DORIS LESSING - EL VIEJO JEFE MSHLANGA

DORIS LESSING

GRAN BRETAÑA

DORIS LESSING 1919 Al igual que la pequeña protagonista de El viejo jefe Mshlanga, Doris Lessing se crió en Rhodesia del Sur. Era hija de emigrantes ingleses, y en 1949 se trasladó a Gran Bretaña. Toda su obra se caracteriza por su profunda compasión hacia los pobres y los desheredados.

ERAN LOS mejores años, cuando correteaba por el monte en la hacienda de su padre, una tierra en buena parte sin explotar, como todas las de los blancos, salvo algunas parcelitas cultivadas acá y allá. Lo demás eran árboles, hierba rala y crecida, espinos y cactus, crestones y barrancos. Y una gran roca que sobresalía del suelo, surgida de la tibia tierra africana miles de años atrás; una roca con huecos y recovecos excavados por el sol y el viento, viajero de tantos cientos de leguas a través del espacio y de la selva; pero capaz de resistir el peso de una niña cuyos ojos estaban ciegos para todo lo que no fuera un río lánguido bordeado de sauces, un castillo que se irguiera con pálidos destellos... Y una niña que cantara: «El cendal que tejían sus manos se rasgó, el espejo en que se miraba se quebró...»

Abríase paso por los verdes senderos, entre los maizales, cuyas hojas se inclinaban como arcos de catedral, veteadas por el sol; la tierra roja y espesa crujía bajo sus pies; un fino encaje de grama roja estrellada evocaba cierta figura negra y encorvada que profería graznidos agoreros: la bruja del Norte, hija de los fríos bosques de Septentrión, se le aparecía entre los maizales, y los maizales se desvanecían, ya no estaban, la dejaban entre las retorcidas raíces de un roble; la nieve, blanca y suave, caía copiosa; los cobrizos destellos del fuego de los leñadores le llegaban ahora a través de los troncos de la floresta.

Una criatura blanca que abre sus ojos curiosos a un paisaje bañado por el sol, un paisaje árido y feroz, cabe suponer que lo aceptará como suyo, que reconocerá como amigos a los espinos y los msasa; sentirá correr la sangre libre y diligente con el cambio de las estaciones.

Pero esta criatura no podía ver el espino ni los msasa como eran. Sus libros contaban historias de hadas extrañas, sus ríos eran lentos y pacíficos; y distinguía por su forma las hojas del fresno o del roble, sabía los nombres de los seres diminutos que pueblan los riachuelos ingleses, mientras que la palabra «veld», con que se designa la pradera en Africa del Sur, le resultaba extraña, aunque no conociera otra cosa.

Precisamente por eso, durante muchos años, el veld le pareció irreal; el sol era un intruso, y el viento hablaba un lenguaje desconocido.

Los negros de la hacienda le resultaban tan ajenos como los árboles y las rocas. Eran masas amorfas que se juntaban y mezclaban y escabullían como renacuajos, seres, sin rostro, que sólo existían para servir, para decir: «Sí, patrón», para coger su dinero y marcharse. Solían ser distintos cada temporada, desplazándose de unas haciendas a otras según sus estrambóticas necesidades (que no había por qué comprender), tras haber viajado desde remotos lugares del norte o del este, para seguir luego, tras unos cuantos meses, ¿hacia dónde? Quizás hacia las fabulosas minas de oro de Johannesburgo, donde la paga era superior a los pocos chelines mensuales y los puñados de maíz que se les daba dos veces al día en aquella región de Africa.

La niña aprendió a considerarlos como algo natural: los criados de la casa corrían cien metros para recoger un libro que ella hubiese dejado caer al suelo. La llamaban «Nkosikaas» (jefa), hasta los niños negros de su edad.

Más tarde, cuando la hacienda se le quedó pequeña, recorría kilómetros y kilómetros, de charca en charca, de colina en colina, acompañada por dos perros, con una escopeta al hombro. El arma y los perros eran su protección, y gracias a ellos no sentía ningún temor.

Si veía a un nativo por los caminos de cafres a un kilómetro de distancia, los perros le hacían encaramarse a un árbol como si fueraun pájaro. Si el hombre protestaba (en su tosco lenguaje, que de por sí era bastante ridículo) le consideraba un descarado. Guando estaba de buen humor, la cosa podía servir de diversión. De lo contrario, seguía su camino sin mirar siquiera al furioso hombre del árbol.

