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Mazarine contemplaba pensativa el delicado rostro de Sienna. Aquel sueño eterno era diferente al de los muertos; mientras estos habían perdido el alma y se convertían en fríos personajes de cera como los vistos en el Musée Grévin, ella parecía resplandecer de vida. Observaba su pecho, esperando el gran respiro que la despertara de su eterno letargo, y a veces, solo a veces, le parecía sentir aquel halo perfumado de espliego flotando sobre ella como el anuncio de una primavera a punto de florecer.

La visita de aquel pintor que irrumpió en La Ruche pidiendo a gritos a su profesor el cuerpo de una santa, el extraño personaje que durante días la persiguió y las nada descabelladas suposiciones del anticuario le tenían despiertas todas sus inquietudes. Ahora quería saber de qué manera había llegado el cuerpo a su casa.

¿Qué tenía que ver Sienna en todo lo que le estaba ocurriendo? ¿Cómo era posible que no existiera ningún familiar, ni abuelos, ni tíos, ni primos, nadie a quien acudir que le explicara el origen de ese secreto? ¿Habrían dejado sus padres algún documento o alguna pista que la llevara a entender lo que estaba sucediendo? ¿Por qué querían arrebatarle el cuerpo de su querida Sienna, si era lo único que le quedaba en su vida?

Revisó con los ojos, palmo a palmo, el interior del gran cofre de cristal, buscando algún detalle. Lo que quedaba de la túnica no parecía decir nada. Solo los bordados en hilos de oro que seguían los bordes de su manto llevaban algo llamativo: unos textos presumiblemente en occitano, de difícil comprensión, dado el deterioro en el que se hallaban.

¿Y entre las manos? Su mirada se detuvo asombrada. ¿Qué era lo que alcanzaba a verse entre sus dedos? Ese fino cordel, anudado al dedo del corazón a modo de anillo… ¿cómo no lo había visto antes? Algo parecía esconderse bajo sus manos entrelazadas.

Mazarine se acercó aún más.

—Lo siento, Sienna —le dijo mientras levantaba con suavidad sus manos tibias, dormidas.

¡Una llave! Escondida bajo sus manos, una oxidada llave permanecía atada al fino cordón de cuero. Despacio y con mucho cuidado, Mazarine decidió desanudar la delgadísima cuerda y retirarla.

¿Una llave? ¿Sería eso lo que buscaban quienes perseguían el cuerpo? Pero… ¿una llave de qué? ¿Adónde la conducía este hallazgo?

Una llave sin cerradura no era nada, simplemente era una mitad sin resolver. Por fuerza, aquel descubrimiento debía de conducirla a algún lugar o a un gran secreto. Empezó por analizarla. Los extraños arabescos tenían sin duda un significado, y aquellas seis pequeñas piezas que sobresalían a lo largo de la llave parecían diseñadas en exclusiva para algo. Se detuvo en la última: el diminuto grabado… ¡era el mismo símbolo del medallón!

¿Quién la habría escondido allí? Ahora tenía que encontrar la cerradura, que era casi lo mismo que buscar una aguja en un pajar. Corrió a su habitación y escondió la llave bajo la almohada; después, se despidió de La Santa, hablándole con dulzura sobre sus planes.

Salió a la calle y se dirigió a la tienda de Arcadius. Los cristales que colgaban de la entrada la anunciaron, rompiendo el profundo silencio del local. El anciano levantó la mirada, pero esta vez no salió a su encuentro.

—Hola, Arcadius. ¿No se alegra de verme?

—Siempre me alegras la vista, jovencita. Es que últimamente ando con la ciática alborotada.

—Pobre. ¿Quiere que lo acompañe al médico?

—No te preocupes por mí y cuéntame. Has entrado con mucho ímpetu… ¿Tienes algo que decirme?

—Quería preguntarle si finalmente pudo ponerse en contacto con su amigo, el orfebre.

—Ya lo he localizado y lo más importante está resuelto: aún vive. Pero todavía no logro hablar con él. Las veces que lo llamé no lo encontré, aunque me he hecho amigo de su mujer; parece que me confunde con alguien y me ha estado contando ciertos temas.

—¿Qué temas?

—Los que nos interesan. Es posible que la anciana sufra demencia senil; sin embargo, ha dicho cosas muy coherentes. Su marido se escapa algunas noches, dice que a reunirse con los miembros de una logia, y no precisamente la de los orfebres de París.

—Tiene que hablar con él pronto, Arcadius. Es importante.

—Bueno, niña, ¿a qué viene tanta prisa?

—Usted ya sabe… aunque no se lo diga, tiene la virtud de leer mis pensamientos.

—Ya me gustaría tener también la de corregírtelos. Así no vas a ninguna parte. Lo malo es que lucho contra un rival muy fuerte: tu juventud. —El anciano cogió el teléfono—. Déjame volver a insistir.

Esta vez, el joyero estaba en casa. Hablaron y quedaron para encontrarse esa tarde. Con una disculpa de lo más anodina, Arcadius había logrado que el orfebre se entrevistara con él.

A las cuatro en punto entraba en su tienda el platero que meses antes había examinado el medallón de Mazarine, la valiosa pieza que le había llevado el hombre de los ojos nublados.

Los primeros minutos los ocuparon en recordar tiempos pasados, los siguientes en quejarse de la edad y los achaques, y los últimos entraron en materia.

