ALDOUS HUXLEY - EL JOVEN ARQUIMEDES
ALDOUS HUXLEY
GRAN BRETAÑA
ALDOUS HUXLEY 1894-1963 Nieto de Thomas Huxley, sobrino nieto de Matthew Arnold y hermano de Julián Huxley, Aldous estuvo rodeado desde la infancia de hombres eminentes. Después de estudiar en Eton y en Oxford, escribió una serie de novelas cuya brillantez y erudición asombró a los críticos. La más conocida de todas, Un mundo feliz, es una visión futurista de un estado totalitario.
FUE LA vista lo que nos decidió a alquilarla, si bien era innegable que la casa tenía sus inconvenientes. Estaba bastante lejos de la ciudad y no tenía teléfono. El alquiler, era muy caro y los desagües deficientes. En las noches de viento, cuando los cristales mal ajustados en las ventanas traqueteaban, la luz eléctrica solía irse por alguna razón misteriosa, dejándole a uno en ruidosa oscuridad. Había un excelente cuarto de baño, pero la bomba eléctrica, que teóricamente debía elevar el agua de lluvia desde los tanques instalados en la terraza, no funcionaba. Con asombrosa puntualidad, todos los otoños se secaba el pozo de agua potable. Y nuestra casera mentía y nos timaba.
Pero estos son los pequeños inconvenientes de todas las casas alquiladas en cualquier parte del mundo. Para Italia no eran, en verdad, muy graves. He visto muchas casas con todos estos y cien más, sin tener las ventajas de la nuestra: el jardín orientado hacia el mediodía, así como la terraza para poder disfrutar en invierno y primavera, las amplias y frescas habitaciones protegidas de los calores del estío, el aire que corría en la cima de la colina, la ausencia de mosquitos y, finalmente, la vista.
¡Y qué vista! O mejor, ¡qué sucesión de vistas! Cada día eran diferentes. Había días de otoño en que los valles se llenaban de niebla y las cumbres de los Apeninos surgían misteriosas de la planicie de un lago blanco. Había días en que la niebla invadía la cima de nuestra colina y nos veíamos envueltos en un suave vapor, y los únicos puntos firmes y definidos de nuestro pequeño y vago mundo eran dos altos cipreses negros que crecían en una pequeña terraza saliente a unos treinta metros cuesta abajo. Se alzaban negros y afilados, robustos cual gemelas columnas de Hércules en el confín del mundo conocido; más allá, tan sólo había nubes pálidas.
Eso era en los días de invierno; pero había días de primavera y otoño, días de azul permanente, sin una sola nube, y otros aún más bellos, constantemente cambiantes a causa de las descomunales y flotantes masas de vapor que paulatinamente se iban desenvolviendo contra el pálido y límpido azul del cielo, por encima de las lejanas crestas nevadas. El sol aparecía y desaparecía tras las nubes, y la ciudad, abajo en el valle, tan pronto desaparecía en la sombra hasta casi esfumarse como resplandecía con brillo propio, cual piedra preciosa engastada entre colinas.
Había días en que el aire estaba húmedo de haber llovido o de próximas lluvias; entonces desaparecían las distancias y todo parecía cercano y nítido. Los olivos se diferenciaban unos de otros perfectamente en las lejanas laderas; las distantes aldeas resultaban preciosas y conmovedoras como las más exquisitas miniaturas.
Había días en verano, cuando amenazaba tormenta, en que las casas blancas y las colinas, resplandecientes, iluminadas por el sol, recortándose contra una masa de nubes negras y purpúreas, brillaban con un fulgor incierto, con un esplendor moribundo, como al borde de alguna pavorosa calamidad.
¡Cómo se transformaban las colinas! Resultaban distintas cada día, cada hora. Había momentos en que al mirar en dirección a la llanura de Florencia el paisaje carecía de profundidad; era como un telón pintado sin perspectiva alguna con los símbolos de unas montañas esquemáticas. Cambiante en su belleza, el ancho paisaje conservaba siempre una calidad humana y familiar que lo hacía, al menos desde mi punto de vista, el más idóneo para vivir. Día tras día, uno recorría sus diferentes maravillas, pero siempre resultaba un viaje a través de la civilización. En cada montaña, ladera escarpada o profundo valle se aprecian las huellas del hombre. Despojado de sus frondosos bosques, sembrado, terraplenado y cultivado casi hasta las cimas de las montañas, el paisaje toscano resulta humanizado y seguro.
Me pareció que esta casa en lo alto de la colina era el lugar ideal para vivir, pues se podía gozar de la soledad que uno quisiera, aunque los vecinos más próximos vivían muy cerca. En realidad teníamos dos grupos de vecinos, casi en la misma casa con nosotros. Uno lo constituía la familia campesina que vivía en una construcción alargada y baja, mitad vivienda, mitad establos, contigua a la villa. Nuestros otros vecinos, tan sólo intermitentes, porque no se aventuraban a salir de Florencia para ir a la colina más que de cuando en cuando, eran los propietarios de la villa, que se habían reservado para ellos el ala más pequeña del descomunal caserón en forma de L.
Resultaban una pareja curiosa nuestros caseros. El marido, anciano, encanecido, descuidado, tembloroso, tenía por lo menos setenta años; la signora, de unos cuarenta, bajita, regordeta, con pies y manos diminutos y unos ojos muy grandes y muy negros. Si hubiera resultado posible canalizar su vitalidad, sin duda habría proporcionado energía eléctrica para una ciudad entera. Es enorme la cantidad de energía vital que almacenan las mujeres desocupadas y de temperamento sanguíneo, y que generalmente emplean de modo deplorable, entremetiéndose en asuntos ajenos, organizando escenas emocionales, pensando en el amor y haciéndolo y molestando a los hombres hasta hacer que no puedan proseguir su trabajo.
La signora Bondi quemaba su energía residual, entre otras formas, «timando» a sus inquilinos. El anciano caballero, que era un comerciante retirado de intachable reputación, no estaba autorizado para tratar con nosotros. Cuando vinimos a ver la casa, nos la enseñó su esposa. Fue ella la que con un derroche de amabilidad, con su irresistible caída de ojos, se explayó sobre las maravillas del lugar, entonó loas a la bomba eléctrica, glorificó el cuarto de baño (a la vista del cual, insistió ella, la renta era notablemente moderada), y cuando sugerimos la posibilidad de llamar a un perito para que inspeccionase la casa, nos rogó encarecidamente que no gastásemos sin necesidad nuestro dinero. «Después de todo», manifestó, «somos personas honradas. Ni en sueños se me pasaría por la imaginación alquilarles la casa si no estuviera en perfectas condiciones. ¡Tengan confianza!» Me miró con una expresión apenada, suplicante, en sus magníficos ojos, como pidiéndome que no la ofendiera con mi vulgar desconfianza. Y sin darnos tiempo para continuar discutiendo el asunto, comenzó a alabarnos a nuestro hijo, diciendo que era el ángel más hermoso que había visto en su vida. Cuando nuestra entrevista con la signora Bondi tocaba a su fin, estábamos decididos a alquilar la casa.
—¡Qué mujer tan encantadora! —dije al salir. Pero creo que Elizabeth no estaba tan segura como yo.
Después comenzó el episodio de la bomba.
La tarde de nuestra llegada a la casa, conectamos la electricidad. La bomba soltó un zumbido muy profesional, pero de los grifos del cuarto de baño no salió una sola gota. Nos miramos dominados por la duda.
