51
Esa noche los Arts Amantis se reunían en las catacumbas. Ojos Nieblos no aportaría ninguna pista nueva; sus intentos por descubrir algún movimiento importante habían resultado fallidos. Cansado de indagar sobre Pascal, del que prácticamente lo conocía todo, de perseguir a la chica y saberse de memoria sus pasos, de vigilar los movimientos del anticuario y el encierro de Cádiz, estaba llegando a la conclusión de que ninguno de estos personajes iba a dar más de sí, sencillamente porque nada tenían para dar. Hacía ya quince días que había abandonado sus pesquisas.
En las anteriores reuniones se empezaba a percibir entre los miembros una desidia compartida. Lentamente volvían a sus rutinarios encuentros, en los que trataban de mantener la llama de una historia que poco a poco se extinguía. Sin ningún futuro a la vista y desganados. Con edades en las que la pesadumbre se había instalado, esperando un final de huesos amontonados y anónimos que reposarían tras unas paredes húmedas y oscuras. Igual que sus antecesores, pero peor. El culto se extinguiría y la energía del arte y del amor, que en otro tiempo había dado tanta luz, entraría en la más absoluta penumbra.
La posibilidad de traspasar los conocimientos y la filosofía de la Orden a generaciones venideras se convertía en un sueño inalcanzable que ninguno vería. Los Arts Amantis estaban amenazados de convertirse en leyenda; esa era la cruda realidad a la cual tenían que irse acostumbrando.
Tras la torpeza de Flavien, el envidioso pintor que lo había echado todo a perder, se quedaban sin ningún plan. Seguían pensando que en el famoso creador del Dualismo Impúdico estaban escondidas las claves de la desaparición del cuerpo de La Santa, pero no acababan de hallar la manera de volver a acercarse a él.
El medallón, la chica descalza, el talento del pintor, todo y nada. No tenían a qué asirse.
La entrada secreta a las catacumbas se hacía en el cruce de la rué de la Tombe-Issoire con la rué de l’Aude. Muy cerca, Arcadius y Mazarine aguardaban expectantes la llegada del orfebre, que les llevaría las túnicas y les daría algunas indicaciones. Iba a ser medianoche y nada hacía sospechar que allí se habría de realizar un encuentro. Ni un alma en la calle. Los minutos pasaban en un silencio tenso. ¿Y si se habían equivocado y no era ese el lugar?
Arcadius empezaba a impacientarse cuando, de repente, un imponente coche negro con cristales ahumados se detuvo a escasos metros. De él descendieron dos gigantes con aspecto de guardaespaldas, y tras ellos un hombre elegantísimo que después de mirar a ambos lados y comprobar que no era observado se evaporó en la penumbra de un estrecho zaguán. Minutos más tarde llegaba otro coche, y otro y muchos más. Todas las siluetas se diluían como fantasmas de la noche en las sombras de aquel rincón. Ninguna daba muestras de acercarse. Ellos, tal y como habían quedado con el orfebre, continuaban esperando en el bar de la esquina.
—Arcadius, ¿está seguro de que este era el lugar? —preguntó Mazarine.
—No me cabe duda.
El anticuario acababa de descubrir el medallón en el cuello de la chica.
—Te dije que no te lo pusieras.
—No puedo dejarlo. Es mi amuleto, Arcadius. Con él nada puede pasarme.
—¡Escóndetelo, Dios mío! —le miró los pies, ofuscado—. ¡Y no te has puesto zapatos! ¿Se puede saber a qué juegas? Suficiente tengo con no haberle dicho que eras mujer.
Mientras discutían, el platero entró.
—¡Por fin! —dijo Arcadius al verlo. Mazarine ocultó rápidamente el medallón entre sus senos.
—No me informaste de que la persona que traías era tan joven, y menos que se tratara de una mujer.
—Es mi nieta. A pesar de su juventud es una auténtica fiera en olfatear reliquias.
—Está bien; démonos prisa. Mi esposa casi no tuvo tiempo de confeccionar las túnicas; por eso he tardado más de lo previsto. Ya deben de haber llegado todos.
Sacó de una bolsa una de las capas y se la entregó a Mazarine.
—Deberá cubrirse muy bien, señorita. De lo contrario, llamará demasiado la atención; es usted muy bella.
Cuando Mazarine iba a abrir la capa, el orfebre se lo impidió.
—Aquí no, póngasela cuando estemos dentro. Y sobre todo no hable.
Acabó de hacerles las últimas advertencias, indicándoles el santo y seña de la Orden.
Arcadius dejó un billete en la mesa del solitario bar y salieron.