En las contadas ocasiones en que se reunían unos cuantos niños blancos, solían divertirse con los indígenas tomándolos por bufones o azuzándoles los perros para verlos correr; atormentaban a un niño negro de su edad como si fuera un perrillo, cuando no eran capaces de hostigar a un perro con piedra ni palo sin experimentar remordimiento.

Con el tiempo se le plantearon a la niña varias interrogantes; las respuestas no eran fáciles de aceptar y fueron acalladas con una arrogancia todavía mayor.

Era imposible mirar como amigos a los negros que trabajaban en la casa, ya que en cuanto se dirigía a uno de ellos su madre se acercaba corriendo desalada y le decía:

—Vamos, hijita, no debes hablar con los indígenas.

Gracias a esta sugestión de peligro, de aversión a no se sabía qué, era fácil reírse a carcajadas cuando un criado cometía una falta al hablar en inglés o cuando no entendía una orden que se le daba. Hay un modo de risa que implica miedo; miedo a uno mismo.

Un atardecer, a mis catorce años, paseaba por la linde de un maizal recién arado; los grandes terrones, colorados y flamantes, caían en declive hacia una charca cercana, y la tierra parecía un mar rojo y encrespado. Era esa hora de paz y tranquilidad en que los pájaros cambian de árbol en árbol sus notas melancólicas; cuando la tierra, el cielo y la floresta asumen un matiz amarillo rojizo. En mi brazo descansaba el rifle, y detrás venían los perros.

Entonces, a unos doscientos metros, divisé a tres africanos que en ese instante volvían la esquina de un gran termitero. Silbé a los perros para que se arrimaran bien a mí y balanceé el arma en la mano, esperando que se retiraran del camino a mi paso, en señal de respeto. Pero ellos siguieron impertérritos por la vereda, y los perros esperaban inquietos la señal de ataque. Yo estaba furiosa. Era una desvergüenza que un nativo no se retirara del camino en el momento de ver a un blanco.

Al frente del grupo venía un anciano, apoyándose en un cayado; era un viejo de pelo cano y traía una manta color granate a modo de capa. Tras él caminaban dos jóvenes cargados con un montón de pucheros, azagayas y hachuelas.

El conjunto resultaba un tanto insólito. No eran los clásicos nativos en busca de trabajo. Tenían cierto aire de dignidad, de saber lo que querían. Fue precisamente esa dignidad lo que me impidió hablar. Seguí adelante tranquilamente, hablando en voz baja a los perros para calmarlos, hasta que estuve a poca distancia. El anciano se detuvo y se ciñó el manto.

—Buenos días, Nkosikaas —saludó, empleando la fórmula habitual a cualquier hora del día.

—Buenos días. ¿Adonde vais? —contesté un tanto enojada.

El anciano dijo algo en su lengua, y al terminar, uno de los jóvenes dio un paso al frente y con gran deferencia declaró en un inglés correcto:

—Mi Jefe va a ver a sus hermanos al otro lado del río.

¡Un Jefe!, pensé, comprendiendo inmediatamente el orgullo que mantenía al anciano de igual a igual delante de mí. Más que de igual a igual, ya que él había demostrado cortesía, y yo no.

El anciano volvió a hablar, con esa dignidad innata que algunos seres heredan y lucen como una prenda ancestral. Se mantenía a diez pasos de distancia, flanqueado por su guardia, y sin mirarme directamente (hubiera sido descortés), sino puestos los ojos en los árboles que había a mi espalda.

—¿Eres la pequeña Nkosikaas de la hacienda de Baas Jordan?

—En efecto, esa soy —respondí.

—Tu padre quizá no se acuerda —dijo el intérprete en nombre del anciano—, pero hubo cierto asunto entre los dos por unas cabras. Recuerdo haberte visto cuando eras... —El joven puso la mano a la altura de las rodillas y sonrió.

Todos sonreímos.

—¿Cómo te llamas? —inquirí.

—Es el Jefe Mshlanga —contestó el joven.

—Diré a mi padre que nos hemos visto.

—Mis saludos a tu padre, pequeña Nkosikaas —concluyó el anciano.

—Buenos días —dije cortésmente, aunque me resultaba difícil ser cortés por falta de práctica.

—Buenos días, pequeña Nkosikaas —se despidió el anciano, haciéndose a un lado para dejarme pasar.