—¿Encantadora? —dijo Elizabeth arqueando las cejas.
Solicitamos varias entrevistas, pero siempre sucedía que por una razón u otra el anciano caballero no podía recibirnos, y la signora estaba siempre fuera o indispuesta. Dejamos recados escritos, pero quedaron sin contestación. Finalmente, llegamos a la conclusión de que la única forma de comunicarnos con nuestros caseros, que vivían en la misma casa que nosotros, era bajar a Florencia y enviarles una carta certificada y urgente. Al entregársela tenían que firmar dos recibos diferentes, así no habría disculpas, como con las notas o las cartas corrientes, de que no las habían recibido. Por fin empezamos a recibir respuestas a nuestras quejas. La signora, que escribía todas las cartas, comenzó por decirnos que era perfectamente lógico que no funcionase la bomba porque las cisternas estaban vacías a consecuencia de la larga sequía. Tuve que andar cinco kilómetros hasta la estafeta de correos a fin de certificar mi carta recordándole que había habido una violenta tormenta el pasado miércoles y que, por tanto, los depósitos estaban más que mediados. Llegó la respuesta; en el contrato no se garantizaba el agua del baño, y si la deseaba, ¿por qué no había hecho examinar la bomba antes de alquilar la casa? Otra caminata hasta la ciudad para informar a la signora de la casa contigua que la existencia de un cuarto de baño en una casa constituía una implícita garantía de que habría agua para este servicio. La respuesta fue que la signora no podía seguir manteniendo correspondencia con personas que le escribían con tal falta de delicadeza. Después de esto, puse el asunto en manos de un abogado. Dos meses más tarde cambiaron la bomba. Pero tuvimos que notificar la orden judicial a la señora antes de que accediera, y el costo fue bastante elevado.
Cierto día, hacia el final de este episodio, me encontré con el anciano caballero en la carretera. Paseaba a su gran perro blanco, aunque quizá fuera el can quien le sacase a pasear a él, pues el anciano se veía obligado a seguir la dirección en que tiraba el perro. Cuando se paraba, el anciano tenía que esperar. Pasé delante de él, que pacientemente esperaba a un lado de la carretera mientras el perro olfateaba las raíces de un gran ciprés al tiempo que gruñía muy indignado. El viejo signor Bondi esperaba atraillado al perro. Apoyado en su bastón, contemplaba el paisaje con mirada perdida y triste. El blanco de sus ojos cansados había perdido color, y más parecían vetustas bolas de billar. Su bigote blanco, desigual y amarillento en los bordes, caía en una melancólica curva. En su corbata negra llevaba prendido un grueso diamante; quizá fuera eso lo que más había atraído de él a la signora Bondi.
Me quité el sombrero al acercarme. El anciano me miró distraído, y ya le había adelantado cuando se dio cuenta de quién era.
—¡Espere! —me gritó—. ¡Espere! —y se apresuró a bajar el pequeño tramo de carretera que nos separaba. Superlativamente sorprendido, el perro se dejó llevar—. ¡Espere!
Esperé.
—Mi querido señor —dijo el anciano, sujetándome por la solapa de la chaqueta—, deseo disculparme. —Miró a su alrededor, como temeroso de que incluso allí pudiera ser escuchada su conversación—. Deseo disculparme —prosiguió— por el asunto de la bomba estropeada. Le aseguro que si hubiera dependido de mí solamente, habría solucionado el asunto tan pronto como usted lo pidió. Pero a mi esposa —al decir esto bajó la voz— le gusta este tipo de cosas, aun a sabiendas de que está equivocada y de que tiene que perder. Y además esperaba, ¡me imagino!, que se cansarían de reclamar y terminarían efectuando la reparación por su cuenta. Ahora ya está convencida de que hay que hacerlo. Dentro de dos o tres días tendrán agua en el baño. No obstante, he pensado que me gustaría decirle cuánto... —Mas el perro, recuperado de la sorpresa inicial, se lanzó gruñendo cuesta arriba. El anciano trató de sujetarle por la correa, pero se tambaleó inseguro, cedió y finalmente se dejó arrastrar—... lamento —y continuó mientras se iba alejando— este pequeño incidente... —Pero era inútil—. Adiós —sonrió con cortesía, hizo un ademán ligeramente implorante y se entregó por completo al perro.
Efectivamente, una semana más tarde comenzó a correr el agua, y al día siguiente a nuestro primer baño la signora Bondi vino a visitarnos, vestida con un traje de raso gris tórtola y luciendo todas sus perlas.
—¿Paz? —preguntó con encantadora campechanería mientras nos daba la mano.
Le aseguramos que, por lo que a nosotros concernía, efectivamente estaban hechas las paces.
—Pero ¿por qué me han escrito esas cartas tan terriblemente descorteses? —nos dijo mirándome con reproche—. Y luego aquel mandamiento judicial... ¿Cómo pudo hacer usted eso? A una señora...
Mascullé algo acerca de la bomba y de nuestra necesidad de bañarnos.
—Pero ¿cómo podía esperar que le escuchase? ¿Por qué no intentaron solucionarlo de forma diferente? Con delicadeza y buenos modos... —Me sonrió al tiempo que entornaba sus trémulos párpados.
Consideré preferible cambiar de conversación, ya que es desagradable que le hagan a uno parecer equivocado cuando se está en lo cierto.
Unas semanas más tarde recibimos una carta, debidamente certificada y urgente, en la que la signora nos preguntaba si pensábamos renovar el contrato (que era sólo por seis meses), al mismo tiempo que nos notificaba que, en caso afirmativo, el alquiler se elevaría un veinticinco por ciento, a consecuencia de las mejoras efectuadas. Nos consideramos muy dichosos, después de mucho regatear, al obtener la renovación del contrato durante un año con un aumento de la renta de sólo el quince por ciento.
Fue principalmente a causa de la vista por lo que transigimos con tan intolerable extorsión. Pero a los pocos días de vivir en la casa ya teníamos otras razones para encontrarnos a gusto. De todas ellas, la más poderosa era haber encontrado el perfecto compañero de juegos para nuestro hijo en el menor de los hijos del colono. Entre el pequeño Guido, así se llamaba, y el menor de sus hermanos o hermanas había una diferencia de seis o siete años. Sus dos hermanos mayores trabajaban con su padre en el campo; después de la muerte de su madre —dos o tres años antes de que los conociéramos—, la hermana mayor llevaba la casa. La más joven, que acababa de dejar la escuela, se encargaba de Guido, quien por entonces, sin embargo, apenas si necesitaba que velasen por él; contaba entre seis y siete años y era tan precoz, tan seguro de sí mismo y responsable como lo son, en general, los hijos de los pobres, dejados a su aire casi desde que pueden dar los primeros pasos.
Aunque tenía dos años y medio más que el pequeño Robin, y a esa edad treinta meses representan el volumen experimental de media vida, Guido no se aprovechaba de su superior inteligencia y fuerza. No he visto jamás un niño más tolerante, paciente y menos tirano. No incordiaba o amenazaba a su pequeño compañero; por el contrario, le ayudaba cuando tenía dificultades y le explicaba lo que no comprendía. Robin le adoraba y le imitaba servilmente.
