25
Esta vez, Sara Miller sabía que esa huida repentina obedecía a otra cosa.
A pesar de estar acostumbrada a que Cádiz a veces se ausentara a mitad de la noche y corriera a su estudio a pintar, arrastrado por alguna imperiosa necesidad, los comportamientos de su marido en los últimos días la alertaban de que algo raro le estaba sucediendo.
Desde la noche de la inauguración en el Grand Palais, Cádiz no parecía hallarse en ninguna parte. Era como si hubiera perdido el sentido de su vida. Su carácter de triunfador innato ya no concordaba con sus últimos comportamientos de marcadas inseguridades. Bebía más que nunca y estaba más hermético que siempre. En su rostro se dibujaba una ansiedad azarosa que lo llevaba compulsivamente a salir y entrar, a ir y venir, como esperando algo que no se producía. Era como si su vida se hubiese fracturado y nada de lo que hacía tuviera sentido.
Abandonaba el diario sin leer, exigía, pedía y cuando le traían se comportaba con los sirvientes de manera despótica. Si Sara le preguntaba algo, no respondía. Evitaba la compañía de su mujer, sobre todo en las noches, procurando meterse en la cama tarde, cuando estaba seguro de que ya dormía.
Y Sara ya no podía más.
¿Quién, a lo largo de su existencia, no tenía secretos sin confesar? ¿Vacíos y frustraciones paladeados a escondidas? ¿Alguien había osado preguntarle a ella, a la exitosísima Sara Miller, en el atardecer de su existencia, qué opinaba del matrimonio, del futuro, de su sentir más profundo, de lo que llevaba vivido y bailado?
Tantos años pasando la vida, percibiendo a través de la cámara los dolores ajenos. Haciendo como si todo tuviera un sentido, o dos, o tres. Metiéndose a hacer arqueología del alma en los ojos de los fotografiados, ausentes con cara de pasar por la vida sin pena y con gloria. La gran mentira. Muchos de ellos, con sus existencias disonantes y sus deseos aparcados.
Tantos años buscando desenmascarar unas realidades universales ocultas, que solo la madurez enseña sin piedad. Que la vida es un ir y venir de la nada a la nada. Que somos unos pobres hámsteres enjaulados, haciendo girar una rueda que no nos lleva a ninguna parte y, a cambio, nos agota hasta hacernos creer que hemos recorrido muchos kilómetros de vida y que nuestro esfuerzo ha valido la pena y merecemos dormir, porque mañana será otro día. Más ilusiones, nuevas metas o retos que nos vuelven a hacer girar la rueda, para andar, andar y andar, sin dar ni un solo paso que nos conduzca a algún paraíso perdido donde todo cobre un sentido.
Sí. Estaba aburrida, y vacía, y sin ánimos, y se sentía sola, inmensamente sola y con el alma cansada.
Si su marido sufría por su impotencia repentina, ella arrastraba a cuestas una frigidez paulatina que, sin percibirlo, había ido entrando en su vida. Los fingimientos estaban servidos, encadenados uno a uno, noche a noche. Sequedad sensorial, sequedad vaginal, sequedad espiritual. ¿Desde cuándo?
No era la menopausia; esa ya le había pasado por encima, arrebatándole hormonas, regalándole sofocos, palpitaciones y sudoraciones. Esto que estaba sintiendo o sufriendo era otra cosa.
Si su marido se encontraba en el ocaso de la ópera que representaba, ella ya había interpretado el penúltimo canto del cisne.
¿Por qué, existiendo tanto amor, tanta confianza, no habían sido capaces de asumir el conjunto de sus soledades y sus miserias?
¿Por qué nunca hablaban sobre la sombra que planeaba sobre ellos, esa vejez que les acechaba día y noche?
Sus respectivas arrugas interiores empezaban a dolerles. A cada uno de forma distinta. Eran dobleces que se iban haciendo lentamente, mientras reían y se lo pasaban en grande. Grietas que escondían dentro mugre, suciedades que nunca se limpiaron y que nadie, salvo ellos mismos, podían quitar, si es que aún estaban a tiempo.
Empezaba a levantarse el alba. A través de la ventana, la silueta de un París helado, escupiendo desde las alturas bocanadas de bostezos fatigados, enturbiaba aún más el paisaje meditabundo de Sara.
Cádiz no había regresado.
—Madame… ¿se encuentra bien? —La voz de la asistenta interrumpió sus reflexiones—. ¿Le apetece un café?
—Ay, mi querida Juliette, lo que quisiera en este instante no está en una cafetera.
Juliette llevaba trabajando para ellos toda la vida. Era discreta y cálida, y Sara la sentía de la familia.
—No se preocupe, madame. —La vieja sirvienta la miró a los ojos con cariño.
—Todos acaban volviendo.
—No es en el regreso donde está la solución. Es mucho más complejo.
—A veces nos vamos para tratar de encontrarnos. Al hacernos mayores nos perdemos. No sabemos qué hacer con tanta sabiduría. Preferiríamos que nos lavaran y quedar desnudos frente a la intemperie de la ignorancia. El problema de la edad es que, de repente, todo deja de sorprendernos, y es en la sorpresa donde está la vida.