Me alejé, colgando torpe el arma de mi brazo; olfateando y regruñendo los perros por verse privados de su diversión favorita: perseguir indígenas como si fueran alimañas.

Al poco tiempo leí en un viejo libro de exploraciones la siguiente frase: «El país del Gran Jefe Mshlanga». Y continuaba: «Nuestro destino era el país del Gran Jefe Mshlanga, al norte del río, y deseábamos conseguir su autorización para buscar oro en su territorio.»

La frase «conseguir su autorización» resultaba tan extraña para un niño blanco, educado en la teoría de que los nativos eran objetos manipulables, que reavivó en mí aquellas interrogantes reprimidas; y tales interrogantes fueron fermentando en mi ánimo.

En otra ocasión, uno de esos viejos exploradores que todavía viajan por Africa en busca de filones abandonados, cargados con sus herramientas, tiendas de campaña y gamellas para separar el oro de la roca triturada, pasó por la hacienda y, en uno de sus comentarios sobre los viejos tiempos, intercaló esta frase: «Este era el territorio del Gran Jefe; se extendía desde aquellas montañas hasta el río, cientos y cientos de millas». Así llamó a nuestro distrito: «La región del Gran Jefe», sin emplear para nada nuestro apellido: designación inédita que no implicaba usurpación de propiedad.

A medida que fui leyendo más libros sobre la época en que se colonizó aquella parte de Africa, hace unos cincuenta años, comprendí que el Gran Jefe Mshlanga había sido un hombre famoso, conocido por todos los exploradores y mineros. Pero en aquella época era joven, o quizá los libros se referían a su padre o a su tío. Nunca lo supe.

Aquel año me crucé con él varias veces, en el sector de la hacienda por donde pasaban los nativos. Descubrí que la senda pegada a las tierras rojizas, donde cantaban los pájaros, era la ruta habitual de los emigrantes. Quizá si yo iba por allí tan a menudo fuera con la esperanza de encontrarme con él, de que me saludara. El intercambio de cumplidos parecía dar respuesta a las incógnitas que tan inquieta me tenían.

Pronto comencé a llevar armas con ánimo diferente; las empleaba para cazar y no para sentirme con ellas envalentonada. Los perros también aprendieron a comportarse. Guando veía acercarse a un nativo, nos saludábamos; poco a poco fue desvaneciéndose en mi espíritu aquel otro paisaje. Mis pies se afianzaron en la tierra africana y supe ver con nitidez las formas de la colina y del árbol. Los negros se distanciaron, por decirlo así, de mi vida, cobrando perspectiva: era como si yo permaneciese al margen, contemplando una danza íntima de los hombres y del paisaje, una danza antiquísima, cuyos pasos me era imposible aprender.

Pero al mismo tiempo pensaba: también me pertenece. Yo me he criado aquí; este país es tanto mío como de los negros. Y hay sitio más que suficiente para todos, sin tener que expulsarnos unos a otros de aceras y caminos.

Parecía que habría de bastar con hacer patente el respeto que yo sentía cuando hablaba con el Gran Jefe Mshlanga para que blancos y negros pudieran convivir con mutuo respeto hacia sus diferencias; parecía sencillísimo.

Así las cosas, un día ocurrió algo nuevo. En nuestra casa trabajaban siempre como sirvientes tres nativos: el cocinero, el criado y el jardinero. Solían cambiar lo mismo que los trabajadores de la granja: permanecían unos cuantos meses y luego se iban en busca de un nuevo trabajo o regresaban a sus aldeas. Los calificábamos de «buenos» o de «malos» según su comportamiento en el servicio: ¿eran vagos?, ¿obedientes?, ¿respetuosos?, ¿eficaces? Si la familia estaba de buenas, el comentario era: «¡Qué va uno a esperar de estos negros salvajes!» Y si no estaba el horno para bollos, despotricábamos: «¡Estos malditos negros! ¡Estaríamos mejor sin ellos!»

Un policía blanco que hacía su ronda por nuestro distrito nos dijo en cierta ocasión con mucha guasa:

—¿Sabían que tienen un personaje importante en la cocina?

—¡Cómo! —exclamó mi madre—. ¿Qué quiere decir?

—El hijo de un Jefe —contestó el policía recreándose—. El mandará la tribu cuando muera el viejo.

—Pues más le valdrá no hacer ninguna demostración de arrogancia conmigo —dijo mi madre.

Guando se marchó el policía, comenzamos a mirar con diferentes ojos al cocinero: era un trabajador excelente, pero bebía demasiado los fines de semana. Así le teníamos conceptuado.

Era mozo de buena talla, de piel negra como ébano bruñido. Con un peine de metal se hacía la raya a un lado, al estilo de los blancos, bregando con su inextricable mata de pelo negro. Era cortés, retraído y diligente para obedecer órdenes. Pero ahora que nos lo habían señalado, solíamos decir:

—No cabe duda. Hay algo en él. Se ve a la legua. Lo lleva en la sangre.

Mi madre se volvió muy severa con el cocinero ahora que conocía su origen y su destino. En ocasiones, cuando se ponía nerviosa, le decía:

—Recuerda que todavía no eres el Jefe.

Y él, con la mirada baja, respondía muy tranquilo:

—Sí, Nkosikaas.

Cierta tarde pidió permiso para salir un día entero, en vez de la habitual media jornada. Quería ir a su casa el domingo siguiente.

—¿Cómo vas a ir a tu casa en un solo día?

—Con mi bicicleta tardaré sólo media hora —respondió.

Me fijé en la dirección que tomó y al día siguiente salí en busca de su poblado; a buen seguro debía de ser el sucesor del Jefe Mshlanga, pues no había otro poblado más próximo en los alrededores de nuestra hacienda.

Todo el territorio que se extendía pasada la heredad en aquella dirección era nuevo para mí. Fui por caminos desconocidos, traspuse cerros que hasta entonces se habían confundido en la distancia brumosa de quebrados horizontes. Eran tierras del gobierno, jamás cultivadas por el hombre blanco. Al principio no pude comprender cómo era posible que apenas traspasados los límites de la hacienda me encontrara como en otro mundo. Un paisaje verde, un ancho valle por el que corría un río con infinidad de aves acuáticas que levantaban el vuelo, en rauda desbandada, sobre las junqueras. La hierba abundante me acariciaba las pantorrillas. Los árboles alzábanse frondosos y bien proporcionados.

Yo estaba acostumbrada a nuestra hacienda, donde los miles de acres de tierras agrias, erosionadas, daban árboles que por haberse cortado para los hornos de las minas crecían escuálidos y retorcidos; donde el ganado había depauperado los pastos, dejando innumerables rastros entrecruzados que cada temporada se ahondaban más y más con las lluvias, hasta convertirse en zanjas.

Estas otras tierras en cambio se mantenían vírgenes, salvo para los buscadores de oro, cuyas piquetas escarbaban tal cual roca durante sus merodeos, y para los emigrantes nativos, cuyo paso quedaba patente en los troncos ennegrecidos por el humo de las fogatas que encendían por las noches.

Todo estaba en silencio; era una mañana calurosa y sólo el arrullo de las palomas turbaba la tranquilidad reinante. Las sombras del mediodía, densas y tupidas, se entreveraban con nítidas manchas amarillas de luz solar, y en todo aquel inmenso valle, verde como un parque, no se veía más ser humano que yo.

Escuchaba el rápido y sistemático martilleo del pájaro carpintero, cuando una sensación de frío me fue embargando desde lo más profundo de mi ser hasta convertirse en una especie de temblor ascendente, al tiempo que desde la raíz del cabello comenzaba a notar un hormigueo que se extendía por todo mi cuerpo hasta dejarme paralizada, con carne de gallina, aunque iba empapada de sudor. ¿Fiebre?, me pregunté. Volví la cabeza muy despacio para mirar a mi espalda, y de pronto comprendí que lo que tenía era miedo. Resultaba extraordinario, casi humillante. Era un miedo nuevo, diferente. Toda mi vida había andado sola por esas tierras y en ningún momento sentí ese desasosiego; primero, porque solía tener la compañía de los perros y de mi arma, y después, porque había descubierto la confianza que proporciona la cordialidad hacia los nativos con quienes me topaba.

Algo sabía por mis lecturas de aquella sensación: es como si la grandeza y el silencio de Africa fueran creciendo bajo el viejo sol, concretándose en la mente, hasta que los mismos trinos de los pájaros parecen amenazadores, y de las rocas y de los árboles salen espíritus malignos. Entonces comienza uno a moverse con cautela, como si el mero caminar alborotase algo protervo y ancestral; algo oscuro, gigantesco y colérico que pudiera erguirse de pronto y atacarle a uno por la espalda. Miráis las espesas marañas que forman los árboles entrelazados e imagináis posibles fieras al acecho; observáis la lenta corriente del río que baja saltando de remanso en remanso y pensáis en los gamos que se acercan a beber por la noche; en los cocodrilos que los agarran por su hociquillo tierno y los arrastran a sus cuevas subacuáticas. El miedo me atenazaba. Daba vueltas y más vueltas bajo el peso de aquella amenaza informe que podía surgir detrás de mí y arrebatarme; mirando siempre la hilera de cerros que, vistos desde distinto ángulo, parecían cambiar a cada paso mío, de forma que hasta los puntos de referencia familiares, como esa montaña que se irguió siempre, centinela de mi mundo, desde que me alcanzaba la memoria, trocábanseme ahora en un valle muy extraño, con una luz desconocida. No sabía dónde estaba. Me había perdido. El pánico se apoderó de mí. Me di cuenta de que no. hacía sino girar como un tiovivo, mirando ansiosamente cada árbol, observando el sol que parecía haberse situado en un sesgo de amanecida mientras vertía su luz triste y amarillenta del ocaso. ¡Debía de haber transcurrido mucho tiempo! Consulté mi reloj y pude comprobar que ese lapso de terror injustificado había durado sólo unos diez minutos.

La verdad es que no tenía sentido. Estaba a tres leguas de mi casa; no tenía más que desandar el camino del valle para encontrarme en la cerca; a lo lejos, en la falda de una loma, veía brillar el tejado de unos vecinos, y hubiese podido llegar allí en un par de horas. Era ese mismo miedo que paraliza y encoge a los perros haciéndoles aullar en las noches de luna. No tenía nada que ver con mi pensar ni mi sentir, y me molestaba más el hecho de haber llegado a ser su víctima que la sensación física en sí. Seguí caminando con paso firme, más tranquila, como desdoblada: tenía noción de mis nervios alterados, de las medrosas miradas que dirigía a un lado y a otro, y me veía a mí misma, entre divertida y enojada. Me puse a pensar en la aldea que andaba buscando, en cómo iba a comportarme al llegar caso de encontrarla, lo cual empezaba a dudar, ya que andaba a la aventura y el poblado podía estar en cualquier punto de los miles de acres de bosque que se extendían a mi alrededor. Pensando en el poblado advertí que, además de miedo, experimentaba una nueva sensación: soledad. En ese momento me invadió tal terror que me quedé paralizada, y de no haber sido porque en ese instante coronaba la cima de un altozano desde donde pude ver una aldea a mis pies, allí mismo habría dado la vuelta para regresar a casa. Eran unas cuantas chozas con techo de bálago apiñadas en un claro del bosque. Se distinguían perfectamente cultivos de maíz, calabazas y mijo, y el ganado pastaba a cierta distancia, bajo los árboles. Las gallinas escarbaban entre las chozas, los perros dormitaban en la hierba y las cabras ponían como un friso viviente a cierta loma enriscada al otro lado de un afluente del río que enlazaba al poblado cual un brazo amoroso.

A medida que me acercaba pude apreciar que las chozas estaban bonitamente decoradas con adornos de barro en tonos amarillos, rojos y ocres, y los techos trabados con trenzas de paja.

Aquello era completamente distinto al cercado indígena de nuestra hacienda, lugar sucio y abandonado, refugio temporal de emigrantes que no echaban raíces.

Me quedé indecisa. Llamé a un arrapiezo negro que vi sentado en un solar. Estaba tocando una especie de laúd hecho de una calabaza, y a excepción de un collar de cuentas azules, iba completamente desnudo.

—Avisa al Jefe que estoy aquí —le dije. Se metió el pulgar en la boca y me miró con timidez.

Paseé varios minutos por la linde de aquella aldea que parecía desierta, hasta que por fin el chiquillo echó a correr y aparecieron algunas mujeres. Iban vestidas de colores muy vivos y llevaban anillos de metal en orejas y brazos. También se quedaron mirándome con fijeza, en silencio; luego se volvieron para deliberar.

—¿Puedo ver al Jefe Mshlanga? —repetí. Me di cuenta de que habían entendido el nombre, aunque no lo que deseaba. Ni yo misma lo sabía.

Finalmente, pasé por delante del grupo y me aventuré entre las chozas. Bajo un árbol frondoso divisé un claro donde charlaban una docena de ancianos, sentados en el suelo con las piernas cruzadas. El Jefe Mshlanga, recostado en el árbol, bebía de una calabaza que tenía en la mano. Al verme se quedó impávido, y advertí que no le era grata mi presencia; quizá sentía timidez, lo mismo que yo, al no poder encontrar la fórmula adecuada para salir airosos de semejante situación. Encontrarme en mi hacienda era distinto; no debía haber ido hasta allí. ¿Qué había esperado? Socialmente no podía unirme a ellos. Era algo inconcebible. Ya estaba bastante mal visto que yo, una joven blanca, paseara sola por la pradera como pudiera hacerlo un hombre blanco. Además, por esa zona sólo tenían derecho a circular los funcionarios del gobierno.

Volví a quedarme parada, con una sonrisa tonta, mientras a mi espalda se congregaban mujeres gárrulas de vestidos chillones, con cara de vivo interés y curiosidad. Sentados delante de mí seguían los ancianos, surcado de arrugas el rostro, el continente altivo, la mirada cautelosa. Era una aldea de ancianos, niños y mujeres. Ni siquiera los dos jóvenes arrodillados junto al Jefe eran los mismos que le acompañaban la vez anterior. La gente moza trabajaba en las tierras y minas de los blancos, y el séquito del Jefe dependía de los familiares que estuviesen temporalmente de vacaciones.

—La pequeña Nkosikaas anda muy lejos de su casa —observó por fin el anciano.

—Sí —afirmé—, muy lejos. —Hubiese querido decir : «Vengo a hacerle una visita de cortesía, Jefe Mshlanga». Pero no pude. Es posible que hoy día sienta una necesidad apremiante de conocer a esos hombres y mujeres como personas, de que me acepten como amiga; pero la verdad es que entonces había salido de casa con el solo deseo de satisfacer mi curiosidad; deseaba conocer la aldea que algún día gobernaría nuestro cocinero, el joven obediente y reservado que se emborrachaba los domingos.

—Sea bienvenida la hija de Nkosi Jordan —dijo el Jefe Mshlanga.

—Gracias —fue todo lo que contesté, incapaz de añadir nada más.

Silencio. Oía zumbar las moscas alrededor de mi cabeza. Sopló ligeramente el viento y las ramas del gigantesco árbol salpicaron de sombra el rostro del anciano.

—Buenos días —dije al cabo—, tengo que volver a mi casa.

—Buenos días, pequeña Nkosikaas —respondió el Jefe Mshlanga.

Me alejé de la aldea indiferente; traspuse de nuevo el altozano, pasando por delante de las cabras, que me miraban con sus ojos color de ámbar, y bajo los árboles altos y majestuosos volví a salir al dilatado y fértil valle por donde serpenteaba el río y se arrullaban las palomas, satisfechas de tal abundancia, y el pájaro carpintero martilleaba suavemente.

Había desaparecido el miedo para dejar paso a un terco estoicismo. Intuía una misteriosa hostilidad en el paisaje, una fría, indomable y hosca fiereza que me acompañaba en mi marcha, firme como un muro, intangible como humo; cual si me dijera: vienes a destruir. Volvía yo para casa, el paso lento, el corazón desinflado: ahora sabía que si no podemos hacer que un país acuda servilmente a nuestra llamada como un perro, tampoco es factible olvidar el pasado con una sonrisa, en un momento de ternura, diciendo: qué culpa tengo yo; también soy una víctima.

No volví a ver al Jefe Mshlanga más que en otra ocasión.

Cierto día, las extensas tierras rojas de mi padre amanecieron pisoteadas por pequeñas y puntiagudas pezuñas: las de las cabras del poblado del Jefe Mshlanga. Ya había sucedido lo mismo otra vez, hacía unos años.

Mi padre confiscó todas las cabras y envió un mensaje al anciano Jefe comunicándole que si quería los animales habría de pagar los daños causados.

Llegó a nuestra casa un atardecer, y parecía más encorvado y viejo, más torpe en el andar, con su regio atuendo y el grueso cayado en que se apoyaba. Mi padre se sentó en su sillón, al pie de los escalones que daban acceso a la casa; el anciano se puso en cuclillas frente a él, los mozos de su escolta uno a cada lado.

