SANTHA RAMA RAU - QUE MAS DA
SANTHA RAMA RAU
INDIA
SANTHA RAMA RAU 1923 Oriente y Occidente hallan una feliz conjunción en las obras de Santha Rama Rau, nacida en la India y educada en Inglaterra y los Estados Unidos. Casada con un periodista norteamericano. Con hábil y delicada pluma, ha sabido hacer llegar el ambiente de su país de origen al lector occidental.
Qué podía existir de común para nosotros? Creo que muy poco; lo único el haber estudiado los dos en América. Y aun en los cuatro años pasados en el extranjero los contactos tampoco fueron demasiados, y en esas contadas ocasiones no fue mucho lo que tuvimos que decirnos. Es más, si me hubieran preguntado: ¿Qué estudia Anand en Boston?, habría respondido que. administración de empresas o algo así. Por el contrario, mis estudios los había realizado en la universidad de Wellesley, y fueron los consabidos cursos de Letras. Me atrevería a decir que fue nuestra condición de inadaptados lo que nos unió al regresar a Bombay. Para la generación de nuestros padres esa incómoda situación se designaba en general con la socorrida frase de «England-returned»1, aplicable aun cuando los estudios se hubieran cursado en Munich o Edimburgo, caso bastante frecuente por aquella época entre los estudiantes hindúes. El término se utilizaba como indicador de méritos (para empleos y matrimonios) y también como denotativo de los problemas de readaptación en el seno de las familias. Aun después de la guerra, en las secciones de anuncios por palabras de ciertos periódicos, no era extraño encontrarse reclamos como este: «Se busca chica culta, piel clara, importante pertenezca casta superior, para joven ‘England-returned’. Escribir enviando fotografía.» El anuncio proporcionaba sobrados antecedentes personales acerca del solicitante, es decir, el joven provenía de una familia lo bastante rica como para haber podido enviarle a estudiar al extranjero, lo cual significaba las más ventajosas posibilidades en la obtención de un buen empleo. El problema se presentaba sin duda a la familia de la chica, que habría de demostrar que la interesada reunía las condiciones impuestas en el reclamo matrimonial, sin contar con que luego habría de ser el suyo un hogar poco convencional en el que tal vez tendría que servir carne a sus invitados, y hasta licores, y recibir a extranjeros. Aunque por otra parte comprendiese que el partido no era de despreciar.
La frase «England-returned» era el típico indianismo que tanto solía divertir a los ingleses cuando la encontraban en alguna solicitud de trabajo. Para los indios, naturalmente, tenía un significado serio y preciso. Pero en el curso de una generación, cada vez más sensible al ridículo, había terminado por caer en desuso, y cuando Anand y yo regresamos a Bombay, tuvimos que buscar una definición propia para nuestra incómoda situación. Nuestras ideas, comentábamos, eran demasiado avanzadas para una ciudad como Bombay; ninguna empresa podría llegar a fructificar jamás en la India dentro del cerrado sistema familiar imperante. Con nuestros mal digeridos conocimientos psicológicos, hacíamos observaciones sobre los efectos del conformismo como norma de vida. Total, que estábamos sufriendo la consabida morriña propia del «England-returned». Comparado con el de Anand, mi caso era un poco más soportable. Entre otras cosas porque mis padres eran «liberales», es decir, que no se contaban entre los hindúes ortodoxos, y después de haber andado errantes por el mundo, en el servicio , diplomático, por espacio de quince años, estaban preparados para aceptar con ecuanimidad, y aun con cierto matiz de aprobación, mi decisión de entrar a trabajar en una revista de Bombay. También contribuía a que las cosas me fueran más fáciles la circunstancia de haber pasado ya lo peor de mi readaptación seis años atrás, después de tirarme otros diez estudiando en internados ingleses.
Para Anand, las tribulaciones «England-returned» habían resultado más virulentas: sus familiares eran ortodoxos; su madre no sólo desconocía el inglés, sino que desconfiaba de todo cuanto fuesen formas de vida extranjeras. A Anand lo habían educado enteramente en Bombay, enviándolo a América tan sólo para que hiciera unos cursos complementarios. Su padre, un próspero contratista de Bombay, insistía en que Anand, como hijo único que era, se fuese familiarizando con los asuntos comerciales de su casa.
Nuestras familias vivían en la misma barriada, pero llevaban una existencia muy diferente. Claro que entre los de nuestra generación las diferencias tendían a borrarse, y Anand y yo pertenecíamos al mismo círculo social, pese a lo cual nunca nos habíamos mostrado particular aprecio. Fue sin duda un momento de aburrimiento, y la reminiscencia de haber estado ambos en América, lo que nos puso en relación un día.
Era la época de los monzones, aún lo recuerdo, y había diluviado toda la mañana sobre la ciudad. Hacia el mediodía escampó, y resolví dedicar la hora del almuerzo a efectuar algunas compras. Apenas había dado unos pasos hacia la zona céntrica de Bombay cuando empezó a llover de nuevo, mansamente al principio, cosa que no presagiaba nada bueno, como en efecto sucedió, pues no tardó en transformarse en uno de esos aguaceros torrenciales propios de la estación monzónica. Me zampé en el primer portal que hallé al paso, y me di de sopetón con Anand, un joven delgado, más bien bajo, que vestía con cierta elegancia y garbo. Era el edificio donde la empresa de su padre tenía las oficinas, y Anand estaba allí mirando con cara fosca la calle convertida en río y los transeúntes apresurados. Nos saludamos con fría cortesía. ¿Quién estaba de humor para pláticas joviales? Seguimos contemplando la lluvia, el laberinto del tráfico, los coches, mojados y relucientes, que rodaban despacio por el agua fangosa de la calzada.
Por fin, sin mucho interés, dijo Anand:
—¿Qué haces ahora?
—En este momento iba de compras —repuse con displicencia—, pero va a ser imposible, con este tiempo.
—Dichosa lluvia —murmuró. Casi no le oía con el ruido que hacía el agua por los canalones.
—Hum —contesté, y, por corresponder a su cortesía, añadí—: Y tú, ¿qué haces?
—Dios sabe —dijo con tono de profundo abatimiento—. Trabajando, supongo. —Y al cabo de una pausa añadió—: Bueno, mira, como tú no puedes ir de compras y yo no puedo ir al garaje por mi coche, ¿por qué no vamos a comer un bocado a la vuelta de la esquina?
