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Después de un esfuerzo que casi lo ahogó, de buscarla y buscarla en el fondo de las enlodazadas aguas, Ojos Nieblos lograba rescatar el cuerpo sin vida de Mazarine. Lo quería para él.

Sin hacer ruido, continuó nadando, arrastrando a la desmadejada chica. Atravesó zonas oscuras, evitando las miradas curiosas lanzadas desde el puente, los focos y las linternas de las patrullas de rescate hasta alcanzar la orilla. Su fuerza había sido su único motivo de orgullo y eso fue lo que desplegó al límite para sacarla del agua. La zona era escarpada y de difícil acceso. La llevó sobre sus hombros buscando un lugar donde reanimarla. Lo encontró.

Al verla tendida sobre el cemento, abandonada en su desnuda palidez, Ojos Nieblos sintió una inmensa pena. Acercó el oído a su pecho. El corazón de aquella hermosa niña no latía y él quería devolverle la vida. ¿Cómo era que lo hacían en las películas?… Le tapó la nariz y empezó a besarla con su labio leporino, inundándole el pecho de bocanadas de vida. Una, dos, muchas veces… pero sus constantes vitales no respondían. Aunque estaba helada, parecía dormida. Insistió un largo rato con delicadeza, con energía, vaciando sus pulmones en ella, entregándole todo lo que tenía para darle… hasta que el cansancio lo hizo desistir.

No había podido reanimarla.

Se acordó de las dos noches robadas en las que él, metido entre las sábanas de aquella joven, había sentido su cálido cuerpo regalándole aquel inmenso estremecimiento de paz y bienestar, la única sensación buena que había sentido en su vida, y empezó a llorar. ¿Podía llorar? Eso que caía de sus ojos muertos, ¿eran lágrimas? De repente, le pareció escuchar un levísimo quejido. ¡Vivía!

La cogió entre sus brazos y empezó a frotarle la piel hasta que su cuerpo entró en calor. La chica continuaba inconsciente pero respiraba. La cubrió con su camisa mojada y volvió a alzarla en sus brazos. Corrió por el Boulevard Sebastopol tratando sin éxito de esquivar las miradas curiosas que lo seguían con asombro, y se desvió por una estrecha callejuela donde encontró abierta una tienda paquistaní. El dueño, sospechando que aquel siniestro hombre algo malo le había hecho a la chica, le vendió los dos pijamas indios que le reclamaba con urgencia. No le cobraría nada, lo único que deseaba era que marchara cuanto antes porque no quería tener líos con la policía.

Después de muchos rodeos, finalmente Ojos Nieblos llegaba con la hermosa carga a su apartamento.

Mientras la colocaba sobre su cama y la cubría con dos gruesas mantas, Mazarine soñaba con la exposición del Arc de Triomphe. Los inalcanzables cuadros se elevaban impulsados por un viento enloquecedor, y ella se agarraba del lienzo de La Santa para no perderlo; pero un líquido espeso y rojo, que olía a hierro y muerte, se desprendía de la pintura y caía sobre sus ojos impidiéndole ver. Cuanto más extendía sus brazos para alcanzarlo, más se elevaba el lienzo. La Santa había abandonado la tela y se paseaba rodeada de los pies que también habían huido de los cuadros y caminaban desordenados y sin cuerpo por el aire. Los asistentes, desorientados, corrían tras las obras que, liberadas de los cables de acero, sobrevolaban París. Ella gritaba pero nadie la escuchaba. No tenía voz. Miraba su cuerpo desnudo y de su pecho abierto brotaba un hilo de sangre que crecía y crecía hasta convertirse en un río pegajoso, que bajaba por sus piernas y manchaba sus pies inmaculados. Cádiz la observaba de lejos, envuelto en su impenetrable humareda gris, enseñando en su sonrisa de hiena unos colmillos de bestia preparados para devorarla. Un mordisco sobre su pecho. Los dientes de Cádiz exhibían su corazón arrancado de cuajo. Un dolor insoportable. Un sollozo.

Ojos Nieblos vio deslizar una lágrima por la mejilla de aquella niña.

Mazarine se miraba su cuerpo. Una mano bondadosa curaba el agujero vacío, colocando en el sitio que había ocupado el corazón un ramo de lavanda. Le dolía.

Las lágrimas seguían resbalando por su cara y Ojos Nieblos las recogía con su dedo. ¿Y si trataba de despertarla?

—Mazarine —le dijo, mientras sacudía con suavidad sus hombros.

Cádiz volvía a pintar su piel y ella se sentía feliz. El Arc de Triomphe era para ellos, y sus cuerpos giraban en la nieve. No hacía frío. Ardían de gozo.

