JOSEPH CONRAD - LA BESTIA
JOSEPH CONRAD
GRAN BRETAÑA
JOSEPH CONRAD 1857-1924 Hijo de padres polacos, Teodor Józef Konrad Korzeniowski nació en Ucrania. Se embarcó en un buque mercante a la edad de dieciséis años y pasó gran parte de su vida en alta mar. A los treinta y siete años se estableció en Inglaterra y empezó a escribir. Aunque su lengua materna era el polaco, empleó para su producción literaria el inglés, idioma en el que creó obras maestras de la categoría de Lord Jim, por ejemplo.
AL ENTRAR en el bar de los Tres Cuervos desde la calle barrida por la lluvia, cambié una mirada y una sonrisa con la señorita Blank. Este intercambio se realizó con extremada respetabilidad. Cuesta trabajo creer que, de vivir todavía, la señorita Blank tendría ahora algo más de sesenta años. ¡Cómo pasa el tiempo!
Al darse cuenta de que miraba hacia la mampara de cristal y madera barnizada que separaba el bar del salón, la señorita Blank me dijo amablemente, como animándome a entrar:
—Sólo están el señor Jermyn y el señor Stonor, y otro caballero al que no he visto nunca.
Me dirigí hacia la puerta del salón. Alguien monologaba al otro lado de la mampara, y al pronunciar las últimas palabras elevó tanto la voz que estas se oyeron en toda su atrocidad:
—¡Ese Wilmot acabó con ella de una vez! Y debo confesar que hizo muy bien.
Cuando abrí la puerta del salón, la voz prosiguió con la misma entonación cruel:
—Me llevé una alegría cuando me enteré de que alguien le había dado por fin su merecido. Sin embargo, lo sentí por el pobre Wilmot. El y yo fuimos buenos amigos hace muchos años. Naturalmente, aquello acabó con él. Fue un caso tan claro como el agua, no cabe duda.
La voz pertenecía al caballero que la señorita Blank dijo no conocer. Estaba plantado sobre la estera que había junto a la chimenea, con sus largas piernas muy abiertas. Jermyn, inclinado hacia adelante, mantenía extendido su pañuelo cerca del fuego. Me lanzó una mirada melancólica sobre el hombro, y yo le saludé con un gesto de la cabeza al sentarme tras una de las mesitas de madera. Al otro lado de la chimenea estaba sentado el señor Stonor, embutido en una amplia butaca tipo Windsor. Nada en él era pequeño, exceptuando sus cortas y blancas patillas; el maletín que se hallaba a sus pies parecía de juguete, a pesar de su tamaño normal.
No le dirigí ningún saludo: era demasiado grande para que nadie le saludase en aquel reducido salón. Se trataba de un primer piloto de Trinity que sólo condescendía en hacer su turno en el cúter durante los meses de verano. Además, de nada sirve saludar a un monumento, y él lo era. No hablaba ni se movía; se limitaba a permanecer sentado, erguida e inmóvil su anciana y bella cabeza, casi más grande que la vida misma. Era algo verdaderamente magnífico. La presencia del señor Stonor reducía al pobre Jermyn a un mero guiñapo y hacía que el parlanchín desconocido, que vestía un traje de mezclilla, resultase absurdamente juvenil.
—Me llevé una alegría —repitió este último con énfasis— Quizá se sorprendan de mi afirmación, pero ustedes no han tenido que pasar por lo que ella me hizo pasar a mí. Les aseguro que fue algo que no olvidaré jamás. Claro que yo salí indemne... como pueden ustedes comprobar. No obstante, hizo cuanto pudo para hundirme moralmente. Y casi mandó al manicomio a uno de los mejores hombres que he conocido. ¿Qué les parece?
En la inmensa cara del señor Stonor no se movió un solo músculo. ¡Monumental! El desconocido me miró directamente a los ojos.
—Me ponía malo sólo de pensar que seguía suelta por el mundo asesinando gente —añadió.
Jermyn acercó un poco más el pañuelo al fuego y emitió un gruñido. Se trataba simplemente de una costumbre suya.
—Tenía una especie de chalet, ancho, alto, blanco y feo —declaró—. Se veía desde muchas millas de distancia.
—Es verdad —asintió el otro con rapidez—. Todo fue idea del viejo Colchester, aunque siempre estaba amenazando con abandonarla, pues llegó un momento en que ya no podía soportar el jaleo que armaba. Estoy seguro de que la hubiese mandado al cuerno, sólo que, y esto quizá les sorprenda, su mujer no quería oír hablar de ello. Tiene gracia, ¿verdad? Pero con las mujeres nunca sabe uno a qué carta quedarse, y la señora Colchester, con su bigote y sus hirsutas cejas, era tan testaruda como una mula. Tenían ustedes que haberla oído gritar: «¡Tonterías!» o «¡Vaya necedad!» Yo creo que sabía perfectamente lo que le convenía. No tenían hijos y nunca habían tenido una casa propia. Cuando estaba en Inglaterra, ella siempre se alojaba en algún hotel barato o en alguna pensión. Me figuro que estaría deseando volver a disfrutar de las comodidades a que estaba acostumbrada. Sabía perfectamente que cualquier cambio resultaría peor para ella. Por alguna razón u otra, sin embargo, ella siempre repetía lo mismo: «¡Tonterías!» o «¡Vaya necedad!» En cierta ocasión oí al joven Apse decirle confidencialmente: «Le aseguro, señora Colchester, que estoy empezando a preocuparme por la mala fama que se está creando». «Vaya», contestó ella con su cascada risa, «si fuese una a hacer caso de todas las habladurías que oye...», y enseñó a Apse sus horribles dientes postizos. «Se necesita algo más que eso para hacerme perder la confianza en ella; puede usted estar seguro.»
