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Ojos Nieblos había llegado tarde. Alguien acababa de robar el cofre que se escondía en la iglesia Saint-Julien-le-Pauvre.
—Tenía que habérmelo llevado antes —vociferó, al descubrir el hueco vacío—. Fills de pute!
La noche que dejó encerrada a Mazarine se había dirigido a la casa verde en busca de información, convencido de que allí encontraría la solución a muchos de los enigmas que rodeaban a La Santa. Tras horas de búsqueda infructuosa, cuando estaba a punto de dar por finalizada su visita, en una de las alcobas algo lo obligó a detenerse. Un armario con sus fauces abiertas enseñaba sus entrañas. Por las huellas que encontró dentro parecía que hubiera contenido algo valioso. Siguió investigando y de repente, mientras exploraba su fondo, detectó una doble puerta… ¡Había encontrado un túnel secreto!
Lo había recorrido con la avidez de quien sabe que está a punto de descubrir un tesoro, hasta llegar increíblemente al suelo del altar de Saint-Julien-le-Pauvre. Allí, en uno de los nichos, había hallado lo que podría ser el misterioso baúl que contenía la historia de Sienna.
Aquel cofre tantas veces descrito y que nadie había visto… ¡existía!
Se decía que había desaparecido de las catacumbas con el cuerpo de La Santa y, como a este, se le buscó inútilmente durante años hasta darlo también por perdido.
Aunque Jérémie dudó si dejarlo en la iglesia o llevárselo, al final decidió no tocarlo; primero, porque el traslado suponía el riesgo de que Mazarine lo descubriera, ya que aún la mantenía secuestrada en su pequeño apartamento; y segundo, porque consideró que el altar de Saint Julien-le-Pauvre era un sitio seguro.
Valiéndose de su desafortunada apariencia, y con la sabiduría extraída de sus constantes lecturas, en pocas horas Ojos Nieblos se ganó la confianza del párroco. Le habló con fluidez y en griego de los ritos melkitas, de Grégoire de Tours y del gran patrón Sancti Juliani martyris, de la reconstrucción de la iglesia en el año 1651 y de todos los patriarcas, y vendió su imagen de piadoso practicante que necesitaba huir de las masas porque su lastimoso aspecto inquietaba a quienes lo observaban. Consiguió que lo dejara entrar a horas diferentes a las de los oficios, y terminó escuchando del solitario monje anécdotas del barrio, de vecinos y devotos, de las reliquias que se conservaban en la iglesia y de cómo había llegado hasta ese lugar el extraño cofre.
Según constaba en los libros de la parroquia, en el año 1915, estando Francia en plena guerra mundial, una mañana el pequeño baúl había aparecido junto a los restos de la religiosa que reposaban en una de las capillas laterales. Nadie se explicaba cómo había ido a parar allí, pues por aquellos días las puertas habían permanecido cerradas; lo atribuyeron a una especie de milagro. Y aunque no se pudo comprobar si pertenecía a la monja, pues jamás lograron abrirlo, el cofre acabó formando parte de sus objetos personales.
Llevaba en ese lugar más de noventa años y se había convertido en una pieza valiosa del altar mayor.
PARÍS, 22 DE MARZO 1915
Esa helada mañana, mientras escuchaban disparos lejanos, el maestro y pintor Antoine Cavalier y su mujer tomaron la decisión: no podían perder más tiempo. Los soldados habían descubierto que las catacumbas eran un buen refugio y las tropas enemigas los buscaban allí. A medianoche retirarían del templo subterráneo el cuerpo de La Santa y el cofre, y los esconderían en su casa.
El juramento secreto, pasado de generación en generación, los obligaba a protegerla en caso de peligro, y ahora era más que evidente que estaban frente a él.
