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El frío continuaba su persecución implacable. A Sara Miller la había recibido New York con una nevada inusual para la época. El East River, que desde hacía más de diez años no se congelaba, exhibía en sus aguas embarcaciones encalladas en medio del hielo. A pesar de ello, se alegró de estar allí.

Mientras el taxi cruzaba el Brooklyn Bridge, se entretuvo tratando de imaginar sobre el mutilado skyline de Manhattan el anterior paisaje, donde tantos reportajes había realizado utilizando las Twin Towers como símbolo de poderío financiero.

Desde el execrable atentado del 11 de septiembre, el espíritu de su ciudad había cambiado. Con él, no solo habían desaparecido las Torres Gemelas. A pesar de que los años habían pasado, la terrible masacre continuaba extendiendo su onda expansiva. Aunque ya no se hablaba de ello por temor a encontrarse con el dolor, todos los rostros habían unido sus razas en una sola cicatriz: la del miedo. Siempre que volvía, leía a través de ellos la sombra del espanto, de aquellas tres mil almas que quedaron vagando para siempre en la conciencia colectiva de la Gran Manzana. Todavía le costaba digerir aquel doloroso impacto visual que la abofeteaba.

Ahora regresaba huyendo de su propia sombra, pero esta se empecinaba en seguir acompañándola.

Mientras hacía la maleta, Cádiz le había insistido en que se quedara. Que su viaje no iba a hacer que cambiara nada, pero ella, más que nunca, necesitaba alejarse.

En el camino al aeropuerto trató de localizar a Pascal para despedirse, pero había sido imposible; de su móvil salía una voz automática diciendo que el número marcado no existía. Después de haber compartido con ellos la cena navideña, su hijo había desaparecido de nuevo de sus vidas.

A medida que pasaban los días, verlo y hablar con él se le iba convirtiendo en un hermoso recuerdo, un sueño de Navidad. Ese había sido el gran regalo, su acercamiento.

Su hijo le dolía.

El desconocimiento que tenía de él y de su vida le producía vergüenza. Había estado al margen de sus inquietudes infantiles, de sus rebeldías adolescentes y también, con toda seguridad, de sus lagunas emocionales. Ignoraba cómo logró llegar hasta donde había llegado sin tener un sólido soporte afectivo.

Los años de internado en Suiza, que Cádiz y ella habían visto como la mejor opción para su educación, acabaron por alejarlo definitivamente de ellos y acercarlo a un mundo de soledades bien vestidas. En el banco siempre había dinero para todos sus caprichos, que nunca habían sido diferentes a estudiar, estudiar y estudiar. Y aun pudiéndose desgraciar en aquel mundo en el que todo lo material le era dado, su comportamiento se había revelado en contra. Había sobrevivido. Ahora empezaba a entender que esa obsesión estudiantil de su hijo, ese hambre de saber, solo escondía una manera de llenar sus vacíos. ¿Seguiría en París? ¿O habría iniciado otro curso en cualquier lugar del mundo? ¿Qué podía hacer para recuperarlo?

El taxi se detuvo delante del hotel. Finalmente, había llegado. Un sofisticado portero la recibió con el paraguas. En el lobby había agitación. Karl Lagerfeld, con su ceñido pantalón negro y su camisa blanca de cuello eterno, estaba reunido con su equipo de diseñadores y con algunas modelos. Sus dedos metálicos se agitaban, dando órdenes. En el exterior, los paparazzi trataban infructuosamente de captar desde los cristales alguna instantánea para las revistas de moda. Al otro lado del salón, Benicio del Toro, escondido tras su gorra, estudiaba el último guión, mientras en la mesa contigua el cantante Robbie Williams reía con un amigo. Ese era el Mercer Hotel. Todo podía darse con la mayor naturalidad del mundo. Aunque estuviera lleno de famosos, nadie miraba a nadie. Allí se sentía cómoda, pues su popularidad se daba como algo natural, y por más que los paparazzi insistieran y buscaran camuflarse, no había manera de que se colaran dentro.