Los heroicos esfuerzos de Robin, generalmente infructuosos, por ejecutar las demostraciones de fuerza y habilidad que Guido efectuaba con facilidad resultaban de lo más cómico. Y sus cuidadosas y prolongadas imitaciones de las costumbres y gestos de Guido no eran menos divertidas. Las más jocosas eran las que pretendían reflejar a Guido cuando se quedaba pensativo, quizá por lo incongruente del imitador. Guido era un niño de lo más reflexivo, muy dado a abstraerse repentinamente. A veces se le encontraba uno sentado en un rincón, con la barbilla apoyada en la mano, el codo o la rodilla, sumido, según todas las apariencias, en la más profunda de las meditaciones. En ocasiones, en medio de sus juegos, súbitamente los interrumpía y permanecía quieto, con las manos a la espalda y el ceño fruncido, mirando fijamente al suelo. Cuando esto sucedía, Robin se quedaba intimidado y un tanto inquieto. Perplejo y silencioso, miraba a su compañero y en voz muy baja le decía: «Guido, Guido». Pero generalmente Guido estaba demasiado preocupado para contestarle, y Robin, no osando insistir, se acercaba silenciosamente y, adoptando una posición lo más idéntica posible a la de Guido, intentaba meditar también. Pero al minuto comenzaba a
impacientarse: la meditación no era su fuerte. «Guido», gritaba cada vez más alto, «¡Guido!» Y le tomaba de la mano intentando llevárselo a tirones. En ocasiones Guido abandonaba su ensueño y volvía al juego interrumpido, pero en otras no prestaba la menor atención. Robin, melancólico y perplejo, no tenía más remedio que irse a jugar solo. Y Guido, de pie o sentado, continuaba estático en la misma posición, y sus ojos, al contemplarlos, eran de una belleza singular en su grave y pensativo reposo.
Eran unos ojos grandes, muy separados y, cosa extraña en un niño italiano de cabellos oscuros, de un azul grisáceo muy pálido y luminoso; pero no siempre estaban en reposo y graves. Cuando jugaba, hablaba o reía, se iluminaban, y la superficie de aquellos dos claros y pálidos lagos de meditación parecía agitarse con oleadas de refulgente sol. Sobre los ojos, una hermosa frente alta y despejada se arqueaba en una curva que era como la sutil curva de un pétalo de rosa. La nariz era recta, la barbilla pequeña y algo afilada. La boca de comisuras caídas, ligeramente triste.
Tengo una instantánea de los dos niños sentados en la balaustrada de la terraza. Guido está sentado casi frente a la cámara, pero con la mirada sesgada y hacia abajo. Tiene las manos cruzadas sobre las piernas y su expresión es grave y meditabunda. Es el Guido de esos momentos de abstracción en que solía entrar, incluso en medio de sus risas o juegos, súbitamente y de forma tan absoluta, como si de repente se le hubiera metido en la cabeza marcharse y hubiera dejado atrás su hermoso y silencioso cuerpo, como una casa vacía esperando su regreso. Junto a él está sentado el pequeño Robin, con la cabeza vuelta, para mirarle, y el rostro medio desviado de la cámara, pero por la curva de la mejilla se nota que está riendo; una de sus manitas agarra la manga de Guido, como si le invitase a ir a jugar. Las piernas colgando de la balaustrada dan la sensación de impaciente balanceo, está a punto de tocar el suelo y salir corriendo al jardín para jugar al escondite. Todas las características fundamentales de ambos niños están recogidas en la foto.
«Si Robin no fuera Robin», solía decir Elizabeth, «casi desearía que fuera Guido.»
Y yo estaba de acuerdo. Guido me parecía uno de los niños más encantadores que jamás había conocido.
Pero no éramos los únicos en admirarle. La signora Bondi, que venía a visitarnos en los intervalos entre disputa y disputa, hablaba de él constantemente. «Qué niño tan hermoso, ¡qué hermosura!», pregonaba con entusiasmo. «Es una pena que sea hijo de campesinos que no pueden vestirle debidamente. Si fuera hijo mío le vestiría de terciopelo negro; o con un pantaloncito blanco y un jersey de punto de seda blanca; o quizá un traje blanco de marinero sería ideal. Y en invierno un abriguito de piel y tal vez unas botas rusas...»
Y su imaginación volaba. «Le dejaría crecer el pelo, como a un paje, y le rizaría un poco las puntas. Todo el mundo se volvería a mirarlo, y lo llevaría conmigo a la Via Tornabuoni.»
«Lo que usted desea», me hubiera gustado decirle, «no es un niño, sino una muñeca mecánica o un mono amaestrado.» Pero no lo dije, en parte porque no encontraba el equivalente en italiano de muñeca mecánica, y en parte porque no quería arriesgarme a que me aumentase otro quince por ciento la renta.
—¡Ah!, si yo tuviera un niño como ese. —Suspiró y entornó los ojos con humildad—. Me chiflan los niños. A veces pienso en adoptar uno, siempre que mi marido me lo permitiera. —Y durante unos segundos permaneció en silencio, como dándole vueltas a una nueva idea.
Unos días más tarde, estábamos sentados en el jardín después del almuerzo tomando café, y el padre de Guido, en vez de pasar de largo tras el alegre ¡buenos días! acompañado de una inclinación de cabeza, se detuvo y comenzó a hablarnos. Era un hombre guapo y atractivo, no muy alto pero bien proporcionado, de gran viveza y elasticidad en sus movimientos, lleno de vida. Su rostro, enjuto y moreno, estaba iluminado por los ojos grises de mirada más inteligente que jamás haya visto. Cuando intentaba sacar algo a uno o engañarle, lo cual era bastante frecuente, adoptaba una apariencia de infantil inocencia o de total franqueza y sus ojos brillaban con malicia, deleitándose en ello. Sin embargo, hoy no había ese brillo peligroso en sus ojos. No deseaba nada de nosotros, nada de valor: sólo consejo, un artículo del que la mayoría de la gente está deseando deshacerse. Pero quería consejo sobre un asunto que para nosotros era extremadamente delicado: la signora Bondi. Carlo se nos había quejado de ella en varias ocasiones. «El viejo es bueno», nos dijo, «muy bueno y atento.» Lo que significaba —supongo— que, entre otras cosas, se dejaba engañar con facilidad. «Pero su mujer...» Y nos narraba cuentos sobre su insaciable rapacidad; siempre reclamaba más de la mitad de la cosecha, que, según la ley, era lo que correspondía al propietario. Se quejaba de su suspicacia: ella le acusaba constantemente de trapisondista, de ladrón; ¡a él!, el espíritu de la honradez. (Decía esto golpeándose el pecho.) Se quejaba de su miope avaricia; no quería gastar lo necesario en abonos, no quería comprarle otra vaca o instalar luz eléctrica en los establos. Le compadecimos, pero con prudencia, sin expresar demasiado claramente nuestra opinión sobre el asunto. Los italianos son maravillosamente evasivos en su conversación; no soltarán prenda a la persona interesada hasta estar completamente seguros de que lo apropiado y necesario, y sobre todo lo seguro, es hacerlo así. Habíamos vivido suficiente tiempo entre ellos como para imitar su prudencia.
Hoy Carlo estaba menos quejoso que perplejo. La signora le había llamado para preguntar si le gustaría que ella le hiciese una oferta —todo ello con el cauteloso estilo italiano—: la de adoptar al pequeño Guido. El primer impulso de Carlo fue decir que no le agradaría en absoluto, pero eso hubiera resultado demasiado comprometedor, amén de descortés. Había contestado pues que lo pensaría, y ahora nos pedía consejo.
