EÇA DE QUEIROZ - JOSE MATIAS
EÇA DE QUEIROZ
PORTUGAL
EÇA DE QUEIROZ 1845-1900 Escritor portugués. Nació en Póvoa de Varzin y murió en París. Ingresó en la carrera diplomática y fue cónsul en Cuba, Inglaterra, China y Francia. Su espíritu cosmopolita, ironía y agudeza de observación le convirtieron en el maestro indiscutible de la novela lusitana del siglo xIx, en la que introdujo la técnica realista y un estilo dúctil y expresivo. Entre sus obras figuran El crimen del padre Amaro y Los Mayas.
HERMOSA TARDE, amigo mío!... Estoy esperando el entierro de José Matías... de José Matías de Albuquerque, el sobrino del vizconde de Garmilde... Usted, amigo mío, seguramente lo conoció: un muchacho garboso, rubio como una espiga, con un bigote rizado de caballero andante sobre una boca indecisa de contemplativo, diestro jinete de elegancia sobria y fina. ¡Y espíritu curioso, muy aficionado a las ideas generales, tan agudo que comprendió mi Defensa de la filosofía hegeliana! Claro que esta imagen de José Matías se remonta a 1865, porque la última vez que lo encontré, metido en un portal de la rúa de San Bento, tiritaba enfundado en una levita de color de miel, con los codos gastados, y apestaba a aguardiente.
Pero ahora que caigo, amigo mío, usted cenó con él en el Pazo del Conde una vez que José Matías se detuvo en Coimbra, al volver de Oporto. Hasta Craveiro, que preparaba las Ironías y dolores de Satán, para atizar más la pugna entre la Escuela Purista y la Escuela Satánica, recitó aquel soneto suyo de tan fúnebre idealismo: «En la jaula de mi pecho, el corazón...» Y aún recuerdo a José Matías con una gran corbata de satén negro ahuecada entre el chaleco de hilo blanco, sin apartar los ojos de las velas de los candelabros, sonriendo pálidamente a aquel corazón que rugía en su jaula... Era una noche abrileña de luna llena. Paseamos después en grupo, con guitarras, por el puente y por la Alameda. Januario cantó fogosamente las endechas románticas de nuestra época:
Ayer tarde, al ponerse el sol
Contemplabas silenciosa
La corriente caudalosa
Que borbotaba a tus pies...
¡Y recuerdo a José Matías, apoyado en el parapeto del puente, con el alma y los ojos perdidos en la luna! ¿Por qué no acompaña, amigo mío, a este joven interesante al cementerio de los Placeres? Yo tengo un simón de alquiler, y con número, como corresponde a un profesor de Filosofía... ¡Cómo! ¡Por causa de los pantalones claros! ¡Oh, querido amigo! De todas las materializaciones de la simpatía ninguna más groseramente material que el casimir negro. ¡Y el hombre que vamos a enterrar era un gran espiritualista!
Ahí viene el féretro que sale de la iglesia... Apenas tres carruajes para acompañarlo. Pero en realidad, querido amigo, José Matías murió hace seis años en la plenitud de su esplendor. Eso que llevamos ahí, medio descompuesto, dentro de esas tablas guarnecidas de galones amarillos, son los restos de un borrachín sin historia y sin nombre, al que el frío de febrero dio muerte en el vano de un portal.
¿Que quién es el individuo de espejuelos de oro que va en aquella berlina? No lo conozco, amigo mío. Tal vez uno de esos parientes ricos que aparecen en los entierros con el parentesco correctamente vestido de luto, cuando el difunto ya no importuna ni compromete. El hombre obeso de gruesa cara amarilla que ocupa la victoria es Alves «Capón», que tiene un periódico en el que la filosofía, desgraciadamente, no abunda, y que se llama la Piada. ¿Qué relación le ligaba con Matías?... No lo sé. Tal vez se emborrachasen en las mismas tascas, tal vez José Matías colaborase últimamente en la Piada, tal vez debajo de esa gordura y de esa literatura, tan sórdidas ambas, se albergue un alma compasiva. Aquí está nuestro simón... ¿Quiere que baje el cristal?... ¿Un cigarrillo?... Yo tengo fósforos.
Pues el tal José Matías fue un hombre desconsolador para quien, como yo, ama en la vida la evolución lógica y pretende que la espiga nazca coherentemente del grano. En Coimbra siempre lo consideramos como un alma escandalosamente trivial. Quizá contribuyera a este juicio su horrenda corrección. ¡Nunca se vio un jirón en su capa de estudiante! ¡Ni una mota de polvo en los zapatos! ¡Ni un solo pelo del cabello o del bigote que se rebelara contra aquel rígido aseo que nos desolaba! ¡Por añadidura, él fue el único intelectual de nuestra fogosa generación que no rugió con los infortunios de Polonia; que leyó sin palidecer y derramar lágrimas las Contemplaciones; que permaneció insensible ante la herida de Garibaldi! Y, sin embargo, jamás dio José Matías la menor prueba de sequedad o desabrimiento, de egoísmo o de aspereza. Por el contrario, era un afable camarada, siempre cordial y mansamente risueño. Toda su inquebrantable tranquilidad provenía de una inmensa superficialidad sentimental. Y en aquella época no carecíamos de motivos para poner a aquel mozo tan apacible, tan rubio y tan ligero el apodo, bastante apropiado, de «Matías Corazón de Ardilla».
Cuando terminó la carrera, como muriera su padre, y después su madre, una señora delicada y bonita de quien heredó cincuenta contos, se fue a Lisboa para alegrar la soledad de un tío que le adoraba: el general vizconde de Garmilde. Usted, amigo mío, se acordará sin duda de aquella perfecta estampa del clásico general, siempre de bigotes terriblemente engomados, los pantalones, color de la flor del romero, desesperadamente estirados por las presillas sobre las botas refulgentes, y la fusta bajo el brazo con la punta vibrante, ávida de azotar al mundo. Un guerrero grotesco y deliciosamente bondadoso...
El vizconde de Garmilde vivía por aquel entonces en Arroios, en una casa antigua de azulejos, con un jardín donde cultivaba apasionadamente soberbios canteros de dalias. El jardín subía muy suavemente hasta el muro cubierto de hiedra que lo separaba de otro jardín, el amplio y hermoso jardín de rosas del consejero Matos Miranda, cuya casa, con una aireada terraza, entre dos torrecillas amarillas, se erguía en la cima de un otero y se llamaba la «Casa de la Parra».
Estoy seguro, amigo mío, que usted conoce (por lo menos de oídas, como se conoce a Elena de Troya o a Inés de Castro) a la hermosa Elisa Miranda, a Elisa la de la Parra... Fue la sublime beldad romántica de Lisboa, a fines del período de la Regeneración. Pero en realidad Lisboa apenas si podía entreverla a través de los cristales de su gran carretela; o en alguna noche de iluminación del Paseo Público, entre el polvo y la multitud; o en los dos bailes de la Sociedad del Carmen, de la que Matos Miranda era un directivo venerado.
