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Los días transcurrían encadenados uno a otro. Un largo tren con múltiples paradas: Cádiz, Pascal, Arcadius, Sienna… Deseo, confusión, enigma, pena…

De aquellas noches encogidas por el abandono y el frío, Mazarine pasaba ahora a noches de bares y sentimientos encontrados.

Desde que se veía con Pascal se sentía confusa. Por un lado, estaba convencida de que la obsesiva atracción que sentía por Cádiz era irremediable e imposible de calmar hasta no haberla consumado. Por otro, le gustaba tener a una persona que la tratara con delicadeza, buscando siempre complacerla. Que quisiera darle lo que el pintor le negaba.

Pascal no dejaba de preguntarle sobre su vida, y ella jugaba a mentirle, inventándose otra más atractiva e interesante, creyendo que con ello lograba despistarlo. De tanto fantasear, a veces olvidaba lo dicho y se encontraba en verdaderos aprietos para recomponer la historia.

Una de sus grandes mentiras era que sus padres vivían en el extranjero y se veía con ellos de vez en cuando. Otra, y no sabía por qué lo había dicho, que tenía una hermana gemela.

Se mostraba totalmente hermética respecto a dónde vivía, a pesar de que Pascal insistía en que no le importaba el sitio; que simplemente quería acompañarla hasta su casa y compartir algunos minutos más en un lugar tranquilo, sin tener que acudir siempre a algún café o bar cargado de humos y ruido.

Sabía que dominaba al psiquiatra por el simple hecho de que él se había enamorado perdidamente de ella y parecía no querer perderla por nada del mundo. Pero así como sentía que a Pascal lo sometía con toda su fuerza, era incapaz de hacer lo mismo con su profesor. En La Ruche se comportaba como una alumna expectante, dócil y, muy a su pesar, débil.

Iba ralentizando a conciencia la elaboración de los cuadros temiendo que, una vez finalizada la obra, Cádiz prescindiera de su presencia, y eso, estaba segura, no iba a poder soportarlo.

La madurez del pintor le seducía mucho más que la juventud del psiquiatra. Mientras con Cádiz jadeaba porque la tocara e hiciera finalmente suya, un deseo febril que se prolongaba y crecía, con Pascal huía de caricias comprometidas.

Entre los dos hombres había más que un abismo. Se entretenía comparándolos, encontrando en cada uno razones para no abandonarlos.

Lo que a Pascal le sobraba, a Cádiz le faltaba. Lo que el psiquiatra no tenía, el pintor derrochaba.

Las conversaciones con su profesor la introducían en un mundo de experiencias y pasado, siempre pasado. Con él caminaba por un escenario de decepciones alargadas y descreimientos; de sombras, algarabías y reflectores que no alumbraban ni siquiera los recuerdos. Bajo la mirada pesimista de sus años, su profesor le mostraba otra vida. Mucho más próxima a ella y a sus desilusiones y ganas de desaparecer que la de Pascal, tan llena de expectativas y metas por cumplir.

Con Cádiz estaba segura de que nada era seguro, y era en esa inseguridad donde radicaba su sufrimiento y su alegría. Era ese sinvivir su más grande excitación. En cualquier momento podía pedirle que se marchara, porque «el gran cuadro» ya estaba pintado. ¿Su profesor le enseñaba? No sabía. Era posible que fuera así… o no. ¡Qué más le daba! Lo que sí tenía claro era que lo necesitaba. La pasión que le provocaba, esa agitación enfermiza y obsesiva, la mataba y resucitaba a cada instante.

Con Pascal, en cambio, sentía una sensualidad templada. Un algo suavizado y modosito, no porque él no quisiera otras temperaturas ni porque su atractivo fuese menor —de hecho era mucho más guapo que Cádiz—, sino porque ella era incapaz de dispararse. Las ganas de explorar sus sentimientos se desvanecían en medio de la sensatez milimétrica que proyectaba el psiquiatra. Con él, el asunto sexual quedaba fuera de contexto. Le hacía falta desordenarse.

Se perdía escuchándole hablar sobre las ansias de alcanzar metas, lograr imposibles, cambiar el mundo y convertirse en el gran salvador de las almas enfermas. Los proyectos en los cuales empezaba a incluirla estaban muy lejos de sus deseos. Eran imágenes reflejadas en un espejo invisible.

Desde que Arcadius le había contado la historia de la violación, su relación con La Santa era mucho más íntima. Ahora no solo hablaba con ella, sino que la peinaba y cuidaba como si fuera una hermana. La frescura y belleza de sus facciones le hacían dudar de que en verdad estuviera muerta. Se mantenía a la espera de que Sienna despertara de su sueño y empezara a vivir los años perdidos.

Una mañana, tratando de limpiarla, se sorprendió al sentirle la piel tibia y tersa. Su rostro resplandecía y sus mejillas rosas parecían encendidas.

A través de su túnica deshecha, y en el sitio exacto del corazón, se transparentaba con nitidez el símbolo de los Arts Amantis marcado con fuego sobre su pecho. Era el mismo que había visto en la escultura del hombre que la había perseguido y que aún se exponía en Les Champs Elysées.

¿Sienna estaba cambiando? ¿O era su deseo el que la llevaba a verla de otra manera? ¿Qué tipo de relación podía tener ese hombre sucio con la hermosa dormida? ¿Hasta cuándo iba a poder guardar ese secreto?

Necesitaba hablar con Arcadius.

Pero… ¿qué podía decirle si era incapaz de desvelar lo que escondía? Lo que guardaba en su armario no era solo el cuerpo de una santa. Eran todas las historias, sobre todo las suyas, las más íntimas: las de Mazarine encerrada en su silencio. Su vida, sus lágrimas, sus frustraciones y sus risas. Allí no solo estaba Sienna, también estaba ella. Sacando a la luz ese cuerpo, su alma quedaba al descubierto.

Necesitaba hablar con Arcadius.