Durante cinco días, Ojos Nieblos se deshizo en cuidados.

Mazarine no abría los ojos, pero se bebía a pequeños sorbos las infusiones y caldos que unas manos silenciosas le daban. Se dejaba frotar sus pies con aceite de almendras; descansar sus ojos con bolsas heladas de manzanilla; lavar con aquellas toallas tibias de jabones perfumados que limpiaban su cuerpo; peinar y vestir con suaves algodones. Escuchaba una voz de violonchelo que le contaba historias mágicas de bestias y princesas.

Cádiz la cuidaba y protegía. Sus manos la alimentaban y sus abrazos la reconfortaban. Nadie podía hacerle daño, en su cama se sentía segura. Sienna finalmente había despertado de su infinito sueño y la acompañaba en su recuperación. Todo era placentero.

La mañana en que sus ojos se abrieron, su mirada se encontró de golpe con un repulsivo rostro que la observaba con veneración, y su corazón dio un respingo.

—No se atreva a tocarme.

—Bienvenida a la vida, señorita.

—¿Qué hace aquí? Aléjese de mí… ¡Váyase!

—No tema, no quiero hacerle daño. Además, no puedo irme de aquí porque estoy en mi casa.

Mazarine se incorporó y miró a su alrededor. Era verdad. Aquella habitación oscura y tétrica, de techo bajo y opresivo, sin casi luz exterior y mínima decoración, no era la suya. Quiso ponerse en pie y su cabeza empezó a girar. Ojos Nieblos trató de cogerla, pero Mazarine se arrinconó en la cama.

—No se levante —le dijo, paternal—. Lleva muchos días dormida y podría marearse.

—Ni se me acerque.

—No tenga miedo, no voy a lastimarla. Si quisiera haberlo hecho, la habría dejado en el fondo del río.

—¿Quién le pidió que me salvara? ¡Maldita sea! ¿Se puede saber qué estoy haciendo en este horrible lugar?

—Mejor que esté aquí y no pudriéndose, ¿no le parece?

Mazarine no contestó; cada vez se recogía más contra la pared.

—¿Por qué quería matarse?

—Eso a usted no le importa; a nadie le importa.

—Se equivoca. Usted es muy valiosa.

—¿Valiosa? No me haga reír.

Mazarine se miró el cuello. Su medallón había desaparecido.

—¿Dónde está?

—¿Dónde está qué? —preguntó Ojos Nieblos sin entender qué era lo que le preguntaba.

—Mi medallón. Lo tenía colgado.

El hombre permaneció en silencio.

—¡Dios mío! —Mazarine se echó a llorar.

Jérémie se levantó de pronto y regresó con la valiosa joya en su mano.

—Si me dice por qué es tan importante para usted, se lo devuelvo.

Mazarine quería huir de aquel tenebroso lugar, alejarse de ese ser espantoso.

—Démelo.

—No sabe lo que me costó rescatarlo —le dijo despacio, siseando—. Casi más que salvarla a usted.

—Se lo agradezco mucho. —La chica fingió amabilidad, al tiempo que extendía su mano—. Ahora, devuélvamelo.

—¿De dónde lo sacó?

Necesitaba marearse.

—Me siento mal.

—Se lo dije; estírese y descanse. Le traeré un vaso con agua.

—Necesito que me lo devuelva, por favor. Quiero irme a casa, mis padres me esperan.

—Usted no tiene padres.

Al saberse descubierta, Mazarine preguntó.

—¿Qué más sabe de mí?

—Todo.

—No lo entiendo.

—Seguro que me entiende. Conozco su relación con el pintor… y con su hijo, por supuesto. Pobre chico, ¿por qué lo hace?

—¿Qué?

—Engañarlo.

—No se meta en mis asuntos.

—Mazarine, usted es una buena chica.

—No, no lo soy.

—Sí que lo es, nadie es malo del todo. Aunque sabemos que en el fondo no somos nada, hay un momento en que valemos para algo, y este es su momento. Aléjese del viejo, no le conviene.

—No me venga con discursos morales. ¿Qué quiere de mí?

Ojos Nieblos la miró con sus ojos helados.

—La Santa.

Mazarine sintió miedo, pero fingió indiferencia.

—Si me dice para qué la quiere, tal vez podamos hablar.

Pensaba huir a la primera oportunidad. Miró a su alrededor, pero no encontró ninguna salida.

—Ya hablaremos —le dijo Jérémie—. Ahora descanse y relájese, aún se encuentra débil.

—¿Soy acaso… su prisionera?

Ojos Nieblos no contestó.