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Al caer la noche, en Les Champs Élysées cientos de espectadores y curiosos se agolpaban tras el cordón de seguridad, amenazando invadir las aceras donde las maravillosas esculturas de Sara se exponían y los invitados de lujo se paseaban. Muchas caras conocidas del mundo artístico y glamuroso exhibían con indignidad relampagueante sus lujos exteriores y miserias interiores, entre fantasques que paseaban sus carcajadas a la espera del objetivo indiscreto. Críticos con los dientes de sus plumas afilados planeaban sobre los personajes callejeros, buscando la caza del comentario ácido, del defecto o la disonancia de la obra. Radio, prensa y televisión, con sus cámaras, grabadoras y flashes, filmaban, grababan y flasheaban compulsivamente lo que se les atravesaba en el camino. Marchantes de porte excéntrico disparaban sonrisas a destajo alrededor de millonarios glaciales. Todos, absolutamente todos, esperaban ansiosos el arribo triunfal de la fotógrafa y el pintor. Tras el corte de circulación de vehículos, que duraba diez minutos, el sonido seco de decenas de cascos azotando el asfalto silenció al público. Una estampida majestuosa de caballos blancos nacarados, de raza árabe, con sus sedosas crines al viento, irrumpía en la gran avenida; desde la place de la Concorde la manada se acercaba solemne precediendo a un insólito camión de basuras, pintado en oro, que arrojaba a su paso cientos de papeles dorados en los cuales se leía el nombre de la muestra: Identidades.

Coronada la emblemática vía, los caballos se alinearon a lado y lado del camión y, con paso piafé, lo fueron acompañando hasta detenerse delante del Grand Palais. Una exclamación de asombro los recibía.

De la parte trasera del camión descendió Sara Miller, seguida de su marido, ambos vestidos de negro noche y bañados por un aplauso unánime.

Mientras los artistas saludaban y posaban para los medios de comunicación, una chica descalza, que arrastraba un abrigo negro y se había ido abriendo paso a codazos entre la muchedumbre, alcanzaba finalmente el cordón que impedía la entrada al Grand Palais y esperaba.

Cádiz la alcanzó a ver de lejos. Aquel rostro blanquísimo y fresco, sin una gota de maquillaje, era de una pureza que dolía. La boina negra escondía su corta cabellera de miel, y sus ojos, como dos monedas de oro, resplandecían en la noche con un brillo entre ingenuo y malvado: una reina libando.

Se iban aproximando, rodeados de fotógrafos y micrófonos que disparaban preguntas sin misericordia.

—¿Qué opina de la obra de su mujer?

Una cámara le impedía verla. La esquivó y se fue acercando a ella sin poder evitar centrar la mirada en sus pies descalzos.

—¿La considera una protesta de orden político?

¿Qué demonios estaba haciendo allí?

—¿Es una muestra subversiva?

Bella… e inoportuna.

—¿Su silencio obedece a que no quiere opinar?

Se clavaron los ojos, interrogantes y silenciosos, en Mazarine. Reprochándola, ordenándole con la mirada que se marchara…

—¿En su próxima exposición contempla hacer algún homenaje a los marginales?

O se quedara, pero lejos… para saberla cerca.

—¿Cree que los recientes disturbios en los barrios periféricos tienen algo que ver con lo que hoy se expone?

Sara le dijo algo al oído, pero él no escuchó. Todos sus sentidos estaban en Mazarine. En las agitadas olas de su mirada, en la piel desnuda de sus pies.

—Cádiz, ¿se puede saber qué te pasa? —preguntó la fotógrafa aprovechando un descanso del asedio periodístico. Su marido volvió en sí y la tomó del brazo tratando de alejarla de la muchedumbre y, por supuesto, de su alumna.

—Demasiada gente. ¿Qué tal si entramos? Necesito un whisky doble.

Mazarine clavó los ojos en la fotógrafa, repasándola de pies a cabeza. Así que esta era la mujer de Cádiz, la que tanto había visto en libros y revistas, la que llevaba estudiando desde hacía días, la que dormía con su pintor, la que lo acompañaba en todo… menos en la alegría que ella le daba. Aunque odiaba reconocerlo, tenía que aceptar que no solo no estaba mal sino que, vista directamente, era una mujer imponente, que rezumaba fuerza y talento.

Sus miradas se cruzaron por un instante y Sara Miller le regaló una cálida sonrisa, que la chica devolvió observando de reojo a su maestro, para que no olvidara por quién estaba ahí.

La famosa pareja terminó perdiéndose en la nube de invitados, besos y cámaras, mientras Mazarine se quedaba fuera sintiendo la intemperie de su soledad.

Pasados muchos minutos, los curiosos empezaron a diluirse entre las sombras, al darse cuenta de que ya no pasaría nada más y la noche amenazaba tormenta. De repente, olía a lluvia y los relámpagos rompían un cielo que había pasado a vestirse de espesos nubarrones. Sin inmutarse, los ojos de la chica permanecían fijos en la puerta por donde Cádiz y Sara habían desaparecido. Sobre las cansadas aceras, sus pies helados seguían sin moverse.

No se iría. Quería volver a ver a Cádiz y que sintiera su presencia. Necesitaba intimidarlo, hacerle notar que ella existía a otras horas y no solo para la pintura. Quería que la tuviera en cuenta.

Un aguacero repentino se desató y fue bañándola hasta empaparle los huesos. Su abrigo de lana destilaba agua, se alargaba con el peso, crecía, se abría y extendía ramificado, sembrándose en la acera como una enorme raíz… sus pies seguían sin moverse.

Desde el interior del Grand Palais, Cádiz la observaba derretirse en la lluvia; silencioso, ausente de la fiesta, con su vaso de whisky y su tristeza. A través de los cristales, sus miradas líquidas se fueron encontrando despacio, mudas, y empezaron a hablar.

—Mazarine, pequeña… ¿Qué haces allí, mojándote?

—Cádiz… no me dejes sola. ¿No ves que te necesito?

—Hay sitios donde no debes estar.

—¿No soy yo quien te da la inspiración?

—Lo que vivimos es un sueño. No lo estropees mezclándolo con la realidad.

—Tengo frío.

—Pequeña, pequeña mía… estás temblando. Vete a casa.

—Si me abrazaras un poco…

—Mañana volveré a ti, cuando rompa el alba.

—Necesito tu abrazo.

—Mañana posarás para mí. Y volveré a ver tu cuerpo de ave, a sentir tu corazón desconcertado.

—Si me tocaras.

—Solo mirarte…

—Sentir tus manos, como siento tu pincel en mi cuerpo.

—Sin romperte, ni mancharte. Pura. Una virgen, mi virgen.

—Cádiz…

—Pequeña mía. Qué tarde me has llegado.

—Un beso. Solo quiero un beso. Sentir tu lengua en la mía buscando, chupando. Déjame saber a qué sabe tu beso.

—¡Qué tarde!… Este deseo violeta y rojo. No, mejor pintarte. Prefiero este deseo sin consumir. Un deseo que se pinta, no muere.

—Tu abrazo. Necesito tu abrazo.

—Solo juguemos a sentirnos. Déjame sentir tu lienzo hecho de pieles y relieves, sentirlo con mis ojos.

—El roce de un cuerpo. Tu calor… tengo frío.

—Que no se rompa el hechizo.

—Ven…

—Que fluya libre la obra.

—Por favor…

—Esa bohemia del arte, el alma conectada a mis dedos desde tus ojos… sin más.

—Cádiz…

—Vete a casa, pequeña. Mañana volveremos a soñar.

—Ven…

Las lágrimas de Mazarine se fueron mezclando con la lluvia mientras Cádiz desaparecía del cristal. Una sensación de orfandad y rabia la fue invadiendo, agitándole el alma. Los sollozos crecían y la soledad se alargaba con su abrigo, sus raíces se clavaban en el cemento. Era un árbol abandonado en medio de la nada. De repente, el cielo se enfureció lanzando relámpagos frenéticos; espadas de plata que terminaron formando a su alrededor un círculo de luces y sombras que parecía protegerla; en su interior había dejado de llover. Un estruendo de cristales estremeció el Grand Palais y se adueñó de sus paredes, sumiéndolo en la incertidumbre. Las luces se apagaban y encendían al ritmo de los truenos. Era como si el manto helado de la noche hubiese entrado en el recinto donde se celebraba la inauguración y, sin piedad, invadiera todos los salones. Fuera, la silueta de Mazarine se recortaba fantasmal y altiva. Invencible.

En el otro extremo de la calle, y escondido tras una cortina de humo y agua, Ojos Nieblos juzgaba de lejos su escultura con admiración y rabia. Por un lado era impresionante verse a sí mismo dominando los andenes empapados con su presencia inmensa; por otro, se sentía que había defraudado a todos al quedar expuesto al público lo más sagrado que tenía: el símbolo. ¿Qué les iba a decir a todos cuando vieran el poco recato que había tenido al permitir fotografiar lo que debía mantenerse escondido?

Sin dejar de producir humaredas, se fue acercando lentamente al singular grupo escultórico al descubrir que, con el aguacero, los gendarmes habían desaparecido y la obra quedaba sin vigilancia.

Sobre el suelo las sombras líquidas se reflejaban tiritando de frío y él las iba aplastando con sus zapatos en un juego solitario. Al llegar al gran palacio de cristal, algo llamó poderosamente su atención. En medio de la calle, una mujer de abrigo nocturno y boina negra, una estatua sembrada, el único árbol sobreviviente de una selva arrasada se diluía frente a la entrada. La reconoció. Era la chica del medallón. Sin dudarlo, se dirigió hasta ella.