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En el cuarto oscuro de su estudio, Sara Miller colgaba las fotografías recién reveladas que había hecho la mañana de la redada callejera. A pesar de los avances, prefería el arte manual de gavetas, líquidos, papeles que se bañan en suaves inmersiones y magia de guante y pinza. Solo recurría a las maravillas de la técnica a posteriori, si el fin último lo requería, y solo como herramienta de trabajo, nunca como arma fundamental. Seguía convencida de que si no se domaba a la tecnología, sería ella quien al final acabaría tomándose el mundo, destruyendo el instinto sensible y fresco del ser humano.
La idea que pensaba llevar a cabo era sencilla, pero ambiciosa. Utilizando su ordenador de última generación, iba a computarizar todas las imágenes de tal forma que este se encargara de devolverle en lugar de fotos, «personas» en tres dimensiones a las cuales solo les faltara respirar para ser reales. Toda la muestra tenía un trasfondo político de protesta; el underground llevado al overground, a la superficie, a los ojos del mundo. El París vagabundo de los portales, de las plazas, de los puentes y de los rincones menos turísticos se pasearía por un grandioso escenario: Les Champs Élysées. Personajes como el clochard, con su carro del súper desbordado de latas, soledades, muñecas rotas y basuras, se mezclarían con el transeúnte de la gran avenida y, para más espectacularidad, a un tamaño mayor, casi un metro más alto que la media, para que de ninguna manera fuesen ignorados. Si su marginación les hacía invisibles esta muestra iba a devolverles la existencia.
—Ven a ver esto, Sara —le dijo su ayudante mientras ampliaba en la pantalla de su Apple una imagen.
—¿Qué pasa?
—¿Recuerdas el hombre que tanto nos impresionó?
—¿Aquel tan raro y que te produjo tanto miedo?
La mujer asintió.
—Mira qué he descubierto.
Sara se acercó y observó detenidamente lo que la chica le señalaba con el dedo.
—¡Dios mío!