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Mazarine no se recuperaba de sus dos pérdidas. Cádiz y Sienna eran el motor de su vida. Cuerpo y alma. Los había perdido a ambos, y en esa pérdida también desaparecía lo que creía que era ella. Su soledad iba y venía paseándose soberbia sobre su cuerpo. Un cuerpo ajeno, que pintaba, se movía y desempeñaba a la perfección el papel de recién casada enamorada. Un cuerpo partido en dos que le impedía vivir lo que se gestaba en sus entrañas. Su tristeza era incompatible con su estado. Se sentía desconectada de ese ser diminuto que empezaba a palpitar y lentamente iba ocupando un espacio en su vientre. Volvía a pesarle su existencia, a arderle su garganta de tantas lágrimas secas: cargaba dos muertos no llorados.
Ahora ya no tenía un porqué, aunque su yo interior le suplicaba tenerlo. No existían las horas de la espera, los minutos contados, las mañanas abriéndose… aquellos ojos deseándola.
Pintaba y pintaba, tratando de desaparecer entre sus trazos. Negruras brumosas que emergían de unos blancos de hielo, los abismos por los que ahora transitaba su alma. Ni un ápice de color.
Quienes los habían visto decían que expresaban un instante glorioso. Que aquel blanco y negro que desplegaba su obra era la máxima exaltación a la vida.
Pascal, en cambio, cada día se sentía más feliz. Desde que Mazarine le comunicó a orillas del Lago di Garda, donde pasaban su luna de miel, que estaba encinta, no había cesado de mimarla. Todo le iba de maravilla. Sus pacientes iban en aumento y se alegraba de que finalmente su vida coincidiera con su sueño. Lo único que le dolía era no poder ayudar en esos momentos a Sara y a Cádiz; el encierro de ambos le impedía saborear en familia la buena nueva. A pesar de haberles dejado a cada uno un mensaje con la noticia, ninguno de los dos había contestado.
—¿Adónde vas tan temprano? —le preguntó Pascal a su mujer, extrañado de verla dirigirse hacia la puerta—. Nunca sales a esta hora. ¿Hoy no pintas?
—Necesito caminar…
—Deberías dejar esa costumbre de ir descalza.
—No puedo.
—Podrías enfermarte. Está nevando.
—Necesito sentir la nieve.
—¿Te acompaño?
—No tardo.
Mazarine se deshizo de su marido con un beso rápido.
Se dirigía al passage de Dantzig. No podía soportar un día más sin saber nada de él. Se estaba enloqueciendo.
La nieve le recordaba a su maestro. Bajo sus pies, el crepitar de su frescura se convirtió en música. Evocaba sus tardes de juegos; las gotas de pintura resbalando, buscando… colándose… aquel estado de levitante excitación… los cuadros desbordando poesía, dualismo, irreverencia.
Su abultado vientre no le impidió revivir lo que su sexo sentía al evocarlo.
Se detuvo frente a la entrada de La Ruche y levantó sus ojos. Como siempre, las persianas estaban entreabiertas. Lo imaginó perdido en su desorden, bebiéndose a sorbos su soledad en un vaso de whisky; desvaneciendo su rostro tras un velo de humo.
¿A qué iba, si sabía que no le abriría?
Iba porque no podía contenerse. Porque su lucha interior la estaba matando. Iba porque necesitaba verlo, que la viera… que la viera así… Que supiera que dentro quizá llevaba a su hijo…
Iba porque en el maldito peligro de su hechizo renacía. Porque lo quería volver a ver a cualquier precio, incluso a sabiendas de que tal vez buscaba su destrucción.
Pulsó el citófono con insistencia, sin despegar su mirada de los ventanales del estudio.
La sombra de su silueta se marcó tras las persianas. Estaba segura de que la espiaba. Sentía sus ojos atravesando la distancia. La daga de su aliento, cortando el frío, le llegaba tibia hasta sus labios. Se los abría con violencia, su lengua etérea rebujaba entre su saliva hasta alcanzarle el alma.
¡Embarazada!
Ese era el mensaje que le había dejado la voz alegre de Pascal en el contestador de su estudio. Lo escuchó cien veces hasta lanzarlo contra la pared.
Su pequeña estaba EMBARAZADA.
Allí la tenía, al alcance de sus manos, a veinte pasos y a ninguno. Un borrón negro sobre el paisaje inmaculado. Su abrigo formaba una curva sobre su vientre… sus pies hundidos en la nieve lo llamaban.
No quería verla, quería verla, no quería, quería… ¿en qué quedaba? ¡Maldita duda! Su cabeza le ordenaba, lo obligaba a decir que no.
¿A qué venía? ¿Por qué no se olvidaba de una vez por todas de él? ¿No entendía que su silencio hablaba? Le estaba pidiendo a gritos que se apartara… que se apartara antes de que fuera demasiado tarde para todos. Antes de que cometiera una locura peor a las ya cometidas. No quería hacerle más daño… ni a ella, ni a nadie. Necesitaba que las pasiones no le dolieran. Enterrar los deseos. Vivir entre el todo y la nada. Al filo de la muerte.
Su gran poder no le había librado de sus obsesiones; todas reaparecían como monstruos adiestrados, buscando estrangularle.
No, que no se le acercara más; el Cádiz que había conocido ya no existía, no estaba seguro de seguir vivo. Ya conocía la trampa de vivir, quería envolverse desnudo sobre un lienzo y dormir…
—Te haré un regalo, pequeña —murmuró Cádiz antes de apartarse del ventanal.