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La muestra era una sola verdad plasmada en cien telas; una magnífica y ofensiva metralla que fulminaba al observador. Lo más visceral que jamás había pintado ningún artista contemporáneo.

El comisario encargado de montar la exposición estaba fascinado con la joya que tenía entre manos. Gestionaba los complicados permisos, tratando de convencer a los políticos de turno para que permitieran la producción de ese extraordinario y singular impacto visual.

El deseo de Cádiz era tomar el Arc de Triomphe y vestirlo literalmente con los cuadros que anunciaban la inauguración.

De cara a Les Champs Élysées, la imagen elegida era una ampliación del cuadro de La Santa viva, pintado por Mazarine. De cara a la Avenue de la Grande Armée, el cuadro que cubriría el arco sería el de La Santa dormida. Un dualismo que partía en dos la Ciudad Luz. En un extremo, el Obélisque egipcio, el pasado. En el otro, L’Arche de la Défense, el futuro. Los dos semblantes de un París glorioso.

Con las últimas intervenciones de Cádiz, ambas pinturas irradiaban un desesperado erotismo. El comisario de la exposición estaba convencido de que la fuerza psicológica y emocional que emanaba de ellas no dejaría a nadie indiferente. Por otra parte, consiguiendo el Arc de Triomphe, la repercusión mundial en todos los medios de comunicación estaba más que garantizada. Después de numerosas gestiones y exprimiendo influencias, finalmente el equipo se puso en marcha.

El verano encendía de alegría las avenidas, los parques y las calles parisinas. Por toda la ciudad ondeaban banderas anunciando a los cuatro vientos la inauguración de la última obra de Cádiz titulada A tus pies, que se abriría al público el 17 de julio. En una esquina, una chica de pies descalzos observaba con tristeza una marquesina iluminada con la foto del pintor, que a través del humo parecía burlarse de ella. Era la misma que hacía tiempo había robado en una librería y aún continuaba colgada en su pared.

Mazarine no había vuelto a saber nada de Cádiz.

Desde el día que marcó sus cuadros con su rabia y su alma con su repentina amnesia —esa que se había inventado para liberarse de todo cuanto le había hecho sentir la noche de la cena— no recibió ni una sola noticia más de él. Aquella dolorosa tarde de pérdida con los cuadros desparramados por los suelos del estudio, su maestro la había despedido altivo y lejano con un «no hace falta que vuelvas mañana. Ye te llamaré… si te necesito». Pero los días pasaban y él no la llamaba: no la necesitaba.

La dolorosa sensación de abandono no la dejaba vivir.

Se levantaba sin saber qué hacer. Todas sus ilusiones, sus movimientos diarios, su rutina de meses, sus proyectos se habían roto y ella no estaba preparada para asumir tanto vacío. Sin darse cuenta había ido fabricando un mundo que giraba alrededor de su pintor. Él era el ser de su ser. Su vida y su muerte. Su motivo, su gran motivo. Su única razón de existir.

Pasaba las mañanas convertida en un ovillo oscuro, una larva escondida en el armario junto a Sienna; llorando y gritando por si los alaridos se conmovían por fin de su soledad y le regalaban la llamada. Quería arrancarse las ropas, arder en una hoguera; adelgazarse y convertirse en humo. Carbonizarse con todos sus sentires y que el dolor se fuera en sus cenizas. Dormir, dormir sin sueños. Morir. Nadie podía entenderla, ni siquiera su querida santa, que parecía ausentarse de su pena. —¡Sieeeeenna! Me ha dejado. Me ha abandonado. ¿Me escuchas? ¿O a ti tampoco te importo? ¿No eres capaz de ver mi vacío? ¿Tienes idea de qué puedo hacer con este dolor que no se va? ¡Ayúdame! Me duele… me duele mucho. Se me llevó todo. Yo quería inventarme un mundo que me rescatara de esta muerte a pedazos, pero hasta eso me robó. Me quitó los cuadros que te hice. Los destrozó con su ira. Te ha dejado como te dejaron otros, manchada de dolor. Y yo que te quería pura y vital… ¡LO ODIO! —Los gemidos retumbaban en las paredes—. LO ODIO, maldita sea. Y también LO AMO. Y no me entiendo, y no entiendo nada de esta maldita vida. ¿Entendiste tú algo mientras la viviste? —Sus lágrimas se condensaban en el techo y caían de nuevo sobre ella convertidas en lluvia—. Necesito descansar. Rebusco entre mis huesos, en estos músculos estúpidos, entre mi sangre, una razón que me empuje a seguir y no la encuentro. ¿ALGUIEN EN ESTA JODIDA TIERRA SABE DÓNDE ESTÁ LA LUZ? Me arruinó el amor, Sienna. ¡Me mató esta venida al mundo!

Esa noche recibió una llamada de Pascal. Quería que lo acompañara a la inauguración de la obra de su padre.

Mon petit chou, hace muchos años que no asisto a ningún evento de Cádiz, pero esta vez quiero hacerlo. Mi madre me lo ha pedido y sé que le hace muchísima ilusión. ¿Me acompañas?

Mazarine se lo pensó. ¿Cómo decirle que estaba destrozada, que volver a ver a su pintor significaría romperse? Su cordura era un finísimo papel que podía rasgarse solo con mirarlo.

Silencio.

—¿Sigues ahí?

—No sé si puedo —le contestó, por fin, dubitativa.

—Claro que puedes. ¿No eres una magnífica pintora?

—Eso… solo lo crees tú.

Pascal continuó tratando de convencerla.

—Deberías ir. Quienes la han visto dicen que es formidable y desprende un erotismo sublime.

¿Le hablaba de erotismo? Ella sí que sabía lo que contenían esas telas. Más que una carga de erotismo, allí reposaban momentos indescriptibles en los que se habían unido la fuerza y el dominio con la suavidad y la frescura. Allí estaban derramados y escondidos, entre los trazos, todos sus deseos; los únicos instantes en los que había sido realmente feliz.

Al no recibir respuesta de su novia, Pascal insistió cariñoso.

—Si hace falta, le digo a Cádiz que te lo pida él mismo. ¿Quieres?

—Ni te atrevas.

—Entonces, no me fuerces a hacerlo, mon amour —le dijo en un tono suave, mimándola con su voz.

—No sé, Pascal. Estos días… quiero estar sola.

—Ni hablar. Déjame que te diga que la soledad, salvo en muy contadas ocasiones, es mala consejera. Distorsiona la realidad y te conduce por túneles sin salida. Aunque no sea del todo ético, tendrías que venir a mi consulta, y no te lo digo en broma. Hace tiempo que te siento triste. Te iría bien dejar de lado tanto hermetismo. Además, ¡qué caramba!, quiero estar contigo. ¿No sabes que el amor lo cura todo? Te amo… y me haces mucha falta. ¿Qué me contestas?

Silencio.

—¿Vienes a la exposición? Silencio.

¿Qué hacía junto a Pascal? Ella no merecía tanto amor.

—¿Ese mutismo… es un sí?

Mazarine pensó en las manos del pintor recorriendo su cuerpo y se estremeció. Tenía que volver a verlo.

—Está bien —contestó—. Allí estaré.