—Okay —dije, no hallando manera humana de rechazar la invitación.
Anand me miró de lleno por vez primera y esbozó una sonrisa.
—Okay —repitió—. Hace ya tiempo que no oía eso.
Nos precipitamos calle abajo, metiéndonos en los charcos y esquivando paraguas, hasta llegar, empapados y riendo, al restaurante más próximo. No era más que una cafetería, en realidad, con mostrador y taburetes a un lado del pequeño recinto y unas cuantas mesas al otro. Nos quedamos parados en medio, jadeantes, secándonos malamente la cara con el pañuelo y alisándonos hacia atrás el pelo mojado, sin parar de reír con ese regocijo tonto que tales momentos producen. Resolvimos sentarnos a una mesa, porque dijo Anand que los bollitos con baño de azúcar rosado, puestos en primorosa pirámide sobre el mostrador, tenían una pinta muy poco apetitosa para estarlos viendo todo el rato mientras almorzábamos.
Nuestra entrada tumultuosa había hecho volverse a los otros parroquianos; pero cuando nos instalamos en nuestra mesa, los jóvenes que estaban en la barra —empleados quizá de las oficinas próximas, modesta y conmovedoramente pulcros con sus camisas blancas y sus pantalones de dril blanco (insoslayable aspecto de los oficinistas en la India)— restituyeron la atención a sus bollos y sus tazas de café con leche. Los sikhs de la mesa inmediata, tocados con vistosos turbantes, reanudaron su alegre conversación con expansivos gestos y ademanes. Las dos mecanógrafas angloindias con vestidos estampados de flores volvieron a sus cuchicheos, a sus risitas y su gaseosa.
Cuando el camarero nos trajo el menú, descubrimos que el restaurante se llamaba Café Laxmi y de la Insignia de Oro. Esto hizo soltar a Anand una estrepitosa carcajada, y mientras esperábamos nuestros emparedados y nuestro café, se dedicó a inventar combinaciones no menos disparatadas e impropias para nombres de restaurantes: Tostadero de Venus y de Sun Yat-sen, Heladería Cadillac y del Diablo Rojo, y cosas por el estilo, no muy ingeniosas, la verdad, pero en esos momentos estábamos de buen talante y dispuestos a divertirnos con lo que fuese.
Recuerdo que en determinado momento uno de nosotros dijo: «Bueno, y de verdad, ¿qué te parece Bombay?», y el otro contestó: «Las cosas como son. Bombay es el mismísimo infierno», y entablamos la primera de nuestras interminables conversaciones acerca de nosotros mismos, nuestro ambiente, nuestras familias, nuestras tétricas predicciones del futuro. Pasamos un rato delicioso.
Un par de días después Anand me llamó a la oficina invitándome de nuevo a almorzar.
—Nos resarciremos de los honores del Laxmi y la Insignia de Oro —dijo—. Iremos al Taj, que por lo menos dispone de aire acondicionado.
Había reservado una mesa junto a las ventanas en el hotel Taj Mahal. Mientras comíamos, nos era dado contemplar las grises y amenazadoras aguas del puerto, las densas nubes monzónicas acumuladas sobre las islas dispersas. En el grato frescor del ambiente, mientras afuera caía la lluvia sofocante y calinosa, bebimos una botella de vino, comimos el pâté de foie gras local y nos compadecimos de nosotros mismos.
—No entiendo —dijo Anand— por qué se molestó mi padre en enviarme a Norteamérica, puesto que no parece interesado en nada de lo que allí aprendí.
—Oh, ya sé, ya sé —dije, deseosa de hablar de mis problemas personales.
—El negocio se administra total y exactamente lo mismo que hace cincuenta años. ¿Puedes creerlo?
—Hombre, claro que sí. Lo que yo digo, ahí tienes la revista...
—Qué te estaba diciendo, todo se hace a base de acuerdos y contratos verbales, de lo más vago e impreciso. Nada se archiva ni se registra como Dios manda. Y una confianza tan desmesurada en el hecho de tener mano aquí, e influencia allí, y conocer a este o al otro en el gobierno, que conseguirá la tramitación de las licencias, y los permisos de importación, y lo que sea.
—Bueno, para mí es un milagro que saquemos un número siquiera de la revista, si tenemos en cuenta que ni uno solo de los cajistas sabe inglés y que tienen que componer los moldes en un idioma que desconocen, formando las líneas a mano y al revés.
—Pero por lo menos tú no tienes que contender también con la familia. ¡Toda esa morralla de tíos-abuelos decrépitos y de primos segundos retrasados mentales a quienes hay que dar empleo porque sí!
—¿Y no puedes proponer que los jubilen?
—No creas que no lo he hecho ya. Mi padre se limita a sonreír y dice que pronto sentaré la cabeza. ¿De qué sirve?
Nuestras pláticas terminaban casi siempre cuando uno de nosotros, con exagerado gesto de hastío, decía: «Bueno, así van las cosas.
Y ahora volvamos al yugo.» Yo jamás añadía que disfrutaba realmente con mi trabajo.
Ese día, hasta que ya nos disponíamos a salir del Taj no reparamos en los muchos conocidos nuestros que almorzaban en el espacioso comedor. Camino de la puerta, saludamos a varios con sendas sonrisas y cabezadas, y nos paramos ante algunas mesas para cambiar apretones de manos. Con creciente irritación advertimos la bien disimulada curiosidad implícita tras las amables formalidades de rigor.
Anand y yo, remolones y en silencio, bajamos por la ancha y llana escalera del hotel. Y sólo cuando hubimos puesto pie en la calle mi acompañante estalló:
—Mal rayo les parta. ¡Cotillas asquerosos!
—Es por el vino —insinué—. Ni los que han andado mucho por el extranjero toman aquí vino en las comidas.
—¿Y a ellos qué les importa?
—Ya sabes, las Disolutas Costumbres Extranjeras, y además tú eres lo que ellos llaman un buen partido, conque es lo más natural que la cosa les intrigue.
Anand frunció el entrecejo, y así cruzamos la calle hasta su coche, que tenía estacionado junto al malecón. Abrió la portezuela para que yo montara y luego subió él y se sentó al volante. No puso de inmediato el coche en marcha; permaneció quieto, las manos sobre el volante, sin mirarme, fija la vista en la luz amenazadora de la tarde incipiente, que no iba a tardar en oscurecerse y desatarse en lluvia. De pronto crispó los dedos y dijo:
—Bueno, así se los lleve a todos pateta. Que hablen, si no tienen nada mejor que hacer.