«Haga lo que le parezca mejor», fue, en realidad, nuestra contestación. No obstante, le dimos a entender, reservada pero inequívocamente, que a nuestro parecer la signora Bondi no resultaría la madre adoptiva ideal para el niño. Y Carlo parecía estar de acuerdo. Además, quería mucho al niño.
—Pero la cosa es que —terminó de decir con tristeza— si se le ha metido entre ceja y ceja quedarse con el niño, no habrá nada que la detenga. ¡Nada!
Sin embargo, pensaba yo, mientras se alejaba a grandes pasos por la terraza, en esos miembros tan elásticos, tras esos ojos grises tan brillantes, hay fuerza y vida suficiente como para oponer buena resistencia a las acumuladas energías vitales de la signora Bondi.
Algunos días después de este incidente, llegaron de Inglaterra mi gramófono y dos o tres cajas de discos. Nos vino muy bien en la colina, ya que era lo único que nos faltaba para colmar esa soledad espiritualmente fértil de la montaña: música, que, gracias al genio de Edison, ahora se puede llevar en una caja y sacar en cualquier soledad que uno elija visitar. Se puede vivir en el Sahara y oír cuartetos de Mozart, o selecciones de El clave bien temperado.
Carlo, que había bajado a la estación con su carro y su mula a buscar el bulto, estaba muy interesado por el aparato.
—Oiremos música de nuevo —dijo mientras yo desempaquetaba el gramófono y los discos—. Resulta difícil hacerla uno mismo.
A pesar de todo, pensaba yo, él se las arreglaba para hacer bastante. En las noches cálidas solíamos oírle tocar la guitarra y cantar suavemente, sentado a la puerta de su casa; el hijo mayor entonaba estridentemente la melodía acompañado de la mandolina, y en ocasiones se les unía toda la familia a coro; entonces la oscuridad se llenaba con sus voces guturales y apasionadas.
—Yo solía ir a las óperas del Politeama —prosiguió Carlo—. ¡Ah!, eran magníficas. Pero ahora cuesta cinco liras la entrada.
—Demasiado caro —asentí yo.
—¿Tiene usted Trovatore? —me preguntó.
Negué con la cabeza.
—¿Rigoletto?
—Me temo que no.
—¿Bohéme? ¿Fanciulla del West? ¿Pagliacci?
Tuve que seguir decepcionándole.
Puse «La ci darem» de Don Giovanni. Estuvo de acuerdo en que el canto era excelente, pero pude apreciar que no le agradaba mucho la música.
—No tiene comparación con Pagliacci —dijo por fin.
Carlo y sus hijos mayores dejaron de interesarse por el aparato y su música el primer día o a lo sumo el segundo. Preferían su guitarra y sus propias canciones.
Guido, por el contrario, se sintió muy interesado. El primer disco que escuchó, recuerdo bien, fue el tiempo lento del Concierto en Re Menor para dos violines de Bach. Ese fue el disco que puse en el plato giratorio tan pronto como me dejó Carlo. Me parecía, por decirlo de alguna forma, la pieza más musical con que refrescar mi sediento espíritu, la más fresca y cristalina de todas las bebidas. El primer movimiento acababa de iniciarse, y estaba empezando a desplegar sus puras y melancólicas bellezas cuando los dos niños, Guido primero y el pequeño Robin a continuación, sin aliento, entraron con gran estrépito procedentes del pórtico.
Guido se detuvo delante del gramófono y se quedó inmóvil, escuchando. Sus ojos, de un pálido azul grisáceo, se abrieron excepcionalmente. Me miró unos segundos con una mirada inquisidora, sorprendida y extasiada, sonrió ligeramente y se volvió en dirección a la fuente de aquellos increíbles sonidos. Imitando servilmente a su compañero, Robin se situó delante del gramófono, en la misma postura de Guido, al que miraba de cuando en cuando para asegurarse de que actuaba correctamente. Pero al poco tiempo se cansó.
—Soldados —dijo, volviéndose hacia mí—. Quiero soldados como en Londres.
Se acordaba de las alegres marchas a cuyo ritmo le encantaba desfilar, dando vueltas por la habitación, imaginando que era un regimiento.
—Después —le susurré, llevándome un dedo a los labios.
Robin fue capaz de permanecer en silencio por lo menos otros veinte segundos. Después agarró a Guido por un brazo al tiempo que gritaba:
—Vieni, Guido. Soldati. Vieni giocare soldati!
Fue la primera vez que vi a Guido impaciente:
— Vai! —murmuró con enojo, desasiéndose de la mano de Robin y empujándole sin contemplaciones. Y al mismo tiempo se aproximó un poco más al aparato.
Robin le miró atónito. Nunca había sucedido tal cosa. Entonces se echó a llorar y se me acercó en busca de consuelo.
Guando se pasó el disgusto (Guido estaba sinceramente arrepentido al finalizar la música y con su mente libre para ocuparse de Robin) le pregunté sobre su interés por la música. Me respondió que era bella. Pero bello en italiano es una palabra demasiado vaga que puede significar muchas cosas.
—¿Qué ha sido lo que más te ha gustado? —insistí.
Permaneció en silencio durante unos segundos, con el ceño fruncido. Al fin dijo:
—Bueno, me gustó la parte que... sonaba así. —Y tarareó un largo fragmento—. Y hay otras cosas que suenan al mismo tiempo... pero... ¿qué son esas cosas que suenan así?
—Se llaman violines —le dije.
—Violines —asintió—. Bien, el otro violín hacía así. —Volvió a tararear—. ¿Por qué no los puede uno cantar al mismo tiempo? Y, ¿qué hay en esa caja? ¿Qué es lo que le hace sonar así? —el borbotón de preguntas no cesaba.
Le contesté lo mejor que pude, enseñándole las espirales grabadas en el disco, la aguja y el diafragma. Le recordé cómo vibra la cuerda de una guitarra cuando uno la puntea, el sonido es una vibración en el aire Intenté explicarle cómo se imprimen esas vibraciones en el disco negro. Guido me escuchaba muy serio, asintiendo de vez en cuando. Tuve la impresión de que comprendió perfectamente cuanto decía.
Por entonces el pobre Robin estaba tan terriblemente aburrido que me compadecí de él y los mandé a los dos a jugar al jardín. Guido se marchó obediente, pero me di cuenta de que hubiera preferido permanecer dentro escuchando música.
Después de almorzar, cuando Robin había subido a su habitación a dormir la siesta, reapareció Guido.
—¿Puedo escuchar música ahora? —preguntó. Y durante una hora se sentó delante del aparato, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, mientras escuchaba los discos que yo iba poniendo uno tras otro.
Desde entonces vino todas las tardes. Muy pronto conoció toda mi discoteca; tenía sus preferencias y sus antipatías, y podía pedir lo que deseaba escuchar tarareando el tema principal.
—Ese no me gusta —decía del Till Eulenspiegel de Strauss—. Es parecido a lo que cantamos en casa. No es exactamente lo mismo, pero se parece mucho, ¿comprende? —Nos miraba perplejo e implorante, como rogándonos que comprendiéramos lo que quería decir. Nosotros asentimos con la cabeza y Guido prosiguió—: Y además, el final no parece corresponder bien al principio. —Tarareó un par de compases del Concierto en Re Menor de Bach.
Wagner estaba entre los que no le agradaban, y lo mismo Debussy. Cuando puse un disco con los arabescos de Debussy, me dijo:
—¿Por qué dice siempre la misma cosa?
