THOMAS MANN - MARIO Y EL MAGO

THOMAS MANN

ALEMANIA

THOMAS MANN 1875-1955 Escritor alemán de raza judía, nació en Lübeck. El libro que lo consagró definitivamente fue Los Buddenbrook (1900), que se ha dicho es una biografía de su propia familia. Al subir Hitler al poder emigró a Suiza, y después a los Estados Unidos, donde adoptó la nacionalidad norteamericana. En 1929 se le concedió el Premio Nobel de Literatura. Falleció en Suiza. Entre sus innumerables obras, de gran complejidad, la más famosa de todas es La montaña mágica, y también son muy conocidas Muerte en Venecia, José y sus hermanos, El elegido, Carlota en Weimar y Doctor Fausto.

LA ATMÓSFERA de Torre di Venere me trae a la memoria recuerdos desagradables. Desde el primer momento se respiraba un ambiente de irritabilidad, tensión e inquietud; luego, al final, surgió el espantoso asunto de Cipolla, ese horrible ser que parecía incorporar, de manera tan funesta como humanamente impresionante, toda la peculiar maldad de la situación. Al volver la vista atrás, teníamos la sensación de que el terrible final del asunto estaba predestinado y basado en la naturaleza misma de las cosas; el hecho de que los niños tuvieran que estar presentes fue una triste inconveniencia debida al falso aspecto bajo el que se presentó aquel hombre tan singular. Afortunadamente ellos no comprendieron dónde terminaba el espectáculo y empezaba la tragedia; así pues, les permitimos conservar la feliz creencia de que todo había sido una simple representación teatral.

Torre di Venere se encuentra a unos quince kilómetros de Portoclemente, uno de los centros veraniegos más frecuentados del mar Tirreno. Portoclemente es cosmopolita y elegante, y durante meses está lleno a rebosar. La alegre y bulliciosa calle principal, flanqueada de tiendas y hoteles, desemboca en una ancha playa de arena cubierta de casetas de lona, castillos de arena empavesados y una bronceada humanidad. A todas horas reina allí gran actividad y no menos ruido. Pero esa misma acogedora playa de finísima arena, esos pinares y esas montañas que se alzan como telón de fondo se extienden a todo lo largo de la costa. Nada tiene pues de extraño que haya surgido una competencia de naturaleza más tranquila. Torre di Venere —la atalaya que le dio nombre ha desaparecido hace tiempo, el turista la busca en vano— es una sucursal de Portoclemente, y durante algunos años fue refugio idílico del selecto grupo de amantes de la vida espiritual. Pero como suele ocurrir en estos lugares, la paz ha tenido que buscar cobijo más allá, en Marina Petriera o cualquier otro lugar de la costa. Todos sabemos que el mundo busca la paz e inmediatamente la espanta al abalanzarse sobre ella con la vana esperanza de poder desposarla y de que allí donde esté el sosiego, él, el mundo, pueda sentirse a gusto. E incluso llega a montar su feria de vanidades en un lugar determinado y a pensar que la paz todavía está a su lado. Y por eso Torre —aunque de momento su atmósfera sea más modesta y contemplativa que la de Portoclemente— goza del favor entusiasta de italianos y extranjeros. Los veraneantes ya no van a Portoclemente, pero sólo porque no hay sitio, porque sigue siendo un lugar ruidoso y atestado. La gente va al lado, por así decirlo, a Torre. Es incluso más refinado, y más barato. Y el atractivo de estas cualidades persiste, aunque las cualidades mismas hayan dejado de existir. Torre tiene un Gran Hotel. Han surgido numerosas pensiones, algunas modestas, otras pretenciosas. Los propietarios o arrendatarios de villas y pinedas que dan al mar ya no pueden moverse a sus anchas en la playa. En julio y agosto en nada se distingue de la de Portoclemente: es un hervidero de bañistas que gritan, se pelean, juegan, mientras el implacable sol les arranca la piel de los hombros. Multitud de botes de fondo plano y colorido chillón se balancean sobre el resplandeciente mar, tripulados por niños cuyas madres los vigilan desde lejos y gritan preocupadas: «¡Niño!», «¡Sandro!», «¡Bice!», «¡María!» Los vendedores ambulantes, abriéndose paso por entre las piernas de los bañistas tendidos al sol, ofrecen la mercancía con su profunda y sonora voz meridional: ostras, refrescos, flores, adornos de coral y cornetti al burro.

Este fue el espectáculo que se nos ofreció a la vista cuando llegamos a Torre; aunque era bastante agradable, pensamos que habíamos llegado demasiado pronto. Mediaba el mes de agosto y la temporada de los italianos aún estaba en pleno apogeo; no era el momento más adecuado para que los forasteros apreciaran en toda su plenitud los encantos del lugar. ¡Qué gentío por la tarde en las cafeterías del paseo marítimo! Por ejemplo en el «Esquisito», donde nos sentábamos a veces y donde nos servía Mario, el mismo Mario del que hablaré más tarde. Es casi imposible encontrar mesa, y las bandas de música compiten entre sí por ver cuál puede hacer más ruido. Y para colmo, por la tarde llegan también visitantes de Portoclemente; como es natural, la excursión goza de gran popularidad entre los inquietos veraneantes de dicha estación balnearia, y un autobús Fiat hace constantemente el viaje de ida y vuelta, cubriendo con una espesa capa de polvo blanco los setos de oleandro y laurel que bordean la carretera: espectáculo curioso, sí, pero también muy desagradable.

Decididamente debe uno ir a Torre di Venere en septiembre, cuando ya se ha marchado la gran masa, o en mayo, cuando la temperatura del agua todavía no es lo suficientemente alta para tentar a los meridionales. No es que el lugar esté vacío antes y después de la temporada, pero la vida entonces es menos nacional y más tranquila. Bajo los toldos de las casetas de lona y en los comedores de las pensiones predominan el inglés, el alemán y el francés, mientras que en agosto —al menos en el Gran Hotel, donde habíamos alquilado habitaciones por falta de direcciones particulares— el extranjero lo encuentra todo invadido por la sociedad florentina y romana, hasta tal punto que se siente aislado e incluso momentáneamente como un huésped de segundo rango.

Esto lo pudimos comprobar, con gran disgusto por cierto, la noche misma de nuestra llegada, cuando entramos en el comedor y uno de los camareros nos indicó la mesa que debíamos ocupar. No teníamos nada que objetar a esta mesa, salvo que ya nos habíamos fijado en las de la veranda, que daban al mar y en las que ardían unas lamparitas de pantalla roja. Aunque la veranda estaba tan llena de comensales como la sala, todavía quedaban algunas mesas libres. A los niños les encantó, así que nos limitamos a decir que preferíamos cenar afuera. Nuestras palabras, según comprobamos, estuvieron dictadas por la ignorancia, pues nos informaron, con una cortesía no exenta de embarazo, que aquel acogedor rincón estaba reservado a los clientes del hotel, «ai nostri clienti». ¿A sus clientes? ¿Y qué éramos nosotros? No éramos turistas ni gente de paso, sino pensionistas que íbamos a quedarnos allí tres o cuatro semanas. Sin embargo, no pedimos explicación de la diferencia que existía entre nosotros y la clientela que tenía el privilegio de comer a la luz de las lámparas rojas; cenamos a la prosaica y vulgar luz del candelabro de la sala; un menú bastante corriente e insulso, dicho sea de paso. Gomo tendríamos ocasión de averiguar después, en la Pensión Eleonora, unos pasos tierra adentro, la comida era mucho mejor.