—Sí. De todos modos, qué más da —dije, esperando que no sonara como si a mí sí que me importase.
Almorzamos en el Taj varias veces después de aquella, pero en cada ocasión un poco más retadores, un poco más enterados de las miradas estimatorias con que nos sopesaban y medían, sin olvidar un momento que éramos los únicos «desvinculados» que almorzaban juntos. Los demás eran hombres de negocios, o matrimonios con invitados que, por alguna razón, no podían comer en casa, o grupos de señoras, o forasteros.
Bombay es una gran ciudad, pero en su modo de vida es más semejante a un conjunto de aldeas conglomeradas. En nuestro círculo social, por ejemplo, cada cual conocía, de vista por lo menos, a todos los demás. Conque, naturalmente, todos sabían que Anand y yo almorzábamos juntos un par de veces a la semana, y sin duda debían de estar enteradas nuestras familias.
Mis padres nunca me dijeron nada sobre el particular, aunque se advertía una cierta cautela en su actitud y en sus palabras cada vez que el nombre de Anand salía en la conversación. Si la madre de Anand le reprendió alguna vez por lo que estábamos dando que hablar a la gente, es evidente que él no lo juzgó digno de comentario. Supongo que de todos sería ella la más preocupada, ortodoxa como era, y deseosa de un buen matrimonio para su hijo único, un matrimonio de estilo conservador; no poco desconcertada debía de sentirse por lo que a ella sin duda le parecería —resulta asombroso visto retrospectivamente— una especie de sofisticación.
De cuando en cuando Anand me llevaba a merendar a su casa después del cierre de nuestras oficinas. Yo creo que lo hacía por consideración a su madre, aunque no lo reconociese; para tranquilizar el ánimo de la mujer acerca de la compañía que se había buscado; para mostrarle que yo no era una «chica fácil» aunque trabajara en una revista. No sé hasta qué punto la tranquilicé, con mi pelo corto y mis labios pintados, y sin la tradicional tika en la frente. Pero siempre me saludaba con suma cortesía, juntando las manos en un namaskar, y muy disimuladamente, cuando le parecía que yo no reparaba en ello, me dirigía miradas escrutadoras. No podíamos siquiera conversar, pues procedíamos de diferentes comunidades y ella no hablaba más que gujarati, mientras que mi lengua materna era el hindi. Siempre aguardaba con nosotros en la sala hasta que uno de los criados traía la merienda; luego alzaba de la silla su oronda humanidad, me cumplimentaba con una leve cabezada y nos dejaba solos. Claro que siempre teníamos noción de su presencia en la estancia contigua, al otro lado de las cortinas, y de cuando en cuando oíamos sonar su taza sobre el platillo. Nuestra conversación, aun cuando ella no la entendiera, era forzosamente poco natural.
Fue tal vez esta callada coacción, o quizá fuera sólo una especie de desasosiego, lo que nos movió a Anand y a mí a dejar los lugares que normalmente frecuentaba nuestro círculo de relaciones y a buscar restaurantes oscuros para nuestros almuerzos en compañía. Aun cuando nos consideráramos liberales, supongo que estaba empezando a perder mi combatividad y adustez propias de todo «England-returned». No estaba dispuesta, sin embargo, a renunciar a los almuerzos con Anand. Me caía simpático, y esperaba con cierta impaciencia sus llamadas telefónicas, cuando su voz tan grata decía cosas como: «¿Aló? ¿Es la mujer de carrera?» (Entre las frases de desafío que Anand gastaba era esta una de sus predilectas, y es que nadie comprendía que trabajase por dinero una hija de familia respetable que podía mantenerla). Algunas veces decía: «Aquí el agente secreto 507. ¿Es usted combatiente de la resistencia?»
En cualquier caso, yo me echaba a reír y decía que sí, y entonces proponía él que probáramos tales o cuales platos chinos, o que fuésemos a comer pollo con curry picante a cierto figón persa, o, si no llovía, que fuésemos a la playa de Chowpatty y picáramos de las mil chucherías que allí improvisaban, bien sazonadas de especias, los vendedores ambulantes. Por un acuerdo tácito, no volvió a llevarme en su coche. Nos dábamos cita en la esquina de la parada de taxis o llegábamos por separado a nuestro punto de destino.
Yendo en una ocasión para Colaba, el punto más meridional de la isla, Anand se inclinó de pronto y pidió al taxista que se detuviera. En una calle de deslucidas casas de clase media, y de aspecto por lo demás muy poco atrayente, había visto una muestra comercial que decía: «Casa Joe». Anand estaba embelesado, y sin duda la muestra resultaba exótica entre los bungalows y las malvas reales. Casa Joe —así bautizada por algún nostálgico soldado norteamericano que habría llegado hasta allí durante la guerra— no tardó en convertirse en nuestro restaurante predilecto. Por un lado lo mirábamos como un descubrimiento personal, y además tenía un cocinero de Goa, lo cual quería decir que podría uno pedir carne de vaca. La mayor parte de los hindúes, por principio, no consumen carne de vaca, con el resultado de que en Bombay era esta la carne más económica, y fue mucha la que nosotros comimos en Casa Joe.
El propietario, a quien Anand se empeñaba en llamar Joe, aunque era un indio gordo y campechano, pronto se acostumbró a vernos por allí casi un día sí y otro no. Qué ganancias podía sacar de su negocio era algo que no acertábamos a imaginar, ya que allí no parecía que jamás hubiese nadie, aparte de Anand y de mí. Joe servía personalmente a la mesa, pues por no haber, ni siquiera había camareros. Según Anand, se trataba probablemente de una tapadera que encubría actividades de contrabando o estraperlo, y podía esperarse cualquier cosa de un hombre que llevaba en Bombay un establecimiento llamado Casa Joe. Total, que en la de Joe llegamos a sentirnos como en nuestra propia casa, tanto que hasta le compramos un mantel a cuadros para dar al lugar un poquitín de viso, y él lo extendía con mucha ceremonia sobre la mesa del rincón indicando invariablemente que lo habían lavado y planchado después de nuestra última comida. Guardábamos en Casa Joe una botella de ginebra, y le enseñamos a hacer gimlets con gin y zumo de lima fresca, a fin de poder tomar el aperitivo. No tenía autorización para expender licores, de suerte que siempre preparaba nuestros cocteles en una botella opaca con etiqueta de cualquier bebida inocua, por si alguien entraba en ese momento.
Solíamos sentarnos a nuestra mesa delante de las ventanas, y así, entre miradas esporádicas al jardincillo ralo y desperdigado, a los jazmines, al tráfico inconstante, teníamos nuestros coloquios. ¡Y qué coloquios! Lo que se dice interminables. A veces las pláticas empezaban con aquello de «¿Fuiste tú en Estados Unidos...?» o «¿Recuerdas...?» Y a veces también nos extendíamos sobre incidentes acaecidos en nuestras casas o en nuestras oficinas. Hablábamos muchísimo acerca de ellos: término harto flexible, cuyo significado abarcaba todos aquellos parientes y amigos que teníamos por retrógrados, rémoras y cortos de entendimiento. Así, durante los meses que siguen a la estación monzónica, de pegajosa calina, hasta los primeros días, más frescos y luminosos, del incipiente invierno, continuamos los dos charla que charla. Cuando ahora lo recuerdo me parece un milagro que encontrásemos tanto que decir sobre los pormenores de nuestra existencia, relativamente trivial.
Si hubiéramos sido un punto más viejos o más observadores, habríamos comprendido sin duda que aquel estado de cosas no podía durar mucho tiempo más. Oscuramente advertía yo que cada día de vida en Bombay suavizaba una pizca nuestro antagonismo y desdibujaba los perfiles de los años pasados en América. Mas con todo, nunca imaginé a lo que llegaría el contraataque de la familia de Anand en su brega con el descontento que como buen «England-returned» dejaba traslucir el muchacho. La madre de Anand era una mujer expeditiva y sin complejidades, y en su opinión no había más que una manera incuestionable para curar el mal de raíz.
Fue en Gasa Joe donde Anand me anunció la llegada de Janaki. Yo había ido temprano ese día, me acuerdo bien, y estaba sentada a nuestra mesa cuando Anand entró. Su manera de andar era siempre un tanto nerviosa, pero esa mañana parecía más acusada la tensión. Traía rígidos los estrechos hombros y un aire de preocupación y de disgusto, de suerte que le pregunté en seguida si ocurría algo.
—¿Que si ocurre algo? —inquirió con tono incisivo—. ¿Y por qué había de ocurrir nada?
—Qué sé yo. Te veo raro.
—Es que lo soy —dijo, rehuyendo deliberadamente el sentido de mis palabras.
Joe le trajo su aperitivo y preguntó con acento un tanto desolado si queríamos bistec como siempre, otra vez.
Anand le hizo una seña impaciente con la mano y dijo:
—Luego. Luego lo decidiremos. —Después me miró a mí con un ceño apocalíptico—. ¿Sabes lo que han hecho ellos ahora? Pues han ido y han invitado a un pariente, un pariente lejano, a pasar en casa una temporada.
A mí aquello no me pareció un desastre tan grande. Invitados o no, los parientes llegaban de visita cada dos por tres. Todo pariente tenía derecho a presentarse siempre que lo estimara conveniente y a quedarse todo el tiempo que le apeteciera. Pero puesto que él parecía tan atribulado, inquirí precavidamente:
—Y supongo que esperaréis acoplarle en la empresa en un puesto u otro, ¿no?
—¿Acoplarle has dicho? En todo caso, acoplarla. Es una chica. Una prima lejana.
—¿Una chica? ¿Y va a trabajar en el negocio? —Aquella sí que era realmente una noticia catastrófica.
—Quia, de ninguna manera. ¿Es que no ves lo que se traen entre manos? Intentan casarme.
No se me ocurrió nada mejor que un «No, hombre, no lo creo» de lo menos convincente del mundo.
—Supongo —prosiguió sin hacer el menor caso de mis palabras— que ellos creen obrar con mucho tacto. Nos ponen a vivir bajo el mismo techo, figúrate tú, de modo que mi incomprensible preferencia, esa preferencia extranjerizante —y recalcó con amarga ironía la palabra—, por decidir personalmente en estas cuestiones no se sienta lastimada. Hemos de ir cobrándonos afecto poco a poco, imperceptiblemente. ¡La maquinación salta a la vista!
—Deben de ser todo figuraciones tuyas.
—Llegó anoche. Ni siquiera me habían avisado que venía.
—Pero la gente se presenta sin previo aviso. Pasa siempre.
—Lo sé. Pero a ella la habían invitado. Me lo ha dicho.
—Pobre Anand.
Lo sentía por él, y hacía mía su indignación. Entre Anand y yo no había existido nunca la menor relación sentimental, de suerte que la muchacha no representaba amenaza personal alguna; pero creí sinceramente que estaba en juego una cuestión de principio. Muy a menudo habíamos convenido que el sistema de concertar los matrimonios sin tener en cuenta los sentimientos de los interesados era el mayor insulto a los derechos de estos últimos como seres humanos, la máxima e intolerable injerencia de las familias en su tiranía. Traté de pensar algo consolador que decir, pero sólo conseguí proferir débilmente:
—Bueno, lo único que puedes hacer es tomártelo con calma.
—¿Y verla echar una mano en las faenas domésticas, haciéndose, a la chita callando, la indispensable? —Con una ácida sonrisa, añadió—: Mientras pasan rápidos los años... ¿Y esperas que nos hagamos viejos en amable y casta compañía?
—¡No seas tonto! —dije, soltando la carcajada—. Tarde o temprano tendrá que irse.
—Pero ¿viviré yo tanto? —Parecía recuperar su buen humor.
—Eres bastante injusto con la pobre —dije, pensando por primera vez en la muchacha—. Quiero decir, si la han hecho concebir esperanzas.
—No empieces a compadecerte de ella ahora. La única manera de solventar la cuestión pronta y definitivamente (a fin de que mi actitud quede bien clara) es casarme con otra en seguida. Supongo que tú no querrás considerar la idea de casarte conmigo, ¿verdad?
—No, por Dios —dije sobresaltada—. No creo que sea preciso recurrir a una medida tan drástica.
—Bueno, tal vez no. Ya veremos.
—¿Cómo se llama? —decidí preguntar por último.
—Janaki.
—Bonito nombre.
—A mí me da náuseas.