Le dieron la suite de siempre y, solo llegar, decidió meterse en la bañera para sacarse el frío del cuerpo. Se quedó dormida dentro del agua y la despertó el teléfono.

—¿Sara?

Ohhh, my God! ¿Dónde estás?

—¿Tienes idea de la hora que es? Estoy en el lobby. Te recuerdo que quedamos para cenar.

—Lo siento. Sube.

Sara se cubrió con el albornoz y corrió a la puerta. Se fundieron en un gran abrazo. Anne era su mejor amiga, su marchante y gran consoladora. Mientras se vestía, la puso al corriente de todo. De Cádiz, Pascal, la exposición… Se quedaban a cenar en el restaurante del hotel.

Bajaron y mientras esperaban la mesa, se bebieron dos Dry Martini.

—Te comenté que tenía algo para ti, Sara —le dijo Anne, con su contagiosa vitalidad—. No me lo vas a creer, pero el día que me llamaste tuve un sueño espectacular.

—Venga, dímelo ya. ¿De qué va?

—Es un trabajo delicioso y de una estética como no te imaginas. Ya sabes que cuando sueño, tengo buenas ideas.

—Va, deja de venderte y sigue. —Quiero que lo hagas tal como lo soñé.

—Ya veremos.

—Sara, soñé que hacías un reportaje de gordos. Los maravillosos gordos de Botero. Fotografías de colores rabiosos, en sitios emblemáticos de New York. Parejas, familias, retratos íntimos… Ya sabes que aquí puedes encontrar un casting de escándalo. Imagínate que con ese material, además de montar una exposición espléndida, creamos un libro de dimensiones gigantescas. Se me ocurre: un metro por setenta centímetros. Y hacemos una edición limitada de cinco mil ejemplares firmados, ¿te lo imaginas? Y se venden con una preciosa pieza de titanio que sirve como peana que lo aguanta. Toda una obra de arte, de coleccionista. ¿Qué te parece?

Sara la observaba sin entusiasmo. Totalmente muda.

—¿No ves la idea? —continuó, como si no hubiera visto su desánimo—. Si quieres, podríamos arrancar mañana mismo. Pongo en marcha el casting, los permisos, localizaciones, derechos… Lo que sea. Ya sabes que si algo has conseguido en todos estos años es que New York, si el proyecto es tuyo, se rinda a tus pies.

—No sé… no me veo con fuerzas.

—Anda, mujer. Tú lo que necesitas es un buen meneo, sentirte vital y este reportaje es pura energía. Imagínate a una pareja de gordos en el interior de Tiffany’s. —Anne gesticulaba, creando encuadres en el aire—. Él observa a su mujer, que va vestida de rojo sangre y no le caben más diamantes encima. Collares, pendientes, pulseras y anillos se desbordan en sus carnes mientras que con su boca abierta trata de engullirse el diamante más grande del mundo. ¿Sabes cómo se llamaría la muestra? Excesos.

Cuanto más escuchaba, más atractivo le iba pareciendo el tema a Sara.

—Te interesa… —Anne la miró fijamente—. Acabo de ver ese brillo en tus ojos que solo lanzas cuando algo te interesa de verdad. El vestuario correría a cargo de aquella estilista fantástica, Berta Guerin, la que siempre te ha conseguido todo. La traemos de Barcelona. ¿Qué me dices?

—De acuerdo, te has salido con la tuya. Pero se hará a mi manera.

—Como siempre.

Cenaron pizza de trufa blanca, esa exquisitez que el paladar de Sara añoraba tanto en París, y quedaron de verse al día siguiente en la galería de Anne para poner en marcha el sueño de los Excesos.

Las escalinatas del Radio City Hall, los ascensores del edificio Chrysler, la recepción del Waldorf Astoria, el Madison Square Garden, una limousine a la entrada del hotel Plaza eran algunos de los sitios elegidos por Sara para realizar el inmenso reportaje.

Los permisos iban cayendo, y los días también. Las enormes concentraciones de obesos a las puertas de la agencia de casting, el torbellino de modistos que hacían los trajes a medida, los zapateros, los maquilladores y peluqueros, el estilismo; todo se había puesto en marcha y distraía las penas de la fotógrafa.

