LUIGI PIRANDELLO - LA CORONA
LUIGI PIRANDELLO
ITALIA
LUIGI PIRANDELLO 1867-1936 Antes de revelarse como uno de los más destacados dramaturgos que ha producido nuestro siglo, Pirandello se había dedicado principalmente a la poesía, la novela y el cuento. Nacido en Sicilia, estudió en la universidad de Roma y más tarde se doctoró en filología en Alemania. Tuvo que hacer frente a muchas adversidades antes de que le sonriera la fama. Premio Nobel de Literatura en 1934.
EL DOCTOR CIMA se detuvo a la entrada del parque municipal que se alzaba sobre la colina, a la salida del pueblo; contempló unos momentos su rústica cancela de una sola hoja, apoyada en dos pilares no menos rústicos, tras los que se elevaban dos tristes cipresillos (tristes pese a que los rodeasen, con risueñas guirnaldas, unos rosales trepadores); ojeó el empinado camino que subía por la colina desde la cancela hasta la cumbre —donde, entre árboles, podía distinguirse un quiosco con pretensiones de pagoda—, y confió en que las ganas de darse un paseíto por aquel viejo parque casi abandonado consiguiesen vencer en él la flojedad que había producido en sus miembros la embriagadora tibieza del sol matinal.
El umbrío frescor de la colina estaba saturado de fragancias silvestres: amargosas de endrina, densas y agudas de mastranzo y de salvia. Como una invitación, llegaba desde la arboleda el persistente gorjeo de los pájaros, que festejaban el dulce regreso de la primavera. Y el doctor Francesco Cima emprendió lentamente la subida, respirando voluptuosamente el aire impregnado de aromas y sintiéndose como arrebatado, aturdido, casi delirante en aquella ebriedad deliciosa.
La visión de todo aquel reverdecer meciéndose indolentemente al sol, el vuelo de las mariposas blancas sobre las flores de los arriates, daban a los pensamientos del doctor —que no podían ser alegres— una vaporosa sensación de ensueño.
¡Qué hermoso aquel parque, por el que nadie venía a pasear!
—Si fuera mío...
Lo sabía: aquel deseo, ante la imposibilidad de una posesión real, desembocaba siempre en ese suspiro. Y quién sabe cuántos no iban allí a pasear precisamente por lo mismo, por no suspirar como él ahora: «¡Si fuera mío!»
Porque es destino de las cosas que a todos pertenecen el de no pertenecer realmente a nadie...
A cada paso, una advertencia:
PROHIBIDO ENTRAR EN LOS PARTERRES.
PROHIBIDO DAÑAR LAS PLANTAS.
PROHIBIDO CORTAR FLORES.
En definitiva, sólo era dueño de todo aquello con la vista y de paso. Hoy por hoy, el concepto de propiedad significa «yo» y no «nosotros». Y allí dentro sólo una persona podía decir «yo»: el jardinero, que era, pues, el verdadero amo de aquello y al que además le pagaban por serlo, y que tenía allí casa y vendía por su cuenta las flores, que eran de todos y de nadie.
Un trino especialmente agudo trajo de pronto a la memoria del doctor el claro recuerdo de unas lejanas vacaciones, en un viejo caserón campesino perdido entre los árboles y alegrado por la proximidad del mar. ¡Ah, entonces era un muchacho, un mocetón poseído por la afición de la caza! Cuántos pobres pájaros había liquidado...
Y ahora, las amarguras, los problemas, las contrariedades de su profesión médica, casi se le habían adormecido en el fondo del alma. Pero no la pena de haber cumplido cuarenta años pocos meses atrás. La más bella etapa de la vida había ya terminado para él, y por desdicha sin que pudiera decirse que había gozado verdaderamente de la juventud. No obstante, tal vez pudiera todavía disfrutar de la vida. Ah, sí, la vida aún podía ser hermosa, y una mañana tan serena como aquella compensar de tantas aflicciones y de tanto tedio.