Mozart le embelesaba. El dúo del Don Giovanni, que su padre encontró un poco vibrante, le encantaba a Guido. Pero prefería los cuartetos y las piezas para orquesta.
—Me gusta más la música que el canto —decía.
Y yo pensaba: a la mayoría de la gente le gusta más el canto que la música y encuentran a la orquesta impersonal, menos conmovedora que el solista. El pianista es la pulsación humana y el Do de pecho de la soprano es la nota personal. Por esa pulsación y esa nota, acuden los aficionados a millares a los conciertos.
Guido, en cambio, prefería la música. La obertura de las Bodas de Fígaro era una de sus favoritas. Casi al principio hay un pasaje en que el primer violín se eleva súbitamente, como un cohete, a las alturas de la belleza; cuando la música se acercaba a ese pasaje yo veía siempre una sonrisa que iluminaba el rostro de Guido, y cuando la música llegaba a la frase en cuestión, él aplaudía y reía con deleite.
Una tarde, cuando estábamos en medio de uno de nuestros conciertos, apareció la signora Bondi. Inmediatamente comenzó a mostrarse irresistiblemente afectuosa con el niño, le besó, le acarició la cabeza e hizo los más encendidos elogios sobre su aspecto. Guido se alejó de ella.
—¿Y te gusta la música? —le preguntó.
El niño asintió.
—Creo que tiene un don especial —afirmé—; en todo caso, tiene un oído perfecto y una capacidad para escuchar y analizar que jamás había visto en un niño de su edad. Estamos pensando alquilar un piano para que aprenda.
Instantes después, maldecía el momento en que se me ocurrió elogiar al niño con tanta franqueza, ya que inmediatamente la signora Bondi comenzó a hacer protestas de que si ella pudiera encargarse de la educación del niño, le daría los mejores profesores, revelaría su talento y haría de él un auténtico maestro y, de paso, un niño prodigio. Y en ese preciso momento, estoy seguro de que ya se veía sentada maternalmente, vestida con traje de raso negro y gran abundancia de perlas, al amparo de un gigantesco Steinway, mientras que un angélico Guido, vestido como el pequeño lord Fauntleroy, interpretaba a Liszt y a Chopin con el estrepitoso deleite de un atestado auditorio. Veía los complicados tributos florales y escuchaba las palabras con que los veteranos maestri, con lágrimas de emoción en los ojos, aclamaban el advenimiento del pequeño genio. Resultaba más importante que nunca para ella conseguir al niño.
—Has despertado su codicia —comentó Elizabeth cuando se hubo marchado la signora Bondi—. Será mejor que le digas la próxima vez que te equivocaste, que el niño no tiene ningún talento musical.
En su oportunidad, llegó el piano. Después de dar a Guido una mínima instrucción preliminar, le dejé a solas y en libertad. Comenzó por tocar de oído las melodías que anteriormente había escuchado, reconstruyendo la armonía sobre la que estaban basadas. Tras unas pocas lecciones, comprendió los rudimentos de la notación musical, y con sólo ver un pasaje podía leerlo, aunque despacio. El proceso completo de la lectura le resultaba difícil todavía; había aprendido a unir las letras de un modo u otro, pero nadie le había enseñado aún a leer palabras y frases enteras.
La primera vez que volví a ver a la signora Bondi aproveché para decirle que Guido me había defraudado. Su talento musical era realmente nulo. Afirmó que le afligía mucho oír aquello, pero me di cuenta de que no me creyó ni por un momento. Es probable que pensase que también nosotros andábamos tras el niño, para quedarnos con él, privándola así de lo que consideraba poco menos que un derecho feudal, porque después de todo, ¿no se trataba de sus colonos? Pues entonces, si alguien debía aprovecharse de la adopción del niño debería ser ella.
Con gran tacto y diplomacia reanudó sus gestiones con Carlo. Y le aseguró que el niño tenía genio. El señor extranjero se lo había dicho. Así pues, si Carlo le dejaba adoptar al muchacho, ella se encargaría de educarlo. Llegaría a ser un gran maestro y conseguiría contratos en Estados Unidos, París y Londres. Ganaría millones y más millones, y buena parte de esos millones serían, naturalmente, para Carlo. Pero antes el muchacho tenía que prepararse, y esos estudios eran muy caros. En su propio interés, así como en el de su hijo, debería permitir que ella se hiciese cargo del muchacho. Carlo respondió que lo pensaría y volvió a recurrir a nosotros para que le aconsejáramos. Le sugerimos que lo mejor, en todo caso, era esperar un poco hasta ver los progresos que hacía el muchacho.
A pesar de mis comentarios a la signora Bondi, sus progresos eran evidentes. Todas las tardes, mientras Robin dormía la siesta, Guido asistía a su concierto y su lección. Progresaba en su lectura, y sus diminutos dedos adquirían fuerza y agilidad. Pero lo más interesante desde mi punto de vista era que había comenzado a componer piececitas originales. Algunas las pasé a papel pautado mientras las tocaba y aún las conservo. La gran mayoría son cánones, por muy sorprendente que me pareciese entonces. Sentía pasión por ellos, y cuando le expliqué los fundamentos de esa forma se quedó encantado.
—¡Es hermoso! —dijo con admiración—, es realmente hermoso. ¡Y tan fácil!
Esta palabra me sorprendió, ya que después de todo el canon no es tan evidentemente sencillo. A partir de entonces, se pasó la mayoría del tiempo que dedicaba al piano componiendo cánones para entretenerse. Algunos eran notablemente ingeniosos. Pero en la composición de otros tipos de música no demostró un ingenio tan fértil como yo había esperado. Compuso y armonizó un par de tonadas solemnes como si fueran himnos y otras piezas más alegres al estilo de las marchas militares. «No es un Mozart», conveníamos, mientras volvíamos a tocar sus piezas. Debo confesar que yo me sentía poco menos que defraudado. Casi no merecía la pena preocuparme, así me lo parecía, por algo que no fuese al menos un Mozart.
No era un Mozart, no, pero era alguien tan genial como más tarde descubriría. Fue una mañana de comienzos de verano. Estaba sentado a la fresca sombra de nuestra terraza trabajando; Guido y Robin jugaban en el jardincillo cercado de abajo. Enfrascado en mi trabajo, tardé bastante tiempo en darme cuenta de que los niños apenas hacían ruido, y como por experiencia sé que cuando los niños guardan silencio es generalmente porque están entretenidos en alguna deliciosa travesura, me levanté y eché una mirada por encima de la balaustrada, esperando verles encendiendo una hoguera, chapoteando en el agua o cubiertos de alquitrán. Pero lo que vi fue a Guido que, con un palo quemado, demostraba sobre las lisas piedras del camino que el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados.
Arrodillado en el suelo, dibujaba sobre los adoquines con la punta del palo tiznado. Y Robin, arrodillado junto a él por imitarle, comenzaba a impacientarse, según pude observar por el lento desarrollo del juego.
—Guido —le dijo, pero Guido continuó con su dibujo—. ¡Guido! —Y el pequeño estiró el cuello para poder mirar la cara de Guido de abajo arriba.
—¿Por qué no dibujas un tren?
—Después —contestó Guido—. Antes voy a enseñarte esto. Es tan bello —añadió con aire zalamero.
—Pero yo quiero un tren —insistió Robin.
—En seguida, pero espera un poco —el tono era poco menos que suplicante.
Robin se armó de paciencia, y al minuto Guido había terminado sus dos dibujos.
