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—¡Maldita niña! —masculló el pintor entre dientes, observando a Mazarine alejarse descalza hacia la calle. Sus minúsculas sandalias se habían quedado olvidadas en un rincón, tal vez a propósito.— ¡Maldita condenada! —volvió a decir sosteniendo la tabla de madera pintada por la chica.
El cuadro empezado por él aquella tarde y que descansaba sobre el suelo recibió la furia de sus botas, hasta acabar finalmente hecho astillas.
La modelo lo observaba estatuada sin atreverse a levantarse. Al notar su presencia, Cádiz le ordenó.
—¡Márchate! No vengas mañana.
Cuando se supo completamente solo, dio rienda suelta a su ira y frustración lanzando contra las paredes cuanto encontró a su alcance. Volaron por los aires pinceles, espátulas, tablas, gomas y trapos. Potes de pintura abiertos resbalaron lánguidos sobre los muros, en un llanto surrealista, convertido en lágrimas espesas. Las lágrimas de un pintor seco en la plenitud de su vida.
—¡ESTOY MUERTO! ¡MUERTOOOOO!