Pues fue allí donde nos trasladamos, tres o cuatro días más tarde, antes de que hubiéramos tenido tiempo de adaptarnos al Gran Hotel. Y no fue a causa de la veranda y las lámparas rojas. Los niños, que en seguida hicieron amistad con camareros y botones y empezaban ya a disfrutar de lleno de las diversiones que ofrece el mar, pronto olvidaron esta pintoresca seducción. Pero ahora había surgido entre nosotros y ciertos clientes de la veranda —o mejor dicho entre nosotros y la servil dirección del hotel— uno de esos pequeños incidentes que desde el principio mismo pueden estropear el placer de un veraneo. Entre los huéspedes se encontraban unos representantes de la aristocracia romana, un príncipe X con su familia. Estos señores ocupaban habitaciones contiguas a las nuestras, y la princesa, gran dama y madre apasionada al mismo tiempo, se dejó llevar por el pánico a causa de los vestigios de una tos ferina que hacía poco habían superado nuestros hijos, pero que de cuando en cuando todavía turbaban ligeramente el profundo sueño del menor. La naturaleza de esta enfermedad no está muy clara, de modo que en torno a ella abundan las supersticiones. Así pues, no nos ofendimos cuando nuestra elegante vecina se aferró a la difundida creencia de que la tos ferina se contagia acústicamente y empezó a temer por sus propios hijos. Con toda la confianza en sí misma que le confería su posición, presentó una queja a la gerencia, la cual entonces, en la persona del proverbial director vestido de frac, nos comunicó inmediatamente con grandes muestras de pesar que dadas las circunstancias se veían obligados a trasladarnos al anexo. Nos esforzamos en asegurarle que la enfermedad estaba en su fase final, que en realidad ya estaba superada y no presentaba ningún peligro de contagio. Lo único que obtuvimos fue permiso para someter el caso al médico de la casa —sólo a este, no a uno elegido por nosotros—, cuyo dictamen debíamos acatar. Dimos nuestro consentimiento, convencidos de que así tranquilizaríamos a la princesa y nos evitaríamos la molestia del traslado. El doctor se portó como un leal y honrado servidor de la ciencia. Examinó al pequeño y dijo que la enfermedad había pasado y que no existía peligro de contagio. Respiramos aliviados, pensando que el incidente estaba solventado... hasta que el director anunció que a pesar del veredicto del médico era preciso que abandonáramos nuestras habitaciones y nos instaláramos en el anexo.

Este servilismo nos sublevó. No creo que la princesa tuviera nada que ver con aquella injusticia. Seguramente el obsequioso director ni siquiera se había atrevido a comunicarle el dictamen del médico. Sea como fuera, le dijimos que preferíamos abandonar su hotel inmediatamente... e hicimos el equipaje sin inquietud alguna, pues ya habíamos establecido relaciones con la Pensión Eleonora. Nos había llamado la atención su agradable exterior, y habíamos entablado amistad con la propietaria, la señora Angiolieri, y su marido. Ella esbelta, ojos negros, poco más de treinta años, tipo toscano, con esa complexión mate de marfil que caracteriza a las meridionales; su esposo calvo, callado, vestido con esmero. Poseían un establecimiento mayor en Florencia, y sólo en verano y comienzos del otoño regentaban la sucursal de Torre di Venere. Pero hacía años, antes de su matrimonio, nuestra nueva anfitriona había sido compañera de viaje, guardarropa, incluso amiga de Eleonora Duse, y sin duda consideraba esta época como la más feliz de su existencia. Ya en nuestra primera visita nos habló de ella con entusiasmo. Numerosas fotografías de la gran actriz, con afectuosas dedicatorias, así como otros recuerdos de los tiempos en que vivían juntas, adornaban las mesitas y vitrinas del salón. Este culto a tan interesante pasado tenía por finalidad, naturalmente, aumentar el atractivo de su actual negocio. No obstante, sentimos un placer y un interés genuinos cuando nos enseñó la casa y nos relató en su sonoro y entrecortado dialecto toscano anécdotas de la paciente bondad, el genio y la profunda sensibilidad de su inmortal señora.

Allí, pues, hicimos trasladar nuestro equipaje, con gran pesar de los empleados del Gran Hotel, que, como buenos italianos, querían mucho a los niños. Nuestras nuevas habitaciones eran independientes y agradables, y teníamos cómodo acceso al mar por una avenida de jóvenes plátanos que desembocaba en el paseo marítimo. Todos los días, en el limpio y fresco comedor, la señora Angiolieri servía personalmente la sopa; el servicio era eficiente y atento, la comida excelente. Incluso nos encontramos con unos conocidos de Viena, con los que charlábamos delante de la casa después de comer. Estos a su vez nos presentaron a otras amistades. Todo parecía perfectamente encarrilado. Estábamos muy contentos con el cambio, y nada faltaba para que nuestro veraneo fuese de lo más agradable.

Sin embargo, la satisfacción que cabía esperar no llegó. Quizá el estúpido incidente que motivó nuestro traslado nos persiguió hasta el nuevo alojamiento. Debo reconocer que personalmente no olvido con facilidad estos choques con el ingenuo abuso del poder, la injusticia, la rastrera corrupción. Estuve dándole muchas vueltas al incidente, y cada vez que lo recordaba hervía de indignación... todo en vano, claro, pues estos fenómenos son demasiado naturales y corrientes. Y ni siquiera habíamos roto nuestras relaciones con el Gran Hotel. Los niños seguían teniendo amigos allí, el portero les arreglaba los juguetes, y a veces tomábamos el té en el jardín. Hasta veíamos a la princesa, que salía con su paso firme y delicado, los labios pintados de coral, para ver qué hacían sus hijos, sometidos a la supervisión de una institutriz inglesa. Poco podía imaginar que nosotros andábamos cerca, pues tan pronto aparecía prohibíamos tajantemente a nuestro pequeño carraspear siquiera.

Hacía un calor insoportable, si se me permite mencionarlo, un calor africano. La fuerza del sol, en cuanto se alejaba uno de la frescura azul índigo del mar, era tan implacable que la mera idea de dar los pocos pasos de la playa al comedor se hacía insoportable, aunque sólo se llevase puesto un pijama. ¿Les atraen a ustedes estas cosas? ¿Les atraen una semana tras otra? Es el sur, qué duda cabe, es el tiempo clásico, el sol de Homero y todo lo demás. Pero después de algún tiempo —no puedo evitarlo— se me hace demasiado pesado, y llega un momento en que empieza a parecerme aburrido. El ardiente vacío del cielo, día tras día, pronto se me hace cargante; los colores chillones, la inmensa ingenuidad de la luz no refractada, ciertamente despiertan sentimientos alegres, proporcionan una despreocupación y una independencia absoluta de los chaparrones y otros caprichos meteorológicos. Pero poco a poco, inconscientemente al principio, siente uno un vacío: las necesidades más profundas y más complejas del espíritu nórdico quedan insatisfechas, y al cabo del tiempo se siente algo así como desdén. Es cierto, si no hubiera sido por esa estúpida historia de la tos ferina mis sentimientos habrían sido distintos; estaba enojado, es posible que quisiera sentirme así, y medio inconscientemente me aferré a una idea que ya tenía a mano para inducir, o al menos justificar y fortalecer, mi actitud. Hasta este momento podemos, pues, decir que hubo mala voluntad por mi parte. Pero el mar, y las mañanas que pasaba tendido en la fina arena en medio de su esplendor eterno... no, el mar no podía inducir estos sentimientos; y sin embargo, la verdad es que, en contra de toda nuestra experiencia anterior, no estábamos a gusto en la playa, no nos sentíamos felices.