—Estoy cansada de todo, Juliette. Me gustaría estremecerme por algo, temblar de gozo… Me siento marchita.
—Todos queremos ser lo que una vez fuimos. Sentir lo que una vez sentimos. A estas alturas de la vida, madame, ya ni siquiera nos sorprenden los sueños. Empezamos a repetirnos.
El sonido de la llave girando en la cerradura de la puerta principal las interrumpió. Acababa de llegar Cádiz. Juliette se metió en la cocina para dejarlos solos.
—¿Qué haces levantada tan temprano? —preguntó el pintor a su mujer, mientras se acercaba y le daba un beso que ella esquivó.
—¿Dónde estabas?
—Nunca me has hecho esa pregunta, Sara.
—Nunca te había sentido tan lejano.
—¿Qué te pasa?
—A mí, nada. ¿Qué te está pasando a ti, Antequera?
Cádiz fue hasta el bar y se sirvió un whisky doble. Cuando su mujer se enfadaba, cosa que no solía ocurrir, lo llamaba por su apellido.
—¿Bebes a estas horas? —No he dormido.
—Dime, ¿qué diablos te está pasando?
—Sara… no lo sé.
—Quiero la verdad.
—¿Qué verdad? No hay nunca una verdad concreta. La verdad verdadera no existe. Una frase se convierte en verdad cuando corresponde a lo que tú quieres oír. ¿Qué quieres que te diga si estoy más perdido que tú?
Sara lo observaba esperando una respuesta. Cádiz vació de un solo trago el vaso de whisky.
—Un deseo… me tiene atrapado un deseo —dijo en voz muy baja.
—¿Te has enamorado? ¿Es eso lo que te pasa? ¿Es eso lo que quieres decirme con esa frase?
—Estoy exhausto, Sara.
—Contéstame de una vez.
Cádiz la miró con ojos cansados. No se sentía con ánimos de confesar nada, ni siquiera de abrir la boca.
—No. No estoy ni enamorado ni de ninguna manera. No estoy ni aquí ni allá… no me siento en ninguna parte. He perdido hasta mi identidad. ¿Lo entiendes?
—¿De dónde vienes?
Cádiz se alejó sin contestar. Sabía que Sara no entendería lo que estaba sintiendo por Mazarine; que era muy difícil explicarle que había pasado la noche metido en la cama de una chica de veintitrés años, y que la energía que su cuerpo emitía lo hacía sentir intensamente vivo. Que no solo no la había tocado sino que, contemplándola, encontraba el único sentido a su vida. Se metió en la habitación. Sara también.
Cuando su mujer estaba a punto de preguntarle de nuevo, el pintor la detuvo.
—No, Sara… por favor. Ahora no; no puedo contestarte.
De un solo gesto, Sara rasgó su pijama delante de su marido hasta quedar completamente desnuda y cogiendo sus flácidos senos entre sus manos lo increpó.
—¿No te seducen? ¿Te parecen demasiado decrépitos? ¿Ya no sientes ganas de chuparlos?
Cádiz bajó la mirada.
—¡Cobarde! Mírame, soy yo, tu mujer. La Sara de siempre, envejecida como tú. O es que no te has visto. ¡Vamos!…
Lo cogió del brazo y lo arrastró hasta el espejo.
—¿Te has mirado alguna vez de verdad?
En un ataque de histeria, Sara trató de arrancarle la ropa, pero él se lo impidió.
—¡Mírate! ¿Crees que lo que se refleja es una mentira? ¿Que el espejo trata de engañarte? Estás viejo, VIEJO como yo. Se nos cae la piel a pedazos. Empezamos a oler a pasado y ningún perfume puede ocultarlo. Nuestras bocas ya no saben a miel, saben a moho, a MOHO. ¿Lo entiendes? ¡MÍRATE! Estás quedándote calvo y fofo. ¿Crees que no me he dado cuenta? Tus cejas crecen, tus orejas se llenan de pelos… ¡MÍRATE! ¿No ves tus arrugas? ¿O es que acaso solo ves las mías?
Cádiz sintió pena por los dos. En el forcejeo, ella se derrumbó y empezó a llorar. Se acurrucó en el suelo, con su pálida desnudez derramada sobre el parquet.
La abrazó.
Un torbellino de pasiones enredadas acabó absorbiéndolos hasta lanzarlos a la cama. Sara le arrancó la camisa. Él se bajó el pantalón con urgencia. Su virilidad se levantaba del letargo con furia. Estallaba sobre el cuerpo de su mujer en llantos confusos. Sara gemía, Cádiz lloraba. No sabían qué sentían, pero sentían. Sus cuerpos vividos se arqueaban, crujían, crecían, se enroscaban y desenroscaban hambrientos. Subían, subían, subían… hasta lanzarse en un precipicio sin memoria. Sin nombres ni pasados. Con los ojos cerrados para no verse y desilusionarse. Una caída en picado… El regreso.
Se quedaron durmiendo todo el día, temiendo abrir los ojos y encontrarse con una realidad desteñida. Un cuadro sin colores, una fotografía sin tramas, desgastada por la luz del tiempo. Temiendo despertar en otro sueño o pesadilla que no fuera la de ellos vivos.