En otro siglo, a mediados del XVIII, sus antepasados la habían sacado de España, cuando la masía de Manresa en la que era venerada se convirtió en un constante peregrinar de desconocidos, y un día un loco había intentado romper el cristal de la urna y profanar su cuerpo. Ahora les correspondía a ellos ponerla a salvo.
En medio de un temporal de nieve y de los bombardeos lanzados desde los zepelines alemanes, que tenían sumida a la ciudad en una espectral luz rojiza, el matrimonio Cavalier abandonaba la entrada del subterráneo, arrastrando en una carreta la valiosa carga.
Tardaron cuatro inacabables horas en llegar al n.º 75 de la rué Galande, esquivando cascotes y puestos de vigilancia, enfrentando miedos y helajes, rompiendo las sólidas nieblas. El viento escupía la nieve a metralladas y ellos se apretaban a la carreta, tratando de proteger a la niña dormida. Después, todo fue fácil. Dentro de la casa, la adolescente había adquirido el peso de un pétalo. La subieron hasta el dormitorio del fondo, sintiendo su exquisita e insólita levedad. Cavalier había tardado meses en ensanchar la pequeña trampilla que existía tras el armario de aquella habitación donde guardaban sus pocos objetos de valor, hasta convertirla en un pasadizo secreto que desembocaba exactamente en el centro del altar de la iglesia aledaña. Lo tenía todo preparado para el día que lo necesitara. Allí podían esconderla y esconderse; incluso huir si fuera necesario.
Siguiendo con el plan, aquella misma noche ocultaron los dos cofres. El pequeño, que contenía la historia de La Santa, fue colocado junto a los restos de la monja en la capilla Saint-Julien-le-Pauvre. El grande, con el cuerpo de Sienna, quedaba escondido en el túnel.
PARÍS, 1917
La Ciudad Luz se iba apagando. En los cafés y restaurantes de Montparnasse, donde se cocinaba el nuevo arfe, se imponía el toque de queda, y las tertulias de las que antes habían emergido grandes proyectos, languidecían.
A consecuencia de la guerra, el mercado del arte se redujo notablemente y los salones cerraron sus puertas. Muchos artistas extranjeros, entre los que se encontraban algunos miembros de La Orden, se vieron obligados a marchar por las precarias condiciones en que vivían. No fue suficiente el fondo que organizó el Gobierno francés para protegerlos. Los alimentos escaseaban y el ánimo estaba por los suelos. Con la obligada diáspora, la Hermandad se debilitó y las reuniones en las catacumbas se suspendieron.
Los pocos miembros que quedaron se reunían en una pequeña cantina de la Avenue du Maine, habilitada por María Vassilieff, que por ser considerada por la policía como «club privado» no estaba sujeta al toque de queda y se llenaba todas las noches. Allí, los Árts Amantis se mezclaban con Max Jacob, Apollinaire, Braque, Modigliani, Ortiz Zarate, Matisse, Brancusi y Picasso, quienes a pesar de ser sus amigos nunca sospecharon que aquella Orden existía.
Durante el tiempo que duró la guerra, Sienna permaneció oculta. El maestro Cavalier y su mujer decidieron no revelar a la Orden lo que habían hecho al constatar que, desde que La Santa había llegado, en el túnel no paraban de florecer espigas de lavando y su arte se engrandecía. Aquella hermosa adolescente, sangre de su sangre, quería estar junto a ellos. ¿Por qué tenían que compartirla con otros si era ella quien había decidido quedarse? ¿Si haciendo florecer lo que la rodeaba pedía permanecer en la casa verde?
Nunca dijeron nada, y la versión que circuló de su desaparición fue que el templo subterráneo había sido víctima de un saqueo por parte de las tropas alemanas.
A pesar de que la ciudad estaba sumergida en el caos, y que para los parisinos lo menos importante era la pérdida del cuerpo de una muerta, los Arts Amantis no se rindieron y durante meses la buscaron clandestinamente en cuantos lugares imaginaron que podría hallarse. El robo los había sumido en la más absoluta desgracia.