Fuese por tener gustos caseros de provinciana; o por pertenecer a aquella burguesía seria que, en aquellos tiempos, en Lisboa, aún conservaba sus antiguas costumbres de severo encierro; o por imposición paternal del marido, ya diabético y con sesenta años... la diosa raras veces salía de Arroios y se mostraba a los mortales. Pero quien la vio con facilidad constante, casi irremediablemente, desde que se instaló en Lisboa, fue José Matías porque, como el palacete del general se hallaba en la falda de la colina, a los pies del jardín y de la Casa de la Parra, la divina Elisa no podía asomarse a una ventana, o atravesar la terraza, o coger una rosa entre las calles de boj, sin ser deliciosamente visible; tanto más cuanto que en los dos soleados jardines ningún árbol esparcía la densa cortina de su ramaje. Seguramente que usted, amigo mío, canturreó más de una vez, como todos los canturreamos, aquellos versos, ya muy gastados pero inmortales: «Era en otoño, cuando tu imagen/A la luz de la luna...»
Pues bien, lo mismo que en esa estrofa, el pobre José Matías, al regresar de la playa de Ericeira, en octubre, vio a Elisa Miranda una noche de otoño, en la terraza, a la luz de la luna. Usted, amigo mío, nunca contempló aquella preciosa figura de encanto lamartiniano. Alta, esbelta, ondulante, digna de la comparación bíblica de la palmera al viento. Cabellos negros, lustrosos y abundantes, peinados en dos crenchas onduladas. Con un cutis de camelia muy fresco. Ojos negros, brillantes, rasgados, tristes, de largas pestañas. ¡Ay, amigo mío!, incluso yo, que ya por aquella época estudiaba diligentemente a Hegel, después de encontrarla una tarde de lluvia esperando el carruaje a la puerta de los Seixas, la adoré durante tres exaltados días y compuse un soneto en su honor. No sé si Matías le dedicó sonetos. ¡Pero todos nosotros, sus amigos, nos dimos cuenta en seguida del amor fuerte, profundo, absoluto que concibió desde aquella noche de otoño, a la luz de la luna, aquel corazón que en Coimbra considerábamos de «ardilla»!
Bien comprenderá que un hombre tan comedido y tranquilo no se desató en suspiros públicos. Ya en tiempos de Aristóteles, sin embargo, se afirmaba que el amor y el humo no pueden esconderse, y el amor comenzó presto a escapar de nuestro reservado José Matías, como la leve humareda que se escapa a través de las hendiduras invisibles de una casa cerrada presa de terrible incendio.
Bien me acuerdo de una tarde que lo visité en Arroios, a mi vuelta de Alemtejo. Era un domingo de julio. El iba a ir a cenar con una tía-abuela, una doña Mafalda Noronha que vivía en Benfica, en la Quinta de los Cedros, donde también cenaban habitualmente los domingos Matos Miranda y la divina Elisa. Hasta me parece que era la única casa en que ella y Matías se encontraban, sobre todo con las facilidades que les ofrecían alamedas recoletas y rincones de sombra.
Las ventanas del cuarto de José Matías daban a su jardín y al jardín de los Miranda; cuando entré, él aún se estaba vistiendo, lentamente. ¡Nunca admiré, amigo mío, un rostro humano aureolado por una felicidad más segura y serena! Cuando me abrazó, sonreía luminosamente con una sonrisa que brotaba de las profundidades del alma iluminada, y siguió sonriendo deleitosamente mientras le contaba todos los disgustos que había sufrido en Alemtejo; sonrió después en éxtasis aludiendo al calor y liando distraído un cigarrillo; y no dejó de sonreír, embelesado, al escoger, con escrúpulo religioso, en la gaveta de la cómoda, una corbata de seda blanca. Y a cada momento, sin poderse resistir, por un hábito ya tan inconsciente como el parpadear, sus ojos risueños, plácidamente enternecidos, se volvían hacia las ventanas cerradas... De suerte que, siguiendo a aquel rayo dichoso, pronto descubrí en la terraza de la Casa de la Parra a la divina Elisa, vestida de claro, con un sombrero blanco, que paseaba perezosamente poniéndose pensativa los guantes, y acechando también las ventanas de mi amigo que un lampo oblicuo de sol ofuscaba con manchas de oro. Entretanto, José Matías conversaba, o más bien murmuraba, a través de su sonrisa perenne, cosas afables y dispersas. Toda su atención se concentraba ante el espejo, en el alfiler de coral y perla para prenderlo en la corbata, en el chaleco blanco que abotonaba y ajustaba con la misma devoción con que un sacerdote recién ordenado, en la cándida exaltación de la primera misa, reviste la estola y el amito para acercarse al altar. ¡Nunca había visto a un hombre echar agua de colonia en el pañuelo con tan profundo arrobamiento! ¡Y después de vestir la levita y de ponerse una magnífica rosa en el ojal, con emoción inefable y sin retener un delicioso suspiro, procedió a abrir lentamente, solemnemente, los cristales! ¡Introibo ad altare, Dei!
Yo permanecí discretamente hundido en el sofá. Y créame, caro amigo, envidié a aquel hombre inmóvil y tieso junto a la ventana en su adoración sublime, con los ojos y el alma y todo su ser clavados en la terraza, en la blanca mujer poniéndose los guantes claros, y tan indiferente al mundo como si el mundo fuese apenas el ladrillo que él pisaba y cubría con los pies.
¡Y este éxtasis, amigo mío, duró así diez años, espléndido, puro, distante e inmaterial! No se ría... Seguramente se encontraban en la quinta de doña Mafalda; seguramente se escribían desbordantemente, arrojando las cartas por encima del muro que separaba las dos quintas; pero nunca intentaron, por encima de las hiedras de ese muro, gozar la rara delicia de una conversación robada o la delicia aún más perfecta de un silencio escondido en la sombra.
Y nunca trocaron un beso... ¡No lo dude! Algún fugaz y ávido apretón de manos, bajo la arboleda de doña Mafalda, fue el límite de exaltación extrema que la voluntad marcó al deseo. Usted, amigo mío, no comprende cómo dos frágiles cuerpos pudieron mantenerse así, durante diez años, en tan terrible y mórbido renunciamiento... Sí, seguramente les faltó, para perderse, una hora de seguridad o una puertecita en el muro.