Al oír esto, el señor Stonor soltó una breve y sardónica risa sin apenas mover un músculo del rostro. Resultó muy impresionante, pero yo no le veía gracia alguna a aquel asunto. Los miré uno a uno. El desconocido sonreía perversamente.
—Y el señor Apse estrechó ambas manos a la señora Colchester, tan contento estaba de oír una buena opinión sobre su favorita. Todos los Apse, tanto los viejos como los jóvenes, estaban perdidamente enamorados de aquella abominable y peligrosa...
—Perdón —le interrumpí, pues me pareció que era a mí a quien se dirigía—, pero ¿de quién está usted hablando?
—Estoy hablando de la familia Apse —contestó cortésmente.
Yo casi solté una maldición al oír su respuesta, pero justo en aquel momento asomó la cabeza la señorita Blank para anunciar que el taxi estaba en la puerta, por si el señor Stonor quería coger el tren de las once y tres.
El gigantesco piloto se levantó inmediatamente y comenzó a bregar con el abrigo. El desconocido y yo nos apresuramos a ayudarle, y él nos dejó hacer con superior complacencia. Para ello, teníamos que estirar los brazos hacia lo alto y hacer desesperados esfuerzos. Era como poner gualdrapas a un elefante domesticado. Después de un seco «Gracias, caballeros», agachó la cabeza, se comprimió para pasar por la puerta y salió a toda prisa.
El desconocido y yo nos miramos con simpatía.
—¿Es usted marino? —le pregunté cuando volvió a colocarse junto a la chimenea.
—Lo fui hasta hace un par de años, hasta que me casé —contestó—. La primera vez que embarqué fue precisamente en ese barco del que estábamos hablando cuando entró usted.
—¿Qué barco? —inquirí desconcertado—. No le he oído mencionar ningún barco.
—Le acabo de decir su nombre, señor —repuso—. La corbeta Familia Apse. Sin duda habrá usted oído hablar de la gran firma de armadores Apse e Hijos. Tenían una flota magnífica: la Lucy Apse, y la Harold, Apse, y la Anne, la John, la Malcolm, la Clara, la Juliet... en fin, una lista interminable de Apses. Cada hermano, hermana, tía, prima, esposa y creo que también las abuelas tenían un barco con su nombre. Eran corbetas anticuadas, muy marineras y resistentes, construidas para trabajar y durar; en ellas no encontraría usted ninguno de esos chismes que ahora se ponen para ahorrar trabajo.
»Se pensó que la última de ellas, la Familia Apse, fuera como las demás, sólo que aún más resistente, aún más segura, aún más espaciosa y cómoda. Según creo, querían que durase eternamente. Se construyó con diversos materiales: hierro, teca, ocote... Y las maderas de los mamparos eran algo fabuloso. La construcción estuvo presidida en todo momento por el orgullo. Todo era de lo mejor. La corbeta debía mandarla el comodoro de la compañía, y por ello construyeron para él un alojamiento que era como un chalet cubierto por una amplia toldilla que llegaba casi hasta el palo mayor. Nada tiene pues de extraño que la señora Colchester fuera tan reacia a que su marido dejase aquella embarcación.
»¡El alboroto que armaron mientras se construía! Aquello tenía que ser reforzado y eso otro debía tener más grosor; y ¿no debían cambiar aquello por algo más resistente? Los constructores se contagiaron de aquella fiebre, y el barco fue creciendo y creciendo hasta convertirse poco a poco en el más pesado y menos marinero de los de su tonelaje sin que, por alguna razón, nadie se diese cuenta de lo que estaba pasando. Debía tener dos mil toneladas de registro o un poco más, pero en ningún caso menos. Sin embargo, cuando lo cubicaron solamente dio mil novecientas noventa y nueve toneladas y pico. Según dicen, cuando se lo comunicaron al viejo Apse, se llevó tal disgusto que cayó enfermó y murió. El anciano tenía ya noventa y seis años, de modo que su muerte no sorprendió a nadie; Lucian Apse, sin embargo, estaba convencido de que su padre podía haber vivido hasta los cien años. De modo que pondremos al viejo al principió de la lista. Luego le tocó el turno a un pobre carpintero, al que aquella bestia aplastó al botarla. Dijeron que aquello era una botadura, pero según he oído contar fueron tales las carreras, los aullidos y los lamentos que se produjeron al deslizarse el barco por la basada que más parecía como si hubieran soltado un diablo en el río. Primero rompió todas las amarras como si fueran de bramante, y luego arremetió con endemoniada furia contra los remolcadores que lo esperaban. Antes de que nadie pudiese darse cuenta de lo que se proponía, ya había hundido a uno y enviado a otro al dique con tres meses de reparaciones. Uno de los cables de remolque se rompió, y entonces, nadie sabe por qué, se dejó conducir con un solo cable como si fuese un inocente corderito.
»Así es como era. Uno nunca sabía cuál iba a ser su próxima trastada. Hay barcos difíciles de gobernar, pero por regla general puede confiarse en que se comporten racionalmente. Aquella corbeta, sin embargo, era distinta: se hiciese lo que se hiciese, resultaba imposible saber cómo iba a terminar la maniobra. Era una bestia malvada. O puede ser que estuviera loca.
