39

En el estudio, Mazarine había dejado de pintar. Estaba aterrorizada. El hombre que acababa de marchar quería quitarle a su santa. Despojarla de lo único que tenía.

—Pequeña, estás temblando. —Cádiz se acercó a ella y la abrazó—. No tienes por qué preocuparte. A lo largo de mi vida he tropezado con alguno que otro desquiciado. ¡Pobres! Aunque quieran parecer violentos son inofensivos. ¿Te imaginas pedirme a mí el cuerpo de una santa? —rio con ganas—. Y aquella historia de si somos medio hermanos…

Los pensamientos de Mazarine viajaban a toda velocidad. ¿Por qué no podía sincerarse con nadie? ¿Y si lo hiciera con Cádiz? No. Con él sería con el que menos. ¿Qué iría a pensar de ella? ¿Y el anticuario? Si le contaba a Arcadius su secreto, ¿la ayudaría? ¿Y Pascal? No, no podía confesárselo a ninguno.

Si alguien se atrevía a quitarle a su santa, ella no podría vivir… no querría… no sabría…

—Mazarine, olvídate del incidente. No tiene la más mínima importancia. ¿Seguimos?

Antes que perder a Sienna, prefería morir.

—Ese miserable te ha roto la inspiración. Vamos a hacer un descanso. ¿Salimos a pasear un poco? —se quedó pensando—. Ya sé, te invito a comer.

Mazarine aparcó los nubarrones que desfilaban por su cabeza.

—¿A comer?… ¿Fuera?

Nunca la había invitado a salir. Sus encuentros solo tenían lugar en La Ruche. Salvo aquel atardecer en el Arc de Triomphe, el exterior los desconocía como pareja.

—Iremos a un lugar muy especial, al que hace tiempo quiero llevarte. Sitios que esconden en sus paredes las confesiones íntimas de los más grandes del arte.

—¿Dónde?

—En el corazón de Montparnasse. Si tú y yo hubiésemos vivido aquella época… ahhh… La Rotonde, La Coupole, Le Dome, La Closerie des Lilas. Tú, mi gran musa, mi amor, mi pintora… (un suspiro) mi amante… Perdidos en la Cantine de Vassilieff, emborrachándonos de arte. Unidos hasta el delirio por este amor a la belleza que tanto me ha dado y tanto me consume. Expresando la feroz alegría, la enlodazada tristeza… la rabia asesina, la frustración efímera… Tú y yo bailando el gran vals: el teatro de la vida, mi pequeña. La hermosa farsa. La comedia interpretada magistralmente.

Mazarine lo observaba enamorada. Eso era lo que más amaba de él. Esa pasión derramándose sobre ella en palabras. Su insensata sensatez.

—Elegirás tú.

—No sabría elegir. —Mazarine se cubrió los ojos con las manos—. Llévame donde quieras.

—¿Así que… quieres jugar? Eso me gusta. Prepárate.

Cádiz se sacó el mono y se puso el abrigo.

Salieron a la calle. La sensación de caminar de la mano de su profesor la llenó de alegría. Quería saltar, gritar. Se sentía niña y adulta. Alguien importante.

A pesar de que Cádiz insistió en tomar un taxi, ella prefirió caminar. Por nada del mundo quería perderse la emoción que le producía el aire frío sobre sus mejillas ardiendo de euforia enamorada.

El le pasaba el brazo por su espalda, la apretaba por la cintura, reían. Jugaban a ser niños, saltaban charcos, contaban los pasos, timbraban en las casas de los desconocidos para después huir. Ella le regalaba locuras infantiles…

Sus pies descalzos se enterraban en los restos de nieve que se derretían al sol, se embarraban, el pañuelo de Cádiz los limpiaba. Hablaban, ella cantaba canciones parisinas, las inmortales de Edith Piaf…

Quand il me prend dans ses bras.

Il me parle tout bas.

Je vois la vie en rose…

Era feliz. El tiempo no existía.

Il me dit des mots d’amour.

Des mots de tous les jours.

Et ça me fait quelque chose.

Estaba a su lado, la llevaba en volandas.

Il est entré dans mon cur.

Une part de bonheur.

Dont je connais la cause…

Un espacio infinito… nada o todo alrededor. Una verdad: solo ella y Cádiz.

C'est lui pour moi.

Moi pour lui dans la vie.

Il me l’a dit,

l'a juré.

Pour la vie.

El Boulevard Montparnasse, el de Raspail… qué más le daba. Su sueño caminaba sobre espacios imprecisos. ¿Estaba en la rive gauche o en la rive droite? En ninguna. Un instante diáfano en medio de la vida… la vida en rosa.

Et dès que je l’aperçois.

Alors je sens en moi.

Mon coeur qui bat.

