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Empezó a ir al passage de Dantzig cada mañana, como si todavía continuara siendo la ayudante del pintor. Se paraba frente a La Ruche y permanecía allí hasta el final de la tarde, tratando de volver a verlo. Sabía que estaba dentro porque las luces de su estudio se mantenían encendidas, pero por más que timbraba, Cádiz no le abría. Aquel doloroso rechazo no hacía más que acrecentar sus deseos. Necesitaba verlo, que la tocara, que la amara; volver a vivir lo ya vivido. Necesitaba que le dijera «suspende esa boda y vente conmigo».

Nada.

Desde la fría despedida que se dieron en el aeropuerto no había sabido nada más de él, salvo lo que comentaba Sara en las reuniones que se iban haciendo para poner en marcha la fastuosa ceremonia veneciana. Decía que su marido volvía a vivir una pasión frenética por la pintura, que se pasaba los días encerrado en su estudio creando compulsivamente sin permitir que lo interrumpieran. Aquel estado de enajenación, con toda seguridad, obedecía a un proyecto colosal. La última colección había pasado a ser subastada a precios exorbitantes y los museos se la arrebataban.

Mazarine se enteró de que los cuadros más cotizados habían sido los que ella había pintado de La Santa en su propia casa y que la galería había elegido como símbolo de la muestra. Un comprador anónimo había pagado por ellos una auténtica fortuna.

Después de la inconsolable frustración y tristeza vividas la noche de la inauguración en el Arc de Triomphe, que a punto estuvo de costarle la vida, ahora reaccionaba de forma diferente. No iba a luchar ni a sufrir más por figurar como coautora. Le regalaba todo el protagonismo a su maestro, su trabajo e inspiración de meses, a cambio de otro amanecer como el vivido en el desierto. Su amor era más grande que su egoísmo. ¿Cómo podía decírselo?

Seguía sin ir a la casa verde. Su obsesión por el pintor no la dejaba pensar en nada más que en él. El hambre de sus sentidos la estaba destrozando. Ahora lo entendía: esa era la muerte de la que le había hablado Cádiz en el avión. Al final, hambre y muerte eran una sola sensación desgarradora y cruel. No había contado con la separación ni con el día después. Se había quedado en el instante del orgasmo.

Quería recuperar aquellas mañanas en las que su vida tenía sentido; la reja cargada de madreselvas esperándola, el sonido del timbre, una puerta que se abría, su maestro recibiéndola… los preparativos, la idea, el principio, bosquejos, variantes de un mismo sentir. Después, el desarrollo, la equivocación, un brochazo encima, dos, todo cubierto… alegría. Y al final de la tarde, la satisfacción de un crepúsculo teñido de fuerza, sentimientos, color, pinceles y sonrisas.

Lo imaginaba con sus mechones blancos, su sudor, sus ojos entrecerrados calculando las sombras, sus manos salpicadas de pintura, sus venas, su fuerza… y su voz ronca, su voz amada pidiéndole que se sacara la ropa para seguir creando sobre su piel nuevos dualismos.

—CAAAAAAÁDIZ… Mazarine lo llamaba desde la acera. —ABRE LA PUERTA. NECESITO QUE HABLEMOS… CAAAAAAÁDIZ…

¿Por qué le hacía esto? ¿Por qué seguía rogándole como una estúpida? ¿Por qué no se cansaba de una vez? ¿Dónde había ido a parar su dignidad? ¿O era que sus padres no le habían dejado ninguna? ¿Por qué por más que lo intentaba no podía racionalizar sus sentimientos, ponerles bridas y conducirlos?

—CAAAAAÁDIZ… El último grito.

Cuando estaba a punto de marchar, lo vio asomarse a la ventana, despeinado y glacial. Sus ojos se deslizaron sobre ella sin detenerse ni un segundo. Como si fuera una nada callejera; una bolsa vacía, soplada de viento, rodando por el aire. Su voz solo había sido un ruido vagabundo que lo había perturbado. Desapareció, cerrando la persiana de un golpe.