Era demasiado pronto, demasiado pronto. La playa, como ya he dicho, estaba todavía en manos de nativos de la clase media. Era un espectáculo agradable a la vista, y entre la juventud reinaba la belleza, la salud y la elegancia. Sin embargo, irremediablemente, estábamos también rodeados de una humanidad mediocre, una chusma burguesa que, el lector estará de acuerdo, no es más atractiva bajo este sol que bajo nuestro propio firmamento. ¡Y las voces de las mujeres! En ocasiones se hace difícil creer que se encuentra uno en la cuna del bel canto. «Fuggièro!» Todavía hoy resuena en mis oídos ese grito, pues veinte mañanas seguidas lo soporté cien veces a pocos pasos de distancia, ronco, horriblemente acentuado, con una è abierta de increíble dureza, pronunciado con una especie de mecánica desesperación. «Fuggièro! Rispondi al meno!», con la sp pronunciada al modo alemán; y esto, unido a mi enojo, me sacaba de quicio. El grito iba dirigido a un repelente niño que tenía entre los hombros una no menos repulsiva quemadura de sol. Nunca he visto un ser tan díscolo, mal educado y malicioso, y además era un cobardica de cuidado, capaz de alborotar a toda la playa a causa de su excesiva sensibilidad al dolor. Un día un cangrejo ermitaño le pellizcó un dedo del pie en el agua, y la minúscula herida le hizo proferir un grito de enormes proporciones —el grito de un héroe de la antigüedad en su agonía— que le llegaba a uno al alma y le hacía pensar en una horrible tragedia. Sin duda creía que no sólo estaba herido, sino también envenenado. Se arrastró hasta la playa y permaneció tumbado con unos dolores al parecer insoportables, gritando «Ohi!» y «Ohimè!» y sacudiendo brazos y piernas para zafarse de las trágicas súplicas de su madre y las preguntas de los curiosos. Estos habían acudido de todas partes. Llamaron a un médico. Era el mismo que había emitido un juicio objetivo respecto a la tos ferina, y una vez más demostró ser un verdadero hombre de ciencia. Bonachonamente dijo al niño que no tenía nada en absoluto y le recomendó que se volviera a meter en el agua para que se le refrescara el diminuto pellizco. A pesar de esto, improvisaron unas parihuelas y se llevaron a Fuggièro de la playa, seguido de una muchedumbre. Y a la mañana siguiente ya estaba otra vez allí, destrozando los castillos de arena de los demás niños, siempre sin querer, claro. En resumen, una verdadera pesadilla.

Y este niño de doce años fue una de las principales influencias que, imperceptiblemente al principio, se aunaron para estropearnos las vacaciones. De un modo u otro, el ambiente era forzado, falto de inocencia. Esta gente se aferraba a su dignidad; al principio no se sabía bien por qué, ni en qué sentido. Entre ellos mismos y en sus relaciones con los extranjeros su actitud era la de personas que acabaran de adquirir conciencia de un sentido del honor. Y ¿para qué? Poco a poco nos dimos cuenta de que estaba implicada la política, el ideal nacional. La playa, de hecho, estaba plagada de niños patriotas, un fenómeno tan poco natural como deprimente. Los niños forman una especie humana y una sociedad aparte, una nación propia, por así decirlo. En razón de su forma de vida común, se llevan bien por diferente que sea su reducido vocabulario. Los nuestros pronto empezaron a jugar tanto con nativos como con extranjeros. A menudo, sin embargo, sufrían desilusiones que los dejaban desconcertados. Se producían susceptibilidades, muestras de una dignidad personal que parecía demasiado quisquillosa y pedante para merecer ese nombre. Había peleas sobre distintos temas: banderas, autoridad y ascendiente. Intervenían los mayores, más por emitir juicios y enunciar principios que por pacificar a los niños. Se pronunciaban frases acerca de la grandeza y dignidad de Italia, frases solemnes que estropeaban el placer del juego. Veíamos a nuestros dos pequeños retirarse, desconcertados y dolidos, y nos costaba trabajo explicarles la situación. Estas gentes, les decíamos, estaban pasando por una determinada etapa, algo así como una enfermedad quizá, no muy agradable, pero necesaria sin duda.

Y gracias a nuestra propia negligencia tuvimos finalmente un conflicto con esta «etapa», que, después de todo, ya conocíamos y comprendíamos desde hacía algún tiempo. Teníamos la impresión de que los conflictos anteriores no habían sido mera casualidad. En una palabra, ofendimos la moral pública. Nuestra hijita, de ocho años de edad, pero atrasada un año cumplido en su desarrollo físico y delgada como un pajarillo, se había dado un largo baño y luego se había puesto a jugar al cálido sol con el bañador mojado. Le dijimos que podía quitarse el traje de baño, lleno de arena, enjuagarlo en el mar y volver a ponérselo, cuidando luego de que no volviese a ensuciarse. Así pues, se desnudó y corrió al mar, lavó el pequeño traje de punto y volvió a nuestro lado. ¿Deberíamos haber previsto la oleada de ira y resentimiento que provocó su conducta, y de rechazo la nuestra? No es mi intención soltar un discurso, pero en las últimas décadas la actitud hacia el cuerpo desnudo y el sentimiento que inspira han cambiado radicalmente en todo el mundo. Hay cosas a las que ya no concedemos importancia, y una de ellas fue la libertad que habíamos dado a ese cuerpecito infantil, en modo alguno provocador. Pero en aquel lugar se consideró como una afrenta. Los niños patrióticos se pusieron a gritar. Fuggièro silbó llevándose los dedos a la boca. El repentino murmullo entre los adultos a nuestro alrededor no presagiaba nada bueno. Un caballero vestido con traje de. calle, con un bombín echado hacia atrás, aseguró a sus indignadas acompañantes que pensaba tomar medidas correctivas; se dirigió hacia nosotros y nos soltó una filípica en la que puso al servicio de la moralidad y el recato toda la pasión de la sensualidad meridional. La ofensa contra el pudor en que habíamos incurrido, afirmó, era tanto más censurable cuanto que representaba una ingratitud y un insultante abuso de la hospitalidad de Italia. Habíamos vulnerado criminalmente no sólo la letra y el espíritu de los estatutos de la playa, sino también el honor de su país. Pero él sabía cómo defender este honor, y se encargaría de que nuestra ofensa contra la dignidad nacional recibiera su justo castigo.

Inclinamos respetuosamente la cabeza mientras llovía sobre nosotros el elocuente discurso. Contradecir a aquel hombre, en su estado de excitación, habría significado sin duda caer de una falta en otra. Teníamos varias contestaciones en la punta de la lengua: la palabra «hospitalidad», por ejemplo, en su sentido más estricto, no era muy adecuada, en vista de las circunstancias; por otra parte, no éramos precisamente huéspedes de Italia, sino de la señora Angiolieri, que hacía unos años había cambiado la profesión de mujer de confianza de la Duse por la de la hospitalidad. Nos habría gustado decir también que sin duda su hermoso país no había caído tan bajo como para quedar reducido a tal estado de mojigatería y exagerada sensibilidad. Pero nos limitamos a asegurar al caballero que nada estaba más lejos de nuestra intención que dar muestras de provocación o falta de respeto. Y como circunstancia atenuante le llamamos la atención sobre la tierna edad y la insignificancia física de la pequeña delincuente. Todo fue en vano. Rechazó nuestras protestas, no las creía. Nuestra defensa era insostenible. Era preciso un castigo ejemplar. Informaron a las autoridades, creo que por teléfono, y poco después apareció su representante en la playa. Dijo que el caso era «molto grave». Tuvimos que acompañarle al municipio, allá arriba en la plaza, donde uno de sus superiores confirmó el veredicto de «molto grave», empezó a soltar la retahila de frases aleccionadoras que ya conocíamos, en el mismo tono que el hombre del bombín, y nos impuso una multa de cincuenta liras. A nosotros nos pareció que la aventura bien valía esta contribución a la economía del gobierno italiano. Así pues, pagamos y nos fuimos. ¿No deberíamos habernos ido también de Torre?

