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Le gustaba ver cómo se iba despeñando la noche sobre las orillas del Seine. Esa tarde había llovido mucho y a pesar de la descarga torrencial, inusual para las fechas, aún quedaban nubes vagabundeando por el cielo sin dirección, perdidas como ella en la inmensidad de la nada. Dejándose arrastrar y colorear por un sol viejo que lanzaba sus últimos brochazos de pintor extenuado; las nubes, tan blancas, tan solas, tan pintadas por otro… como ella. En atardeceres tan quejumbrosos, Mazarine sentía que no podía contar ni siquiera con su propia compañía, por estar ausente de todo, hasta de su vida.

Los fines de semana, desde que había empezado sus clases con Cádiz, se le hacían interminables. Iba arrugando las horas como páginas de un libro en blanco, arrojándolas sin prisa al río. Observando cómo navegaban y se perdían entre los barcos, la gente y sus sonrisas; como si al hacerlo se lanzara a un suicidio y esa caída la redimiera por fin de sus propias ausencias.

Era verdad que desde que Cádiz la tenía más en cuenta, desde que su mano era la mano del pintor, la sensación de orfandad se había atenuado, pero de ahí a creer que su vida era algo valioso había un abismo.

Nunca hablaban mucho aunque, eso sí, no dejaban de mirarse, y estaba convencida de que en los ojos gastados de su profesor había algo más que una indagación del yo ajeno.

Cada tarde se había ido convirtiendo en una delicada ceremonia de miradas. Era como si él tomara toda su fuerza solo con verla. No existía nada incorrecto, nada erótico y, sin embargo, ella sentía que algo pasaba en su presencia. Una especie de cálida protección, pero también de atracción producida posiblemente por todas sus carencias. De repente sintió ganas de escucharlo. No le hablaría, solo quería sentir su voz ronca. Sacó de su mochila el móvil, marcó su número y una mujer le contestó. Colgó.

Se metió en la vieja librería Shakespeare and Co. y se encontró con la cara de Cádiz en la portada de un libro monumental que debía de pesar quince kilos y descansaba sobre un gran mueble: Cádiz —Dualismo Impúdico— Alma y cuerpo del deseo. Lo ojeó durante un largo rato, descubriendo fotos de su profesor, de todas las épocas, hasta detenerse en la que más le gustó. Aparecía envuelto en una espiral de humo que le salía del pecho, como del centro del alma, y sus ojos rompían el azul fumarado y se clavaban en ella con lujuria. Le dieron ganas de llevarse el inmenso ejemplar, pero era imposible, costaba cinco mil euros. Un lujo, incluso para los que tenían mucho dinero. Aprovechando un descuido del vendedor, Mazarine sacó un cúter de su cartera y, con mano firme, desprendió la página que enrolló rápidamente, escapando sin mirar atrás. Nadie la vio.

Ya en la rué Galande, y antes de meterse en su casa, se detuvo frente a la vitrina de una tienda de antigüedades donde se exhibían, entre jarrones griegos y esculturas art nouveau, pequeñas piezas incompletas en plata y bronce con tarjetas en las que se leía:

Argent de Grèce et de Rome antiques: monnaie cassée et à l’effigie de chouette, oiseau dAthéna, déesse de la ságese…, ancienne monnaie romaine du IIIe siecle av. J.-C… Fleur dArgent. Birmanie XVIIIie siècle

Mazarine se acordó de su medalla que sin parecerse a ninguna de las expuestas en aquella tienda tenía un algo que la hermanaba. ¿Tal vez, la vejez?

Cuando estaba a punto de abrir la puerta de su casa, su móvil sonó. El número de Cádiz parpadeaba en la pantalla.

Allô?

Una voz de mujer, con ligero acento extranjero, le habló desde el otro lado.

—¿Quién eres?

Mazarine se asustó y colgó. Un instante después, el teléfono volvía a timbrar.

—¿Por qué me has colgado? ¿Tal vez no era mi voz la que esperabas oír?

Esta vez lo desconectó.