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Las averiguaciones avanzaban. Lentamente, Arcadius se sumergía en el sórdido mundo de la clandestinidad donde, aunque pareciera mentira, todavía se continuaba traficando con las «reliquias cárnicas», como le llamaban en el argot ordinario a los cuerpos y trozos de cuerpo de los llamados santos o mártires.
A lo largo de la historia, las reliquias, más que ofrecer la paz del espíritu, habían llegado a propagar auténticos incendios emocionales y los más bajos instintos, generando entre los creyentes disputas, rebatiñas, robos y hasta guerras.
La sacrosanta costumbre de poseer una reliquia, más que las bondades que regalaba el poseerla, promovía odios y envidias. Esa pasión obsesiva, fomentada en la Edad Media y acrecentada con las Cruzadas y sus logros en Tierra Santa, no se limitó al pueblo raso e ignorante. Los grandes amantes de estos talismanes eran nobles y señores feudales que, en su búsqueda y para aumentar su colección, eran capaces de empeñar hasta su vida. Todos buscaban encontrar en ellas los dones sobrenaturales que vinieran a satisfacer sus miserias y carencias; que les protegieran de todos los desastres generados por sus vidas pecadoras. Porque el miedo hacía parte de la vida y era común a todos los mortales.
En su búsqueda, Arcadius fue descubriendo que había reliquias orgánicas e inorgánicas, terrenales y divinas; un sinfín de clasificaciones que daban a cada una de ellas un inestimable valor. Sangres y sudores, dientes, cabellos, fémures, uñas, dedos, hábitos, maderos, cueros, piedras, toda una variedad de mercancías servidas al gusto del creyente más fanático.
Incluso se hablaba de «El santo prepucio de Cristo», y su relación con sor Agnes Blannbekin, una monja mística muerta en Viena, de quien se decía vivía indescriptibles trances de comunión; el sagrado pellejo se le aparecía con un sabor dulce y carnoso que la llenaba de alegría y paz. A raíz de aquella historia empezaron a proliferar y a adorarse «santos pellejos» en muchas ciudades del mundo y hasta se creó, en Charroux, Francia, una cofradía llamada «La Hermandad del Santo Prepucio».
En medio de tanta información, una historia despertó poderosamente el interés del anticuario. El cuerpo de una adolescente, de edad, características y época similar a la de Sienna, había deambulado por el mercado subterráneo de las mafias, y en una subasta secreta hecha por Internet a través de códigos criptados, en la cual habían participado misteriosos compradores, se habían alcanzado sumas exorbitantes que lo ponían casi al nivel de la Sábana Santa. Decían que el cuerpo, que nadie había visto directamente, se encontraba escondido en la provincia de Barcelona, en una antigua masía.
Era una reliquia que, a pesar de haber sufrido innumerables traslados y robos, se encontraba en perfecto estado. Su nombre se mantenía en secreto, buscando con ello preservarla de los saqueos que últimamente se les atribuía a las mafias del Este. La tradición oral, de tanto repetirlo, convirtió en cierta la leyenda de que el cuerpo era un regalo que el Vaticano había hecho a un valiente señor, premiando con ello la osadía con la que supo combatir a los infieles durante la Tercera Cruzada. Fue tan brillante y ejemplar el desempeño de aquel noble caballero que no solo mereció un dedo sacro, sino todo un cuerpo, y además un cuerpo puro: el de una virgen. Se decía también que la reliquia en cuestión iba acompañada de un documento en latín que acreditaba su autenticidad y certificaba que, tras su lapidación, La Santa permanecía incorrupta.
Durante varias semanas, y pese a que su salud empezaba a hacerle llamadas de atención, Arcadius se entretuvo persiguiendo la pista. Le apasionaba aquel misterioso mundo de fanatismos exacerbados, magias celestiales y perros carroñeros peleándose por saborear los restos de los pobres mortales que, por haber dado lo mejor de sí, vagaban por el mundo castigados, sin derecho a descansar en paz bajo la tierra.