Por otra parte, la divina Elisa vivía realmente en un monasterio cuyos cerrojos y rejas eran los rígidos hábitos recoletos del diabético y tristón Matos Miranda. Pero, de todos modos, en la castidad de este amor hubo mucha nobleza moral y una superior delicadeza de sentimiento. El amor espiritualiza al hombre y materializa a la mujer. Esa espiritualización resultaba fácil para José Matías, quien (sin que nosotros lo sospecháramos) había nacido perdidamente espiritualista; pero la humana Elisa encontró también un goce delicado en aquella ideal adoración de monje, que no se atreve a rozar, con los dedos trémulos y enredados en el rosario, la túnica de la Virgen sublimada.
El, sí, él gozó en ese amor trascendentemente desmaterializado un encanto sobrehumano. ¡Y durante diez años, como el Rui Blas del viejo Hugo, caminó, vivo y deslumbrado, dentro de su sueño radiante, sueño en el que Elisa moró realmente dentro del alma de José Matías, en una fusión tan absoluta que se hizo consustancial con su ser! ¿Creerá usted, amigo mío, que dejó el cigarro, incluso durante sus solitarios paseos a caballo por los alrededores de Lisboa, tan pronto como descubrió una tarde, en la quinta de doña Mafalda, que el humo molestaba a Elisa?
Y esta presencia real en su ser de la divina criatura creó costumbres nuevas, extrañas a José Matías, derivadas de su alucinación. Como el vizconce de Garmilde cenaba temprano, a la hora vernácula del antiguo Portugal, José Matías cenaba, después de la ópera, en aquel delicioso y nostálgico Gafé Central, donde el lenguado parecía frito en el cielo y el vino de Colares en el mismísimo cielo embotellado. Además, nunca cenaba sin candelabros profusamente encendidos y la mesa cubierta de flores. ¿Por qué? Porque Elisa, aunque invisible, también cenaba allí. De ahí aquellos silencios bañados en una sonrisa religiosamente atenta... ¿Por qué? ¡Porque estaba siempre escuchándola!
Aún me acuerdo de haberme llevado de su cuarto tres grabados clásicos de faunos osados y ninfas rendidas... Elisa moraba idealmente en aquel ambiente; y él purificaba las paredes que mandó forrar con sedas claras. El amor arrastra al lujo, sobre todo un amor de tan elegante idealismo; y José Matías prodigó con esplendor el lujo que ella compartía. No podía andar dignamente con la imagen de Elisa en un coche de alquiler, ni consentir que la augusta imagen rozase los asientos de paja del patio de butacas del San Carlos. Por lo tanto, sólo utilizó carruajes de un gusto sobrio y puro, y abonó un palco en la ópera, donde instaló para ella una butaca pontifical, de raso blanco bordado con estrellas de oro.
Además, como descubriera la generosidad de Elisa, también él se volvió igual y suntuosamente generoso, y no hubo nadie en Lisboa por aquel entonces que gastase con más alegre facilidad billetes de cien mil reis. ¡Así derrochó rápidamente sesenta contos por el amor de aquella mujer a la que nunca diera una flor!
Y durante ese tiempo, preguntará usted, ¿qué hacía Matos Miranda? ¡Ah, amigo mío, el buen Matos Miranda no descomponía ni la perfección ni el sosiego de esta felicidad! ¿Tan absoluto sería el espiritualismo de José Matías que sólo se interesase por el alma de Elisa, indiferente a las servidumbres de su cuerpo, envoltura inferior y mortal?... No lo sé. La verdad es que aquel digno diabético, tan serio, siempre con bufanda de lana oscura, con sus patillas grises, sus pesados espejuelos de oro, no sugería ideas inquietantes de marido fogoso, cuyo ardor, fatal e involuntariamente, se comparte y abrasa. ¡Nunca llegué a comprender, aunque soy filósofo, aquella consideración casi cariñosa de José Matías por el hombre que, si bien desinteresadamente, podía por derecho y por costumbre contemplar a Elisa desatando las cintas de la enagua blanca!... ¿Habría en ello agradecimiento por el hecho de que Miranda hubiese descubierto en una remota calle de Setúbal (donde José Matías nunca la habría encontrado) a aquella divina mujer, y por tenerla rodeada de comodidades, sólidamente nutrida, elegantemente vestida y transportada en carretelas de muelles suaves? ¿O acaso recibiera José Matías la confidencia acostumbrada —«no soy tuya ni de él»— que tanto consuela del sacrificio porque tanto lisonjea al egoísmo?...
No lo sé. Pero este magnánimo desdén por la presencia física de Miranda en el templo donde moraba su diosa confería, con certeza, a la felicidad de José Matías una unidad perfecta, la unidad de un cristal que brilla mucho por todos lados, igualmente puro, sin un arañazo ni una mancha. Y esta felicidad, amigo mío, duró diez años... ¡Qué lujo escandaloso para un mortal!
Pero un día toda la tierra tembló para José Matías en un terremoto de incomparable espanto. En enero o febrero de 1871, Miranda, ya debilitado por la diabetes, falleció de una pulmonía. Por estas mismas calles, en un pachorrudo simón de alquiler, acompañé su entierro concurrido, rico, con asistencia de ministros, porque Miranda era adicto a las Instituciones. Y después, aprovechando el simón, fui a visitar a José Matías, en Arroios, no por curiosidad perversa, ni para darle una enhorabuena indelicada, sino para que, en aquel lance deslumbrador, sintiese a su lado la fuerza moderadora de la filosofía...
Encontré, sin embargo, con él a un amigo más antiguo y más íntimo, aquel brillante Nicolau da Barca, al que ya acompañé también a este cementerio donde ahora yacen, bajo lápidas, todos aquellos camaradas con quienes hice castillos en el aire... Nicolau había llegado de madrugada, procedente de la Velosa, su quinta de Santarém, reclamado por un telegrama de Matías.
Cuando entré, un criado muy atareado hacía dos maletas enormes. José Matías se marchaba aquella noche a Oporto. Hasta se había puesto ya un traje negro de viaje, con zapatos de cuero amarillo; y después de estrecharme la mano, mientras Nicolau preparaba un grog, siguió vagando por el cuarto, callado, como confuso, de un modo que no expresaba emoción, ni alegría púdicamente disfrazada, ni sorpresa por su destino bruscamente sublimado. ¡No! Si el buen Darwin no nos engaña en su libro Expresión de las emociones, José Matías, aquella tarde, sólo sentía y manifestaba turbación.
Enfrente, en la Casa de la Parra, todas las ventanas permanecían cerradas bajo la tristeza de la tarde cenicienta. ¡Y, sin embargo, sorprendí a José Matías lanzando a la terraza una mirada rápida en la que se transparentaba inquietud, ansiedad, casi terror! ¿Cómo diré? ¡Era aquella la mirada que se lanza hacia la jaula poco segura donde se agita una leona! Aprovechando un momento en que entró en la alcoba, susurré a Nicolau, por encima del grog:
—Matías hace muy bien en irse a Oporto.
Nicolau se encogió de hombros.
—Sí, pensó que era más delicado... Yo lo aprobé. Pero sólo durante los meses de luto riguroso...
A las siete acompañamos a nuestro amigo a la estación de Santa Apolonia. A la vuelta, en la berlina azotada por una fuerte lluvia, filosofamos. Yo sonreía contento:
—Un año de luto, y después mucha felicidad y muchos hijos... ¡Es el final de un poema!
Nicolau añadió muy serio:
—Y que termina en una deliciosa y suculenta prosa. La divina Elisa se queda con toda su divinidad y con la fortuna de Miranda, unos diez o doce contos de renta. ¡Por primera vez en nuestra vida contemplamos, tú y yo, la virtud recompensada!
¡PERO, AY, querido amigo! Transcurrieron los meses ceremoniales del luto, después otros, y José Matías no se movió de Oporto.
En agosto le encontré sólidamente instalado en el Hotel Francfort, donde entretenía la melancolía de los días abrasadores fumando (porque había vuelto al tabaco), leyendo novelas de Julio Verne y bebiendo cerveza muy fría hasta que la tarde refrescaba, y entonces se vestía, se perfumaba y, poniéndose una flor en el ojal, se iba a cenar a la Foz.
Y a pesar de que se acercaba el bendito final del luto y de la desesperada espera, no noté en José Matías ni alborozo elegantemente reprimido, ni rebelión contra la lentitud del tiempo, en ocasiones moroso y renqueante como un anciano... ¡Por el contrario! A la sonrisa de radiante certidumbre que todos aquellos años le iluminara con un nimbo de beatitud había sucedido la seriedad adusta, toda sombras y arrugas, de quien se debate en una duda insoluble, siempre presente, roedora y dolorosa.
¿Qué quiere que le diga? Aquel verano, en el Hotel Francfort, siempre me pareció que José Matías, en cada instante de su vida consciente, hasta bebiendo cerveza fresca, hasta cuando se ponía los guantes al subir a la carretela que le llevaba a Foz, preguntaba angustiadamente a su conciencia: «¿Qué debo hacer? ¿Qué debo hacer?»
Y después, una mañana, a la hora del almuerzo, realmente me asombró cuando, al abrir el periódico, le oí exclamar con un arrebato de sangre en el rostro:
—¡Cómo! ¿Veintinueve de agosto ya? ¡Santo Dios... ya está terminando agosto!...
Volví a Lisboa, amigo mío. Pasó el invierno, muy seco y muy azul. Yo trabajé en mis Orígenes del utilitarismo. Un domingo, en la plaza del Rossio, cuando ya se vendían claveles en las tabaquerías, distinguí dentro de una berlina a la divina Elisa, con plumas rojas en el sombrero. Y aquella misma semana leí en el Diario Ilustrado una gacetilla, casi tímida, de la boda de la señora doña Elisa Miranda... ¿Con quién cree, amigo mío?... ¡Con el conocido propietario, el señor don Francisco Torres Nogueira!
Al oír esto, mi amigo cerró la mano y, espantado, se golpeó el muslo con el puño. ¡Yo también cerré ambas manos, pero para levantar los puños hacia el cielo, donde se juzgan los hechos de la tierra, y clamar furiosamente, dando rugidos, contra la falsedad, la inconstancia ondulante y pérfida, toda la engañadora vileza de las mujeres y en especial de aquella Elisa, llena de infamia entre las féminas! ¡Traicionar apresuradamente, de cualquier manera, apenas terminara el luto riguroso, a aquel noble, puro e intelectual Matías... y a su amor de diez años, sumiso y sublime!...
Y después de apuntar con los puños hacia el cielo, aún los apretaba contra la cabeza, gritando:
—Pero ¿por qué? ¿Por qué?
¿Por amor? Durante años ella había amado extasiada a este joven, con un amor que no se desilusionaba ni se hastiaba, porque permanecía en suspenso, inmaterial e insatisfecho. ¿Por ambición? Torres Nogueira era un amable ocioso como José Matías, y era dueño de unas viñas hipotecadas que valían cincuenta o sesenta contos, lo mismo que José Matías heredara ahora del tío Garmilde en tierras excelentes y sin gravámenes. ¿Por qué entonces? ¡Ciertamente porque los espesos bigotes negros de Torres Nogueira excitaban más su carnalidad que el bozo rubio y pensativo de José Matías! ¡Ah! ¡Con razón enseñara San Juan Crisóstomo que la mujer es un muladar de impurezas, alzado a la puerta del infierno!
Pues bien, amigo mío, cuando yo rugía de esta forma, una tarde me encuentro en la rúa do Alecrim con Nicolau da Barca, que salta del simón, me empuja hacia un portal, agarra excitadamente mi pobre brazo y exclama atragantado:
—¿Ya lo sabes? ¡Fue José Matías quien se negó! Ella le escribió, estuvo en Oporto, lloró... ¡El no consintió en verla! ¡No quiso casarse, no quiere casarse!
Quedé traspasado.
—Entonces ella...
—Despechada, sometida por Torres a intenso cerco, cansada de viudez, con sus treinta años lozanos... ¡qué diablo, la pobre se casó!
Yo alcé los brazos hasta la bóveda del portal:
—Pero entonces ¿ese sublime amor de José Matías?
Nicolau, su íntimo amigo y confidente, juró con irrecusable seguridad :
—¡Sigue siendo el mismo! Infinito, absoluto... ¡Pero no quiere casarse!
Ambos nos miramos y luego nos separamos, encogiendo los hombros, con el asombro resignado que es propio de los espíritus prudentes ante lo Incognoscible. Pero yo, filósofo y sin embargo espíritu imprudente, durante toda aquella noche me dediqué a penetrar la conducta de José Matías con la punta de una psicología que afilé expresamente... y, ya de madrugada, agotado, llegué a la conclusión, como se concluye siempre en filosofía, de que me encontraba ante una causa primaria y, sin embargo, impenetrable, en la que se quebraría, sin ventaja para él, para mí o para el mundo, la punta de mi instrumento.
Después, la divina Elisa se casó y siguió viviendo en la Casa de la Parra con su Torres Nogueira, con la comodidad y el sosiego que ya gozara con su Matos Miranda. A mediados del verano, José Matías regresó de Oporto a Arroios, al caserón del tío Garmilde, donde volvió a ocupar sus antiguas habitaciones con los balcones que daban al jardín ya florecido de dalias que nadie cuidaba. Llegó agosto, como siempre en Lisboa silente y caluroso. Los domingos, Matías cenaba en Benfica con doña Mafalda de Noronha, solitariamente... porque Torres Nogueira no conocía a aquella venerable señora de la Quinta de los Cedros. La divina Elisa, con vestidos claros, paseaba por la tarde entre los rosales del jardín. De suerte que el único cambio en aquel dulce rincón de Arroios parecía consistir en Matos Miranda, ocupando ahora su hermoso panteón de los Placeres, todo de mármol... y en Torres Nogueira, que ocupaba el mullido lecho de Elisa.