Una idea que se le ocurrió de improviso le hizo detenerse de pronto: la de volver a casa y hacer que su joven esposa, con quien llevaba casado siete meses, compartiese con él el encanto de aquel paseo. Pero después de un momento de duda, reanudó despacio la subida. No. Aquel encanto era únicamente para él. Habría podido ser también para su mujer si ella hubiese tenido la misma ocurrencia de irse a pasear por allí sola. Juntos, el encanto se habría disipado para los dos: incluso se había desvanecido para él, sólo de pensarlo. La acidez de su sutil melancolía, tan lejana pocos segundos antes, se le subía ahora a la garganta.
Y no porque tuviese, ciertamente, nada que decir de su mujer. ¡Pobrecilla, tan buena! Pero contaba casi dieciocho años menos que él, veintidós recién cumplidos, y él ya andaba con las sienes plateándole y la barba entrecana.
Siete meses atrás, cuando se casó, confió en que la afectuosa estima que ella le había demostrado durante su breve noviazgo pudiera convertirse fácilmente en amor. Bastaba con que ella se percatara de que, no obstante aquellas canas, él la amaba como un muchacho, entre otras razones porque no había amado, antes que a ella, a ninguna otra mujer.
¡Ilusiones, sueños! El amor, el verdadero amor, y él lo percibía muy bien, no había nacido aún en su esposa y quizá no llegase a nacer nunca. Le sonreía, sí, le demostraba cariño de muchas maneras, pero todo ello como por obligación.
Aquella congoja, desde luego, no hubiese sido tan dura para él si cierto puntillo no se la hubiera exacerbado secretamente, impidiéndole hacerse, acerca de su joven compañera, esas reflexiones, algo amargas pero llenas de bondadosa indulgencia, con las que habitualmente se disculpan, comprenden y compadecen muchas cosas de la vida.
De muchacha, con todo el fervor de los dieciocho años, su mujer se había enamorado de un mozalbete, estudiante de bachillerato, que murió de tifus. Lo sabía muy bien porque habían sido requeridos sus servicios de médico, en aquella ocasión, para atender al chico. E igualmente sabía que ella había estado a punto de enloquecer de pena; que se había encerrado en una alcoba, a oscuras, semanas y semanas, sin querer ver a nadie; que no había salido de casa en mucho tiempo; que había insistido en hacerse monja... ¡Se había hablado tanto en el pueblo de todo aquello! El vecindario en pleno se sintió conmovido ante el desenlace cruel de aquel gran amor de dos jóvenes destruido por la muerte, ya que, además, el pobre finado les caía simpático a todos por la vivacidad de su ingenio, sus facciones agradables, sus modales garbosos y su carácter alegre, mientras que ella, la que tan desesperadamente lo lloraba, era, sin duda alguna, una de las muchachas más guapas del pueblo.
Cuando, casi un año después, y obligada a ello por sus padres, había hecho acto de presencia en alguna reunión, su porte, la triste expresión de su cara, su mirar y sus sonrisas melancólicas, habían despertado en todos, y especialmente en los jóvenes, una ardiente admiración, una gran ternura. Ser amado por ella, sacarla de aquella dolorosa tristeza, devolverla a la vida, al amor y a la juventud, habían llegado a ser el sueño, la ambición de todos los muchachos.
Pero ella se obstinaba en su luto. Sin ostentación desde luego, pero sí porque —empezaba malignamente a murmurarse—, aunque tan sencilla y modesta, ella debía de experimentar cierta complacencia con su propia amargura al darse cuenta de que la hacía para todos más querida y admirable. Quizá quienes hablaban así lo hacían por despecho o por celos. Y una buena prueba de que ella no intentaba utilizar aquel luto para ser más admirada y deseada estaba en el hecho de que había rehusado cuatro o cinco serias ofertas de matrimonio formuladas por algunos de los mejores jóvenes del pueblo.
Casi dos años habían transcurrido desde la desgracia y nadie ya, después de tan decididos rechazos, había vuelto a arriesgarse a pedir su mano, cuando fue él, el doctor Cima, quien dio el paso adelante, pese a que todos los amigos le aconsejaron que no lo hiciera, y he aquí que había sido aceptado en el acto.