AGUARDÉ con impaciencia nuestro próximo almuerzo, y cuando nos vimos un par de días después en Casa Joe, me puse a interrogar a Anand con vivo interés:
—¿Qué, cómo van las cosas? ¿Cómo te las arreglas con Janaki?
Anand parecía abstraído e hizo un gesto como si le fastidiara un poco el tema.
—Joe! —llamó—. Más hielo, por San Pedro. Los gimlets se sirven fríos. —Tamborileó con los dedos sobre la mesa en un movimiento nervioso, característico en él—. Nunca aprenderá —dijo con aire resignado, y luego, al cabo de una pausa—: ¿Janaki? Perfectamente, supongo. Un incordio sin importancia.
—¿Está muy cariñosa contigo?
—Pues mira, hay que decir en su favor que se las arregla para ser bastante discreta.
—¡Vaya! —Me sentí un poco decepcionada, sin saber por qué.
—Lo que me pone frenético es el saber que está siempre cerca de mí.
—Yo en un caso así me volvería loca.
—¡Es tan femenina...! —recalcó súbitamente malhumorado.
—¿Te agobia con sus cuidados, quieres decir?
—No; no es eso precisamente. Pero veo en otro aspecto su solicitud: espera que me haya gustado la comida, o que haya tenido un buen día en mi trabajo, o cualquier puñetería por el estilo.
—Pues parece bastante halagüeño.
—Supongo que forma parte de la estrategia. Lo desolador es pensar lo mal que ellos me conocen si creen que voy a casarme con una mujer como Janaki.
—¿Con qué clase de mujer te casarías?
—Dios sabe —dijo Anand con acento desesperanzado—. Una mujer completamente distinta, de todos modos. En tiempos conocí a una...
—¿Conociste a una chica en América? —pregunté con interés.
—¿No hay siempre una chica en América? Es una tradición. En tiempo de nuestros padres solía ser la hija de la patrona en Inglaterra. Rubia, por lo general, y siempre complaciente.
—¿Y la tuya cómo era?
—Complaciente. Pero bastante por encima de la hija de la patrona. Cursaba último año en la universidad. Y sus padres eran estupendos, dentro de lo que cabe; un poco tímidos, pero dispuestos a creer que un hogar decente es la mejor protección para una chica. No creo que se hubieran opuesto a que nos casáramos.
—¿Por qué no te casaste con ella entonces?
—Pues mira, no lo sé. Supongo que era incapaz de imaginármela en el papel de nuera india, conviviendo en el seno de una familia de Bombay... ¡con la que se hubiera armado! Sentimientos heridos y recriminaciones y decepción por todas partes. No la recuerdo con añoranza —esto lo dijo muy serio, Como si se tratara de un punto capital—. Sé que no era particularmente guapa ni nada, pero creo que a mí me consideraba por mí mismo, por mi personalidad humana. No era para ella simplemente un hijo de familia, un partido matrimonial, una persona bien relacionada en los negocios.
—¿Y para Janaki eres todo eso?
—Supongo que sí. ¿Qué otra cosa puedo ser?
Cuando salíamos de Casa Joe después de haber almorzado, dijo:
—¿Por qué no vienes a casa a merendar, y así la conoces? ¿Te gustaría?
—Estaba esperando que me lo pidieras.
—Okay, pues. ¿Mañana?
Al día siguiente, llena de expectación, me reuní con Anand y juntos fuimos a su casa en el coche.
—¿No le sentará mal a tu madre que me hayas invitado?
—¿Por qué ha de sentarle mal? No es la primera vez que meriendas con nosotros.
—Hombre, no seas tan lerdo —dije, pensando: pobre chica, va a ser para ella de lo más decepcionante, si insiste en tratarla como a una prima de tantas que viene a pasar unas vacaciones—. ¿Y tiene el tacto tu madre de dejaros solos a la hora de merendar?
—Ni por asomo. Se ponen las dos a charlar sobre labores domésticas. Es aburridísimo, te lo aseguro.
A mí no me resultó, ni con mucho, tan aburrido. Por una parte, la madre de Anand estuvo más cordial conmigo que en las visitas anteriores, y me pregunté si tan segura podría sentirse ya del éxito de su plan que yo hubiera dejado de constituir a sus ojos un peligro.
Y hubo además la expectante curiosidad por conocer a Janaki.
Entró por fin con el criado que traía la bandeja de la merienda, apartando y sosteniendo la cortina de la puerta para que el hombre pasase con mayor holgura. Era garbosa, regordeta, con un lindo palmito y una sonrisa tímida, vacilante, que parecía dispuesta a borrarse de inmediato si no era correspondida. Vi al instante que constituía el desiderátum de cualquier suegra: callada, obediente, servicial. Llevaba el pelo recogido en la nuca, en el clásico moño convencional, y no le faltaba la tradicional tika en la frente; fuera de esto, todo su maquillaje se reducía a un ligerísimo toque de barra de labios, y aun supuse que aquello probablemente sería una experiencia nueva para ella, una concesión a los occidentalizados gustos de Anand.
Hablaba más que con nadie con la madre de Anand, en gujarati, y observé que había asumido ya algunas de las obligaciones propias de una anfitriona. Sirvió el té en las tazas, preguntando, en un inglés diáfano y cantarín, si yo lo deseaba con leche y azúcar; y también pasaba las fuentes de dulces y entremeses indostánicos.
Después del primer bocado, dije con satisfacción:
—Esto es delicioso.
La madre de Anand percibió el tono, aunque no comprendiera las palabras, y dijo algo a Anand en gujarati.
—Los ha hecho Janaki —tradujo él, sin mucho interés.
Janaki, ruborizada, se limpió la boca con la servilleta, mirando luego con sorpresa y sobresalto la mancha de carmín que había quedado en el paño.
—Qué habilidosa eres —dije a Janaki—. Ojalá supiese yo cocinar.
—Es muy fácil aprender —contestó la muchacha tímidamente.
—No sé si alguna vez tendré tiempo para ello.
Y sin el menor asomo de envidia ni sarcasmo, dijo:
—Eso pasa con personas como tú que llevan una vida tan atareada y tan interesante.
Me sentí avergonzada de mí misma, sin poder precisar en absoluto por qué razón.