Había, no obstante, un tremendo y doloroso cambio... ¡el de José Matías! ¿Adivina usted, amigo mío, cómo consumía ese desgraciado sus estériles días? ¡Con los ojos, y la memoria, y el alma, y todo su ser clavados en la terraza, en las ventanas, en los jardines de la Casa de la Parra! Pero ahora no lo hacía con las ventanas abiertas de par en par, en franco éxtasis, con una sonrisa de segura beatitud; lo hacía tras las cortinas corridas, a través de una estrecha hendidura, escondido, espiando furtivamente los blancos pliegues del vestido blanco, con la cara desfigurada por la angustia y por la derrota. ¿Comprende por qué sufría así aquel pobre corazón? Ciertamente porque Elisa, desdeñada por sus brazos cerrados, corriera sin tardanza, sin lucha, sin escrúpulos hacia otros brazos más accesibles y dispuestos...
¡No, amigo mío! Y note ahora la complicada sutileza de esta pasión. José Matías seguía firmemente convencido de que Elisa, en lo más profundo de su alma —en ese sagrado hondón espiritual donde no llegan las imposiciones de las conveniencias, ni las decisiones de la razón pura, ni los ímpetus del orgullo, ni las emociones de la carne—, lo amaba a él, únicamente a él, y con un amor que no se marchitaba, que no se alteraba, que florecía en toda su lozanía, hasta sin ser regado ni cultivado, como la antigua Rosa Mística. ¡Lo que le torturaba, amigo mío, lo que en pocos meses había surcado su rostro de largas arrugas, era que un hombre, un macho, un bruto, se hubiese apoderado de aquella mujer que era suya, y que del modo más santo y más puro socialmente, bajo el patrocinio enternecido de la Iglesia y del Estado, mancillase con los ásperos bigotes negros los divinos labios que él nunca se atreviera a rozar, a causa de la supersticiosa reverencia y casi terror que le inspiraba su divinidad!
¿Cómo explicárselo? El sentimiento de este extraordinario Matías era el de un monje, postrado ante una imagen de la Virgen, en éxtasis trascendente... cuando de repente un bestial sacrílego se encarama al altar y alza obscenamente la túnica de la imagen.
Usted sonríe, amigo mío... ¿Y entonces Matos Miranda?, me preguntará. ¡Ah, amigo mío! Ese estaba diabético, era grave y obeso, y ya vivía instalado en la Parra, con su obesidad y su diabetes, cuando Matías conoció a Elisa y le entregó para siempre vida y corazón. En cambio el Torres Nogueira ese irrumpió brutalmente a través de su purísimo amor, con los negros bigotes y los brazos carnudos, y el vigoroso arranque de un antiguo picador de toros, e inflamó a aquella mujer a la que tal vez revelara lo que es un hombre.
Pero ¡qué demonio! El había rechazado a esa mujer cuando ella se le ofreció, con la frescura y la grandeza de un sentimiento al que todavía ningún desdén desecara o abatiera.
¿Qué quiere usted? ¡Así es la espantosa tortuosidad espiritual del tal Matías! Al cabo de unos meses él había olvidado, positivamente olvidado, aquel rechazo afrentoso, como si se tratase de una ligera discrepancia de intereses materiales o sociales acaecida hacía meses, en el Norte, y cuya realidad y amargura se habían disipado con la distancia y el tiempo. ¡Y ahora, aquí en Lisboa, con las ventanas de Elisa enfrente de las suyas y las rosas de los dos jardines unidos exhalando su fragancia en la oscuridad, el dolor presente, el dolor real consistía en que él amaba con amor sublime a una mujer a la que colocara entre las estrellas para adorarla con más pureza, y que un bruto moreno, de bigotes negros, había arrancado a esa mujer de entre las estrellas y se la había llevado a la cama!
Complicado caso, ¿eh, amigo mío? ¡Ah! ¡Mucho filosofé sobre él por deber profesional! Y llegué a la conclusión de que Matías era un enfermo, atacado de hiperespiritualismo, de una inflamación violenta y pútrida de espiritualismo que recelaba despavoridamente de las materialidades del matrimonio, las zapatillas, la piel poco fresca al despertar, una barriga enorme durante seis meses, los críos berreando en una cuna mojada... Y ahora rugía furioso y atormentado, porque cierto materialistón, allí al lado, se disponía a acostarse con Elisa en camiseta de lana. ¿Un imbécil? ¡No, amigo mío! Un ultrarromántico, locamente ajeno a las realidades de la vida, que nunca sospechó que zapatillas y pañales sucios de los críos son objetos de superior belleza en toda casa en la que entre el sol y haya amor.
¿Y sabe, amigo mío, lo que exacerbó más furiosamente este tormento? ¡El que la pobre Elisa seguía enamorada de él!... ¿Qué le parece? ¿Infernal, eh?... Por lo menos, si no sentía el antiguo amor intacto en su esencia, fuerte y único como antaño, conservaba por el pobre Matías una curiosidad irresistible y repetía los gestos de aquel amor... Tal vez fuese la fatalidad de los dos jardines contiguos. No lo sé. Pero a partir de septiembre, cuando Torres Nogueira se marchó a sus viñas de Carcavelos para asistir a la vendimia, ella reanudó, desde el borde de la terraza, por encima de las rosas y de las dalias abiertas, aquel dulce envío de dulces miradas con el que durante diez años extasiara el corazón de José Matías.
No creo que se escribiesen por encima del muro del jardín, como bajo el régimen paternal de Matos Miranda... El nuevo señor, el hombre robusto de negros mostachos, imponía a la divina Elisa, incluso de lejos, desde las viñas de Carcavelos, comedimiento y prudencia. Y sosegada por aquel marido, joven y fuerte, menos sentiría ahora la necesidad de algún encuentro discreto en la tibia oscuridad de la noche aun en el caso de que la elegancia moral de ella y el rígido idealismo de José Matías consistiesen en aprovechar una escala contra el muro... Por lo demás, Elisa era fundamentalmente honesta y conservaba un respeto sagrado a su cuerpo —más que a su alma— por sentirlo tan hermoso y cuidadosamente hecho por Dios. Y ¿quién sabe? Tal vez la adorable mujer perteneciese a la bella raza de aquella marquesa italiana, la marquesa Julia de Malfieri, que conservaba dos enamorados a su dulce servicio, un poeta para las delicadezas románticas y un cochero para las necesidades groseras.
¡En fin, amigo mío, no divaguemos más sobre esta mujer que está viva, mientras acompañamos el cadáver de quien murió por ella! El hecho fue que Elisa y su amigo recayeron insensiblemente en su vieja unión ideal, a través de los jardines en flor. Y en el mes de octubre, como Torres Nogueira continuara vendimiando en Carcavelos, José Matías abrió de nuevo las ventanas para contemplar la terraza de la Casa de la Parra, largamente y en éxtasis.