¡Ojalá lo hubiéramos hecho! Entonces no habríamos conocido a ese fatal Cipolla. Pero distintas circunstancias contribuyeron a que no optáramos por mudarnos. Cierto poeta dijo que es la indolencia lo que nos hace aguantar las situaciones incómodas. Nuestra primera experiencia en Torre quizá sirva para explicar esta perseverancia. Sea como fuere, a nadie le gusta abandonar el campo inmediatamente después de un incidente semejante, sobre todo cuando otras personas nos animan a desafiar la situación. Y en Villa Eleonora todos se pronunciaron unánimemente contra nuestro injusto castigo. Unos conocidos italianos con quienes solíamos charlar después de comer pensaban que el episodio dejaba en muy mal lugar a su país, y propusieron encararse, de ciudadano a ciudano, con el caballero del bombín. Pero al día siguiente él y sus acompañantes habían desaparecido de la playa. No por causa nuestra, claro está, aunque es posible que el conocimiento de su inminente partida hubiera añadido leña al fuego de su reconvención. En cualquier caso, su partida fue un alivio. En honor a la verdad, nos quedamos también porque nuestra estancia era ahora notable, y la notabilidad encierra en sí un valor, dejando a un lado comodidad o incomodidad. ¿Debemos levantar el vuelo y eludir determinada experiencia en el momento en que no parece expresamente calculada para aumentar nuestro placer o nuestra confianza? ¿Debemos partir en cuanto la vida muestra síntomas poco tranquilizadores, o no muy normales, o incluso dolorosos y mortificantes? No, desde luego que no. Es preferible quedarse y hacer frente a las circunstancias, pues esto puede enseñarnos una lección útil. Así pues, decidimos quedarnos, y la horrible recompensa por nuestra constancia fue la malhadada e impresionante aparición de Cipolla.

No he mencionado que había terminado ya la temporada alta, casi el mismo día en que nos llamaron al orden las autoridades del pueblo. El severo caballero del bombín, nuestro denunciante, no fue la única persona que abandonó Torre. El éxodo fue masivo, y se veían muchos carros de mano cargados de equipaje camino de la estación. La playa se desnacionalizó. La vida de Torre, en los cafés y los pinares, se hizo más íntima y europea. Probablemente ahora podríamos comer en la veranda encristalada del Gran Hotel, pero nos abstuvimos de ello, pues estábamos satisfechos con la mesa de la señora Angiolieri... tan satisfechos, entiéndase, como nos permitía nuestra mala estrella. Pero al mismo tiempo que se produjo este cambio beneficioso a nuestro parecer varió también el tiempo, coincidiendo casi al minuto con el calendario de vacaciones del gran público. El cielo se cubrió. No es que refrescara; el calor seco de los dieciocho días que habían transcurrido desde nuestra llegada, y probablemente desde mucho antes, dio paso a una sofocante atmósfera de siroco, y de cuando en cuando una débil llovizna regaba la aterciopelada arena de la playa. Añádase a esto que ya habían transcurrido las dos terceras partes de nuestra proyectada estancia en Torre. El mar calmoso y descolorido, en cuya superficie se mecían perezosamente las medusas, era al menos una novedad. Habría sido absurdo sentir añoranza por un sol que tantos lamentos nos había arrancado cuando caía, implacable y arrogante, sobre nosotros.

Y llegado este punto se anunció Cipolla. El cavaliere Cipolla, como se le llamaba en los carteles que aparecieron un día por todas partes, incluso en el comedor de la Pensión Eleonora. Un virtuoso ambulante, maestro del espectáculo, «forzatore, iIlusionista, prestigiatore» (así se calificaba él mismo), quien se proponía ofrecer al respetable público de Torre di Venere una función de fenómenos extraordinarios de naturaleza misteriosa y desconcertante. ¡Un mago! El anuncio bastó para volver locos de alegría a nuestros hijos. Nunca habían visto nada semejante, y ahora nuestras vacaciones iban a ofrecerles esta nueva emoción. Inmediatamente empezaron a darnos la lata para que sacáramos entradas. Aunque la avanzada hora del comienzo de la representación, las nueve, nos hizo dudar al principio, acabamos por ceder, pensando que veríamos sólo una parte de lo que Cipolla tenía que ofrecer —probablemente no sería gran cosa— y luego nos iríamos a acostar. Además, al día siguiente los niños podrían dormir hasta tarde. Compramos cuatro entradas a la señora Angiolieri, que había aceptado a comisión cierto número de las mejores para vendérselas a sus huéspedes. Nos dijo que no podía garantizarnos nada respecto a la actuación de Cipolla, de modo que no nos hicimos demasiadas ilusiones. Pero estábamos necesitados de alguna forma de diversión, y la curiosidad de los niños resultaba contagiosa.

El local en el que iba a presentarse el cavaliere era una sala donde durante la temporada alta se proyectaba una nueva película cada semana. Nunca habíamos estado allí. Se llegaba a dicha sala siguiendo la calle principal y pasando bajo los muros del «palazzo», una ruina que estaba en venta y que evidentemente se había construido en tiempos de mayor esplendor. En esta misma calle estaban la farmacia, la peluquería y las mejores tiendas; iba, por así decirlo, de lo feudal —pasando por lo burgués— a lo proletario, pues desembocaba entre dos hileras de míseras viviendas de pescadores ante cuyas puertas las viejas remendaban redes. Y aquí, en el barrio proletario, estaba el local, que no era sino cobertizo de madera —bastante grande, eso sí, cuya entrada, flanqueada por dos especies de torres, estaba llena de alegres carteles pegados unos sobre otros a ambos lados. Así pues, poco después de la cena del día señalado nos dirigimos allí en medio de la oscuridad. Los niños llevaban sus mejores ropas y estaban felices porque se les daba semejante trato extraordinario. Seguía reinando el bochorno de días anteriores. De cuando en cuando relampagueaba y caían unas gotas. Llevábamos los paraguas abiertos. Tardamos un cuarto de hora en llegar a la sala.

Después de pasar por el control de entrada, nosotros mismos tuvimos que buscar nuestros asientos. Estaban en la tercera fila a la izquierda, y una vez sentados comprobamos que a pesar de la avanzada hora de comienzo el público no tenía ninguna prisa, es más, parecía llegar tarde a propósito. Lentamente se fue llenando la platea. Esta constituía la totalidad de la sala, pues no había palcos. El retraso empezó a preocuparnos. Los niños tenían las mejillas coloradas tanto por el cansancio como por la excitación. Sólo los pasillos laterales y el fondo del local estaban llenos de gente con entrada de pie cuando nosotros llegamos. Allí estaba reunida la virilidad de Torre di Venere, pescadores, mozos de aspecto resuelto con jerseys a rayas de manga corta. Nos agradó la presencia de esta asamblea autóctona, que siempre añade colorido y animación a estas ocasiones, y los niños estaban francamente encantados, pues tenían amigos entre estas gentes, amigos que habían hecho en los paseos vespertinos por el extremo más alejado de la playa. A la hora en que el sol, cansado de su ingente labor, se hundía en el mar y teñía de rojo la espuma de las olas, nos encontrábamos de regreso a la pensión con grupos de pescadores de piernas desnudas que, puestos en fila, halaban sus redes y depositaban en unas cestas que chorreaban agua su captura de mariscos, casi siempre escasa. Los niños los miraban, les ayudaban en su trabajo, sacaban a relucir su reducido vocabulario italiano y hacían amistades. Ahora estaban saludando con la cabeza a algunos de ellos. Ahí estaba Guiscardo, y ahí Antonio; los conocían por sus nombres y los saludaban con la mano o los llamaban en un susurro, recibiendo como respuesta una inclinación de cabeza o una sonrisa que dejaba ver una hilera de dientes blancos y sanos. ¡Mira, ahí está incluso Mario, Mario el del «Esquisito», el que nos trae el chocolate! El también quiere ver al mago, y debe de haber venido temprano, pues está casi en primera fila. Pero no nos ha visto, no presta atención; ese es su modo de ser, aunque su profesión sea la de camarero. Así que optamos por saludar al hombre que alquila las piraguas en la playa, allá al fondo del local.

Las nueve y cuarto... casi y media. Estábamos nerviosos, lógicamente. ¿A qué hora iban a acostarse los niños? Había sido un error traerlos, pues sería muy difícil interrumpir su diversión ahora que apenas había empezado. Poco a poco la platea se había ido llenando casi por completo. Diríase que todo Torre estaba allí: los huéspedes del Gran Hotel, los de Villa Eleonora y otras pensiones, caras conocidas de la playa... Se oía hablar inglés y alemán, y ese tipo de francés que, pongamos por caso, hablan los rumanos con los italianos. La señora Angiolieri estaba sentada dos filas detrás de nosotros junto a su marido, silencioso y calvo, que se atusaba el bigote con los dos dedos centrales de la mano derecha. Todo el mundo había llegado tarde, pero nadie demasiado tarde; Cipolla se hacía esperar.

Se hacía esperar. Esa es probablemente la manera más correcta de expresarlo. Con su retraso consiguió aumentar el suspense. Todos comprendían la finalidad de esta actitud... siempre que no se llevara a extremos exagerados. Hacia las nueve y media el público empezó a batir palmas, forma amable de expresar una impaciencia justificada, ya que al mismo tiempo evidencia aprobación. Para los niños esto constituía en sí un motivo de gozo, pues a todos los pequeños les gusta aplaudir. Del sector popular surgieron gritos de «Pronti!» y «Cominciamo!» Y de repente pareció muy fácil empezar. Sonó un gong, recibido por los espectadores de pie con un «¡Aaah!» a coro, y se abrió la cortina. Quedó a la vista un escenario que, más que el campo de acción de un mago, parecía un aula de escuela, gracias a la pizarra situada en la parte anterior, a la izquierda. Había también un perchero amarillo, un par de sillas de paja y, más al fondo, una mesita redonda en la que se veían una jarra de agua y un vaso, así como una bandeja con una copa y una redoma llena de un líquido ambarino. Sólo tuvimos unos segundos para captar estos objetos. Luego, sin que se redujera la intensidad de la luz en la sala, hizo su aparición el cavaliere Cipolla.

Entró con un paso rápido que expresaba su impaciencia por aparecer ante el público y causaba la sensación de que ya había recorrido un buen trecho cuando en realidad estaba entre bastidores unos segundos antes. Esta sensación se veía reforzada por el atuendo de Cipolla. Hombre de edad difícil de precisar, pero en modo alguno joven; cara angulosa y ajada, ojos penetrantes, labios apretados, fino bigote negro engomado y una perilla entre el labio inferior y el mentón. Vestía con estudiada elegancia un atuendo de noche: una amplia capa negra con cuello de terciopelo y forro de raso que mantenía cerrada al frente con sus manos enguantadas de blanco; llevaba al cuello un pañuelo también blanco y un sombrero de copa de ala arqueada echado hacia atrás. Quizá más que en cualquier otro país siga vivo en Italia el siglo xvIII, y con él el tipo del charlatán y el bufón, tan característico de esa época. Sólo allí, en todo caso, se encuentran ejemplares en buen estado de conservación. Cipolla tenía en conjunto muchos de los rasgos de ese tipo histórico; sus ropas ayudaban a evocar la figura tradicional con su aire fantásticamente fatuo. Su presuntuoso traje le sentaba, o mejor dicho le colgaba, de un modo harto curioso, demasiado estirado aquí y lleno de arrugas allí. Había en su figura algo anormal, tanto visto de frente como de espaldas; después esto se haría más patente. Pero debo dejar bien claro que en su porte, su expresión y su comportamiento no había nada que recordara a un histrión o un payaso. Por el contrario, parecía completamente serio, sin ningún rasgo humorístico; de cuando en cuando mostraba un orgullo perverso, así como esa dignidad y ese aire de satisfacción de sí mismo que tan a menudo poseen las personas contrahechas. Nada de esto, sin embargo, impidió que al principio fuera acogido con hilaridad en distintos sectores de la sala.

Su comportamiento no tenía ya nada de obsequioso. Su rápida entrada no había sido más que una manifestación de energía, no de entusiasmo. Plantado en el proscenio, se quitó negligentemente los guantes, dejando al descubierto unas manos largas y amarillas, adornada una de ellas con un anillo de sello en el que destacaba un lapislázuli. Sus pequeños y severos ojos, con fofas bolsas, recorrieron lenta y escrutadoramente la sala, deteniéndose de cuando en cuando en una cara, los labios fuertemente cerrados, sin pronunciar palabra. Luego, con gesto de indiferencia y sorprendente habilidad, hizo una bola con los guantes y los introdujo, arrojándolos a considerable distancia, en el vaso que había sobre la mesa. A continuación se sacó de un bolsillo interior un paquete de cigarrillos baratos, según pude comprobar por la cajetilla. Con la punta de los dedos extrajo un pitillo y lo encendió, sin mirar, con un mechero de gasolina de acción rápida. Hizo una profunda inhalación y con una mueca arrogante de los labios, golpeando repetidamente el suelo con la punta del pie, expulsó el humo gris por entre sus dientes desgastados y puntiagudos.

El público le observaba con una intensidad semejante a la suya. Los mozos del fondo aguzaban la vista para descubrir en este ser tan seguro de sí mismo alguna debilidad oculta, pero él no daba muestras de poseer ninguna. Al sacar y volver a guardarse los cigarrillos y el encendedor le estorbaron sus ropas. Tuvo que echarse atrás la capa, y al hacerlo dejó al descubierto un látigo con empuñadura de plata en forma de garra que le colgaba del antebrazo izquierdo por una correa y que parecía fuera de lugar. Vimos también que no llevaba un frac, sino una levita, y debajo de esta, cuando se la levantó para meterse la mano en el bolsillo, dejó al descubierto un fajín multicolor que llevaba a la cintura. Detrás de mí alguien susurró que se trataba del distintivo de cavaliere. Debo dejar sentada una cosa: personalmente nunca he oído que el título de cavaliere lleve aparejada semejante insignia. Quizá lo del fajín no fuera más que una pose, lo mismo que el modo en que estaba allí plantado, sin pronunciar palabra, fumando con indiferencia y arrogancia ante su público.

Los espectadores se reían, como ya he dicho. La hilaridad casi se hizo general cuando uno de los que estaban de pie dijo con voz seca y sonora:

Buona sera.

Cipolla inclinó hacia un lado la cabeza.

—¿Quién ha sido? —preguntó como si le hubieran desafiado—. ¿Quién acaba de hablar?... ¿Y bien? Primero tan descarado y ahora tan tímido. Paura, ¿eh? Hay miedo. —Hablaba en voz bastante alta, algo asmática pero metálica. Se limitó a esperar.

—He sido yo —rompió el silencio un joven al ver que su honor estaba en entredicho. Se encontraba cerca de nosotros. Era un mozo apuesto, con camisa de lana y la chaqueta al hombro. Llevaba el pelo, fuerte y rizado, en un peinado alto y revuelto, el peinado de moda de la patria renacida. Esto le daba un aspecto africano y le afeaba algo—. !, he sido yo. Usted debería haberlo adivinado, pero he querido mostrarme amable.

Más risas. El muchacho no tenía pelos en la lengua. «Ha sciolto la scilinguágnolo», comentó alguien cerca de mí. Después de todo, aquella lección popular había sido merecida.

—¡Ah, bravo! —repuso Cipolla—. Me caes bien, giovanotto. Créeme, hace ya un rato que me he fijado en ti. Las personas como tú cuentan con mi simpatía, pues pueden serme útiles. Está claro que tú eres todo un hombre. Haces lo que te viene en gana. ¿Has dejado de hacer alguna vez lo que querías hacer? ¿O has hecho lo que no querías hacer? ¿Lo que otra persona quería que hicieras? Escúchame, amigo mío, sería un cambio agradable para ti disociar la voluntad de la acción y dejar de acometer ambas tareas al mismo tiempo. Racionalización del trabajo, sistema americano. Por ejemplo, ¿quieres enseñar la lengua al selecto y respetable público? La lengua entera, hasta la misma raíz.

—¡No! —replicó el mozo hostilmente—. No pienso hacerlo. Sería una señal de mala educación.

—¡Nada de eso! —dijo Cipolla—. Tú te limitarías a hacerlo. Con todos mis respetos hacia tu educación, creo que antes de que cuente hasta tres vas a volverte a la derecha y sacar la lengua ante el respetable público; y la vas a sacar tanto que tú mismo te asombrarías si te vieras. —Miró al mozo, y sus penetrantes ojos parecieron hundirse aún más en sus cuencas—. ¡Uno! —Dejó que el látigo le resbalara por el antebrazo y lo hizo silbar una vez en el aire.

El muchacho se volvió hacia el público y sacó la lengua, el no va más en lenguas que jamás se haya visto. Luego, con rostro inexpresivo, ocupó de nuevo su postura inicial.

—He sido yo —se burló Cipolla, señalando con la cabeza al muchacho—. !, he sido yo. —Se volvió, dejando que el público gozara de sus impresiones, hacia la mesita redonda, cogió la redoma, que debía contener coñac, se sirvió una copita y se la echó al coleto con celeridad de experto.

Los niños reían con todas sus ganas. No habían comprendido casi nada de lo que se dijo, pero les divirtió mucho que ocurriera directamente algo tan gracioso entre el curioso hombre del escenario y un espectador. Y como no tenían una idea clara de lo que se les iba a ofrecer aquella noche, consideraban que ese principio era estupendo. En cuanto a nosotros, intercambiamos una mirada, y recuerdo que yo imité involuntariamente con los labios el ruido que había hecho el látigo de Cipolla al cortar el aire. Era evidente, por otra parte, que el público no sabía cómo interpretar principio tan incongruente de una sesión de prestidigitación. No comprendían cómo el giovanotto, que al fin y al cabo había sido en cierto modo su portavoz, se había mostrado de improviso tan poco educado con ellos. Todos pensaban que se había comportado como un necio. Así pues, dejaron de ocuparse de él y centraron su atención en el artista, que volvió de la mesita y se dirigió al público en los siguientes términos:

—Señoras y caballeros —dijo con su voz entre asmática y metálica—, acaban ustedes de ver que me ha molestado un poco la lección que este joven y esperanzador lingüista —(la palabra causó gran hilaridad)— se proponía darme. Yo soy un hombre que se precia a sí mismo, se lo aseguro. No me agrada que me deseen las buenas noches a menos que se haga con seriedad y cortesía. Todo lo demás está fuera de lugar. Cuando alguien me desea las buenas noches se las desea a sí mismo, pues el público sólo las tendrá si las tengo yo también. De modo que este bello conquistador de Torre di Venere —no se cansaba de lanzar pullas contra el mozo— ha hecho muy bien en demostrar que hoy tengo una buena noche y que puedo prescindir de sus deseos. Puedo vanagloriarme de tener muchas buenas noches. De vez en cuando surge alguna que no lo es tanto, pero esto ocurre muy de tarde en tarde. Mi oficio es duro y mi salud no muy buena; tengo un pequeño defecto físico que me impidió tomar parte en la guerra para acrecentar la grandeza de la patria. Sólo con las fuerzas de mi espíritu y mi mente domino la vida, lo cual equivale a decir que me domino a mí mismo. Y el hecho de que mi trabajo haya despertado el interés y el respeto del público instruido me causa satisfacción. Los periódicos más importantes han sabido valorar mi labor; el Corriere della Sera me calificó con mucha justicia de fenómeno, y en Roma el hermano del Duce me hizo el honor de asistir a una de mis representaciones. Jamás se me pasó por la imaginación que en un lugar relativamente menos importante —(risas a costa del pequeño Torre)— tuviera que renunciar a pequeñas costumbres personales que el público inteligente y educado siempre ha tenido a bien pasar por alto. Y tampoco pensé que tuviera que tolerar que me interrumpiera con comentarios jocosos una persona que parece bastante mimada por los favores del bello sexo.

Todo esto a costa del mozo, a quien Cipolla no se cansaba de presentar como un rústico gallito y conquistador. La exagerada susceptibilidad y animosidad contrastaba visiblemente con la confianza en sí mismo y el éxito mundano de que tanto presumía. Cabría suponer que el joven era simplemente un hazmerreír más de los que Cipolla acostumbraba a escoger en sus representaciones, pero de sus satíricos comentarios se desprendía un abierto antagonismo.

Y bastaba con comparar el aspecto físico de los dos hombres para darse cuenta de la explicación, aunque el jorobado no hubiese insistido tanto en aludir al éxito del mozo con el bello sexo.

—Bien —prosiguió Cipolla—, antes de empezar la representación permítanme que me ponga cómodo. —Dicho esto fue al perchero para dejar sus ropas de abrigo.

«Parla benissimo», dijo alguien cerca de nosotros. El hombre todavía no había hecho nada, pero sus palabras se consideraban como un mérito y habían causado impresión. Entre los meridionales el habla constituye parte del placer de vivir, goza de mucha mayor estimación social que en el norte. El nexo de unión nacional, la lengua materna, recibe aquí honores simbólicos, y hay también algo de festivamente simbólico en el respeto que se guarda a su forma y su fonética. A los meridionales les gusta hablar. También les gusta escuchar, y escuchan con espíritu crítico. Pues el modo en que habla una persona sirve para establecer su rango personal; la falta de cuidado y la zafiedad se desdeñan, la elegancia y la maestría se aprecian. Por eso también el hombre insignificante, cuando se trata de lograr un efecto, escoge las palabras y moldea la frase con esmero. En este aspecto al menos Cipolla se había ganado al auditorio, si bien no pertenecía en modo alguno a la clase de hombre que el italiano, en una mezcolanza singular de juicios morales y estéticos, califica de simpático.

Después de quitarse el sombrero, el pañuelo y la capa, se plantó en el proscenio, ajustándose la chaqueta, tirándose de los puños de la camisa, provistos de grandes botones, y arreglándose el absurdo fajín. Su cabello era feísimo; tenía la parte superior de la cabeza casi calva, y una estrecha franja de pelo teñido de negro y con raya en medio le corría de la coronilla hacia delante como si estuviera pegada. El cabello de los lados, también teñido de negro, estaba cepillado hacia delante, hacia las comisuras de los ojos. Era, en definitiva, el peinado de un anticuado director de circo; ridículo, sí, pero estaba tan en consonancia con su tipo pasado de moda y lo llevaba con tanta confianza en sí mismo que carecía totalmente de comicidad. El «pequeño defecto físico» de que nos había hablado era ahora bien visible, aunque su naturaleza todavía no estaba del todo clara: el tórax era demasiado alto, como suele ocurrir en estos casos, pero la correspondiente deformación de la espalda no quedaba entre los hombros, sino que adquiría la forma de una especie de chepa en las caderas o las nalgas. Esto no entorpecía sus movimientos, pero le daba un aspecto grotesco cuando caminaba. Al mencionar su deformidad de antemano, sin embargo, había evitado que pillara de sorpresa al público, y en la sala reinaba un respeto civilizado.

—Estoy a su servicio —dijo Cipolla—. Con su permiso, vamos a iniciar nuestro programa con unos ejercicios de aritmética.