Sin embargo, pasada la primera sorpresa, todos se explicaron las razones de aquella victoria: ella había dado el «sí» precisamente porque el doctor no era ya un hombre joven. Nadie, pues, habría podido suponer que ella se casaba por amor, por auténtico amor; había consentido porque él, desde luego, no podía pretender ser amado como un muchacho y se contentaría con un afecto tranquilo y tibio hecho de estimación, agradecimiento y respeto.
Tampoco tardó en entenderlo así el propio doctor. Sufrió mucho con ello y aún sufría, hasta el punto de tener que esforzarse, muchas veces al día, para contener un gesto brusco que delatase su acerba pena. Realmente, era un martirio sentirse aún joven de corazón y no poder decirlo, no poder demostrarlo, por miedo a perder también el aprecio respetuoso y la gratitud de ella, únicamente atenidos a este pacto: reprimir los impulsos de aquel amor, que era el primero para él, y que también había de ser el último.
¡Bah! Joven todavía, incluso niño, sólo para una mujer podía él serlo ya: para su anciana madre, si no hubiera muerto tres años antes. Ella sí que habría gozado con el encanto de aquella mañana deliciosa; por ella sí que, sin pensarlo dos veces, hubiera él corrido a buscarla a casa, para que su viejecilla disfrutase también la tibieza de aquel sol mañanero. Seguramente la habría encontrado acurrucada en un rincón y rosario en mano, rezando por todos los enfermos a los que él atendía.
El doctor Gima, evocándola así, sonrió con suave melancolía y meneó levemente la cabeza mientras abordaba el sendero más elevado del parque en la colina. Bueno: lo cierto es que, intercediendo siempre por sus pacientes, la buena viejecilla no demostraba demasiada fe en él ni en su ciencia. Así se lo había preguntado una vez, bromeando, y ella le había replicado en el acto que la ayuda de Dios podía contribuir a salvar a sus enfermos.
—O sea, que tú crees que sin la ayuda de Dios...
Ella no le había dejado terminar.
—¿Pero qué estás diciendo? ¡La ayuda de Dios hace falta siempre, hijo!
Y rezaba, rezaba de la mañana a la noche. Tanto que, a veces, él casi hubiera querido tener una clientela menos numerosa, para no cansarla demasiado.
Volvió a sonreír. Con el recuerdo de su madre, sus pensamientos habían vuelto a adquirir el vaporoso contorno de los sueños y el paseo había recobrado su encanto. Pero volvió a rompérselo de pronto el nuevo jardinero, que andaba por allí arriba escardando un macizo.
—¡Ah, señor doctor, aquí me tiene! ¿Me ha buscado mucho?
—¿Yo? No, hombre, no.
—Ya está lista, ¿sabe usted? Desde las ocho. Y es preciosa.
Y diciendo esto, el jardinero salió a su encuentro, gorra en mano y la frente perlada de sudor.
—Si la quiere ver, aquí la tengo, en la pagoda. Vamos allá.
—Pero ver ¿qué? —preguntó el médico deteniéndose—. No tengo ni idea de...
—¡Cómo no, doctor! La corona.
—¿La corona?
El jardinero también se detuvo, y le miró no menos asombrado.
—Perdone, pero ¿no es día 12 hoy?
—¿Y qué?
—¿No me mandó usted a la criada el otro día con el encargo de que preparase una corona para hoy?
—¿Yo? ¿Para el día 12? Ah, sí, sí... —dijo el doctor, fingiendo recordar—. Claro que sí... Yo, yo le mandé a la muchacha...
—Rosas y violetas, ¿no se acuerda? —y el jardinero sonrió ante la falta de memoria del doctor—. Pues está lista desde esta mañana a las ocho. Venga, vamos a verla.
Por suerte, el jardinero echó a andar delante, así que no pudo advertir la súbita alteración de la cara del doctor, que lo seguía como un autómata, los ojos entre atónitos y hoscos, abiertas la boca y las manos.