Parece que un espiritualista tan extremoso, al reconquistar la idealidad del antiguo amor, debía de recobrar también la antigua felicidad perfecta. Si él reinaba en el alma inmortal de Elisa, ¿qué importaba que otro se ocupase de su cuerpo mortal? ¡Pero no, el pobre joven sufría angustiosamente! Y para sacudirse la aflicción de estos tormentos, acabó, él, tan sereno, de tan dulce armonía de modales, por convertirse en un ser agitado. ¡Ah, amigo mío! ¡Qué torbellino y qué vida más estrepitosa la suya! ¡Desesperadamente, durante un año, perturbó, aturdió, escandalizó a Lisboa! A esta época pertenecen algunas de sus extravagancias legendarias... ¿Conoce la de la cena? Una cena a la que invitó a treinta o cuarenta mujeres de las más tiradas y más sucias, atrapadas por las negras callejuelas del Barrio Alto y de la Morería, a las que después mandó montar en burros, y poniéndose gravemente, melancólicamente, al frente de ellas, cabalgando un enorme caballo blanco, con un látigo inmenso, las condujo a los altos del barrio de Graça, para saludar la salida del sol.
Pero todo este alboroto no disipó su dolor... ¡Y fue entonces cuando, en aquel invierno, empezó a entregarse al juego y la bebida! Pasaba todo el día encerrado en su casa (desde luego tras los cristales, ahora que Torres Nogueira había regresado de las viñas), con los ojos y el alma clavados en la terraza fatal; después, por la noche, cuando las ventanas de Elisa se apagaban, salía en coche de punto, siempre el mismo, el simón del Gago, y corría a la ruleta de Bravo, y luego al club de Cavalheiro, donde jugaba frenéticamente hasta la tardía hora de cenar, en un reservado de restaurante, con haces de velas encendidas, y el Colares y el coñac y el champán corriendo a chorros desesperadamente.
¡Y esta vida, despedazada por las Furias, duró años, siete años! El juego y la bebida se tragaron todas las tierras que le había dejado el tío Garmilde; y sólo le quedaba el caserón de Arroios y el dinero que le prestaron, pues lo había hipotecado. Pero, repentinamente, desapareció de todos los antros de vino y de juego. ¡Y nos enteramos de que Torres Nogueira estaba moribundo a consecuencia de una anasarca!
Por aquella época y a causa de un asunto de Nicolau da Barca, que me había telegrafiado con ansiedad desde su quinta de Santarém (asunto embrollado, sobre una letra), fui a Arroios en busca de José Matías, a las diez de una cálida noche de abril. El criado, mientras me precedía por el pasillo mal iluminado, ya desprovisto de las valiosas arcas y tallas de la India del viejo Garmilde, me confesó que Su Excelencia no había acabado de cenar... ¡Y aún me acuerdo, con un escalofrío, de la desolada impresión que me produjo el desgraciado! Estaba en el cuarto que daba a los dos jardines. Delante de una ventana, que tenía corridas las cortinas de damasco, la mesa resplandecía, con dos candelabros, un cestillo de rosas blancas y algunas de las nobles piezas de plata de Garmilde; y al lado, extendido en un sillón, con el chaleco blanco desabrochado, el rostro lívido caído sobre el pecho, una copa vacía en la mano inerte, José Matías parecía adormecido o muerto.
Cuando le toqué en el hombro, irguió sobresaltado la cabeza, toda despeinada:
—¿Qué hora es?
No bien le grite con un gesto alegre para despertarlo que era tarde, que eran las diez, llenó precipitadamente la copa de vino blanco, escanciándolo de la garrafa más próxima, y bebió lentamente, con mano temblorosa.
—Entonces ¿qué hay de nuevo? —preguntó a continuación, apartándose los cabellos de la cabeza húmeda.
Con la mirada perdida, sin comprender, escuchó como en un sueño el recado que le mandaba Nicolau. Por fin, lanzando un suspiro, volvió a meter una botella de champán dentro del cubo donde se enfriaba y llenó otra copa, murmurando:
—¡Qué calor! ¡Qué sed!...
Pero no bebió; arrancó su pesado cuerpo al sillón de mimbre y, haciendo un esfuerzo, se dirigió con paso poco firme hacia la ventana, de la que descorrió violentamente la cortina y abrió después los cristales... Y se quedó rígido, como sobrecogido por el silencio y el oscuro sosiego de la noche estrellada. ¡Yo aceché, amigo mío! En la Casa de la Parra dos ventanas resplandecían, muy iluminadas, abiertas a la suave brisa. Y aquella viva claridad envolvía a una figura blanca, en los pliegues de una bata blanca, parada en la extremidad de la terraza, como absorta en una contemplación; ¡Era Elisa, amigo mío! Hacia atrás, en el fondo del cuarto iluminado, el marido seguramente jadeaba con la opresión producida por la hidropesía. Ella, inmóvil, descansaba, enviando una tierna mirada, tal vez una sonrisa, a su dulce amigo. El miserable, fascinado, sin aliento, se embriagaba con el encanto de aquella visión bienhechora. Y entre ellos exhalaban su fragancia, en la molicie de la noche, todas las flores de los dos jardines... Súbitamente, Elisa entró en la habitación a toda prisa, llamada por algún gemido o impaciencia del pobre Torres. Las ventanas se cerraron inmediatamente, y toda la luz y la vida desaparecieron de la Casa de la Parra.
Entonces José Matías, con un sollozo desgarrador, de desbordante tormento, se tambaleó, agarrándose con tal ansia a la cortina que la rasgó y cayó desvalido en los brazos que yo le tendí, y con los que le arrastré hacia el sillón pesadamente, como a un muerto o a un beodo. Mas transcurrido un momento, aquel hombre extraordinario, con gran espanto por mi parte, abrió los ojos y, con una sonrisa lenta e inerte, murmuró serenamente:
—Es el calor... ¡Hace un calor! ¿No quiere usted una taza de té? Rechacé la invitación y me fui a escape... mientras él, indiferente a mi fuga, tumbado en el sillón, encendía temblorosamente un inmenso puro.
¡SANTO DIOS! ¡Ya estamos en Santa Isabel! ¡Qué aprisa llevan al pobre Matías hacia el polvo y la gusanera final! Pues sí, amigo mío, después de aquella curiosa noche Torres Nogueira falleció. La divina Elisa, durante el nuevo luto, se retiró a la quinta de una cuñada también viuda, Corte Moreira, cerca de Beja. En cuanto a José Matías, desapareció por completo, se evaporó, sin que tuviese noticias de él, ni siquiera inciertas, tanto más cuanto que el íntimo por quien podría conocerlas, nuestro admirable Nicolau da Barca, se había ido a la isla de Madeira, con su último pedazo de pulmón, sin esperanza, por deber clásico, casi deber social, de tuberculoso.