Cruzaron la calle hasta llegar al zaguán, donde encontraron una estrecha puerta de acero que solo empujarla cedió.
Una vez dentro, les aguardaban unas angustiosas escaleras de caracol.
—Bajad por aquí.
La oscuridad era total. El orfebre encendió una antorcha.
—Confío plenamente en vuestra discreción —les dijo bajando la voz—. Y recordad: solo salir, olvidad para siempre dónde habéis estado.
—Cuenta con ello —prometió el anticuario.
Los escalones eran empinados e incómodos. La piedra exhalaba una humedad viscosa que impregnaba los rincones y abochornaba. Del techo goteaban humedades y se colaban entre estalactitas calcáreas que amenazaban como cuchillos a los osados caminantes. Arcadius sentía que su corazón latía más de prisa. Los lugares encerrados le provocaban angustia. Mazarine tenía miedo.
Cuando llegaron al final de las escalinatas y antes de continuar el trayecto, el anciano tuvo que descansar; sudaba a mares y las sienes le palpitaban.
—¿Se encuentra bien Ar… abuelo? —preguntó la chica.
—Es solo un momento; no estoy acostumbrado a los encierros.
Tras unos minutos de descanso, el orfebre los instó a ponerse las capas. Mazarine, temblorosa, ayudó al anticuario, y después vistió la suya.
Las escaleras quedaban atrás. Ahora se adentraban por pasillos oscuros, cargados de interminables inscripciones en latín y en francés y de millares de huesos colocados en ordenadas filas:
Hie in somno pacis requiescunt.
Majores principium et finis.
Toute vie a sa mort, toute mort a sa vie.
Homo sicut foenum dies ejus; tamquam flos agri, sic efflorebit:
quoniam spiritus per transibit in illo,
et non subsistet et non cognoscet amplius locum suum…
Dos mil metros recorridos y la opresión en el pecho de Arcadius no cedía. A pesar de ello, se negaba a comunicar que su indisposición iba en aumento. Su respiración agitada lo delató.
—¿Quieres regresar? —le preguntó el orfebre al anticuario.
Arcadius negó con la cabeza.
—Se me pasará, estoy seguro. Seguid, ya os alcanzaré.
—Imposible, abuelo. Yo no me muevo de aquí —dijo la chica agarrándolo por el brazo.
—Falta muy poco. ¿Veis ese gran pedrusco? —señaló el joyero al fondo—. Detrás de él nos encontraremos con todos.
Arcadius hizo un último esfuerzo y continuaron hasta llegar al sitio señalado. El orfebre pulsó un botón escondido y la piedra cedió. De repente se encontraban en una catedral subterránea, donde decenas de hombres vestidos con sus capas de brocados murmuraban. Al oír los pasos de los recién llegados, la multitud se silenció.
—Mon énergie, c’est l'amour —-dijeron los tres, acercándose al grupo con las manos en alto.
Los Arts Amantis contestaron al unísono.
—Je l’accepte. Je te le donne.
Poco a poco, el corazón de Arcadius volvía a latir acompasado.
Aun cuando había escuchado y leído mucho sobre historias de Logias y Hermandades, el espectáculo lo sobrecogió. Aquellos hombres vestidos de blanco, reunidos en tan macabro recinto y rodeando un pedestal que parecía el altar de un sacrificio, semejaban monjes medievales. Las identidades quedaban totalmente ocultas bajo las capuchas levantadas. El anciano observó a la chica. Podría mezclarse con ellos sin problemas. La penumbra fantasmal, potenciada por las antorchas y las velas, era su mejor aliada. Los únicos que quedaban al descubierto eran sus delicados pies.
Presenciando aquel escenario de fémures y cráneos clavados en las paredes, de túnicas y voces susurrantes, de misterios y sombras espectrales, Mazarine se sintió atemorizada y confusa. El símbolo de su querido medallón estaba bordado en el pecho de todos aquellos hombres anónimos. ¿Cómo podía su santa pertenecer a tan extraña secta? Una voz interrumpió sus pensamientos.