Arcadius le explicaba que lo había llamado para que verificara la autenticidad de una remesa de joyas y monedas antiguas que acababa de recibir. Tras analizar y dar por buenas las piezas, el joyero terminó enfrascándose en una larga y amena conversación con el anticuario.

A lo largo de la tarde se fue generando entre ellos una auténtica camaradería. Una especie de hermandad coincidente que los llevaba a compartir las mismas ideas de cuanto tema tocaban. El orfebre era un solitario empedernido, venerador de la belleza en todos los órdenes, descendiente de una dinastía de artesanos que iban perpetuando su arte en los metales. Arcadius, en cambio, era el preservador de ese y muchos artes. Quien se encargaba de buscar, comprar, limpiar, pulir, cuidar y restaurar las piezas abandonadas por los muertos, hasta encontrarles otros dueños que supieran valorarlas y cuidarlas como era debido. Muchas veces había llegado a rebajar el valor de alguna de ellas al adivinar en el brillo de unos ojos el amor que le tendría.

Cuando llegó la noche, el anticuario acabó cenando en casa del orfebre. Una conversación culta, que discurría entre merovingios, visigodos, templarios, vírgenes negras, masones, melkitas… historias cargadas de odios y amores. De luchas, sangre y verdades enfrentadas.

Después de beber unas cuantas copas del Armagnac destilado por la familia y fumarse un Davidoff Château Margaux que hacía tantos años no saboreaba, acabaron yéndose en su conversación al sur de Francia. Fueron saltando por encima de los siglos hasta perderse en los campos occitanos entre Perfectos y Perfectas cátaros, trovadores, señores feudales, ceremonias como el consolamentum y preceptos. Cuando rayaba la medianoche, aparecieron finalmente en la tertulia los Arts Amantis, y con ellos la oscura e incompleta historia de La Santa.

Arcadius no pudo reprimir su curiosidad.

—¿Cómo es posible que se sepa tan poco del ser más venerado por ellos?

—Hubo un robo. El terrible e imperdonable robo de un cofre que contenía toda su historia. Lo que se conserva fue rescatado de las profundidades infinitas del tiempo por familias que, continuando la tradición, decidieron contarlo y ha pasado de generación en generación como una misteriosa leyenda. Cuentan que La Santa era la hija de un gran señor feudal. Una princesa de una bondad y hermosura extraordinarias. Se paseaba por las calles acompañada de su doncella, y decían que en medio de la sórdida corte de mendigos que se arremolinaba a su alrededor en busca de favores, ella, sin ningún tipo de temor ni escrúpulo, se les acercaba y con sus dulces manos los tocaba, curándoles la lepra y otras enfermedades, incluso las del alma. Para muchos, la sola contemplación de su imagen sanaba. Su padre no podía detenerla. La fuerza de su bondad era tal que no había poder humano que no cayera rendido a sus pies. Era la gran abanderada de la justicia. En su castillo, decenas de necesitados, viejos, lisiados, locos y abandonados encontraban cobijo, comprensión y comida. Todo cuanto salía de sus manos se convertía en arte. Bordaba, pintaba y cantaba como los ángeles, pero no por ello era débil. A pesar de su juventud, apenas dieciséis años, su fuerza se sentía en toda la región. Los Arts Amantis la adoraban porque representaba todo lo que ellos querían ser: el amor y el arte en estado puro.

—¿Y qué fue de ella?

—Fue asesinada. Y hasta hace poco, se creía que había muerto lapidada. Ahora, dicen que murió siendo violada por unos monjes.

—¿Quiénes lo dicen?

—A estas alturas de la noche, tal vez pueda confesarte algo, Arcadius. —El orfebre lo pensó un instante y, aunque nadie les escuchaba, bajó la voz—. Pertenezco a los Arts Amantis.

—¿Quieres decir que los Arts Amantis aún existen?

—No como antes. Desgraciadamente, la hermandad se ha desvirtuado notablemente. Hay personas que no deberían pertenecer a ella, pero echarlos es algo que no está contemplado en nuestros principios.

Arcadius quería saber mucho más.

—¿Y dónde están?

—Entre nosotros. Tú y yo, todos podríamos pertenecer sin que nadie se enterara.

—¡Fascinante!

—Sí que lo es. Te sorprendería encontrarte con gente tan diversa y en algunos casos tan antagónica. Lo que sí parece que todavía se conserva es el amor por el arte; en eso todos estamos hermanados. Pero las envidias y los odios están destruyéndonos. Por eso es tan importante regresar al comienzo. Encontrar el cuerpo de La Santa y el cofre que contiene toda nuestra historia. Según cuentan, hasta después de muerta continuaba sanando.

—Pudo haber sido víctima de los saqueos —dijo Arcadius—. Al fin y al cabo era una reliquia. Todavía existen mafias que trafican con ellas.

—¿Tú sabes algo de eso?

—En el medio en que me muevo, a veces te llegan historias de huesos de santos, cálices sagrados…

El platero vio una posible luz en Arcadius. Tal vez él podría ayudarles en la búsqueda.

—Deberías acompañarme a la próxima reunión —le dijo—. Te presentaré como uno más de los nuestros; un familiar venido del sur del país. ¿Qué te parece?

Arcadius asintió satisfecho. Era más de lo que podía imaginar. Pensó en Mazarine.

—Allí estaré.

—Antes, tendremos que confeccionarte una capa. En eso mi mujer es una experta; borda de maravilla. Déjamelo a mí, amigo.