Todo aquel año anduve enfrascado en mi Ensayo de los fenómenos afectivos. Y un buen día, a principios del verano, cuando bajaba por la rúa de San Bento, con los ojos levantados buscando el número 214, donde se estaba catalogando la biblioteca del mayorazgo de Azemel, ¿a quién cree que diviso en el balcón de una casa nueva y de esquina? ¡A la divina Elisa, metiendo hojas de lechuga en la jaula de un canario! ¡Y bellísima, amigo mío, más llena y más armoniosa en su madurez, suculenta y deseable, a pesar de haber celebrado en Beja su cuadragésimo segundo aniversario! Pero esa mujer pertenece a la gran raza de Elena que, cuarenta años después del sitio de Troya, aún deslumbraba a los hombres mortales y a los dioses inmortales. Y curiosa casualidad, luego, aquella misma tarde, por Seco, el bibliotecario Joáo Seco, que estaba haciendo el catálogo de la biblioteca del mayorazgo, me enteré de la nueva historia de esta Elena admirable.
La divina Elisa tenía ahora un amante... Y únicamente porque no podía, con su acostumbrada honestidad, tener un tercer marido legítimo, pues el afortunado joven que ella adoraba era casado... Se había casado en Beja con una española que al cabo de un año de matrimonio y otros galanteos se marchó a Sevilla, a pasar devotamente la Semana Santa, y allí se adormeció en los brazos de un ganadero riquísimo. El marido, un pacato delineante de Obras Públicas, siguió en Beja, donde además enseñaba vagamente un vago dibujo... Ahora bien, una de sus discípulas era la hija de la señora de Corte Moreira, y allí, en la quinta, mientras él guiaba el esfumino de la niña, Elisa lo conoció y se enamoró de él con una pasión tan perentoria que lo arrancó precipitadamente a las Obras Públicas y lo arrastró a Lisboa, ciudad más propicia que Beja para una felicidad escandalosa y que se esconde. Joáo Seco es de Beja, donde pasó la Navidad; conocía perfectamente al delineante, a las señoras de Corte Moreira, y se dio cuenta del idilio, cuando desde las ventanas de la casa número 214, donde catalogaba la biblioteca del mayorazgo de Azemel, reconoció a Elisa en el balcón de la esquina, y al delineante entrando satisfecho en el portal, bien vestido, bien calzado, de guantes claros y con la apariencia de ser infinitamente más dichoso en aquellas obras particulares que en las públicas.
Y desde esa misma ventana del 214 yo conocí también al delineante. Buen mozo, sólido, blanco, de barba oscura, en magníficas condiciones de cantidad (e incluso tal vez de calidad) para llenar un corazón viudo, y por lo tanto «vacío», como dice la Biblia. Yo frecuentaba el número 214, pues estaba interesado en el catálogo de la biblioteca, ya que el mayorazgo de Azemel poseía, por irónico azar de las herencias, una colección incomparable de los filósofos del siglo XVIII.
Unas semanas después, cuando salía una noche (Joáo Seco trabajaba de noche) de examinar esos libros, me paré en el umbral de un portal abierto para encender un puro, y a la luz temblorosa de un fósforo distinguí a José Matías hundido en la sombra. ¡Pero qué José Matías, querido amigo! Para examinarlo más detenidamente froté otro fósforo. ¡Pobre José Matías! Se había dejado crecer la barba, una barba rala, indecisa, sucia, blanda, como borra amarillenta; se había dejado crecer el cabello, que asomaba en secas greñas bajo un viejo sombrero hongo; pero todo él, por lo demás, parecía disminuido, mezquino, enfundado en una especie de manchada levita de mezcla y en unos pantalones negros, de grandes bolsillos en los que escondía las manos con el gesto tradicional, tan infinitamente triste, de la miseria ociosa. Sentí una lástima tan espantosa que apenas pude balbucir:
—¡Esta sí que es buena! ¡Usted! ¿Qué es de su vida?
Con su cortés mansedumbre, pero secamente, para desembarazarse de mí, y con una voz enronquecida por el aguardiente, dijo:
—Por aquí, esperando a un individuo.
No insistí y seguí mi camino. Después, más adelante, me detuve y comprobé lo que en un abrir y cerrar de ojos había adivinado: ¡que el oscuro portal quedaba frente al nuevo edificio y a los balcones de Elisa!
¡Sí, amigo mío, tres años vivió José Matías metido en aquel portal!
ERA UNO de esos portales de la Lisboa antigua, sin portero, siempre abiertos, siempre sucios, cavernas laterales de la calle, donde nadie expulsa a los que esconden allí su miseria o su dolor. Al lado había una taberna. Infaliblemente, al anochecer, José Matías bajaba por la rúa de San Bento, pegado a las paredes, y se sumergía como una sombra en la sombra del portal. A esa hora ya estaban iluminadas las ventanas de Elisa, en invierno empañadas por la neblina, aún abiertas en verano ventilando la habitación en el reposo y la calma. Y José Matías, con las manos en los bolsillos, permanecía inmóvil contemplándolas. Cada media hora, sutilmente, se dirigía a la taberna. Un vaso de vino, una copa de aguardiente... y, despacito, volvía a la negrura del portal, y a su éxtasis. Cuando las ventanas de Elisa se apagaban, todavía se arrastraba a través de la larga noche, incluso en las negras noches de invierno —encogido, transido, golpeando el pavimento con las suelas rotas, o sentado al fondo, en los peldaños de la escalera—, clavando los ojos turbios en la oscura fachada de aquella casa, donde él sabía que estaba durmiendo con otro.
Al principio, para fumar un cigarrillo a toda prisa, subía hasta el desierto rellano de la escalera para ocultar la lumbre que lo denunciaría en su escondrijo. Pero después, amigo mío, fumaba sin cesar, apoyado en la jamba de la puerta, dando ansiosas chupadas al cigarrillo, para que la punta brillara y lo iluminase. ¿Y comprende por qué, amigo mío?... ¡Porque Elisa ya había descubierto que, dentro de aquel portal, adorando sumisamente sus ventanas, con el alma de antaño, se hallaba el pobre José Matías!...
¿Y creerá usted, amigo mío, que todas las noches, o tras los cristales o apoyada en el balcón (con el delineante dentro del cuarto, ya en zapatillas, arrellanado en el sofá, leyendo el Jornal da Noite), ella se entretenía en contemplar fijamente el portal, muy quieta, sin hacer ningún ademán, con aquella antigua mirada muda, desde la terraza, por encima de las rosas y de las dalias? José Matías, deslumbrado, se había dado cuenta. ¡Y ahora avivaba desesperadamente la lumbre, como un faro, para guiar en la oscuridad los ojos de la amada y demostrarle que allí estaba, todo suyo, transido y fiel!