—Hermanos… —dijo el jefe de la Orden—. Durante meses hemos vivido de un sueño. El sueño de volver a tener a nuestra Sienna entre nosotros. El sueño de reverdecer una doctrina limpia y bella que tantas maravillas cosechó en su tiempo. Es una verdadera lástima que, siendo tan creativos, no hayamos sido capaces de idear la manera de llegar a dilucidar el gran misterio que rodea a aquella chica y al famoso pintor. La envidia de nuestro hermano Flavien —buscó entre los encapuchados su cara, sin distinguirla— impidió que se produjera el acercamiento que buscábamos. De no haber sido por aquella torpeza, hoy seguramente estaríamos celebrando. He estado tentado de acercarme a ellos con la ley en las manos, pero dada mi identidad, una intervención a rostro abierto sería perjudicial; armaría un revuelo innecesario. Sin embargo, existen otras fórmulas. La intimidación es una de ellas. Aunque somos gente de paz, esto no deberíamos olvidarlo nunca, podemos presionar. Sabemos que la chica posee el medallón de nuestra santa. —Al escucharlo, el cuello de Mazarine se tensó. Estaban hablando de ella. Metió sus manos bajo la capa y agarró la medalla entre sus dedos—. ¿Por qué no acercarse a ella y pedirle que nos aclare de dónde lo sacó?
—Señor, si me permite… —Ojos Nieblos interrumpió—. Creo que mentiría.
—No lo creo, Jérémie. Tal vez ignore lo importante que es.
—¿Y si no es ella quien tiene el cuerpo y es el pintor quien, en un instante enamorado, le ha regalado el medallón? —interrumpió el envidioso pintor.
—Me temo que no tienes derecho a opinar, Flavien —el jefe continuó su discurso, ignorándolo—. En caso de que la chica poseyera el cuerpo de La Santa, cosa que dudo si tenemos en cuenta su juventud, estaría incurriendo en un grave delito: la posesión ilegal de una reliquia medieval. El cuerpo no le pertenece, es nuestro. El problema es que nosotros tampoco tenemos los documentos que nos acreditan como dueños.
—Pero ella no lo sabe —añadió Ojos Nieblos.
Arcadius miró fijamente a Mazarine con actitud inquisidora. Ella negó con la cabeza.
—Señor… —el orfebre levantó la mano—. Hay otras soluciones que jamás se han contemplado en nuestras asambleas. En lugar de tomar cartas en el asunto nos hemos dedicado a llorar nuestra herida. Durante siglos, en todo el mundo ha existido el tráfico de reliquias. Al igual que el de obras de arte robadas, es un hecho que se practica en la más absoluta clandestinidad. Es probable que el cuerpo de Sienna haya sido víctima de ese aberrante comercio y haya acabado convertido en piezas sueltas vendidas al mejor postor.
—Lo dudo. Por alguno de los muchos conductos, nos habría llegado alguna pista. Pero… continúa, Sebastián.
—Hoy tenemos aquí a un primo mío —el joyero señaló a Arcadius—, también de los nuestros, que anoche llegó de Toulouse. Es coleccionista de arte y pertenece al gremio de los anticuarios de nuestro país.
Arcadius hizo una pequeña reverencia.
—¿Qué tienes que decirnos, fraterno?
—Con todos mis respetos, pienso que estáis confundidos respecto a la chica. Deberíamos cambiar la búsqueda y dirigirla hacia el tráfico de reliquias.
—Eso sería buscar una aguja en un pajar.
—Es posible. Aunque… no creo que existan muchos cuerpos con las características que presenta nuestra santa.
—Claro que los hay. Se olvida de la cantidad de santos y mártires pertenecientes a la Iglesia católica que existen desperdigados por el mundo. Según los diarios secretos de nuestros antepasados, el cuerpo desapareció de este lugar en plena guerra mundial. Desde entonces han pasado muchos años.
—A pesar de ello, no es imposible encontrarlo —afirmó Arcadius, imprimiendo un toque rotundo a su voz.
El grupo comenzaba a excitarse con la propuesta. Un murmullo se fue extendiendo por el salón. Mazarine estaba completamente aterrada; acababa de reconocer entre los rostros encapuchados al tenebroso hombre de los ojos nublados que durante tantos días la había perseguido. Lentamente se fue alejando hasta situarse detrás de una columna.
El guía de los Arts Amantis tomó de nuevo la palabra y las voces callaron.
—Tenemos que reconocer que la búsqueda que inició nuestro querido hermano Jérémie no ha dado los resultados deseados. Que las sencillas estrategias que planteamos han sido insuficientes e inútiles. Por lo tanto, si queremos avanzar en algo que no deja de ser un supuesto en el que yo no pondría demasiadas expectativas, vamos a tomar en cuenta la propuesta de Sebastien. Vosotros —señaló a Arcadius y al orfebre— os encargaréis de la búsqueda entre las mafias que comercian con reliquias y mártires; no está de más advertiros que la discreción es primordial. Tú —buscó a Flavien—, no vuelvas a aproximarte al pintor ni hagas ningún movimiento que pueda ponerlo en alerta. En cuanto a la chica —se dirigió a Ojos Nieblos— yo mismo me encargaré. Voy a hacerlo de una manera tan discreta que ni se va a enterar.