Aventuró esta conjetura en un tono tan serio que no pude menos de sonreír. Entonces dejó de morderse el labio inferior y se dirigió nuevamente a mí:
—¡Sí! ¿Por qué no? ¿Por qué no podía haber algo relacionado con la locura en su estructura, en sus líneas? ¿Por qué no puede haber un barco loco? Me refiero a una locura de barco, de tal forma que en ningún caso pueda uno estar seguro de que reaccionará como lo haría cualquier barco normal. Aquella corbeta era imprevisible. Si no estaba loca, se trataba de la más salvaje, malvada y taimada bestia que jamás haya surcado los mares. Yo la he visto comportarse perfectamente durante dos días en medio de una tormenta y al tercero tomar dos veces por avante en la misma tarde. La primera lanzó al timonel por encima de la rueda, pero como no consiguió matarle, realizó un nuevo intento tres horas más tarde. Encapilló olas por proa y por popa, rifó todo el trapo que llevaba dado y llenó de pánico a toda la tripulación; incluso llegó a asustar a la señora Colchester, refugiada en la cómoda cabina de popa de la que estaba tan orgullosa. Cuando pasamos lista, vimos que faltaba un hombre. El pobre diablo debió de caer por la borda sin que le viéramos o le oyéramos. Lo que me extraña es que no desapareciera nadie más.
»Y siempre lo mismo, siempre. Nunca se sabía cómo dominar aquel barco. A la más mínima provocación empezaba a romper cables, estachas y guindalezas como si fuesen de cristal. Era pesado, torpe, difícil de maniobrar, es cierto, pero eso no explica su maléfico poder.
Me lanzó una mirada inquisidora, pero yo no podía admitir la posibilidad de que un barco estuviese loco.
—En los puertos donde lo conocían —prosiguió— temían hasta su sombra. Con la mayor tranquilidad se llevaba por delante seis o siete metros de sólido muelle o afeitaba la punta de un rompeolas. En sus buenos tiempos debió de perder kilómetros y kilómetros de cadena y cientos de toneladas de anclas. Cuando abordaba a otro pobre e indefenso barco, resultaba casi imposible separarlo de él. Y nunca resultaba averiado: todo lo más unos pequeños arañazos. Se habían propuesto construir un barco fuerte, y la verdad es que lo lograron. Tan fuerte como para abrirse paso entre los hielos polares. Y tal como empezó, siguió portándose. Desde el día de su botadura no dejó pasar un solo año sin asesinar a alguien. Me figuro que los armadores comenzarían a preocuparse, pero toda aquella generación de Apses era bastante obstinada; jamás admitirían que pudiera existir alguna anormalidad en la Familia Apse. Ni siquiera consintieron en cambiarle el nombre. «¡Vaya necedad!», como solía decir la señora Colchester. Por lo menos deberían haberla encerrado en un dique seco, río arriba, y no haber permitido que volviera a oler el agua salada. Puedo asegurarle, señor mío, que en cada viaje que hacía mataba a alguien. Esto lo sabía todo el mundo, y su mala reputación no tardó en ser conocida en los siete mares.
Yo hice patente mi extrañeza de que fuese posible encontrar tripulación para un barco con tan mala fama.
—Entonces no conoce usted a los marinos, señor mío. ¡La temeridad personificada! ¿Y esa vanidad de poder presumir por la tarde ante sus compañeros: «Acabamos de enrolarnos en la Familia Apse. ¡Al diablo con ella! A nosotros no nos asusta»? ¡La estúpida terquedad del marino! Es como una especie de curiosidad. Bueno, quizá sea un poco de todo. Pero le diré una cosa: aquella bestia ejercía sobre nosotros una funesta atracción.
Jermyn, que al parecer conocía todos los barcos del mundo, intervino con tono lúgubre:
—Yo vi ese barco una vez, desde esta misma ventana, cuando lo remolcaban río arriba: una horrorosa mole negra que parecía un enorme catafalco flotante.
—Había algo siniestro en su aspecto, ¿verdad? —convino el hombre del traje de mezclilla, mirando amistosamente a Jermyn—. Siempre me inspiró verdadero terror. Tenía catorce años cuando embarqué en la Familia Apse, y me dio un susto de muerte apenas hube subido a bordo. Mi padre me acompañó para embarcar con nosotros hasta Gravesend y despedirme allí. Yo era el segundo de sus hijos que se hacía marino. Mi hermano mayor era oficial por entonces. Subimos a bordo hacia las once de la mañana; el barco ya estaba listo para salir de popa hacia el río. Un remolcador le dio un ligero tirón para que entrase en las compuertas de la esclusa, e inmediatamente hizo una de sus locuras. No habría avanzado ni siquiera tres esloras cuando tensó de tal forma una de las estachas, un cabo nuevo de seis pulgadas de mena, que no dio tiempo a lascar de proa y la estacha faltó. Yo vi el chicote volar por los aires, y al momento siguiente embestimos por la aleta contra el muelle con tal fuerza que todos los que estábamos en cubierta casi perdimos el equilibrio. Al barco no le pasó nada. ¡No, a él no! Pero uno de los grumetes, a quien el piloto había hecho subir a la mesana para afirmar algo, cayó sobre la toldilla, zas, justo delante de mí. El pobre chico no era mucho mayor que yo, y tan sólo unos minutos antes habíamos estado juntos. Seguramente se había descuidado allá arriba, sin pensar que podría producirse aquel accidente. Oí un agudo grito de sorpresa, ¡oh!, y cuando alcé la vista me dio tiempo a verle caer como un pelele. Se estrelló a menos de un metro de mí y se abrió la cabeza contra una bita. Murió instantáneamente. ¡Fue algo horrible! Mi padre estaba mortalmente pálido cuando me estrechó la mano en Gravesend. «¿Te encuentras bien?», preguntó mirándome fijamente. «Sí, padre.» «¿Estás seguro?» «Sí, padre.» «Bueno, entonces hasta la vista, hijo mío.» Más tarde me dijo que si se hubiera dejado guiar por sus sentimientos me habría llevado a casa inmediatamente. Yo soy el benjamín de la familia, ¿sabe? —añadió con una ingenua sonrisa.
Yo acogí esta interesante noticia con un murmullo de conmiseración, pero él le restó importancia con un ademán de la mano.
—Era como para quitarle a uno las ganas de subir al palo, se lo aseguro —prosiguió—. Pero aquello no era lo peor que cabía esperar de aquella bestia. Yo serví en ese barco durante tres años. Luego me trasladaron por un año a la Lucy Apse. Para mí, que no había conocido más barco que la Familia Apse, la Lucy era una corbeta maravillosa que hacía lo que uno quería que hiciese, como si adivinase los pensamientos.
»Cuando terminé mi último año de aprendizaje en aquel alegre barquito y me disponía a disfrutar de tres divertidas semanas en tierra, recibí un día, durante el desayuno, una carta en la que se me pedía que me presentase lo antes posible en la Familia Apse para ocupar el cargo del tercer oficial. De un empujón mandé mi plato hasta el centro de la mesa; mi padre me miró por encima del periódico, mi madre alzó las manos sorprendida y yo salí a nuestro pequeño jardín, donde estuve paseando más de una hora.
»Cuando entré al fin, mi madre ya no estaba en el comedor y mi padre se había acomodado en su sillón favorito. Vi la carta sobre la repisa de la chimenea.
»‘Es un honor para ti recibir semejante oferta, y los Apse han sido muy amables al hacerla’, dijo mi padre. ‘Y veo también que han nombrado a Charley primer oficial para un solo viaje.’
»En el reverso de la carta, de puño y letra del señor Apse, había una posdata que yo no había visto. Charley era mi hermano mayor.
»‘No me gusta que dos de mis hijos estén en el mismo barco’, prosiguió mi padre con su habitual seriedad. ‘Y te aseguro que no tengo inconveniente en escribir al señor Apse explicándoselo.’
»¡Mi viejo y querido padre! Era un padre maravilloso. ¿Qué habrían hecho ustedes en mi lugar? La mera idea de volver a aquella bestia, y para colmo como oficial, sabiendo que siempre estaría en tensión, preocupado, sin un momento de tranquilidad ni de día ni de noche, era algo que me ponía enfermo. Pero aquel no era un barco del que se pudiese huir tan fácilmente. Por otra parte, incluso la más justificada de las disculpas habría ofendido mortalmente a Apse e Hijos. Me hallaba en una situación en la que, aun en el caso de que hubiera estado en el lecho de la muerte, sólo podía responder: ‘Listo para embarcar’, si es que quería morir en gracia de Apse e Hijos. Y eso fue precisamente lo que contesté, y además por telegrama, para terminar cuanto antes con aquel asunto.
»La perspectiva de navegar con mi hermano me ilusionaba bastante, pero también me causaba cierta intranquilidad. Desde que era un crío, siempre me había tratado con cariño, y yo le consideraba como la persona más maravillosa del mundo. Y, en efecto, lo era. Nunca pisó la cubierta de un mercante un oficial mejor. Agradable, fuerte, erguido, curtido por el sol, tenía cabello castaño ligeramente rizado y ojos de halcón. Era un hombre espléndido. No nos habíamos visto desde hacía años, pues aunque ya llevaba tres semanas en Inglaterra, todavía no había aparecido por casa; se había pasado todo el tiempo de su permiso en algún lugar de Surrey, haciendo la corte a Maggie Colchester, sobrina del viejo capitán Colchester. Su padre, que se dedicaba al comercio del azúcar, era un gran amigo mío, y Charley había hecho de su casa una especie de segundo hogar. Yo no dejaba de preguntarme lo que mi hermano mayor pensaría de mí.
»Me dio la bienvenida con una sonora carcajada. Parecía como si el hecho de tenerme de oficial a sus órdenes fuese lo más divertido del mundo. Me llevaba diez años, y cuando se hizo a la mar por primera vez yo sólo tenía cuatro. Me quedé sorprendido al comprobar lo alborotador que se había vuelto.
»‘Ahora veremos si tienes madera’, me dijo riendo. Luego me dio un codazo en las costillas y me llevó a su camarote. ‘Siéntate, Ned. Me alegra poder tenerte conmigo. Yo te puliré, oficialito, siempre que valga la pena. Y, en primer lugar, métete bien en la cabeza que durante este viaje no vamos a dejar que esta bestia asesine a nadie. Vamos a acabar con sus resabios.’
»Comprendí que lo decía en serio. Visiblemente preocupado, me habló del barco e insistió en que nunca debíamos dejarnos sorprender por los malvados trucos de aquella condenada bestia.
»Me soltó un largo discurso sobre el gobierno de un barco con especial referencia a la Familia Apse. Luego, cambiando de tono, empezó a contarme las más disparatadas historias, hasta que llegó un momento en que me dolían los ijares de tanto reír. Noté que estaba muy excitado, pero no creí que fuese sólo por mi llegada: no era para tanto. Unos días más tarde todo quedó aclarado: la señorita Maggie Colchester nos acompañaría en la travesía. Su tío había pensado que un viaje por mar sería beneficioso para su salud.
»No sé lo que querría decir aquello de beneficioso para su salud, pues tenía un color inmejorable y una preciosa mata de cabello rubio. Y no le importaba lo más mínimo el viento, ni la lluvia, ni las salpicaduras del mar, ni el sol, ni las olas, ni nada de nada. Era una muchacha de ojos azules y carácter jovial, pero me asustaba un poco la forma que tenía de tomar el pelo a mi hermano. Temía que en cualquier momento pudiera estallar una bronca espectacular entre los dos. Sin embargo, hasta que no llevábamos una semana en Sydney no ocurrió nada de particular. Un día, mientras la marinería estaba comiendo, Charley se asomó a mi camarote. Yo estaba tumbado en mi litera, fumando tranquilamente.
»‘Vente a tierra conmigo, Ned’, dijo sin preámbulos.
»Salté de la litera sin dudarlo y fui tras él por el portalón y luego calle George arriba. Caminaba con pasos de gigante, y yo casi tenía que correr para mantenerme a su altura. Hacía un calor insoportable. ‘¿Adonde diablos me llevas con tanta prisa, Charley?’, le pregunté. ‘Aquí’, me contestó.
»Aquí era una joyería. Yo no tenía la menor idea de lo que se le podría haber perdido allí. Creí que se trataría de alguna alocada extravagancia. De pronto me puso bajo las narices tres sortijas que parecían diminutas en su morena y enorme mano. ‘Es para Maggie. ¿Cuál?’, refunfuñó.
»La verdad es que me asusté un poco. Me sentía incapaz de articular palabra, pero señalé una que lanzaba destellos blancos y azules. El se la metió en el bolsillo del chaleco, pagó con un montón de soberanos y salió a toda prisa de la tienda. Guando volvimos al barco yo estaba sin resuello. ‘Choca esos cinco, camarada’, dije jadeante. El me dio una palmada en la espalda. ‘Cuando regrese la marinería da las órdenes que creas oportunas al contramaestre’, fueron sus instrucciones. ‘Esta tarde yo estoy libre de servicio.’
»A continuación, desapareció unos momentos de cubierta para reaparecer al poco rato acompañado de Maggie. A la vista de todos, bajaron juntos por el portalón para dar un paseo en aquel polvoriento y abrasador día. Pocas horas después regresaron muy formales, pero como si no tuviesen la menor idea de dónde habían estado. Al menos eso fue lo que dijeron a la señora Colchester cuando les preguntó a la hora del té.
»Como comprenderán, a bordo nunca se hablaba de las diabólicas manías de aquel condenado barco, al menos en los camarotes. Sólo cuando íbamos ya camino de Inglaterra, Charley cometió la imprudencia de decir que esta vez regresábamos todos. El capitán Colchester dio inmediatamente muestras de sentirse incómodo, y su estúpida y agresiva mujer la emprendió con Charley como si hubiese dicho alguna indecencia. Yo mismo quedé totalmente asombrado. En cuanto a Maggie, permaneció sentada, perpleja, muy abiertos sus grandes ojos azules. Naturalmente, no tardó nada en sonsacarme todo lo que yo sabía. Era una de esas personas a las que no se puede mentir. ‘Es espantoso’, dijo muy seria. ‘¡Pobres desgraciados! Me alegro de que el viaje esté a punto de terminar. A partir de ahora no tendré un momento de paz pensando en Charley.’
»Yo le aseguré que no tenía motivos para preocuparse por Charley. Hacía falta un barco más taimado que aquel para sorprender a un marino como mi hermano. Ella se mostró de acuerdo conmigo.
»Al día siguiente se nos acercó el remolcador de Dungeness. Cuando la estacha estuvo firme, Charley se frotó las manos y me dijo en voz baja: ‘La hemos derrotado, Ned’, y yo contesté con una sonrisa: ‘Eso parece.’
»El tiempo era magnífico y la mar una balsa de aceite. Comenzamos a remontar el río sin ningún incidente hasta que, frente a Hole Haven, aquella bestia traicionera dio un bandazo y estuvo a punto de arremeter contra una barcaza fondeada fuera del canal. Pero yo estaba en popa, vigilando al timonel, y no me cogió desprevenido. Charley subió a la toldilla con expresión preocupada. ‘Le faltó poco’, dijo, y yo contesté alegremente: ‘No te preocupes, Charley. La has domado.’
»El remolcador debía llevarnos hasta el muelle. El práctico del río había embarcado en Gravesend, y sus primeras palabras fueron: ‘Contramaestre, ice inmediatamente a bordo el ancla de babor.’
»Cuando fui hacia proa, la orden ya se había cumplido. Vi a Maggie en el castillo, entretenida con el ajetreo de la maniobra; le pedí que fuese a popa, pero, como siempre, no me hizo el menor caso. Entonces Charley, que estaba muy atareado con los aparejos, vio también a Maggie y gritó con todas sus fuerzas: ‘¡Apártate del castillo, Maggie! Estás estorbando.’ Por toda respuesta Maggie le hizo un gesto burlón, y vi que el pobre Charley volvía la espalda, procurando disimular su sonrisa. Los azules ojos de Maggie, excitada con la perspectiva de volver a casa, chispeaban mientras contemplaba el río. Un bergantín cargado de carbón viró justo en nuestra proa, y el remolcador tuvo que parar sus máquinas a toda prisa para evitar abordarlo.
»En un abrir y cerrar de ojos, como suele ocurrir en estos casos, todos los barcos de las cercanías parecieron enredarse en un lío inmenso. Una goleta y un queche se abordaron en el centro del río. El espectáculo era emocionante; entretanto, nuestro remolcador permanecía al pairo. A cualquier otro barco que no fuese aquella bestia se le podría haber convencido para que no se moviese durante un par de minutos, ¡pero no a la Familia Apse! Inmediatamente cayó su proa y la corbeta empezó a derivar arrastrando consigo al remolcador. Vi que a un cuarto de milla de nosotros se hallaba fondeado un grupo de barcos de cabotaje, y creí que debía comunicárselo al piloto. ‘Si nos metemos entre ellos’, dije serenamente, ‘los va a hacer astillas antes de que podamos salir del atolladero.’
»‘¡Cómo si yo no conociese este barco!’, exclamó pateando la cubierta con furia extraordinaria. Hizo sonar su silbato para que el remolcador virase nuestra proa lo antes posible, y continuó pitando como un loco y haciendo señas con el brazo hacia babor. El remolcador comenzó a dar avante. Las paletas batían el agua desesperadamente, pero parecía que tratase de atoar una roca: no conseguía movernos ni un centímetro. El piloto volvió a tocar el silbato y a mover el brazo hacia babor. Las paletas del remolcador, situado ya perpendicular a nuestra proa, giraban cada vez más aprisa.
»Durante unos instantes el remolcador y la corbeta permanecieron inmóviles en medio de aquella multitud de barcos en movimiento, y de pronto el tremendo poder que aquella malvada bestia de corazón de piedra ponía en todo lo que hacía arrancó de cuajo la bita de amarre. La estacha saltó ruidosamente y fue quebrando cabillas una a una como si fuesen barritas de lacre. Entonces me di cuenta de que Maggie, para ver mejor, se había subido encima del ancla de babor, arranchada a plan en la cubierta del castillo. Aunque el ancla estaba perfectamente encajada en su basada de madera, no había habido tiempo de afirmarla con un cabo. Estaba suficientemente asegurada para ir hasta el muelle, pero si el chicote de la estacha se enganchaba en alguna de sus uñas... Se me hizo un nudo en la garganta, pero antes pude gritar: ‘¡Apártate del ancla!’
»No tuve tiempo de pronunciar su nombre; de todas formas, no creo que me hubiese oído. La estacha golpeó contra la uña del ancla y Maggie cayó a cubierta; se levantó como un rayo, pero quedó situada en un lugar peligroso. Se oyó un espantoso chirrido y el ancla, girando sobre sí misma, se irguió como si tuviese vida propia; el largo y tosco brazo de su cepo enganchó a Maggie por la cintura, pareció estrecharla en espantoso abrazo y se lanzó con ella a las aguas, produciendo un horrible estruendo de cadenas, seguido de los golpes que daban los eslabones y grilletes y que hacían estremecerse al barco de proa a popa... ¡porque el freno de la cadena del ancla había aguantado!
—¡Qué horrible!—exclamé.
—Durante años tuve pesadillas sobre anclas que abrazaban a muchachas —prosiguió el desconocido con voz descompuesta, al tiempo que se estremecía—. Charley, lanzando un grito desgarrador, se tiró inmediatamente por la borda. Pero ni siquiera pudo ver el menor indicio de su boina roja en las aguas. ¡Nada, Dios mío! ¡Nada en absoluto! Instantes después nos rodearon media docena de botes, y uno de ellos recogió a Charley. Yo, ayudado por el contramaestre y el carpintero, largué apresuradamente el ancla de estribor y conseguí detener el barco. El práctico parecía haberse vuelto loco. No hacía más que pasearse por el castillo, retorciéndose las manos y susurrando: «¡Ahora te dedicas a asesinar mujeres! ¡Ahora te dedicas a asesinar mujeres!» Por más que hicimos, no conseguimos sacarle ninguna otra palabra.
»Llegó la noche, oscura como boca de lobo. Al volverme hacia el río oí una triste y apagada llamada: ‘¡Ah del barco!’ Al rato se acercó a nuestro costado un bote de Gravesend tripulado por dos hombres. Llevaban un farol y vi que, agarrados a la escala, miraban hacia cubierta sin pronunciar palabra. A la luz del farol pude distinguir una mata de lacio y rubio cabello.
El desconocido volvió a estremecerse.
—Al cambiar la marea, el cuerpo de la pobre Maggie se había soltado de una de las boyas de amarre y había subido a la superficie —explicó—. Me dirigí hacia la popa, sintiéndome más muerto que vivo, y lancé un cohete para avisar a los que seguían buscando en el río. Entonces me escabullí como un perro hacia proa y pasé toda la noche sentado en la coz del bauprés para estar lo más lejos posible de Charley.
—¡Pobre hombre! —susurré.
—Sí, pobre hombre —repitió él pensativo—. Aquella bestia no había consentido que ni siquiera él la privase de su presa. Pero fue él quien a la mañana siguiente llevó el barco hasta el muelle y ordenó la maniobra de amarre. ¡Vaya si lo hizo!
»Charley y yo no habíamos cruzado una sola palabra... ni siquiera una mirada. Yo no me atrevía a mirarle. Cuando estuvo firme la última estacha, se llevó las manos a la cabeza y se quedó mirando fijamente a cubierta como si quisiera recordar algo. Los hombres permanecían silenciosos, esperando que se les diese la voz de fin de viaje. Quizá fuera eso lo que trataba de recordar. Yo hablé en su nombre: ‘Eso es todo, muchachos.’
»Jamás he visto a una tripulación desembarcar tan silenciosamente. Fueron pasando uno tras otro por encima de la borda, procurando hacer el menor ruido posible con sus cofres. Todos nos miraron al marchar, pero ninguno tuvo el valor de ir a estrechar la mano del primer oficial, como es costumbre.
»Yo seguí a Charley de acá para allá por el desierto barco; aparte de nosotros, sólo el guarda había quedado a bordo, pero se había encerrado con llave en la cocina. De pronto, el pobre Charley susurró con voz enloquecida: ‘¡Esto se ha acabado!’ Se dirigió al portalón, saltó al muelle, salió del puerto y se encaminó a grandes zancadas hacia Tower Hill. Yo iba pegado a sus talones.
El desconocido hizo un gesto de desaliento.
—¡Con aquella bestia no se podía hacer nada! ¡Tenía el diablo metido en el cuerpo!
—¿Qué ha sido de su hermano? —pregunté, convencido de que había muerto.
Resultó, sin embargo, que estaba equivocado. Ahora mandaba un buen barco en la costa de China, pero no había vuelto a aparecer por su casa.
Jermyn lanzó un profundo suspiro. Luego, tras comprobar que el pañuelo ya estaba lo suficientemente seco, se lo llevó cuidadosamente a su enrojecida nariz, que presentaba un aspecto lamentable.
—Era una bestia salvaje —continuó el hombre del traje de mezclilla—. El viejo Colchester se plantó y presentó su dimisión. Y apuesto a que jamás adivinarían lo que ocurrió entonces. ¡Recibió una carta de Apse e Hijos en la que le pedían que reconsiderase su decisión! ¡Lo que fuera con tal de salvar la reputación de la Familia Apse! El viejo Colchester se presentó en las oficinas y dijo que estaba dispuesto a hacerse cargo del barco una vez más, pero sólo para llevarlo al mar del Norte y hundirlo. Colchester se había vuelto medio loco. El cabello, antes de color gris acerado, se le tornó blanco como la nieve en quince días.
»Dada la situación, los armadores tuvieron que contratar al primer hombre dispuesto a hacerse cargo del barco, pues temían el escándalo que se produciría si no encontraban capitán para la Familia Apse. Según tengo entendido, se trataba de un hombre de temperamento jovial, aunque con mano dura a la hora de gobernar un barco. El primer oficial se llamaba Wilmot y era un tarambana que fingía despreciar a todas las mujeres. La verdad es que era extraordinariamente tímido con ellas, pero en cuanto alguna le daba pie ya no había quien lo sujetase.
»Según se rumoreaba, uno de los armadores había dicho en cierta ocasión que estaba deseando que aquella mala bestia se hundiese. ¡Pero no había forma! Parecía indestructible, como si tuviese un olfato especial para eludir el peligro.
Jermyn lanzó un resoplido de asentimiento.
—El barco con que soñaría cualquier primer oficial, ¿eh? —comentó en tono sarcástico el hombre del traje de mezclilla—. Bueno, el caso es que Wilmot consiguió lo que ningún otro había conseguido. Aunque también hay que decir que quizá no le hubiera sido posible de no ser por los preciosos ojos verdes de la señorita de compañía, o lo que fuese, de los hijos del señor y la señora Pamphilius.
»La familia Pamphilius había embarcado en Adelaide rumbo a El Cabo. El día de la partida, el barco salió del puerto y fondeó en la bahía. El capitán, un tipo de lo más amable, siguió su costumbre de dar una comida de despedida a un gran número de personas. Cuando el último bote de invitados abandonó el barco, eran ya las cinco de la tarde y el tiempo había empeorado notablemente. En realidad, no había ninguna razón para zarpar aquel día, pero como el capitán así lo había anunciado, se creyó en la obligación de hacerse a la mar. Sin embargo, después de tantos brindis no consideró prudente pasar por los estrechos durante la noche; ordenó que sólo se izasen las velas de las gavias bajas y del trinquete y que se fuese costeando hasta que amaneciese, manteniendo siempre lo más posible la proa al viento. Antes de irse a dormir, dejó de guardia al segundo oficial; este permaneció en cubierta, recibiendo en la cara los frecuentes y fuertes chubascos, hasta las doce, hora en que le relevó Wilmot.
»La Familia Apse, como usted observó, tenía una especie de chalet en la toldilla...
—Un enorme y horrible objeto blanco que sobresalía de la cubierta —susurró tristemente Jermyn, mirando a la chimenea.
—Exactamente. Algo así como un techado que cubría la escala de la cabina y hacía las veces de caseta de gobierno. La lluvia caía a ráfagas sobre el soñoliento Wilmot. El barco derivaba lentamente hacia el sur, pero gobernaba bien y la costa se hallaba a unas tres millas a barlovento. Como en aquella parte de la bahía no había ningún obstáculo, Wilmot fue a guarecerse de los chubascos al socaire de la caseta de gobierno, cuya puerta se encontraba abierta. La noche era oscura como boca de lobo. Y entonces oyó una voz de mujer que le susurraba algo.
»Aquella condenada niñera de ojos verdes había acostado a los hijos de los Pamphilius hacía horas, como es natural. Por lo visto, no podía conciliar el sueño, de modo que se dirigió a la caseta de gobierno, me figuro que para tomar el fresco. Supongo que cuando Wilmot oyó su voz fue como si alguien hubiese encendido un fósforo en su cerebro. No sé cómo habían llegado a tener unas relaciones tan estrechas, pero me imagino que se habían visto en tierra con anterioridad. La verdad es que nunca llegué a enterarme, porque mientras Wilmot contaba lo sucedido, no hacía más que interrumpir su relato para soltar tremendas maldiciones. Cuando le volví a ver en el muelle de Sydney llevaba un mandil de harpillera que le llegaba a la barbilla y un enorme látigo en la mano. Un arriero, un hombre que haría cualquier cosa para no morir de hambre. ¡Así de bajo había caído!
»Sin embargo, volviendo al barco, allí estaba él, con la cabeza apoyada en el hombro de la muchacha y resguardándose de la lluvia tras la puerta de la caseta de gobierno. ¡Y ese era el hombre encargado de la guardia! El timonel, cuando le llegó el turno de declarar, dijo que avisó varias veces a gritos que la luz de la bitácora se había apagado. En realidad, se trataba de algo que no le concernía, puesto que sus órdenes eran las de navegar lo más ceñido posible al viento. ‘Me pareció extraño’, declaró, ‘que el barco fuese cayendo con cada racha, a pesar de que yo orzaba siempre todo lo que podía; estaba tan oscuro que no se veía a un palmo de distancia, y la lluvia me caía a cántaros sobre la cabeza.’
»La verdad es que con cada racha el viento había ido rolando poco a poco hacia popa, hasta hacer que el barco se dirigiese en línea recta a la costa, y eso sin que nadie se diese cuenta. El mismo Wilmot declaró que no se acercó a la aguja por lo menos en una hora. ¡Qué remedio le quedaba sino confesar la verdad! La primera noticia que tuvo de lo que ocurría fue cuando oyó la horrorizada voz del serviola anunciando el peligro.
»Conforme a su declaración, se deshizo del abrazo de la muchacha y gritó al serviola: ‘¿Qué dices?’ ‘Creo que se oyen rompientes por la proa, señor’, aulló el serviola, mientras se dirigía corriendo hacia la popa con el resto de la guardia, en medio del ‘más cegador de los diluvios que jamás cayeron del cielo’, según palabras del propio Wilmot. Durante unos instantes el miedo y la sorpresa ni siquiera le permitieron hacerse idea de la situación del barco en la bahía. No era un buen oficial, pero sí un buen marinero. Logró serenarse inmediatamente y, sin pensarlo siquiera, dio las órdenes oportunas. Tenían que meter toda la caña y cazar las velas del mayor y de la mesana para tratar de virar en redondo.
»Parece que las velas llegaron a tocar, pues aunque no podía verlas, las oyó flamear en lo alto. ‘¡No sirvió de nada! El barco era demasiado perezoso en las viradas’, prosiguió Wilmot, con el sucio rostro crispado y el maldito látigo de arriero temblándole en la mano. ‘Por un instante creí que habíamos conseguido pairar.’ Mas de pronto dejó de oírse el flamear de las velas. En ese crítico momento una racha de viento les cogió de lleno por la popa. Las velas se hincharon y la Familia Apse fue lanzada a toda velocidad contra las rocas, situadas a sotavento. Esta vez la bestia había llevado sus trucos demasiado lejos. Le había llegado la hora: el hombre, la negrura de la noche, las traicioneras rachas de viento y una mujer se habían aliado para acabar con ella. Era la suerte que merecía. ¡De qué elementos tan extraños se sirve la Providencia! Es como si existiese una justicia poética...
El desconocido se me quedó mirando fijamente.
—El primer escollo le arrancó de cuajo la falsa quilla. El capitán, al saltar de su litera, se tropezó con una mujer vestida con una bata de franela roja que corría enloquecida por el pequeño camarote sin dejar de chillar como una cacatúa.
»La siguiente embestida mandó a la mujer debajo de la mesa. También arrancó el codaste y se llevó el timón. Entonces la bestia comenzó a trepar por aquella desolada y rocosa costa destrozándose los fondos, hasta que por fin quedó inmóvil y el trinquete cayó sobre la proa como un botalón.
—¿Se perdió alguna vida? —pregunté.
—No, ninguna, aunque para Wilmot aquello fue peor que la muerte —contestó el caballero que la señorita Blank no conocía mientras buscaba su gorra—. Todo el mundo pudo llegar a tierra. La tempestad, procedente del oeste, no se desencadenó hasta el día siguiente, y destrozó aquella bestia en un tiempo sorprendentemente corto, como si hubiera tenido el corazón podrido. —Cambiando de tono, el desconocido añadió—: ¿Ha dejado de llover? Tengo que coger la bicicleta y darme prisa para llegar a casa a cenar. Vivo en Herne Bay. Salí a dar una vuelta esta mañana.
Me saludó amigablemente con una inclinación de cabeza y se alejó con paso arrogante.
—¿Sabe quién es? —pregunté a Jermyn.
El piloto del mar del Norte negó tristemente con la cabeza.
—¡Qué pena, perder un barco de una manera tan tonta! —se lamentó con lúgubre tono, y volvió a extender su húmedo pañuelo como si fuese una cortina ante las llamas de la chimenea.
Al salir cambié una mirada y una sonrisa —de manera estrictamente decorosa— con la respetable señorita Blank, camarera de los Tres Cuervos.