—¡Ya está! —gritó triunfalmente, enderezándose para verlos—. Ahora te lo explico.
Y comenzó a demostrar el teorema de Pitágoras, por el simple y satisfactorio método que probablemente emplease el propio Pitágoras. Había dibujado un cuadrado y lo había dividido con un par de perpendiculares cruzadas en dos rectángulos iguales y dos cuadrados. Los dos rectángulos iguales los dividió, trazando sus diagonales, en cuatro triángulos rectángulos idénticos entre sí. Los dos
consecuentemente se ven como cuadrados junto a los dos lados que no sean la hipotenusa de cualquiera de estos triángulos. Esto en cuanto al primer diagrama; en el siguiente tomó los cuatro triángulos rectángulos en que fueron divididos los anteriores rectángulos y los dispuso alrededor del cuadrado original, de forma que sus ángulos rectos ocupasen las esquinas del cuadrado, con las hipotenusas dirigidas hacia dentro, de forma que cada uno de los lados de este cuadrado estuviese formado por un lado grande y otro pequeño de los triángulos (que son igual a la suma de los lados). De este modo, el cuadrado original está dividido en cuatro triángulos rectángulos y el cuadrado que forman las hipotenusas. Los cuatro triángulos son iguales a los dos rectángulos del diagrama original. Por consiguiente, el cuadrado que forman las hipotenusas es igual a la suma de los dos cuadrados —los cuadrados de los dos catetos— en que fue dividido, junto con los rectángulos, el cuadrado original.
Con un vocabulario nada técnico, pero con claridad y con una lógica implacable, Guido expuso su demostración. Robin le escuchaba con una expresión de total incomprensión en su radiante y pecoso rostro.
—Treno —solía repetir de vez en cuando—. Treno. Haz un tren.
—En seguida —suplicó Guido—. Espera un momento y mira esto, por favor —y le halagaba y engatusaba—. Es tan bonito y tan fácil.
Tan fácil... El teorema de Pitágoras parecía explicarme la predilección de Guido por la música. No era un pequeño Mozart a quien habíamos estado protegiendo; se trataba de un pequeño Arquímedes, que, al igual que la mayoría de sus congéneres, tenía una cierta propensión musical.
—Treno, treno —gritaba Robin cada vez más impaciente, a medida que avanzaba el desarrollo de la demostración.
Y cuando Guido insistió en proseguir la explicación, Robin perdió la paciencia, gritó y comenzó a darle puñetazos.
—Está bien —dijo Guido resignado—, te haré un tren. —Y con su palo quemado comenzó a garabatear en las piedras.
Seguí observando en silencio. No era un tren muy acertado. Guido podía ser capaz de inventar y demostrar el teorema de Pitágoras, pero no valía gran cosa como dibujante.
—Guido —le llamé, y los dos niños se volvieron a la vez, levantando la cabeza—. ¿Quién te ha enseñado a dibujar esos cuadrados? —Era posible, por supuesto, que alguien se lo hubiese enseñado.
—Nadie —y negó con la cabeza. Luego, con cierta ansiedad, intentó disculparse y explicar—. ¿Sabe usted?, ¡a mí me parecen tan bonitos! Porque esos cuadrados —y señaló los dos cuadrados pequeños del primer dibujo— son igual de grandes que este —y alzó los ojos hacia mí con una sonrisa implorante.
—Sí, es maravilloso —y asentí con la cabeza, al tiempo que añadía—: Es realmente maravilloso.
En su rostro apareció una expresión de alivio y se echó a reír con ganas.
—Pero yo quiero un tren —protestó Robin.
Apoyado en la balaustrada de la terraza, miraba a los niños jugar abajo, y medité sobre la cosa extraordinaria que acababa de presenciar y su significado.
Pensaba en las grandes diferencias existentes entre los seres humanos. Clasificamos a los hombres por el color de sus ojos o de su pelo, o por la forma de sus cráneos. ¿No sería más juicioso dividirlos en especies intelectuales? Seguramente habría abismos más hondos entre los tipos mentales extremos de esta división que entre un bosquimano y un escandinavo. Este niño, seguí pensando, cuando crezca, será intelectualmente con respecto a mí lo que un hombre es comparado con un perro. Y posiblemente haya hombres y mujeres que comparados conmigo son casi perros.
Quizá los hombres geniales sean los únicos hombres auténticos. En toda la historia de la humanidad tan sólo ha habido algunos miles de hombres verdaderos. El resto de nosotros ¿qué somos? Animales capaces de aprender. Sin la ayuda de los auténticos hombres no hubiéramos descubierto casi nada. Casi todas las ideas con las que estamos familiarizados nunca habrían surgido de cerebros como los nuestros. Sembrad en ellos las semillas y se desarrollarán, pero nuestros cerebros nunca habrían llegado a engendrarlas espontáneamente.
Han existido naciones de perros, pensaba, épocas completas en que no nació un solo hombre. Los griegos tomaron de los egipcios su tosca experiencia, sus métodos empíricos, y crearon las ciencias. Antes de que Arquímedes tuviese un digno sucesor, pasaron mil años. Tan sólo ha existido un Buda, un solo Jesús, conocemos un solo Bach y un único Miguel Angel.
¿Será casualidad —me preguntaba— que sólo nazca un hombre de tarde en tarde? ¿Qué motivará que aparezca toda una constelación de ellos en una misma época y procedentes del mismo pueblo? Taine consideraba que Leonardo, Miguel Angel y Rafael nacieron en la misma época porque el momento estaba maduro para la aparición de grandes pintores y el paisaje italiano era adecuado.
La doctrina resulta extrañamente mística, pero, no obstante, puede ser cierta. Pero, ¿qué decir de los que nacen a destiempo? ¿Cómo explicar esos casos? Por ejemplo, Beethoven nacido en la Grecia clásica se habría tenido que contentar con tocar melodías menores en la flauta o la lira; en aquellas circunstancias intelectuales a duras penas le habría sido posible concebir la naturaleza de la armonía.
Este niño, pensé, ha tenido la suerte de nacer en una época en la que podrá hacer excelente uso de sus dones. Imaginemos que Guido hubiera nacido en plena Edad de Piedra; habría quemado toda una vida en el descubrimiento de los principios, intuyendo vagamente lo que ahora puede tener la posibilidad de probar. Si hubiera nacido cuando la conquista normanda, habría tenido que luchar con todas las dificultades preliminares nacidas de un simbolismo impropio; le hubiera costado un montón de tiempo, por ejemplo, aprender a dividir MMMCCCCLXXXVIII entre MCMXIX. Ahora, en cinco años, aprenderá el resultado de los descubrimientos de múltiples generaciones.
De dibujar trenes en el jardín, los niños habían pasado a jugar a ellos. Robin hacía puf-puf y Guido arrastraba los pies tras él dando pitidos. Avanzaban, retrocedían, paraban en estaciones imaginarias, cambiaban de vía, cruzaban puentes con gran estrépito, se precipitaban a través de túneles y en ocasiones hasta descarrilaban o chocaban. El joven Arquímedes parecía tan feliz como el pequeño bárbaro de pelo rubio. Unos minutos antes, había estado muy ocupado con el teorema de Pitágoras. Ahora, pitando infatigablemente a lo largo de imaginarios raíles, se sentía contento arrastrando los pies hacia adelante o marcha atrás entre los cuadros de flores y las columnas del pórtico, o entrando y saliendo de los sombríos túneles que formaban los laureles. El hecho de que uno vaya a ser Arquímedes no impide ser mientras tanto un niño alegre y normal.
