Un secreto entre las dos que guardarían para siempre.

Y en la última página, cuando ya no quedaba casi nada por decir, se encontró en el fondo de su alma con un nombre, un sentimiento perdido que no supo describir: Pascal.