Comunicó al orfebre su intención de viajar en pos de aquella búsqueda, que se abría y parecía coincidir con la de la Logia. Viajó a Barcelona, donde se entrevistó en secreto con ancianos que decían conocer la historia de La Santa escondida, y cada uno de ellos le llevó a pistas que morían en callejones sin salida. De las leyendas más estrambóticas a las más sencillas, eligió la que en conciencia le pareció más coherente. Y mientras esperaba los contactos que sus conocidos le iban proporcionando a cuentagotas, aprovechó las tardes para saborear la Ciutat Comtal, como también se le llamaba a esa ciudad apoteósica. Se empapó de su magnífica arquitectura, su Mediterráneo, su cocina y su arte; de sus calles salpicadas de joyas modernistas y diseños vanguardistas. Quería fotografiar cada rincón, ser joven para vivir aquella ciudad maravillosa que lo tenía todo y desbordaba su belleza en múltiples direcciones. Su barrio gótico y sus calles rebosantes de anticuarios e historia, sus iglesias románicas y sus adoquinadas callejuelas, sus antiguos mercados, su mar y su vitalidad.
Y cuando estaba acostumbrándose a perder el tiempo paladeando los placeres mediterráneos, recibió por fin una llamada que lo dejó a las puertas de una visita.
El «famoso» cuerpo de La Santa escondida había reposado durante muchos años en la cripta secreta de una familia de Manresa, una población cercana a Barcelona. De esta familia, solo quedaba una solitaria mujer que sufría los castigos de la vejez, pero estaba dispuesta a atenderlo y contarle lo que sabía.
Desde la plaza Catalunya, Arcadius tomó el tren que lo llevó a Manresa, y una vez allí un taxi lo dejó frente a la vieja masía que se caía a pedazos. Tras aporrear la aldaba durante varios minutos, escuchó una voz que refunfuñaba malhumorada en catalán.
—Ara, vaig… Que s’haurà cregut aquest franchute amb tanta pressa.
La puerta se abrió y la anciana, al ver al anticuario, dibujó en su agria expresión una tímida sonrisa. Aquel vejete francés no estaba tan mal.
—Perdoni. Es que a veces…
—No se preocupe.
La mujer lo hizo pasar; el ambiente bochornoso de piedra sudada se impregnó en su traje. Tras brindarle un escueto vaso de agua servida del grifo, lo invitó a sentarse.
—Hace muchísimo tiempo que esperaba contar la historia de La Santa a alguien como usted; no sé por qué tengo el pálpito de que me va a creer. Me cansé de que se burlen de mí y me consideren la loca del pueblo, ¿sabe? —Arcadius la miró respetuoso y la invitó con un gesto a continuar—. Hubo un tiempo, hace muchísimos años, en que en esta masía se veneró el cuerpo de una santa. La gente hacía largas colas para verla y recibir de ella sus favores. Cuentan que, además de sanar a los enfermos e inspirar a los artistas, curaba el mal de amores. Venga.
La anciana lo condujo hasta una oscura habitación, de cortinajes de terciopelos desgarrados y restos de muebles que en su día habían sido lujosos. En otras condiciones, pensó el anticuario, todas las joyas que rodaban por los suelos habrían tenido salida en su tienda.
Al fondo, un imponente armario de roble de hierros enmohecidos presidía el salón. Al acercarse, reconoció el símbolo de los Arts Amantis en uno de los herrajes.
La mujer tiró de la manija de la puerta y el quejido destemplado dio paso a un estrecho pasillo que les condujo a una capilla secreta, presidida en su centro por un solemne altar de piedra.
—Aquí la veneraban.
Arcadius recordó el altar de las catacumbas de París que hacía pocas semanas había descubierto en una noche de antorchas, ritos y sombras. En la pared, inscrita en latín, la misma frase: Toute vie a sa mort, toute mort a sa vie. Un escalofrío lo recorrió por entero, sacudiéndole el corazón. No existía la menor duda. ¡Estaba en la pista!
—¿Sabe… cómo se llamaba?
La anciana inclinó la cabeza en señal de afirmación.