En Anne’s Gallery de Wooster Street se celebraba con un cóctel la inauguración de la impresionante muestra Estados de ánimo de Catalina Mejía, y Sara Miller se paseaba con su copa de champagne, esquivando conversaciones fatuas, típicas de estos eventos, sin acabar de entender qué diablos hacía en medio de tantos artistas a los que no deseaba conocer. De repente, vio que la pintora colombiana se le acercaba.

—Me gustan tus cuadros —le dijo Sara—. Son rotundos y viscerales. Ya sabes que el alma de un cuadro es una víscera latiendo, y los tuyos laten.

—Gracias… ¿Cómo está Cádiz?

—¡Ohhh!… bien, bien. Muy ocupado, preparando su próxima exposición.

—Anne me habló que tienes un proyecto fantástico entre manos.

—Bueno, ya sabes cómo es Anne. Te envuelve en sus maravillosas redes. En realidad, me gustaría encontrar una especie de paraíso para realizar otro proyecto que me ronda hace tiempo. Un paisaje de montañas infinitas, como telón de fondo, sobre muchos verdes. Árboles milenarios. Quiero hacer un barroquismo natural. En lugar de grandiosas catedrales, árboles. La inmensidad del paisaje frente a la insignificancia del ser humano.

—Espera… —Catalina llamó a un hombre que estaba al fondo de la galería—. Tengo el paisaje más hermoso que hayas podido imaginar nunca: el Quindío.

—¿Quindío? Y eso, ¿qué es?

—Una lujuria de excesos de la naturaleza, un lugar mágico situado en medio de las cordilleras de Colombia. Las antiguas tribus quimbayas lo bautizaron con el nombre de Quindío, que en el idioma quechua significa paraíso. Y no andaban nada equivocados. Allí he llegado a contar hasta cuatro arco iris en una sola tarde, uno encima del otro. Las montañas se desbordan de cafetales doblados de racimos y de plátanos que los protegen con su sombra… Guaduales que beben de los ríos, orquídeas perezosas que florecen en todos los rincones adheridas a troncos húmedos, y mariposas inimaginables que se posan en ti y se dejan tocar domesticadas por el aire tibio. Hay tantas cosas…

Un hombre de unos cincuenta años, vestido de impecable negro, se acercó a ellas y Catalina lo recibió con una frase.

—Le contaba cómo es tu región, Germán. Te presento a… —El recién llegado la interrumpió y con un gesto ceremonioso acercó la mano de la fotógrafa a sus labios.

—No hace falta que me la presentes. Sara, es un honor para mí conocerla. Su obra es extraordinaria. Acabo de llegar de París, donde pude admirar su última muestra: realmente sobrecogedora.

Siempre que la adulaban, Sara se sentía incómoda. No sabía hasta qué punto lo que le decían era esnobismo o verdad.

Esquivo los elogios con una sonrisa rápida, pero el recién llegado insistió en continuar alabándola…

—No sea modesta. Usted ya es parte de la historia… —dijo hasta hacerla ruborizar, algo que hacía mucho tiempo no le pasaba.

—Germán tiene una magnífica hacienda en pleno eje cafetero —aclaró Catalina.

—A la cual queda desde ya cordialmente invitada —añadió el hacendado—. ¿Conoce usted Colombia?

Sara negó con la cabeza.

—Una fotógrafa de su sensibilidad —la miró directo a los ojos—, no debería perdérsela.

Anne los interrumpió. Buscaba a Catalina. Una pareja se había enamorado de uno de sus cuadros.

—Os la robo —les dijo, guiñándoles el ojo.

La cálida conversación con aquel acento de eses musicales arrastradas, la charla inteligente, la sonrisa abierta y fresca, los ojos negros intensos y los refinados modales de Germán Naranjo fueron conduciendo hábilmente a la fotógrafa hasta un nítido paisaje que se le perfilaba ante sus ojos sin buscarlo. Dos copas de champagne, tres, cuatro… la primera sonrisa… ¿la última oportunidad? ¿Y si aceptaba y al finalizar su reportaje en New York seguía hacia Colombia?