¿Una corona? ¿Su mujer, a escondidas, había encargado una corona? Sí, claro: justamente el día 12 era el aniversario de la muerte de aquel chico. Pero, ¿todavía, al cabo de tres años...? ¿Incluso ahora que era ya su mujer? Y le mandaba secretamente una corona; ¡siendo la esposa de otro! Ella, tan tímida, tan modesta, ¡se atrevía a eso! ¿Así que todavía lo amaba, que aún vivía en su corazón el recuerdo de él? ¿Por qué, entonces, se había casado con otro, si su corazón aún pertenecía al muerto y le pertenecería siempre? ¿Por qué, por qué?
Desvariando así, seguía el doctor al jardinero. Sí que quería ver aquella corona: verla para convencerse, con sus propios ojos, de que su mujer era capaz de semejante engaño, y de semejante traición. Y cuando la vio en un rincón de la pagoda, apoyada contra la pared, sobre una mesa de hierro, le pareció que era para él y la contempló un buen rato, mientras el jardinero interpretaba a su modo aquella contemplación.
—Preciosa, ¿eh? —dijo—. Toda de rosas y violetas frescas, cortadas a primera hora, ¿sabe? Desde luego cien liras no es dinero, doctor. ¿Se imagina lo que es juntar una a una todas estas violetas? Bueno, y las rosas... En invierno porque están escasas. Y cuando es la época, porque todo el mundo las pide... ¡De verdad que cien liras no es dinero para esto! Tendría que darme, por lo menos, veinte más.
El doctor intentó responder, pero no le salía ni el aliento; tuvo que reducirse a plegar los labios en una macilenta sonrisa y murmurar deshilvanadamente:
—Que te la pague yo, ¿eh? Cien liras es poco... Rosas y violetas, ya, ya... Ciento veinte... Aquí las tienes.
—Gracias, señor doctor —se apresuró a decir el jardinero, cogiendo el dinero—. Puede estar seguro de que las vale.
—Déjala aquí —le interrumpió el médico guardándose la cartera—. Y si viene la criada, no se la des. Yo mismo vendré por ella.
Y salió precipitadamente de allí, bajó por el sendero, se detuvo después de mirar atrás y cerciorarse de que nadie le veía, apretó los puños y su cara se contrajo con una risa acongojada.
—Se la he pagado yo...
¿Qué decisión tomar ahora? ¡No hacerle daño a su mujer, pero devolvérsela a sus padres: eso es lo que se merecía! Y que siguiera, pero lejos de él, llorando a aquel muerto, sin estafar así el amor de un hombre honrado a quien ella tenía, por lo menos, el deber de respetar. Así que había rechazado a los jóvenes y se había decidido por un hombre ya mayor para ella, no sólo porque a este ni por asomo se le habría ocurrido pretender su amor, con el pelo gris y la barba salpicada de canas, sino que además habría cerrado un ojo, e incluso los dos, a sus verdaderos sentimientos; ¡un viejo tiene que aceptarlo todo! Y aquella corona, a la chita callando... ¡Menos mal! Claro: esposa ya de otro, no había creído prudente ir a llevársela en persona; por muy «viejo» que fuese el marido, la cosa hubiera sido demasiado fuerte. Por eso había mandado a la criada para encargar la corona, en prueba de su constante amor, y que la pusiera luego en la tumba de su pobre amado...
¡Ah, cuán injusta había sido en verdad la muerte de aquel chico! Porque si hubiese vivido, si hubiera tenido tiempo de llegar a ser un hombre, experto e instruido en todas las sabias perfidias de la vida, y se hubiese casado con ella, la niña enamoradita hubiera podido darse cuenta de que galantear por la ventana a los dieciocho años es una cosa, y otra, pero que muy otra, vivir las duras realidades cotidianas cuando ya se han extinguido las primeras y más altas llamas, cuando comienza el tedio y la lasitud de los días monótonos y nacen los primeros sinsabores, y el joven esposo empieza a estar harto de la mujer y a pensar en traicionarla... Qué bien, qué bien hubiera estado que por algún tiempo ella hubiese podido tener, con aquel chico, semejante experiencia. Entonces tal vez este «viejo»...
Apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas; se miró después las manos, que le temblaban, y por fin logró dominarse lanzando un profundo suspiro.
El ímpetu de la primera impresión acababa de ceder. Vio un banco algo más allá, y fue a sentarse en él mecánicamente.
Pero bueno, siguió cavilando, este hombre experto, maduro, ¿no estaba a punto también de portarse como un chiquillo, de hacer una escena y dar un escándalo? Y eso era tanto como dar pábulo a quienes adivinaron, con tanta facilidad, la razón de la rápida aceptación de ella. «¿Un escándalo?», habrían dicho. «¿Y por qué, a fin de cuentas? Por una corona fúnebre... Claro, como la pobrecilla había estado mandando todos los años, el día 12, una corona al cementerio y el jardinero nuevo no lo sabía... Naturalmente, también este año se había acordado... Naturalmente, sí, porque el pobre doctor nunca hubiera podido hacérselo olvidar. Así que ella se acordó y no había podido resistir a la tentación. Claro, claro que eso no era muy correcto... ¡Pero los sentimientos no razonan! Y, al fin y al cabo, sólo se trataba de un muerto...»
Eso es lo que todos habrían pensado.
¿Qué debía, entonces, hacer? ¿Dejar pasar aquello? ¿Fingir que no sabía nada? ¿Quizá volver sobre sus pasos y decirle al jardinero que, cuando viniera a buscarla, diese a la sirvienta aquella corona que él había querido retener allí para que le sirviese de prueba? ¡Ah, no, no! Tendría también entonces que hacerse devolver el dinero pagado, rogarle al jardinero para que cerrase el pico...
O bien ir a casa, pedirle a su mujer inútiles explicaciones, reprocharle sus subterfugios, su engaño, y castigarla... Pero qué mezquino, qué bajo, sería también seguir esa conducta. Peor aún que dar el escándalo...
El hecho era grave porque le había traspasado el corazón, y también por el ridículo que, como consecuencia de ello, podía caerle encima si el asunto se divulgaba, ya que demostraría la poca consideración que le tenía su mujer. Debía vencer su propio corazón; era vano sentirse joven cuando todo el mundo lo consideraba «viejo». Un jovenzuelo hubiera podido armar un escándalo. Pero él, no. Tenía que mostrarse superior a todo eso, y servirse de otros medios para hacerse respetar por su mujer.
Se levantó calmosamente, pero con una sensación de entumecimiento en todos sus miembros. Los pájaros del parque seguían cantando gozosamente. Pero, ¿qué se había hecho de la sensación de bienestar que le embargaba poco antes?
El médico abandonó el parque y se dirigió a su casa. Sin embargo, cuando llegó al portal, ¡adiós serenidad! Jadeaba como un caballo y no sabía cómo iba a lograr subir la escalera con aquellas piernas temblonas. La idea de ver a su mujer ahora... Ese día tenía que estar más triste que de costumbre... Pero quizá sabría también disimular su tristeza; al fin y al cabo, ya estaba habituada, resignada...
Y él la amaba, ¡qué desgracia! La quería tanto, tanto... Y sentía, en el fondo, que ella merecía ese amor porque era también buena, tan buena como lo evidenciaban sus delicadas facciones, sus hondos ojos negros, aterciopelados, en la atezada palidez de la cara.
La criada acudió a abrirle la puerta, y su presencia lo desconcertó. Aquella vieja participaba en el secreto, era cómplice del engaño. Servía desde hacía muchos años en la casa paterna de su esposa y la quería mucho. Quizá por eso no había ido con el chisme de acá para allá, si bien tampoco hubiera sabido apreciar nunca, ni siquiera comprender, lo que él estaba ya resuelto a hacer. De todos modos, aquella vieja no podría ser más que un vulgar testigo. Y él quería que todo lo que estaba a punto de ocurrir quedase entre él y su esposa.