La discusión fue lenta y penosa, debido al deficiente inglés del joven que hacía de intérprete, ya que mi padre no hablaba el dialecto, sino sólo unas palabras de cafre muy elementales.

Según mi padre, la cosecha había sufrido daños por valor de doscientas libras, y como sabía que no podía conseguir esa suma del anciano, se creía con derecho a confiscar las cabras. Por otra parte, el anciano Jefe repetía enojado:

—¡Veinte cabras! Mi pueblo no puede perder veinte cabras. No somos ricos como Nkosi Jordan para perder de golpe veinte cabras.

Mi padre, que no se consideraba rico, sino muy pobre, contestaba con suma viveza y enfado que los daños y perjuicios representaban mucho para él y que por tanto tenía derecho a quedarse con las cabras.

La discusión se caldeó tanto que al final hubo que llamar al cocinero, el hijo del Jefe, para que sirviera de intérprete. Ahora mi padre hablaba con soltura en inglés, y nuestro cocinero traducía con rapidez, de forma que el anciano comprendió bien el grado de enojo de mi padre. El joven hablaba sin delatar emoción alguna, de manera mecánica, los ojos bajos, aunque patentizando su sentir en la incómoda y hostil postura de sus hombros.

Expiraba la tarde, y el cielo del ocaso era una vorágine de colores; lanzaban los pájaros sus últimos trinos y el ganado mugía plácidamente camino de los cobertizos donde se albergaba durante la noche. Era la hora más bella de Africa, y en ese preciso momento se desarrollaba aquella escena tan desagradable que no beneficiaría a nadie.

Por último mi padre afirmó tajantemente:

—No voy a discutir más el asunto. Me quedo con las cabras.

El anciano Jefe contestó de inmediato en su lengua:

—Eso significa que mi pueblo pasará hambre cuando llegue la estación seca.

—Pues vayan a la policía —arguyó mi padre con aire triunfante.

No había más que decir.

El anciano quedó un rato en silencio, gacha la cabeza, las manos colgando desvalidas sobre sus rodillas descarnadas. Luego se levantó con ayuda de los jóvenes y se plantó frente a mi padre. Habló con firmeza, dio media vuelta y encaminó sus pasos a la aldea.

—¿Qué ha dicho? —preguntó mi padre al joven, que rió, incómodo, rehuyendo su mirada—. ¿Qué ha dicho? —insistió mi padre.

Nuestro cocinero permaneció unos segundos erguido, cejijunto, sin articular palabra. Luego habló:

—Mi padre dice: Toda esta tierra, esta tierra que ustedes llaman suya, es de mi pueblo, y le pertenece.

Una vez hecha esta declaración, se alejó en la misma dirección que su padre y no le volvimos a ver más.

Nuestro nuevo cocinero procedía de Nyasalandia y no descendía de grandes jefes.

Cuando volvió por allí el policía se le informó del caso. Su comentario fue:

—Ese poblado no tiene por qué estar ahí; debería haber sido trasladado hace tiempo. No sé cómo no se ha encargado nadie de hacerlo. Hablaré con el Delegado de Indígenas la semana que viene. De todos modos tengo que verle, pues el domingo juego una partida de tenis con él.

Al poco tiempo supimos que el Jefe Mshlanga y su pueblo habían sido trasladados unos trescientos kilómetros al este, a una auténtica Reserva de Indígenas; las tierras del gobierno iban a ser colonizadas por blancos.

Un año después me acerqué al poblado. No había nada. En los montones de barro colorado donde estuvieron las chozas veíanse ringleras de bálago medio podrido, veteadas de rojo por galerías de hormigas blancas. Las calabaceras lo habían tomado todo por asalto, llegando incluso al bosque circundante y encaramándose a las ramas bajas de los árboles: sus enormes frutos dorados invadían el paraje entero; se los encontraba uno por doquier, bajo los pies y suspendidos sobre la cabeza: una verdadera orgía de calabazas. El matorral se enseñoreaba ya del terreno, que la hierba nueva vestía de un vivo verdor.

El afortunado colono a quien asignasen aquel lozano valle descubriría (si decidía cultivar esa zona en particular) que en un maizal alcanzaban los tallos hasta cinco metros de altura, que el peso de las mazorcas doblaba las cañas, y se preguntaría con qué insospechada veta de riqueza había topado.

Antología de la novela corta universal
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