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Una llave. Una llave que no sabía adónde la llevaría. Una llave escondida entre las manos de Sienna… ¿Qué podría significar?

Mazarine buscaba enloquecida por todos los rincones de la casa, mientras su gata la seguía aturdida con tanto movimiento. Abría cajones, removía armarios, levantaba muebles, revolcaba ropas, destapaba cajas con decenas de papeles y viejas facturas. Se subía en escaleras, indagando muda en los objetos inertes que encontraba. Nada.

Le faltaba el sótano.

Bajó a tientas con una linterna y se encontró con una habitación repleta de misterios y un olor a humedad rancia. El haz de luz iba enfocando piezas sueltas: pura chatarra. Trabajos escolares apolillados en las estanterías, escondidos tras tules cenicientos. Una antigua caja de galletas oxidada y en su interior fotos, muchas fotos de personas dormidas… o muertas —desde que se había acercado a La Santa ya no sabía distinguir entre la vida y la muerte— y una colección de postales parisinas de finales del XIX. Nada.

Siguió indagando.

Al fondo, apoyado contra la pared descascarada, descubrió un viejo cajón de madera atado con una cuerda de cuero. Lo extrajo, deshizo con urgencia el nudo y levantó la tapa. Dentro, envuelto en terciopelo rojo… un excepcional instrumento musical.

¿Qué era aquello? Una extraña y maravillosa… Mazarine la cogió entre sus manos y, sin titubear, empezó a tocarla con maestría. Jamás la había visto y, sin embargo, la alegría que le produjo encontrársela era real. Como si hubiera recuperado algo muy suyo. La mia mandara dolca, pensó abrazándola. ¿De dónde le salían esas palabras… y ese idioma? Volvió a rasgar sus cuerdas. Le sonaba a aquella música que alguna vez había escuchado en los conciertos medievales a los que su madre la llevaba cuando era niña, frente a la catedral de Nôtre Dame.

Durante un rato no pudo dejar de tocarla. ¿A quién había pertenecido? No era a su madre, pues nunca la escuchó tocarla. En su casa, la música siempre había brillado por su ausencia; el silencio era la única nota musical. ¿Y a su padre? ¿Y a sus abuelos? Tuvieron que existir antepasados. Ella no había venido de la nada.

Abandonó el sótano con la antigua mandora entre sus manos y subió las escaleras de dos en dos hasta llegar a la habitación donde reposaba el cuerpo de Sienna. Abrió el armario y extrajo el arcón de cristal. La bella dormida estaba más hermosa.

—Hola —le dijo excitada—. Mira lo que me encontré.

Delante de La Santa, Mazarine empezó a puntear una melodía delicada y dulce, y de su voz fue brotando una canción desconocida que, sin saber cómo, sabía de memoria.

Bem cuidava d’amor guardar

ya trop nom fezes doler,

Mas era sai eu ben de ver.

C'us nos pot de lleis escremir.

Quant eu d’amar nom pose tenir.

Lieis que nom deingna retener!

E car me torna e non chaler.

Per trop amar m’er a morir.

C'autr'amors nom pot esgauzir.

Ne aquesta non pose aver.

—¿Te gusta?

Un perfume a espliego fue emanando del arca, extendiéndose en el aire. Mazarine aspiró.

—Sí, te gusta. Hummmm… hueles a campos de lavanda. Me recuerda… —se quedó pensando—, ¿qué me recuerda este aroma?

Un flash sin tiempo la colocaba en otra vida. Ella corría por un campo florecido de perfume y caía con su delantal lleno de espigas. El rostro de un hombre sobre su cara, risas, su sudor, sus labios, el aroma a tierra mojada, a ternura; una piel cálida como una manta de armiño cubriendo su alegría… la sensación de felicidad plena y, de repente, el recuerdo de una tristeza jamás vivida… campos en llamas. Desolación. Gritos que nadie escuchaba. Un dolor entre sus piernas que la desgarraba, la profanación de su santuario, animales vomitando violencia sobre su indefensión; uno, dos, tres… y otro y otro y otro.

Mazarine lloraba sin poder parar, y sus lágrimas caían sobre el rostro apedreado de Sienna bañándola de tristeza.

¿De dónde procedían esas imágenes? ¿Y ese dolor? ¿Se estaría volviendo loca? ¿Y si le contaba a Arcadius lo que estaba viviendo?

—Si solo me dijeras qué hacer —musitó Mazarine suspirando—. Dime, ¿qué es lo que abre la llave que guardabas tan celosamente entre tus manos?

Como siguiendo un presentimiento, sus ojos fueron reconociendo las cuatro paredes de la alcoba imaginando algún posible escondite. Se arrodilló en el suelo e inspeccionó despacio los bordes del arcón. Las chapas de cobre que revestían las esquinas de cristal no parecían esconder ningún secreto… ¿o tal vez sí? El trabajo de orfebrería era magnífico, y a pesar de intentarlo no alcanzaba a comprender lo que aquellos dibujos y letras martilladas querían decir. Siguió buscando. El mueble sobre el que descansaba el féretro parecía una pieza sólida; sus manos palpaban la madera buscando. Ningún compartimiento secreto. Volvió al interior del arca, observando centímetro a centímetro el cuerpo adolescente. Sus cabellos cobrizos caían en cascadas brillantes sobre el lecho. Sus pies finísimos resplandecían de hermosura. Tuvo una idea: la pintaría. Lo de la llave lo dejaría para otro momento. Haría de esa imagen el exponente máximo del Dualismo Impúdico. Cádiz no podría creerlo.