¿Aritmética? ¿Qué tenía eso que ver con la prestidigitación? Empezamos a sospechar que aquel hombre navegaba bajo un falso pabellón, pero no sabíamos todavía cuál era el auténtico. Los niños me inspiraron lástima, aunque por el momento se sentían felices simplemente de estar allí.

El juego de los números que inició Cipolla era tan sencillo como desconcertante. Empezó por fijar con una chincheta una hoja de papel en la esquina superior derecha de la pizarra. Luego, levantando el papel, escribió debajo algo con tiza. Mientras lo hacía no dejaba de hablar, evitando que la función cayera en el aburrimiento con un flujo constante de palabras y dando prueba de ser un consumado y ocurrente conferenciante. Siguiendo el estilo de su actuación, y para gran regocijo de los niños, pasó a eliminar el distanciamiento con el público —que ya había logrado salvar en parte gracias a la singular escaramuza con el joven pescador— pidiendo que algunos espectadores subieran al escenario; él mismo, por otra parte, bajó a la platea para establecer contacto personal con el público. Y una vez más empezó a provocar a algunos espectadores. No sé hasta qué punto esto formaría parte de su sistema; conservó un aire serio, incluso de fastidio, pero el público, al menos el sector más popular, parecía convencido de que aquello formaba parte de la función.

Así pues, cuando terminó de escribir en la pizarra y tapó lo escrito con la hoja de papel, pidió que dos espectadores subieran al escenario para ayudar a realizar los cálculos. Aseguró que no serían difíciles, ni siquiera para personas no muy dotadas para los números. Como suele ocurrir en estos casos, nadie se presentó voluntario, y Cipolla tuvo buen cuidado de no molestar al sector más distinguido del público. Siguió dedicando su atención a la plebe. Dirigiéndose a dos fornidos mozos que estaban de pie al fondo de la sala, les pidió que se adelantasen, tan pronto animándoles como regañándoles. No debían permanecer allí boquiabiertos, les dijo, reacios a complacer al respetable público. Al fin los puso en movimiento; con paso torpe bajaron por el pasillo central, subieron los escalones y se plantaron delante de la pizarra, sonriendo tímidamente mientras sus amigotes gritaban y aplaudían. Cipolla estuvo un rato bromeando con ellos. Alabó la heroica firmeza de sus brazos y el gran tamaño de sus manos, perfectamente conformadas para prestar aquel servicio al público. Luego entregó a uno de ellos la tiza y le dijo que escribiera los números a medida que se los fueran cantando. Pero el mozo contestó que no sabía escribir. «Non so scrivere», dijo con voz bronca, y su compañero añadió: «Yo tampoco».

Sabe Dios si decían la verdad o simplemente querían divertirse a costa de Cipolla. Sea como fuere, el cavaliere estaba muy lejos de compartir el jolgorio general que provocó su declaración. Se sentía ofendido y disgustado. Estaba sentado en una de las sillas de paja en mitad del escenario, con las piernas cruzadas, fumando un nuevo cigarrillo que al parecer le sabía a gloria después del coñac que se había tomado mientras los patanes se dirigían al escenario. Una vez más inhaló profundamente el humo y lo dejó escapar por los labios entreabiertos. Balanceando la pierna, apartados los severos ojos del público y de los dos mozos, que reían descaradamente entre dientes, miraba al espacio como quien se niega dignamente a contemplar un espectáculo denigrante.

—Esto es escandaloso —dijo fríamente—. ¡Volved a vuestros sitios! Todo el mundo sabe escribir en Italia, en cuya grandeza no hay cabida para la ignorancia y la tiniebla. Es una broma de mal gusto formular ante este auditorio internacional una imputación con la que no sólo os rebajáis vosotros mismos, sino que también exponéis a las habladurías al gobierno y al país. Si es realmente cierto que Torre di Venere es el último refugio de semejante ignorancia, entonces debo confesar que me avergüenzo de haber visitado este lugar, si bien no ignoraba que en más de un aspecto es inferior a Roma...

En este punto le interrumpió el mozo del peinado nubiense y la chaqueta al hombro. Su espíritu combativo, como tuvimos ocasión de comprobar, sólo se había enfriado temporalmente, y ahora se lanzó de lleno a la defensa de su pueblo natal.

—¡Basta! —gritó—. Ya está bien de hacer chistes sobre Torre. Todos somos de aquí, y no estamos dispuestos a tolerar que un forastero se burle del pueblo. Esos dos muchachos son nuestros amigos. Quizá no sean sabios, pero aun así puede que sean mejores que muchos de los que en esta sala presumen tanto de Roma aunque ellos no la hayan fundado.

¡Admirable! El mozo desde luego no tenía pelos en la lengua. Estas escenas dramáticas resultaban divertidas, si bien retrasaban aún más el comienzo de la verdadera función. Siempre es fascinante asistir a un altercado. A algunas personas les divierte, y experimentan una especie de alegría maliciosa al no estar ellas implicadas. Otras se sienten turbadas y desasosegadas, y es con estas con quienes simpatizo, aunque en aquella ocasión creía que todo era puro teatro, tanto los patanes analfabetos como el joven de la chaqueta. Los niños escuchaban con deleite. No entendían nada, pero la inflexión de las voces les hacía contener el aliento. De modo que esto era una velada de magia, al menos al estilo italiano. A ellos les parecía sencillamente maravillosa.

Cipolla se levantó y de dos pasos renqueantes se plantó en el proscenio.

—¡Vaya, vaya! ¡Mira a quién tenemos aquí! —dijo con exagerada cordialidad—. ¡Pero si es un viejo conocido! Un jovenzuelo que tiene el corazón en el lugar de la lengua. —Empleó la palabra linguaccia, que significa lengua saburrosa, lo cual provocó gran hilaridad—. Podéis retiraros, amigos míos —indicó a los dos patanes—. Ya no os necesito. Ahora tengo que vérmelas con este honorable hijo de Torre di Venere, que sin duda espera la gratitud de las jóvenes por su desvelo...

Ah, non scherziamo! Dejémonos de bromas —exclamó el joven. Sus ojos echaban chispas, e incluso hizo ademán de dejar la chaqueta y pasar a medios más expeditivos para zanjar la cuestión.

Cipolla no se lo tomó muy en serio. Nosotros nos miramos muy preocupados; pero el cavaliere estaba tratando con un compatriota y estaba en su propio país. Permaneció impasible, mostrando una superioridad absoluta. Miró al público, sonrió e hizo un movimiento lateral con la cabeza hacia el joven gallito, como si quisiera dar a entender a los espectadores que la presunción de aquel hombre sólo servía para delatar la simpleza de su mente. Y entonces, por segunda vez, ocurrió algo extraño, algo que dio un aire inquietante a la tranquila superioridad de Cipolla, algo que de un modo misterioso e irritante ridiculizaba toda la hostilidad que flotaba en el ambiente.

Cipolla se acercó aún más al mozo, mirándole a los ojos de manera muy peculiar. Incluso bajó a medias los escalones que conducían a la platea, a nuestra izquierda, hasta quedar muy cerca del alborotador, en una posición ligeramente elevada. El látigo le colgaba del brazo.

—Tú no tienes ganas de bromear, hijo mío —le dijo—. Y es natural, pues cualquiera puede ver que no te encuentras bien. Incluso tu lengua, que deja mucho que desear en cuanto a limpieza, indica una grave perturbación del sistema gástrico. Cuando se encuentra uno en tu estado, no debe asistir a un espectáculo nocturno, y tú mismo, estoy seguro, has pensado si no sería mejor que te fueras a la cama y te pusieras una faja de franela. Fue una tontería beber tanto vino blanco esta tarde, ese vino tan ácido. Ahora tienes un cólico tan fuerte que quisieras retorcerte de dolor. Hazlo, no te sientas cohibido. En caso de espasmos intestinales siente uno gran alivio al doblar el cuerpo.

