MAX AUB - LA LANCHA

MAX AUB

ESPAÑA

MAX AUB 1903-1972 Nació en París y residió largo tiempo en México. Cultivó la poesía, la novela, el teatro, el ensayo y la crítica literaria. Fue uno de los escritores más representativos de su generación. Entre sus novelas figuran: Campo cerrado (1943), Campo de sangre (1945), Campo abierto (1951), La calle de Valverde (1961), etc. De sus obras de teatro merecen destacarse: Espejo de avaricia (1931), Morir por cerrar los ojos (1945), El rapto de Europa (1945) y Obras en un acto (1960).

EL DECÍA que era de Bermeo, pero había nacido del otro lado de la ría de Mundaca. Lo que pasaba era que aquel caserío no tenía nombre, o varios, que es lo mismo. Esas playas y escarpes fueron todo lo que supo del mundo. Para él el Finisterre se llamaba Machichaco, Potorroarri y Uguerriz; el Olimpo, Sollube; París, Bermeo; y los Campos Elíseos, la Alameda de la Atalaya. Su mundo propio, su Sahara, el Arenal de Laida y el fin del mundo, por oriente, el Ogoño, tajado a pico por todas partes, romo y rojizo. Más allá estaba Elanchove y los caballeritos de Lequeitio, en el infierno. Su madre fue hija de un capataz de una fábrica de armas de Guernica. El padre, de Matamoros y minero: no duró mucho. Lo llamaban El Chirto quizá porque era medio tonto. Cuando se puso malo dejó las minas —Franco-belges des mines de Somorrostro— y se vino a trabajar en una serrería. Allí, entre máquinas de acepillar y machihembrar creció Erramón Churimendi.

Lo que le gustaba eran las lanchillas pequeñas de vapor, las boniteras, las traineras para la sardina. Los aparejos de pescar: los palangres, los cedazos, las nasas, las redes. El mundo era el mar y los verdaderos seres vivos las merluzas, los congrios, los meros, los atunes, los bonitos. Sacar con salabardo el pescado moviente; pescar anchoas o sardinas con luz o al galdeo, atún y bonito con curricán, a la cacea.

Con sólo poner el pie en una barca, se mareaba. No tenía remedio. Acudió a todas las medicinas oficiales y escondidas, a todos los consejos dichos o susurrados. A don Pablo —el de la botica—, a don Saturnino —el del Ayuntamiento—, a Cándida —la criada de don Timoteo—, al médico de Zarauz, que era de Bermeo. No le valió: con sólo poner el pie en una barca, se mareaba. El mismo recurrió a cien estratagemas: embarcarse en ayunas, bien almorzado, sobrio, borracho, al desvelo; y aun a los ensalmos que le proporcionó la Sebastiana, la del arrabal; a las cruces, a los limones, al pie derecho, al izquierdo, a las siete en punto de la mañana, al cuarto creciente, a las mareas, a los amuletos, a las hierbas, al día de la semana, a las misas y padrenuestros, a la sola voluntad y sueño propio: «—Ya no me mareo, ya no me mareo—». Pero no tenía remedio. Tan pronto como pisaba una tabla moviente, se le revolvía el adentro, perdía la noción de sí mismo y se tenía que acurrucar en una esquina de la lancha procurando pasar inadvertido de los pescadores que lo llevaban. Pasaba unos ratos terribles. Pero no era de los que desmayaban y durante años intentó repetidamente la aventura. Porque, claro, la gente se reía de él —poco, pero se reía de él. Luego se aficionó al vino ¿qué iba a hacer? El chacolí es un remedio. Erramón no se casó, ni siquiera le pasó por las mientes el hacerlo. ¿Quién se iba a casar con él? Era un buen hombre. Eso lo reconocían todos. Y tampoco tenía la culpa de nada. Pero se mareaba. El mar jugaba con él sin derecho alguno.

Dormía en un barracón, cerca de la ría. Aquello era suyo. Hubo allí un hermoso roble —si digo hubo, por algo será. Era un árbol de veras espléndido. Alto tronco, altas ramas. Un roble como hay pocos. El árbol era suyo y cada día, cada mañana, cada noche, al paso, el hombre tentaba el tronco como si fuese la grupa de un caballo o el flanco de una mujer. A veces hasta le hablaba. Le parecía que la corteza era tibia y que el árbol le quedaba agradecido. La rugosidad del tronco correspondía perfectamente a la epidermis carrasposa de las palmas de la mano de Erramón. Se entendían muy bien él y su roble.

Erramón era un hombre muy metódico. Trabajaba en lo que fuera con tal de que no fuese lo mismo. Lo hacía todo con voluntad y aseo. Le llamaban para cien faenas distintas: componer redes, cavar, ayudar en la serrería que fuera de su padre; lo mismo alzaba una barda que calafateaba o se ganaba alguna peseta ayudando a entrar el pescado. No decir que no a nada. Además Erramón cantaba, y cantaba bien. En la taberna le tenían en mucho. Una de sus canciones —en vasco— decía:

—Todos los vascos son iguales.

—Todos menos uno.

—Y a ese ¿qué le pasa?

—Ese es Erramón.

—Y es igual a los demás.

Erramón soñó una noche que no se mareaba. Estaba solo en una barquichuela, mar adentro. La costa se veía fina y lejana. Sólo el Ogoño, rojo, relucía como un sol falso que se hundiera tierra adentro. Erramón era feliz como nunca lo fue. Se tumbó en el fondo de su lancha y se puso a mirar las nubes. Sentía en su espalda el vaivén inmortal del mar que le mecía. Las nubes pasaban veloces empujadas por un viento que le saludaba de largo. Las gaviotas dando vueltas le gritaban su bienvenida:

—¡Erramón, Erramón!

Y otra vez:

—¡Erramón, Erramón!

Parecían palomas de orla. Erramón cerró los ojos. Estaba en el mar y no se mareaba. Las olas le hamaqueaban en su bamboleo, flujo y reflujo eterno, tumbo va y tumbo viene, en dulce remecer y cunear... Tenía toda su niñez alrededor de la garganta y, sin embargo, en aquel momento, Erramón no tenía recuerdos; ni otros deseos que el de seguir siempre así. Acariciaba las paredes de su lancha. De pronto, sus manos le hablaron. Erramón levantó la cabeza sorprendido: ¡no se equivocaba! ¡Su bote estaba hecho con la madera de su roble!

Fue tal la impresión que despertó.

De allí en adelante cambió la vida de Erramón. Se le metió en la cabeza que si hacía una lancha con su árbol no se marearía. Para no llevar a cabo ese crimen bebió más chacolí que de costumbre, pero no podía dormir. Se volvía y revolvía en su camastro, perseguido por las estrellas. Oía su sueño. Intentaba convencerse de lo absurdo que aquello era:

—Si me he mareado siempre, seguiré mareándome.

Se volvía sobre el costado izquierdo.

Se levantaba a mirar su árbol, lo acariciaba.

—Salgo perdiendo, ¿o qué?

Pero en el fondo comprendía que no debía hacerlo, que sería un crimen. ¿Qué culpa tenía su roble de que él se mareara? Pero Erramón no pudo resistir mucho tiempo la tentación de su sueño, y una mañana, él mismo, ayudado por Ignacio, el del aserradero, tumbó el árbol. Cuando cayó, Erramón se sintió muy triste y muy solo, como si se le hubiese muerto el ser más querido de la familia que ya no tenía. Le costaba trabajo reconocer ahora su barracón tan solitario. Sólo de espaldas, frente a la ría, estaba tranquilo.

Cada tarde iba a ver cómo su roble se convertía en lancha. Sucedía eso en la misma playa donde su amigo Santiago, carpintero de ribera y calafate, la construía. Del tronco salió todo: quilla, varengas, cuadernas, roda y bao, hasta los asientos y los remos y un mastilillo, por si acaso.

Y así fue como una mañana de agosto en que el mar no lo parecía, de tan quieto, Erramón lo surcó, hacia dentro, en su barquichuela nueva. La lancha era de maravilla, volaba al impulso virgen del hombre; metía este los remos con suavidad y luego echaba atrás la espalda antes de darle a sus brazos la contracción leve que la empujaba volandera. Por primera vez Erramón se sentía borracho: se le iba el santo al cielo. Se alejó de la costa. Metía el remo derecho para dar vueltas y luego el contrario para zigzaguear. Después los retiró y se puso a acariciar la madera de su bote. Lentas, las tablas rezumaban un poco de agua. Erramón llevó las manos a su frente para remojársela. La quietud era absoluta: ni una nube, ni un soplo de viento, ni siquiera una gaviota. La tierra se había sumergido. Erramón puso sus manos en la borda y la acarició. De nuevo sacó las palmas mojadas. Se extrañó un poco: hacía tiempo que las salpicaduras habían sido secadas por el sol. Recorrió con la vista el interior de la lancha: de toda ella trazumaba lentamente un poco de agua. En el fondo había ya una ligera capa brillante. Erramón no sabía a qué atenerse. Volvió a pasar la mano por los flancos de su barca. No había duda: la madera dejaba filtrar agua. Erramón miró en torno, una ligera inquietud empezó a roerle el estómago. El mismo había ayudado a calafatear su bote y no le cabía duda que el trabajo se había realizado concienzudamente. Se inclinó a inspeccionar las junturas: estaban secas. ¡Era la madera la que exudaba el agua! Impensadamente se llevó la mano a la boca: ¡El agua era dulce!

Empezó a remar desesperadamente, pero el bote no se movía a pesar de sus frenéticos esfuerzos. Miró con afán a su alrededor. Le pareció que su lancha estaba encallada entre las ramas de un enorme árbol submarino, cogida como en una mano. Remó a cuanto más podía: el bote no adelantó. ¡Y ahora podía ver, ver con sus propios ojos, cómo la madera de su árbol extravenaba agua limpísima y fresca! Erramón cayó de rodillas y empezó a achicar con las manos, que no traía balde.

Pero el casco seguía manando cada vez más abundantemente. Era ya un manantial de mil ojos. Y del mar parecían surgir ramas.

Erramón se santiguó.

No le volvieron a ver por las costas de Vizcaya. Unos dijeron que se le había apercibido por San Sebastián, otros que si en Bilbao. Algún marinero habló de un pulpo enorme que apareció por aquel tiempo. Pero, de cierto, nadie pudo dar ya razón de él. El roble volvió a crecer. La gente se alzó de hombros. Corrió la voz de que estaba en América. Luego, nada.

Antología de la novela corta universal
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