Corrió a su habitación y trajo el material que necesitaba. Delante de Sienna descargó paletas, pinceles, acrílicos, óleos, carboncillos y disolventes. Y un par de tablas de madera que tenía reservadas para hacer un autorretrato dual —las dos caras de su mismo yo—, que pensaba regalar a Cádiz al finalizar la obra.

Durante días enteros estuvo pintando, poseída por una inquietante energía. La dimensión intemporal que le regalaba ese estado de enajenación la hizo olvidar por completo a Cádiz y a Pascal. El tiempo se le convirtió en pasión artística. El hambre, en suculentos trazos cargados de fuerza. Su móvil sonó y sonó hasta descargarse. Noche y día eran uno. En una semana los dos cuadros estaban terminados y poseían una fuerza impresionante. La fuerza de un arte nuevo. Del expresionismo figurativo saltaba a un hiperrealismo surrealista. Cuando estaba dando los últimos toques, escuchó el timbre insistente de la puerta. ¿Quién podía ser? No, no bajaría. Le faltaba lo más importante: darle el punto final a su trabajo. Escuchó los gritos del anticuario.

—MAZARINE… SI ESTÁS AHÍ, ABRE. ES URGENTE.

Dijo… ¿urgente?

—EN SEGUIDA BAJO.

En un par de zancadas la chica llegó a la puerta.

—¿Qué pasa, Arcadius?

—Jovencita, eres un desastre. Vienes a mi tienda a descargar tus fantasmas y después desapareces. ¿No te interesa saber qué pasó con mi amigo el orfebre?

—Perdóneme, he estado muy ocupada.

—Te hace falta quien te ponga unas cuantas normas —el anciano aspiró profundo—. ¿Y ese olor?

—Estoy pintando.

—No, no es olor a pintura. Lo que percibo es un aroma —se quedó pensando—… a lavanda. Como si dentro de esta casa hubiese un campo sembrado de espliego.

Mazarine no quiso explicarle la procedencia. Era verdad que desde que pintaba a Sienna el aroma que desprendía su cuerpo se había hecho penetrante; pero como llevaba tantos días aspirándolo ya no lo sentía. Arcadius continuó.

—Mi amigo me ha invitado a una reunión clandestina de los Arts Amantis.

—Entonces… ¿existen?

—No solo existen: es una logia muy bien constituida.

—¿Puedo ir?

Arcadius negó con la cabeza.

—Por favor… —Mazarine le rogó—. Es verdaderamente importante para mí.

—Si me dijeras por qué es tan importante tal vez podría intentar colarte.

—No puedo, Arcadius. Por ahora no puedo decírselo.

—No sé qué tienes que siempre acabas convenciéndome. Trataré de hablar con mi amigo a ver qué logro.

—Gracias.

—Todavía no me las des. Arcadius seguía sin entender qué percibía en el ambiente. Era como si Mazarine no estuviera sola. Como si hubiera una presencia luminosa acompañándola.

—¿Puedo ver lo que estás pintando? —le dijo.

Mazarine dio un respingo y se situó nerviosa delante de las escaleras.

—Imposible.

—Está bien, querida niña. Olvídate de asistir a ninguna reunión. Tienes demasiados secretos.

—Un día le contaré una larga historia. Si hasta ahora no lo he hecho es porque desconozco cómo empieza.

—Joven tenías que ser. Hay historias que pueden empezar por el final.

—No en este caso, Arcadius. —Mazarine, al notar que el anciano se disgustaba, se acercó y le dio un beso en la mejilla—. No se enfade.

No podía enfadarse. Aunque no se lo dijera, sentía un profundo cariño hacia ella; representaba a su querida nieta desaparecida.

—Por cierto, hablando de historias, ¿sabe algo más sobre La Santa? —preguntó la chica.

Arcadius le contó todo lo que el orfebre le había explicado la noche del encuentro. Desde su procedencia y bondad hasta la desaparición de su cuerpo y de un cofre que contenía su historia. Mazarine iba atando cabos. El cuerpo lo tenía ella, era suyo, y por más que dijeran que pertenecía a otros, nadie iba a arrebatárselo. En cuanto al cofre…

—¿Me dejas un momento? Llamaré a mi amigo —dijo el anciano mientras marcaba el número del orfebre.

Basándose en una mentira, Arcadius logró que el platero aceptara incluir a Mazarine bajo promesa de total discreción y siempre pensando que la asistencia de los dos intrusos solo beneficiaría la búsqueda del cuerpo… Omitió informarle que su acompañante era una mujer.

La esposa del orfebre ya no bordaría una capa, sino dos.