Tras la muerte de Cavalier, su pequeño hijo recibió el encargo de continuar protegiendo el cuerpo de Sienna, y así lo hizo, decidiendo que nunca revelaría a nadie el lugar donde se encontraba.
RUÉ GALANDE N.º 75, 1967
El Barrio Latino se había convertido en un hervidero de escritores, artistas y bohemios, y por sus calles medievales desfilaban cientos de jóvenes con hambre intelectual. En las estrechas «chambres de bonnes» se gestaban teorías revolucionarias, discusiones «ad honorem» y algunas osadías pictóricas, y las viejas cavas rezumaban jazz, alcohol, humo y rebeldía.
Hacía veintidós años que la segunda guerra mundial había terminado y los peligros que podía correr La Santa formaban parte del pasado.
La historia de Sienna había acabado diluyéndose en el tiempo, y para Raymond Cavalier aquello tantas veces escuchado de boca de su abuela era una leyenda. Ni su padre ni su madre querían corroborarla. Afirmaban que lo que contaba era producto de su enfermedad: delírium senil. La anciana había perdido la cordura entre las secuelas de la guerra.
Pero aquella percepción cambió una tarde, cuando Raymond regresaba con un amigo de sus prácticas en un taller de pintura. A la entrada de la casa verde ambos habían sentido algo inaudito: sobre sus cabezas llovían cientos de flores de lavando que escapaban por la ventana de la habitación donde la anciana, minutos antes de morir, había vuelto a afirmar que se encontraba La Santa: el lugar donde él nunca se había atrevido a entrar.
Raymond Cavalier decidió contar a su amigo la extraña historia de su abuela, y entre los dos emprendieron la búsqueda; acompañado, se sentía con la suficiente valentía para hacerlo. Pensaba que, si era verdad lo que tantas veces había oído, en el fondo del armario de aquel dormitorio tenía que existir una doble puerta, un túnel, una santa en un cofre y un sembrado de lavando.
Subieron con sigilo, como temiendo que alguien pudiera oírlos, aunque sabían que en la casa no había nadie. Caminaron por el pasillo hasta alcanzar la habitación. Como siempre, la puerta estaba cerrada. Cavalier, mirando al amigo, giró el pomo, pero este no cedió. Intentaron abrirla y al no lograrlo decidieron derrumbarla. Un golpe, dos, tres, con fuerza…
Una montaña de flores azuladas se abalanzó sobre ellos, ahogándolos con su aroma. La puerta había cedido. Lo que vieron les dejó atónitos: aquella estancia dormida parecía tener su propia vida. La cama perdida entre las flores, exhalando perfume; la escueta mesilla, con un libro esperando la lectura de la tarde; el armario abierto de par en par, del que colgaban antiguos vestidos de holán de lino. Tras revisar su interior, se dedicaron a vaciarlo.
Buscaron y buscaron pero no encontraron nada. Fueron palpando centímetro a centímetro cada rincón, golpeando con los puños el fondo hasta que les pareció escuchar un sonido hueco. Allí estaba: una tabla de madera de roble que se deslizaba sobre otra, y detrás un refugio fantasmal con olor a tierra húmeda y a especies medicinales. Decenas de luciérnagas parecían haberse encendido al mismo tiempo, alumbrando con un resplandor azul el camino.
El hallazgo los dejó sin habla. Nunca en toda su vida habían visto nada semejante. La gruta no solo existía sino que en ella se concentraba una energía que se les colaba por los poros y les conmovía el alma. Aquella adolescente dormida irradiaba una luz de oro líquido que se diluía entre las sombras y el perfume del espliego. Su sueño parecía el de un ave ligera, a punto de despertar y emprender su vuelo. De nada podía emanar más vida que de aquella niña muerta.
No. No podrían dejar de mirarla. Tanta belleza no podía permanecer encerrada en aquel túnel.