En las semanas siguientes, alterné las lecciones diarias de piano con las de matemáticas; más que lecciones eran insinuaciones, ya que tan sólo le hacía sugerencias, le indicaba métodos y le dejaba desarrollar sus ideas detalladamente. De esta forma, le puse en contacto con el álgebra enseñándole otra demostración del teorema de Pitágoras. Guido quedó tan encantado con los principios de álgebra que le enseñé como si le hubiera regalado una locomotora de vapor, quizá más ilusionado, porque la máquina permanece idéntica siempre, y en todo caso perdería su atractivo, mientras que los principios de álgebra continuarían creciendo y floreciendo con exuberancia en su cerebro. El nuevo juguete era inagotable en sus potencialidades.
Alternando con la aplicación del álgebra el segundo libro de Euclides, experimentábamos con círculos; clavábamos unos palos de bambú en la tierra reseca y medíamos sus sombras a distintas horas del día; de esas observaciones obteníamos conclusiones sensacionales. En ocasiones, para divertirnos, recortábamos y doblábamos papeles para formar pirámides y cubos. Cierta tarde, se presentó Guido con un endeble dodecaedro que sostenía cuidadosamente entre sus manos bastante sucias.
—É tanto bello! —decía mientras nos lo mostraba.
Cuando le pregunté cómo se las había arreglado para hacerlo, se limitó a sonreír y contestó que había sido tan fácil... Miré a Elizabeth y me eché a reír. Pero hubiera resultado un símbolo más acertado para la ocasión, al menos eso me parecía, haberme puesto a cuatro patas y ladrar de admiración.
Fue un verano excepcionalmente caluroso. A principios de julio nuestro pequeño Robin, poco acostumbrado a soportar temperaturas tan elevadas, comenzó a ponerse pálido y a fatigarse; se mostraba indiferente y perdió el apetito y la energía. El médico aconsejó que respirase aires de montaña, por lo que decidimos pasar las diez o doce semanas siguientes en Suiza. Mi regalo de despedida a Guido fueron los seis primeros libros de Euclides en italiano. Comenzó inmediatamente a pasar páginas, quedándose extasiado con los grabados.
—Si yo pudiese leer como es debido... —dijo—. Pero soy tan estúpido... Ahora me pondré a aprender de verdad.
Desde nuestro hotel cerca de Grindelwald le enviamos, en nombre de Robin, varias tarjetas postales de vacas, trompas de los Alpes, chalets suizos, flores de edelweiss y cosas por el estilo. No recibimos ninguna respuesta, pero tampoco la esperábamos. Guido apenas sabía escribir y no había motivo para que su padre o sus hermanas se molestasen en escribirle las cartas. Consideramos como buenas noticias el que no las hubiera. Y un día de comienzos de septiembre llegó al hotel una extraña carta. El gerente del hotel la había clavado en el tablón de anuncios del hall. Al pasar por delante del tablón a la hora de comer, Elizabeth se detuvo a mirar.
—Debe de ser de Guido —dijo.
Me acerqué y por encima de su hombro miré el sobre. No iba franqueado y estaba negro a fuerza de estampillas. La dirección estaba escrita con lápiz, y las letras grandes e inseguras, todas mayúsculas, se desparramaban por el sobre. En la primera línea se leía: AL BABBO DI ROBIN, y a continuación una versión muy libre del nombre del hotel y del lugar. Alrededor de la dirección los desconcertados funcionarios de correos habían garabateado posibles correcciones. La carta había estado rodando de un extremo a otro de Europa durante más de una quincena.
«Al babbo di Robin. Al padre de Robin.» Me eché a reír. El que la carta hubiese llegado hasta aquí decía mucho en favor de la habilidad de los carteros. Me acerqué a la oficina del gerente, alegué las razones que tenía para reclamar la carta y, tras pagar cincuenta céntimos de recargo por la falta de sello, me entregaron la carta, y fuimos a almorzar.
—La letra es excelente —convinimos entre risas mientras examinábamos de cerca la carta—. Gracias a Euclides —añadí—. Es el resultado de entregarse a la pasión dominante.
Pero al abrir el sobre y ver el contenido dejé de reírme. La carta, de estilo casi telegráfico, no podía ser más breve. Sono dalla Padrona. Non mi Piace ha Rubato il mio Libro non Voglio Suonare piu Voglio Tornare a Casa Venga Subito Guido, decía.
—¿Qué dice?
—Esa maldita mujer se ha apoderado de él —respondí, pasando la carta a Elizabeth.
BUSTOS de hombres con sombreros flexibles, estatuas de niñitas, querubines, figuras cubiertas con velos; los más raros y variados ídolos gesticulaban y nos hacían señas cuando pasábamos. Fotos amarillentas, estampadas indeleblemente en estaño y empotradas en la roca viva, nos miraban a través de los cristales desde las más humildes cruces, lápidas y columnas derruidas. Señoras difuntas ataviadas a la moda de hace treinta años sonreían con tristeza desde sus recuadros de mármol. Caballeros de negros bigotes, señores de blancas barbas, jóvenes pulcramente afeitados contemplaban fijamente o desviaban la mirada, mostrando un perfil romano. Niños muy tiesos en sus negros trajes abrían mucho los ojos y sonreían trabajosa y obedientemente porque así se les había dicho que lo hicieran. Los difuntos más ricos reposaban en puntiagudas construcciones góticas de mármol. La gran mayoría, menos próspera, reposaba en comunidades atestadas, pero perfectamente alojada bajo ininterrumpidos y lisos suelos de mármol, en los que cada losa cubría una tumba diferente.
Estos cementerios del Continente, pensaba mientras Carlo y yo caminábamos entre los muertos, son más aterradores que los nuestros, porque estas gentes prestan mayor atención a los difuntos que nosotros. Aquí hay un centenar de estatuas gesticulantes por cada una que haya en un cementerio inglés. Hay muchos más panteones familiares, «más lujosos y mejor equipados» (como se dice de los hoteles o de los transatlánticos) de los que pueden encontrarse en nuestro país. Y en cada lápida hay fotografías incrustadas para recordar a los pulverizados huesos la forma que deberán adoptar el Día del Juicio Final; a un lado de cada una de ellas cuelgan lamparillas destinadas a arder esperanzadoramente el día de Todos los Santos.
—Si lo hubiera sabido —repetía Carlo—. ¡Si por lo menos lo hubiera sabido! —Su voz me llegaba como muy lejana—. Entonces no le importó nada. ¿Cómo podía haberme imaginado que luego lo tomaría tan a pecho? ¡Y ella! Ella me engañó, me mintió.