Continuamos charlando sobre trivialidades, y Janaki supo terciar en la conversación admirablemente, logrando parecer interesada en los comentarios más intrascendentes, sin dejar de atender al mismo tiempo que no quedaran vacíos platos ni tazas. Poco a poco el peso de la conversación fue recayendo sobre nosotras dos, porque Anand se retrajo, parapetándose en un hosco silencio. Recuerdo haber pensado que, mirándolo bien, no podía reprochársele. Debía de ser para volverse loco tener que soportar aquella solicitud almibarada y vacua todos los días después del trabajo. Por último se levantó bruscamente, dijo sin más preámbulos que tenía que revisar unos papeles y nos dejó. Yo me marché poco después.
Janaki me acompañó hasta la puerta. Con una espontaneidad imprevista, me puso la mano en el brazo y dijo:
—Vuelve otra tarde a merendar, por favor. Si no estás demasiado ocupada, se entiende. Sería muy grato para mí. No tengo amigas en Bombay.
—Me encantaría, y tú también tienes que venir a merendar a mi casa.
—Oh, no, muchísimas gracias. Tal vez más adelante, pero antes tengo que aprender las costumbres de esta casa. Lo comprendes, ¿verdad?
Volví a pie para casa, pensando con admiración en la mezcla de azoramiento y confianza que había advertido en Janaki, así como en el hecho de que ya se sintiera segura de tener un puesto permanente en aquella casa.
En nuestro siguiente almuerzo, fue Anand quien preguntó con visible ansiedad:
—¿Qué? ¿Qué te ha parecido Janaki?
—Muy agradable —contesté con objetividad.
—Eres como mi madre, que dice: «Una chica bien buena. Deberías considerarte afortunado». Supongo que te habrá pedido que seas su amiga.
—¿Cómo lo has averiguado?
—No es tan tonta como parece. A mí me dijo lo mismo. «¿No quieres que seamos amigos, Anand?» —remedó con una insustancial y deslucida voz de falsete. Luego frunció el entrecejo y dijo—: El sistema de la cuña, ¿te das cuenta? Tendría gracia, si no fuera tan triste.
—Bueno, por lo menos es muy guapa —dije, abogando por ella.
—Está demasiado gorda.
—Yo creo que eso más bien la favorece.
—Lo que dice mi madre, que su robustez compensa lo canijo que soy yo. —Anand era en extremo susceptible cuando le tocaban a su complexión física, y así, en un tono amostazado que a una la prevenía contra toda tentación de compadecerle, dijo—: Sí, desde un punto de vista genético, la mar de sano. Una chica fuerte y saludable como Janaki casada con un escomendrijo como yo, con la probabilidad de tener hijos fuertes y sanos que salgan a ella. Los hijos, como ves, son el objeto primordial de toda esta triquiñuela. Yo soy hijo único y estoy obligado a dejar descendencia. Mi madre tiene de estas cosas una idea bastante elemental.
—Tienes que reconocer —dije un tanto incómoda— que Janaki haría una madre excelente.
—De eso no me cabe la menor duda. Es el símbolo mismo de nuestra madre Tierra. Pero me molesta bastante que se me considere desde un punto de vista tan agrícola.
EN las semanas subsiguientes, Janaki fue tema básico de nuestras conversaciones durante los almuerzos, y yo merendé con ellos bastante a menudo. A veces, si Anand tenía que velar en su oficina o asistir a reuniones del consejo, Janaki y yo merendábamos solas, y ella me hacía cientos de preguntas acerca de América, con el propósito, pensaba yo, de formarse una idea de la vida de Anand en aquel continente y de las circunstancias que tanto parecían influir en él. Todo lo norteamericano entusiasmaba a Janaki por igual, y a mí esto me daba no poco solaz, pues me hacía sentirme muy superior en experiencia.
Unas veces directamente y otras valiéndose de rodeos, me interrogaba acerca de los gustos y preferencias de Anand. Recuerdo que tuvimos una sesión muy larga tratando del arreglo y aspecto personal de ella. ¿Debía maquillarse? ¿Debía cortarse el pelo? ¿Y qué le decía de la ropa? Yo le hice ver que estaba muy bien tal como iba, pero ella insistió:
—Y él, ¿nunca dice nada? Tiene que haber hecho algún comentario ...
—Bueno —contesté de mala gana—, en una ocasión observó que a su entender estabas una pizca metida en carnes.
—Pues en seguida adelgazo —dijo Janaki, sin el menor vestigio de rencor.
—¡Por Dios! No tomes el comentario tan en serio.
—Si es cosa de nada —me aseguró Janaki—. No tiene una más que prescindir del arroz y del ghi.
Gomo lo dijo lo hizo. En dos semanas noté la diferencia.
Cuando Anand estaba presente, la atmósfera era mucho más tensa. De la frígida cortesía con que solía tratar a Janaki los primeros días, su actitud fue pasando poco a poco a un estado de irritación permanente que se manifestaba en un iracundo silencio y, posteriormente, en una especie de solapada tomadura de pelo, no exenta en ocasiones de verdadera mala intención. «¿Qué has hecho hoy? ¿Los dobladillos de las sábanas? ¿Las puntillas para el ajuar?», y Janaki parecía desconcertada y sonreía como si se le hubiera escapado el busilis de un chiste ingenioso. Ni que decir tiene que era un portento con la aguja y hacía un sinfín de primorosos bordados en todo cuanto se le venía a las manos —paños, mantelerías, toallas—, escogiendo infaliblemente dibujos horrendos de mujeres con enormes miriñaques que regaban las flores en algún jardín inglés, o bien ramos de rosas con profusión de cintas. En cierta ocasión Janaki contestó muy seriamente a la pregunta de Anand relatando ce por be cómo se había desarrollado para ella el día, las tareas domésticas efectuadas, las señoras que habían visitado a su madre y a quiénes se había servido café, y hasta enseñó el bordado que había hecho.
—Maravilloso; no puede estar más en consonancia con las tradiciones de la India, ¿no te parece? —me hizo notar Anand con una ironía bastante pesada. En situaciones así no podía evitar el disgusto que me causaba en su papel de atormentador. El hecho era, naturalmente, que a medida que la impaciencia de mi amigo con la muchacha iba tornándose más y más manifiesta, yo, imperceptiblemente, iba cobrando a Janaki mayor afecto y simpatía. En su impertérrita convicción de que al final todo se arreglaría, había para mí no sólo una conmovedora inocencia, sino también una buena dosis de noble y valiente tesón. Lo que no descubrí fue el sólido realismo que detrás de su actitud se escondía. Comencé a sospechar su carácter calculador cierto día en que Anand se mostró especialmente difícil, empeñado en hablar de libros que ella no había leído y haciéndole observaciones a sabiendas de que no las podía contestar.