Un resquicio de primavera empezaba a florecer en las esquinas. En algunas terrazas se recogían los protectores plásticos, aquellas cortinas que aislaban del frío y de la vida al comensal con hambre de asfalto. Las mesas de los bistrots, las rôtisseries volvían a llenar las aceras… Bonjour, mademoiselle; bonjour, monsieur… nous avons des Coquilles Saint-Jacques, entières et vivantes, de belle taille… los camareros invitaban, provocaban almuerzos al aire libre.

Las espumas de las cervezas subían, los cristales de las jarras chocaban, todos festejaban una estación que prometía sonrisas. Hasta el Balzac de Rodin, altivamente abrigado sobre su pedestal, parecía querer bajarse y celebrar. La gente quería creer que el frío había marchado. Para ellos, ya no existía.

Cuando llegaron al Boulevard Montparnasse, Cádiz cubrió los ojos de Mazarine con su bufanda negra. Ella accedió encantada. Sabía que ese tipo de rituales les pertenecían a los dos.

—¿Te dejas guiar?

—Soy toda tuya.

—A ver si aciertas.

Ante la mirada atónita de los caminantes, el pintor conducía por la acera a su alumna provisionalmente ciega.

—¿Jugamos a las adivinanzas?

Mazarine asintió, agitada.

—¿Dónde te llevo?

—¿La Closerie des Lilas?

—Fría, fría.

—Ya sé. La Rotonde.

—San Balzac, ilumínala.

—A ver… ¿la estatua de Balzac?

Cádiz rio.

—Helada.

Atravesaron la avenida, con el semáforo a punto de ponerse en rojo.

—Corre, pequeña.

La sensación de ir a oscuras, en medio de la calle y a pleno día, era algo nuevo que la excitaba y agudizaba su oído. Las bocinas, sus pasos desnudos en el asfalto, todo se magnificaba. Se detuvieron.

—¿Te rindes?

—No, déjame pensar… —Tras un momento de silencio—: Ya lo tengo: La Coupole. Seguro que es La Coupole.

El maître de Le Dôme salió a su encuentro y Cádiz lo silenció con un gesto.

Entraron y los ojos de los comensales se clavaron en la chica de abrigo negro, pies descalzos y ojos vendados y en su maduro y enigmático acompañante. Mazarine escuchó los murmullos a su alrededor y sintió sus inquisidoras miradas, pero no le importó. Nada ni nadie le iba a arrebatar su alegría.

El profesor la ayudó a subir las escaleras situándola delante de la mesa que siempre le reservaban, aunque muchas veces no apareciera. Entonces, descubrió sus ojos.

Mazarine se emocionó. El lugar estaba lleno de pequeños cuadros con fotografías y referencias de Modigliani. Todo el restaurante era una alegoría al momento más vital de aquel París artístico. Las paredes rebosaban de anécdotas, pintores y modelos; del ambiente bohemio del París de Kiki.

—¿No me decías que tu pintor favorito era Modigliani?

Pues aquí tienes. Este era su rincón. Aquí venía a comer con Jeanne Hébuterne, su gran y último amor.

En la pared, una frase escrita de puño y letra del italiano rezaba: Pintar a una mujer es poseerla.

—Pintar a una mujer es poseerla —leyó Cádiz en voz alta, mirando a Mazarine—. Cuánta razón tienes, amigo.

—Pues yo no estoy de acuerdo.

—No discutamos lo indiscutible. Tú ya eres mía.

Mazarine se molestó.

—¿Tuya?… No estés tan seguro.

Por primera vez Cádiz sintió el aguijón de la duda. Nunca se le había ocurrido pensar que podía no tenerla; que alguien podía arrebatarle su dicha.

—¿Tienes a alguien?

Mazarine mintió.

—No, pero podría —sonrió, socarrona, al darse cuenta de su repentino interés—. ¿Estás celoso, profesor?

—¡Qué dices! Aunque tuvieras a otro, tú, pequeña, ya eres mía. Si no me crees, repasa nuestros lienzos.

—Los cuadros… son solo pinturas.

—Como pintora que eres, nunca deberías decir eso.

—Lo que cuenta es la verdad, Cádiz.

—Un día escuché que la verdad es una mentira.

—Si eso es así, entonces… ¿qué es la mentira? —preguntó Mazarine.

—¿Sabes cuántas verdades pueden existir en una tela? Todas y ninguna. Sin embargo, hay una cosa que esas telas no pueden esconder: lo que sentimos mientras las pintamos. Esto sí que es una verdad. Esos lienzos gritan deseo, pequeña. DESEO. Picasso decía: «El yo interior está forzosamente en mi tela… haga lo que haga, estará. Incluso estará demasiado… El problema es lo demás». Ahí lo tienes: tu deseo y el mío, el gran yo interior, fusionados sin poder esconderse.

Mazarine lo observaba sin decir nada. De pronto, Cádiz recordó la frase que hacía un momento ella había pronunciado: «¿Tuya?… no estés tan seguro», y sintió de nuevo, esta vez más fuerte, la punzada de los celos. Calló, la miró a los ojos y tomándola de las manos volvió a preguntar, esta vez suplicante.

—Pequeña mía… ¿tienes a alguien?