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La Ruche había ardido toda la noche.
Al filo de la madrugada, cuando los bomberos lograron cruzar el portal, en el jardín todavía relumbraban entre los escombros cenicientos y la espesa humareda algunos maderos.
La nevada y las cenizas habían dejado sobre el suelo un lodazal espeso que se pegaba a las botas impidiéndoles avanzar. La Ruche y las edificaciones que la rodeaban parecían devoradas por las llamas. En medio del desolador paisaje de humo y frío, dos cariátides renegridas se alzaban impasibles custodiando la entrada del estudio. Entre el paisaje extenuado, el armazón de hierro de La Ruche se dibujaba altivo. El esqueleto del que fuera el Pabellón de las Islas Británicas había resistido. La estructura de Eiffel seguía en pie.
Atravesaron la entrada y apartando despojos y cascajos empezaron a buscar. De repente, en el centro de aquella atmósfera de humo y niebla, bajo la luz dorada de una linterna algo llamó la atención.
—Venid a ver esto —gritó uno de los hombres, enfocando con su linterna un impresionante bulto que se levantaba en el centro del que parecía haber sido el estudio.
Los demás bomberos se acercaron.
—¡Traed la manguera! —ordenó el capitán.
Un potente chorro de agua cayó de lleno sobre aquella montaña de ruinas, apartando con su fuerza la gran capa de ceniza y cascotes…
—¿Qué es?
—¡Una niña!
—El cuerpo de una adolescente.
—Una virgen.
—¡Parece dormida!
El gran cofre de cristal aristado surgía del agua intacto.