De día nunca pasaba por la rúa de San Bento. ¿Cómo se atrevería a hacerlo con la chaqueta rota por los codos y las botas gastadas? Porque aquel joven de fina y sobria elegancia había caído en la miseria más andrajosa. ¿Dónde se procuraba a diario los tres patacos para el vino y la raja de bacalao que tomaba en las tascas? No lo sé... ¡Pero alabemos a la divina Elisa, amigo mío! Muy delicadamente, por caminos extraviados y astutos, aquella mujer rica procuraba fijar una pensión al mendigo en que se había convertido José Matías. Situación picante, ¿eh? ¡La señora agradecida pasando sendas mensualidades a sus dos hombres: el amante carnal y el amante del alma! El, sin embargo, adivinó de dónde procedía la horrible limosna... y la rechazó, sin indignación ni aspavientos de orgullo, incluso con enternecimiento, hasta con una lágrima en los párpados inflamados por el aguardiente.
Sólo cuando era noche cerrada se atrevía a bajar por la rúa de San Bento para meterse en su portal. ¿Adivina usted, amigo mío, en qué empleaba el día? En husmear, en acechar, en seguir al delineante de Obras Públicas. ¡Sí, amigo mío! ¡Sentía una curiosidad atroz, insaciable, frenética por aquel hombre que Elisa había escogido!
Los dos anteriores, Miranda y Nogueira, habían entrado en la alcoba de Elisa públicamente, por la puerta de la Iglesia, y para otros fines humanos más allá del amor... para tener un hogar, tal vez hijos, estabilidad y sosiego en la vida. Pero este era meramente el amante, que ella había designado y al que mantenía sólo para ser amada; y en esa unión no aparecía otro motivo racional sino el de que dos cuerpos se uniesen. No se cansaba por tanto de estudiarlo... su figura, su ropa, sus modales, ansioso por conocer bien cómo era ese hombre que, por añadidura, su Elisa prefiriera entre la multitud de los hombres.
El delineante, por decoro, vivía en el otro extremo de la rúa de San Bento, enfrente del mercado. Y esa parte de la calle, donde no vendrían a sorprenderle en su miseria los ojos de Elisa, era la que frecuentaba José Matías, ya de mañana, para husmear y acechar al delineante cuando este regresaba de casa de Elisa, conservando todavía el calor de su alcoba. Después, ya no lo soltaba y, como un ladrón, seguía de lejos, cautelosamente, su rastro. Y yo sospecho que le seguía de este modo no tanto por curiosidad perversa como para comprobar si, en medio de las tentaciones de Lisboa, terribles para un delineante de Beja, el individuo se mantenía fiel a Elisa. ¡En servicio de la felicidad de esta, vigilaba al amante de la mujer que amaba!
¡Impetuoso refinamiento de espiritualismo y devoción, amigo mío! El alma de Elisa era suya y le rendía una adoración perenne; y ahora quería que el cuerpo de Elisa no fuese menos adorado, ni menos lealmente, por aquel a quien ella entregara su cuerpo. Pero al delineante le resultaba fácil ser fiel a una mujer tan hermosa, tan rica, con medias de seda y brillantes en las orejas, que lo deslumbraba. Y, ¿quién sabe, amigo mío?, quizá esta fidelidad, homenaje carnal a la divinidad de Elisa, fuese para José Matías la última felicidad que le concedió la vida. Estoy persuadido de ello, porque el invierno pasado encontré al delineante, una mañana de lluvia, comprando camelias a un florista de la rúa do Ouro; y, enfrente, José Matías, demacrado, desharrapado, le atisbaba con cariño, casi con gratitud. Y tal vez aquella noche en el portal, tiritando, golpeando el piso con las suelas mojadas, con los ojos enternecidos fijos en los oscuros cristales, pensase: ¡Pobrecilla, pobre Elisa! ¡Debió de quedar muy contenta porque él le trajo las flores!
Esto duró tres años.
Finalmente, anteayer, amigo mío, por la tarde, se presentó Joáo Seco en mi casa, jadeante:
—¡Se llevaron en una camilla al hospital a José Matías, con una congestión pulmonar!
Parece ser que lo encontraron de madrugada, tendido en el suelo, todo encogido en su delgado chaquetón, jadeando, con la muerte retratada en el rostro, vuelto hacia los balcones de Elisa. Corrí al hospital. Había muerto... Subí con el médico de guardia a la sala donde se encontraba. Levanté la sábana que lo cubría. En la abertura de la camisa sucia y rota, sujeta al cuello por un cordón, conservaba una bolsita de seda, también usada y sucia. Seguramente contenía una flor, o un mechón de cabellos, o un trozo de encaje que perteneciera a Elisa, en los tiempos del primer hechizo, y de las tardes de Benfica... Pregunté al médico, que le conocía y le compadecía, si había sufrido.
—¡No! Estuvo en coma unos momentos, después abrió los ojos desmesuradamente, exclamó «¡Oh!» con gran espanto, y murió.
¿Fue aquel el grito del alma asombrada y horrorizada por morir también? ¿O fue el del alma triunfante al saberse al fin libre e inmortal? No lo sé, amigo mío; ni lo supo el divino Platón, ni lo sabrá el postrer filósofo en la última tarde del mundo.
Hemos llegado al cementerio. Creo que cada uno debemos sostener una de las borlas del féretro... Es bien singular, en verdad, este Alves «Capón», siguiendo con tanto sentimiento a nuestro pobre espiritualista. ¡Pero, Santo Dios! ¡Mire! Allí, aquel individuo que espera, a la puerta de la capilla, de levita, con un paleto blanquecino... ¡Es el delineante de Obras Públicas! Y trae un gran ramo de violetas... Elisa mandó a su amante carnal que acompañara hasta la tumba y cubriese de flores a su amante espiritual. ¡Pero, amigo mío, pensemos que, con toda seguridad, nunca pediría ella a José Matías que esparciese violetas sobre el cadáver del delineante! ¡Y que siempre la Materia, incluso sin comprenderlo, sin obtener de él su felicidad, adorará al Espíritu, y siempre se tratará a sí propia, a través de los goces que de sí recibe, con brutalidad y desdén! ¡Gran consuelo, amigo mío, este delineante con su ramo para un metafísico que, como yo, comentó a Spinoza y a Malebranche, rehabilitó a Fichte y demostró suficientemente lo ilusorio de las sensaciones! Sólo por esto valió la pena acompañar a su tumba a este inexplicable José Matías, que era tal vez mucho más que un hombre... o quizá aún menos que un hombre... Efectivamente, hace frío... Pero ¡qué hermosa tarde!