Durante un buen rato Janaki no dijo nada; luego, con mucha discreción y modestia, admitió:
—Yo sólo leo los cuentos del Illustrated Weekly. Pero escúchame, Anand, si me trajeses algunos libros que tú estimes buenos, los leería.
—Bien, ya veré si tengo tiempo —contestó con voz adusta.
Cuando Janaki salió a despedirme a la puerta aquella tarde, dije en el colmo de la exasperación:
—¿Por qué lo aguantas? No tiene por qué ser tan antipático cuando te habla.
—Es natural que haya dificultades al principio. Después de haber vivido en América, no pueden faltar aquí motivos de enojo.
—Bueno, a mí me parece que tú eres demasiado indulgente. Yo no lo soportaría ni un instante. —En mi fuero interno había empezado a pensar que a fin de cuentas debía de ser boba.
—¿Y tú qué harías? —preguntó Janaki.
—Marcharme, por supuesto. Volverme por donde había venido... —contesté, y en ese momento supe y comprendí sus motivos. ¿Volver a qué? ¿A otro compromiso matrimonial arreglado por sus padres? ¿Aprender a complacer a otro hombre? Allí por lo menos tenía en buen aprecio a su futura suegra.
—Y además —dijo—, sé que él en el fondo es bueno.
Al final vino a resultar que Janaki era la más juiciosa de todos nosotros, y a menudo he pensado cuán afortunado fue que no siguiera mi consejo entonces. No es que Anand capitulara en seguida. Siguió de mal humor y hecho un cascarrabias; pero poco a poco, y a regañadientes, terminó enredado en el más satisfactorio de los papeles: el de Pigmalión.
Lo noté por primera vez un día en que despachó su almuerzo bastante aprisa y de vuelta para nuestras respectivas oficinas dijo:
—Las conversaciones de esa chica me sacan de quicio. Más vale que le compre algunos libros, me parece a mí. Mientras tenga que soportar su compañía... —añadió torpemente.
En la librería nos separamos, y por posteriores conversaciones supe que Janaki hacía sus «deberes escolares» con diligencia y satisfacción.
De ahí en adelante las cosas progresaron con no poca rapidez, y acabé anticipándome a las frecuentes propuestas de Anand de que pasáramos de compras una parte de la hora del almuerzo. Por lo general expresaba este deseo con cierta rudeza: «Tenemos que conseguir que esa niña se ponga saris menos paletos.» «Esa niña no oye más que música de películas. No voy a tener más remedio que llevarle algo clásico que valga la pena.»
De todos modos, en casa seguía estando con ella desconsiderado y altanero. Janaki lo tomaba con calma y estoicismo, discípula aplicada consciente de que su torpeza era una prueba difícil para su maestro. No obstante, yo no abrigaba la menor duda respecto al cambio de actitud que en Anand se operaba, y estaba segura de que la historia de Pigmalión no podía tener más que un desenlace.
Era evidente que los padres de Anand confiaban también en el resultado, pues un día en la merienda mi amigo anunció con mil alharacas que su padre iba a enviarle a Nueva York en viaje de negocios. Le complacía, dijo, porque significaba que al fin iban a confiarle una auténtica responsabilidad.
—Y lo estupendo que es volver a los Estados Unidos —dije—. Lo que te vas a divertir.
—Ah, sí. Eso también, naturalmente. Pero no sé el tiempo que me va a quedar para fiestas y luminarias. —Tan fácilmente se había pasado al punto de vista del correcto hombre de negocios que me entraron ganas de reír.
Pero no terminaron ahí las cosas. Nos habíamos enfrascado de tal modo en la discusión de los detalles del viaje que nos sobresaltó de medio a medio cuando súbitamente Janaki dijo con voz resuelta:
—Yo también me voy. Me vuelvo a mi casa. —Un momento de absoluto silencio—. Mañana —concluyó.
—Pero ¿por qué...? —comencé yo.
—Lo he decidido así —repuso.
Anand no dijo nada; se limitó a levantarse, hechos polvo todos sus espléndidos e importantes proyectos, y salió de la habitación. Esperamos hasta oír el portazo que dio al entrar en su despacho.
Luego, el afecto que había cobrado a Janaki (y, por supuesto, la curiosidad) me movió a preguntar:
—Pero ¿por qué ahora, precisamente cuando las cosas marchan tan bien?
—Tú me lo aconsejaste, ¿no te acuerdas?
—Pero las cosas entonces eran distintas.
—Sí. —Y asintió con la cabeza, como si ambas reconociéramos una verdad particular.
De momento pensé que se creía derrotada. Me sorprendió y preocupó que lo que tan claro parecía para mí permaneciese oscuro para ella.
—Escucha —dije con cautela—, ¿es que no ves que él... que, a pesar de todo, se ha enamorado de ti?
No sé exactamente qué respuesta esperaba en ella: una sonrisa radiante, quizá, o hasta una impresión de triunfo. Lo que no había esperado es que me fulminase con la mirada, como si fuera su enemiga, y dijese:
—¡Enamorado! ¿Qué me puede importar que esté enamorado de mí? Lo que yo quiero es que se case conmigo.
—Para él es diferente —dije, con el mayor tono persuasivo posible—. Para él eso es importante.
Me miró astutamente, con el gesto de quien toma una resolución acerca de algo.
—¿Estás segura?
—Completamente segura.
Su voz sonó áspera e impaciente:
—Amor: qué libros lee una; si oye buena música; o si tiene «buen gusto»... signifique eso lo que quiera. Como si todas esas cosas tuvieran nada que ver con el matrimonio.
—Según se mire —dije, aunque sabía que era inútil decir nada.
¿Cómo se puede hacer atractiva la idea del amor romántico a una mujer que sólo desea un hogar, un marido y tener hijos? Aun cuando nada podía remediarse a ese respecto, creí conocer la razón de su repentino desistimiento. La renovación de las experiencias de Anand en América debía de parecerle una amenaza irresistible. Procuré tranquilizarla, haciéndole ver que Anand estaría fuera solo unas semanas, que iba a echarla de menos, que ahora América le parecería totalmente distinta.
Pero no quiso escucharme, y no hacía más que repetir:
—Debo hacer las maletas y marcharme mañana.