Se fue derecho a la alcoba. Ella se estaba peinando ante el tocador y, por entre los brazos enarcados sobre la cabeza, le vio la cara en el espejo y encontró su mirada, un tanto sorprendida de verlo por allí a aquella hora insólita.
—He venido a buscarte —le dijo— para que salgas conmigo.
—¿Ahora? —preguntó ella volviéndose, pero sin bajar los brazos que sostenían su bellísimo pelo negro, suelto aún.
Le sonrió lánguidamente y a él le turbó, casi hasta las lágrimas, aquella sonrisa melancólica. Era como si en ella hubiese percibido una profunda lástima por él, por el amor que le tenía, por el dolor que no podía adivinar aún pero del que iba a saber pronto, muy pronto.
—Sí, ahora —respondió—. Hace un tiempo tan hermoso... No tardes. Iremos al parque y más lejos aún, al campo... Vamos a tomar un coche.
—¿Para qué? ¿Precisamente hoy? —preguntó ella, casi sin querer hacerlo.
Y él temió, ante esta última pregunta, que su mirada le traicionase, cuando ya le estaba costando lo suyo mantener tranquilo el tono de su voz.
—¿Qué, hoy no te gustaría? —dijo—. Pero sé que va a sentarte bien, ya verás. Aligera, aligera. Quiero que vengas conmigo.
Al salir del dormitorio se volvió de nuevo en el umbral.
—Te espero en el despacho.
Muy poco después, estaba lista. Ah, la verdad es que era una maravilla; buena, obediente, siempre hacía lo que él quería y como él lo quería. Sólo que en su corazón... ah, allí, no; allí no tenía él poder alguno. Apenas si había intentado una tímida oposición: «¿Precisamente hoy?». Pero, no obstante, pese a toda la aflicción que ese día debía de sentir dentro de sí, había obedecido y estaba allí dispuesta a ir de paseo al campo, donde él quisiese.
Salieron. Recorrieron a pie el pueblo durante un rato; luego, él tomó un coche de caballos y le indicó al cochero que se parase ante el parque municipal. Llegados allí, se apeó y pidió a su esposa que lo esperase un poco.
Cuando, después de casi un cuarto de hora, la mujer, inquieta ya, lo vio salir del parque, seguido del jardinero que llevaba la corona, estuvo a punto de desmayarse. Pero él la sostuvo con la mirada.
—¡Al cementerio! —le ordenó al cochero, mientras subía ágilmente al carruaje.
Y apenas arrancó el coche, ella rompió en un llanto irreprimible, llevándose el pañuelo a los ojos, a la boca...
—No llores —le dijo él, en voz baja—. No quise decirte nada en casa y tampoco quiero decírtelo ahora. Por favor, no llores. Lo he sabido por pura casualidad. Fui a pasear por el parque y el jardinero me lo dijo, creyendo que era yo quien había encargado la corona. ¡Ea, no llores más! Si vamos a ponerla juntos, mujer, ¿no lo ves?
Ella, sin embargo, siguió tapándose los ojos con el pañuelo hasta que el coche se detuvo a las puertas del cementerio. El la ayudó a bajar; luego cargó con la corona y entró con ella en el camposanto.
—¿Sabes dónde está?
Ella hizo seña de que no con la cabeza.
—¡Ven conmigo! —dijo él, encaminándose por el primer sendero de la izquierda y mirando, una por una, las tumbas alineadas.
Era la penúltima de aquella primera hilera. El médico, entonces, se destocó, dejó la corona sobre la lápida, se retiró de espaldas despacito y, sin atraer la atención de ella, furtivamente, se fue alejando, como para darle tiempo a rezar una oración. Pero ella seguía allí, muda, sin poder tan siquiera separar el pañuelo de los ojos. Ni un pensamiento, ni una lágrima por el difunto. Gomo perdida, se volvió por fin buscando a su marido y lo llamó como no lo había llamado nunca; se le prendió a un brazo, convulsa:
—¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡Sácame de aquí!