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Se encontraba bajo su hechizo. Por más que lo intentaba no conseguía dejar de mirarla. Sus ojos repasaban los perfiles de aquel rostro de líneas perfectas, buscando algún error. Su larga cabellera cobriza resplandecía en sus hombros y caía en cascadas sobre sus ropas raídas. No podía creer que aquella joven fuese tan bella y hubiera sobrepasado los límites de la podredumbre y la descomposición a las que él tanto temía. Que se hubiera enfrentado a la desfachatez de la muerte. Eso era el arte supremo: un cuerpo que remontaba los siglos y la vida, situando su belleza por encima del olvido. Esa bella dormida estaba negando con su presencia lo evidente.
La Santa poseía lo que le faltaba al tiempo: detenerse.
Se había detenido en el momento de mayor frescura y lozanía. Los años le habían ido pasando por encima sin manosearla, y su piel conservaba intacta una adolescencia que aún olía a campos de espliego. En su eterno sueño, aquella niña continuaba floreciendo.
La tenía. Era suya. Sentía su fuerza impregnándolo todo, creciendo y esparciéndose en el aire. ¡Por fin estaban juntos!
Mientras la observaba embelesado, decidió cambiarla de lugar y colocarla en el centro del salón para que la luz de ese sol blanco que traspasaba los cristales cayera sobre ella. Pero al tratar de levantar el cofre, un descomunal peso se lo impidió. No entendía nada. Cuando la había retirado del armario de la casa de Mazarine, la levedad de aquel cuerpo le había sorprendido. No tuvo que hacer el más mínimo esfuerzo por alzarla. Ni siquiera el arca con sus incrustaciones en bronce y sus cristales biselados tenía un peso material. Todo en ella era tenue y volátil. Sin embargo, poseía una fuerza resplandeciente. Buscó el soporte que había empleado en su traslado y volvió a intentarlo, haciendo palanca sobre la base del cajón: ¡imposible! El peso de La Santa era incalculable.
—Está bien —le dijo—. Si es eso lo que quieres… quédate aquí.