Pobre Janaki, pensé. De sobra comprendo que la enfadosa tarea de comenzar de nuevo a desenmarañar los intrincamientos del «England-returned» en la persona de Anand debía de parecerle punto menos que insuperable. No se me ocurrió que lo mismo podía haber pensado: Qué inteligente, Janaki: la única de nosotros que sabe exactamente lo que quiere. ¿Marcharse de la casa? Antes se habría dejado cortar la cabeza.
Cuando lo pienso, no puedo menos que preguntarme hasta dónde llegaba entonces mi candidez. El hecho es que las mujeres —o tal vez solamente las mujeres de un cierto mundo, el mundo de Janaki— han heredado, tras la amarga experiencia de los siglos, el instinto inflexible de la propia preservación. Me causa horror la idea de que aún lo necesiten; pero sería estúpido negar que, en muchas regiones del globo, así sucede. Esa fría y sutil resolución de hallar seguridad y aferrarse a ella, esa disposición a recurrir a todos los medios y a todas las armas —no en el amor, que ella excluía, sino en la guerra, pues de una guerra se trataba: la consecución o la pérdida de un reino— era en realidad lo que el mundo merecía y debía esperar por parte de Janaki. Como en todas las guerras, la victoria, la conquista, el éxito, llámesele como se quiera, era la única virtud. Y, por supuesto, lo realmente absurdo era que nadie se habría sorprendido más que la propia Janaki si alguien la hubiese tildado de feminista.
Así las cosas, al día siguiente oí con ansiedad a Anand cuando me dijo por teléfono:
—Almorcemos juntos. Quiero hablar contigo. ¿Casa Joe? ¿A la una?
Estaba yo segura de que Janaki se había marchado a su casa, sin más que la ignominia de unos cuantos vestidos nuevos y un fárrago de tediosa conversación que recordar.
En cuanto le vi me di cuenta de mi equivocación. Tenía mi amigo ese aire vergonzante inconfundible que hace totalmente superfluo el anuncio de las buenas noticias.
—Una tarde memorable —dijo.
—Ya lo creo.
Siguió una larga pausa, en la que se hizo bien visible su apuro, y luego me soltó precipitadamente:
—Mira, esto va a parecer ridículo. Me refiero a... bueno, que Janaki y yo nos vamos a casar.
—No podríais hacer nada más sensato —dije, como si se me hubiera quitado un gran peso de encima.
Pareció sorprendido.
—¿Sensato? Quizá a ti te lo parezca así. La verdad es que los dos estamos enamorados.
—¿Los dos enamorados? —repetí con incredulidad, y al punto me arrepentí.
—Sabía que iba a parecerte extraño. Supongo que lo que tú creías era que no he dejado de odiarla en todo este tiempo. —Me sonrió con cierto aire de superioridad—. Así lo creí yo mismo hasta no hace mucho. Y Janaki, como puedes figurarte, no tenía motivos para pensar otra cosa. Y reconozco que desde luego la pobre ha dado prueba de valor. Vamos, cuando uno piensa...
—Más vale que empieces por el principio —dije, súbitamente desalentada.
—Okay. Ayer te oí cuando te ibas, y luego sentí a Janaki entrar en el vestíbulo (ya sabes la manera tan tímida que tiene de andar) y pararse ante la puerta de mi despacho. Yo estaba lo que se dice desolado; pero supongo que no habría dado un solo paso si ella... vamos, si otra persona no hubiera tomado la iniciativa.
—Sí —dije, sabiendo lo que venía pero incapaz de desechar mi abatimiento—. Quería explicar las razones que la inducían a volverse a casa.
—Pues dijo (ahí lo tienes, no es la mujer pasiva que tú te figuras), me dijo que muy en contra de todos sus planes, y en contra también de lo que de su persona hubiera podido esperarse, pues que ella (sé que esto va a parecer idiota) se había enamorado de mí.
—Claro. Y eso explicaba su comportamiento. Siempre esforzándose por complacerte, quiero decir.
—Eso es. Entonces comprendí que...
—Todo tu enojo y malos modales era simplemente que... —le apremié para que terminase de una vez su relato.
—Eso es.
—Pues enhorabuena —dije, no sin cierto embarazo.
—Tiene gracia, ¿verdad? —adujo él con tono confidencial—, que los planes de ellos hayan resultado... pero de modo tan distinto. No creo que ellos lo comprendan nunca.
—No valdría la pena tratar de explicárselo.
—No, por Dios. Mira, mañana llevo a Janaki a almorzar fuera. ¿Quieres acompañarnos?
—No, hombre, es de suponer que...
—Ella tiene especial deseo de que vengas. Te aprecia muchísimo, ¿sabes?, y además no le hace feliz del todo el salir conmigo sin carabina.
—En ese caso... —dije, con una reticencia que Anand no captó. Y a todo esto yo no dejaba un solo momento de pensar: ¿No habremos sido todos instrumentos suyos? Una suegra cariñosa, que la comprendía, un hombre a quien conquistar con halagos, una amiga inocentona de quien recibir información sobre los antecedentes y las condiciones en que se presenta el combate, con quien poder examinar tácticas y sus efectos. Ahora que ha triunfado no debe de sentir más que desprecio por todos nosotros. Pero al mismo tiempo me preguntaba: ¿Será verdad que está enamorada, a fin de cuentas? Era ese un estado en que no se sabría desenvolver, y ella sólo podía confiar en el manejo del arma que conocía: una habilidad para complacer o intentar complacer. ¿Y por qué iba a haberme dicho todo eso ella misma? ¿Cómo hubiera podido siquiera intentarlo, siendo el amor un dominio del que tan insegura estaba, tan ajeno a su experiencia?
Ahora que tantas Janakis he conocido en el mundo, creo haber hallado la explicación correcta del caso.
—Entonces quedamos en el Taj —estaba diciendo Anand—, si a ti te viene bien. ¿Eh?
Había reservado una mesa junto a las ventanas. Janaki llegó con un poquito de retraso, para estar bien segura —explicó jadeante— de que llegábamos nosotros primero, porque habría sido penoso para ella tener que sentarse sola.
Pedimos del menú indio, y Anand, tras una fugaz e interrogante mirada para mi lado, dijo:
—No hace falta vino, creo yo. La verdad es que no hay ningún vino que vaya bien con la comida india, ¿no os parece?