Le aseguré una vez más que no era culpa suya. Aunque en realidad lo era en parte, como también lo era mía. Yo debería haber previsto esa posibilidad e intentado protegerle de algún modo contra ella. Y él no debía haber dejado marchar al niño, ni siquiera provisionalmente durante un período de prueba, aunque la mujer le hubiera presionado para que accediese. Y la presión había sido considerable. Los hombres de la familia de Carlo venían trabajando en aquella tierra arrendada desde hacía más de un siglo, y ahora la signora Bondi había hecho que el viejo le amenazase con echarlos a la calle. Hubiera sido terrible abandonar aquel lugar, amén de que encontrar otro no era nada fácil. Se le dio a entender, no obstante, con toda claridad que podría quedarse si permitía a la signora que se encargase del pequeño. Para empezar sería un período corto, lo suficiente como para ver qué tal le iba. No se ejercería sobre él coacción de ningún género si no quería quedarse. Y todo sería en beneficio de Guido y, a fin de cuentas, de su padre también. Todo lo que el inglés había dicho acerca de que el niño no tenía tanta disposición para la música como en principio le había parecido no era cierto, evidentemente. Tan sólo se trataba de envidia y mezquindad de espíritu; el hombre quería atribuirse el mérito de lo que llegase a ser Guido, eso era todo. Y era obvio que el muchacho no aprendería nada con él. Lo que realmente necesitaba era un auténtico profesor. Toda la energía de la signora se volcó en esta campaña. Comenzó cuando nosotros dejamos la casa. Sin ningún género de dudas, pensó que era esencial quedarse con el niño antes de que nosotros pudiéramos hacer nuestra oferta, porque para ella era obvio que nosotros deseábamos tener a Guido tanto como ella lo deseaba.
Día tras día repetía el ataque. Al final de la primera semana, envió a su marido para que se quejase del estado de las cepas; estaban en estado lamentable, y había decidido, o medio decidido, despedir a Carlo. Sumiso, avergonzado, obedeciendo órdenes superiores, el anciano lanzó sus amenazas. Al día siguiente, la signora Bondi volvió a la carga. El padrone, manifestó, estaba furioso, terriblemente irritado, pero ella haría todo lo que pudiese, todo lo posible para ablandarle. Y tras una pausa significativa continuó parloteando de Guido.
Al fin Carlo cedió. La mujer era demasiado porfiada y tenía demasiados triunfos en la mano. El chico podría pasar con ella uno o dos meses a prueba. Después, si él expresaba su deseo de quedarse, podría adoptarle con todas las de la ley. Ante la idea de pasar unas vacaciones en la playa, y fue a la playa donde le dijo la signora Bondi que iban, Guido se emocionó, loco de alegría. Había escuchado a Robin muchas veces hablar del mar, «tanta acqua». Y ahora iba a tener la oportunidad de ver esa maravilla. Muy contento, se despidió de su familia.
Pero una vez finalizadas las vacaciones junto al mar, cuando la signora Bondi le llevó a su casa de Florencia, comenzó a sentir nostalgia. La signora, evidentemente, le trataba con demasiada bondad, le compró ropa nueva, le llevó a tomar el té a la Via Tornabuoni y le atiborraba de pasteles, helados de fresa, nata batida y chocolatinas. Pero le hacía practicar el piano más de lo que a él le gustaba, y lo que era peor, le quitó sus libros de Euclides con el pretexto de que perdía mucho tiempo con ellos. Y cuando dijo que quería volver a casa lo fue retrasando con falsas promesas y excusas. Le dijo que no podía llevarlo inmediatamente, pero que la próxima semana, si entretanto era bueno y trabajaba al piano... Y cuando llegó el momento le dijo que su padre no quería que volviese a casa. Y redobló sus mimos, le hizo regalos muy valiosos y le atiborró con toda clase de alimentos de lo más malsano para un niño. Todo era inútil, a Guido no le gustaba su nueva vida, no quería hacer escalas, suspiraba por sus libros y deseaba ardientemente volver con sus hermanos. Entretanto, la signora Bondi continuaba albergando la esperanza de que el tiempo y las golosinas terminarían por ganarle al niño. Para mantener alejada a su familia, escribía con cierta frecuencia a Carlo cartas que en apariencia venían de la playa (se tomó la molestia de enviárselas a una amiga, que las franqueaba y reexpedía a Florencia) y en las que describía un panorama encantador acerca de la felicidad que rodeaba a Guido.
Fue entonces cuando Guido me escribió su carta. Abandonado, según creía, por su familia, debió de recurrir a mí como su única y última esperanza. Y la carta, con su fantástica dirección, había tardado una quincena en llegar. Una quincena debió parecerle una eternidad; y al igual que un siglo sucede a otro poco a poco, sin duda el pobrecito llegó a convencerse de que yo también le había abandonado. No le quedaba ninguna esperanza.
—Aquí es —dijo Carlo.
Levanté la mirada y me encontré frente a un enorme monumento. Y con letras de bronce roblonadas en la lápida, una larga leyenda en la que se explicaba que el inconsolable Ernesto Bondi había erigido aquel monumento en memoria de su amada Anunziata, su primera esposa, arrebatada de su lado por una muerte prematura.
—Aquí le han enterrado.
Permanecimos en silencio durante largo rato. Las lágrimas se me saltaron al pensar en el pobre niño que yacía enterrado allí. Pensé en aquellos ojos, luminosos y graves, en la curva de su hermosa frente, en la caída de su melancólica boca, en la expresión radiante que iluminaba su rostro cuando aprendía una nueva cosa que le agradase, o cuando escuchaba una pieza de música que le gustaba. Y esa hermosa criatura había muerto, y el espíritu que habitaba en esa forma, aquel prodigioso espíritu, también había sido destruido casi antes de que hubiera comenzado a existir.
Y la tristeza que debió de anteceder al acto final, la desesperación del niño, su convicción de estar completamente abandonado... eran cosas terribles para pensar en ellas.
—Creo que será mejor que nos vayamos —dije al fin, y toqué el brazo de Carlo.
Permanecía inmóvil como un ciego; de entre sus párpados, entornados, brotaron las lágrimas, que durante unos segundos permanecieron suspendidas para luego rodar a lo largo de sus mejillas. Sus labios temblaban.
—Vamos —insistí.
El rostro, que había permanecido tranquilo en su dolor, repentinamente se crispó; abrió los ojos y a través de las lágrimas relampaguearon con violenta cólera.
—La mataré —dijo—. La mataré. Cuando pienso en él lanzándose al abismo... cayendo por los aires... —hizo un ademán violento con las dos manos y las bajó velozmente desde más arriba de la cabeza, deteniéndolas con un súbito espasmo a la altura del pecho— para estrellarse contra el suelo. —Se estremeció—. Ella es tan responsable como si le hubiera empujado. La mataré. —Y apretó los dientes con fiereza.
Es más fácil encolerizarse que estar triste, es menos doloroso. Pensar en la venganza es confortador.
—No hable así —le dije—. No es bueno. Resulta estúpido, y además ¿para qué? —Ya anteriormente había tenido accesos parecidos, cuando el dolor se hacía tan intenso que había intentado evadirlo. Antes de esto, yo había tenido que persuadirle para que aceptase el más arduo camino del dolor—. Es estúpido hablar de ese modo —le repetía al tiempo que le conducía por el lúgubre laberinto de tumbas, donde la muerte parecía aún más pavorosa de lo que es.
Cuando salimos del cementerio se había calmado bastante. Su ira se había apaciguado, dando paso a la aflicción de la que se derivaba toda su fuerza y su amargura. Durante unos segundos nos detuvimos a contemplar Florencia, que se extendía en el valle a nuestros pies. Era un día de nubes fluctuantes: grandes masas grises, blancas y doradas, entre las cuales se veían trozos de un azul claro y transparente. El sol del atardecer caía suave y suntuosamente sobre los innumerables tejados pardos y rosáceos de la ciudad. Y las torres parecían barnizadas, esmaltadas en oro viejo. Pensé en todos los hombres que habían vivido aquí, que habían dejado huellas evidentes de su espíritu, de su genio, y concebido cosas extraordinarias. Pensé en el niño muerto.