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Mazarine salió del hotel sola, rumbo a la Piazza San Marco; con su lágrima de ónice sobre la frente, un ramo de azahares negros en su mano y su rostro sereno e imperturbable. No quedaba ni un vestigio de llanto en sus mejillas. Ni un parpadeo. Su mirada no reflejaba ni tristeza ni alegría; en unos minutos se había convertido en una novia inaccesible.

Atravesó descalza el puente que la llevaba hacia la plaza y, mientras lo hacía, se detuvo un instante a mirar el Ponte dei Sospiri; de lejos la escoltaban los ojos del grupo de asesores contratados por Sara. Un carruaje negro, engalanado de orquídeas negras y tirado por doce caballos cenizos, la aguardaba para hacer el corto trayecto hasta la iglesia.

Subió majestuosa. A su paso, una muchedumbre curiosa fue uniéndose al cortejo de niños que cantaban, lanzando sobre ella pétalos de humo. Al llegar al Palazzo Ducale el gentío era tal que al cochero le había sido casi imposible avanzar. Todos se agolpaban alrededor convencidos de que asistían a una superproducción cinematográfica. Finalmente, y tras la intervención de los carabinieri, la carroza logró recorrer el último tramo hasta situarse delante de la basílica.

Cádiz la esperaba, vestido en impecable chaqué. De la carroza asomó un pie desnudo, buscando a tientas dónde apoyarse para descender. Al verlo, todo lo que sentía por ella volvió a removerse. Aquellos pies que tanto había besado, aquella virgen que lo había lanzado a la locura… Le dieron ganas de robarla y huir, de hacerle el amor en plena plaza y delante de todos gritar que era suya. Pero una vez más se contuvo, y sin decirle una sola palabra le ofreció su mano y la ayudó a bajar. La farsa empezaba.

En el interior del templo, acompañado de Sara, los esperaba Pascal.

La ceremonia se celebró sin ningún contratiempo. La imponente basílica se iluminó y se cimbró ante tanta hermosura. Los cantos de los coros resbalaron por los extraordinarios mosaicos bizantinos, cabalgaron el ondulado y soberbio pavimento y se elevaron hasta alcanzar la cúpula y acariciar el majestuoso Pantocrátor. Las arias escaparon e inundaron la piazza, donde todas las actividades se detuvieron. Aquellas voces triunfales se colaron por los canales y todo Venecia supo que la boda se había celebrado. Las campanas de Santa María della Salute, de San Giorgio Maggiore, de San Zanipolo, de Dei Frari, de San Sebastiano y San Zaccaría y de todas las iglesias venecianas se echaron al vuelo y acompañaron a las de San Marco para festejarlo. A las ocho de la noche, la ciudad de los canales era un apoteósico concierto de campanas.

Mazarine había dado su sí. Un sí que solo ella sabía lo que le había costado dar. Un sí que la uniría a Pascal… y también a Cádiz para siempre. Mientras lo decía, sus ojos se habían cruzado con los de su maestro. ¿De cuál de los dos era el hijo que llevaba dentro?