Mientras pronunciaba palabra tras palabra con tranquilo énfasis y una especie de severa simpatía, sus ojos, clavados profundamente en los del joven, parecieron irse apagando al tiempo que ardían sobre sus abultadas bolsas lacrimales. Eran unos ojos muy extraños, y se veía claramente que no era sólo el orgullo varonil lo que impedía al mozo apartar la mirada. Al poco rato, en efecto, había desaparecido de su bronceado rostro todo vestigio de arrogancia. Miraba boquiabierto al cavaliere, sonriendo azorada y lastimosamente.

—¡Dóblate! —ordenó Cipolla—. ¿Qué otra cosa puedes hacer? Con un cólico como el tuyo no queda más remedio que doblarse. No irás a resistirte a un acto que no podía ser más natural simplemente porque alguien te lo recomienda, ¿verdad?

El joven levantó con lentitud los antebrazos, se los cruzó sobre el vientre y dobló el cuerpo; luego se inclinó de lado, encorvándose cada vez más, con los pies separados y las rodillas vueltas hacia dentro, hasta que, convertido en la viva imagen de la agonía, quedó casi en cuclillas. Cipolla le dejó en aquella postura durante unos segundos; luego hizo silbar el látigo y se dirigió cojeando a la mesita, donde se tomó otro coñac.

«Il boit beaucoup», comentó una señora sentada detrás de nosotros. ¿Era eso lo único que le llamaba la atención? No sabíamos hasta qué punto el público se hacía cargo de la situación. El mozo estaba otra vez derecho, sonriendo tímidamente, como si no supiera exactamente lo que le había ocurrido. Todos habían seguido la escena con vivo interés, y cuando terminó rompieron a aplaudir y a gritar tanto «Bravo, Cipolla!» como «Bravo, giovanotto!» Al parecer nadie consideraba que el resultado de la contienda había sido una derrota personal del joven; el público le alentaba como quien alienta a un actor que desempeña con éxito un papel de villano. Es cierto que su manera de doblarse de dolor había sido muy expresiva, calculada en su espectacularidad para impresionar al público... en resumen, una buena actuación dramática. Pero no sé a ciencia cierta hasta qué punto el comportamiento de la sala podía atribuirse únicamente al sentido de discreción en el que tanto nos aventaja el sur; quizás el público no comprendiera la verdadera naturaleza de lo que allí se estaba desarrollando.

El cavaliere, animado por la bebida, encendió otro cigarrillo. Ahora podían proseguir el experimento matemático. No fue difícil encontrar un joven de las últimas filas de butacas dispuesto a escribir los números en la pizarra a medida que se los fueran dictando. También a él lo habíamos visto antes; el espectáculo adquiría un carácter íntimo gracias a que conocía uno tantas caras. Trabajaba en la tienda de ultramarinos y frutería de la calle principal, y más de una vez nos había atendido, muy bien por cierto. Manejaba la tiza con habilidad de comerciante, mientras Cipolla, que había bajado a la platea, renqueaba por entre el público recogiendo números de dos, tres o cuatro cifras y comunicándoselos al joven tendero, que los iba apuntando en columna. Todo, por tácito acuerdo mutuo, estaba calculado para divertir, con chistes y digresiones oratorias. Como forzosamente tenía que ocurrir, el artista fue a dar con extranjeros que no conocían bien los números en italiano. Con ellos se mostraba casi excesivamente paciente y cortés, para jolgorio de los nativos, a quienes luego ponía en un atolladero al pedirles que tradujeran los números que le habían dado en inglés o francés. Algunos espectadores daban fechas relacionadas con grandes acontecimientos de la historia italiana. Cipolla aprovechaba entonces la ocasión para hacer comentarios patrióticos. Alguien gritó: «¡El cero!». El cavaliere, ofendido como cada vez que alguien trataba de tomarle el pelo, replicó por encima del hombro que lo que él precisaba eran números de dos cifras por lo menos, a lo cual otro guasón gritó: «¡Cero, cero!». Su chirigota fue acogida con los aplausos y risas que toda referencia a las cosas naturales recibe siempre entre los meridionales.

Cuando hubo en la pizarra unos quince números de distintas cifras, Cipolla pidió al público que hiciera la suma, de memoria o utilizando lápiz y agenda. Mientras los espectadores realizaban el cálculo, Cipolla permaneció sentado en su silla junto al encerado, fumando con grandes muecas, con ese aire de complacencia y fatuidad que a menudo tienen los tullidos. La suma, que arrojó cinco cifras, pronto estuvo lista. Alguien anunció el resultado, otro lo confirmó, el de un tercero variaba ligeramente, pero el del cuarto concordaba con el de los otros dos. Cipolla se levantó, se sacudió un poco de ceniza de la chaqueta y destapó la esquina superior derecha de la pizarra para mostrar lo que allí había escrito. Y allí estaba el resultado correcto que él había escrito de antemano: una cantidad que se aproximaba al millón.

Asombro y grandes aplausos. Los niños estaban impresionados. Querían saber cómo lo había hecho. Les dijimos que se trataba de un truco difícil de explicar en pocas palabras; sencillamente, aquel hombre era un mago. Ahora sabían lo que era la representación de un prestidigitador. Primero el pescador sintió espasmos, y luego la respuesta correcta estaba escrita de antemano... Era estupendo, y comprendimos preocupados que a pesar de los ojos enrojecidos y de que ya eran casi las diez y media sería muy difícil sacarlos de allí. Habría lágrimas. Y sin embargo, estaba claro que aquel mago no hacía juegos de magia —al menos en el sentido de habilidad manual— y que el espectáculo no era para niños. No sabía, repito, lo que el público pensaba en realidad. Había, eso sí, grandes dudas respecto al hecho de si las respuestas se habían dado «libremente»; alguno quizá respondiera por su propia voluntad, pero era evidente que en conjunto Cipolla escogía a los espectadores, teniendo así todo el proceso en sus manos y dirigiéndolo hacia el resultado apetecido. Aun así, era de admirar la rapidez de sus cálculos, por muy poco inclinado que se sintiera uno a admirar el resto del espectáculo. Añádase a esto la patriotería, el irritable sentido del honor de Cipolla. Los paisanos del cavaliere seguramente se sentían en su elemento, y sin duda conservarían su espíritu festivo; para extranjeros como nosotros, sin embargó, esta mezcolanza resultaba angustiosa.

Cipolla mismo se encargaba de que la naturaleza de sus poderes —que no nombraba expresamente— quedara bien clara incluso a los ojos de los más ignorantes. Aludía a ellos, eso sí, pues ni por un momento dejaba de hablar, pero sólo en frases vagas y presuntuosas de las que se valía para hacerse publicidad. Continuó un rato con experimentos similares al anterior, complicándolos más mediante la introducción de operaciones de multiplicación, división y resta; luego las simplificaba hasta el último grado para mostrar el método. Sencillamente hacía que el público «adivinase» números que él había escrito de antemano bajo la hoja de papel. La cantidad casi siempre era acertada. Un espectador confesó que tenía pensado un número determinado, pero que cuando oyó silbar el látigo de Cipolla se le escapó uno totalmente distinto, que resultó ser el correcto. Cipolla se echó a reír sacudiendo los hombros. Fingía admiración por los poderes de las personas a quienes interrogaba. Pero sus cumplidos tenían algo de burlón y degradante; no creo que a las víctimas les agradaran mucho, si bien sonreían y cosechaban parte de los aplausos. Tampoco tenía yo la impresión de que el artista gozara del favor del público. Se respiraba en el ambiente cierta aversión y renuencia, pero la cortesía reprimía estos sentimientos, frenados también por el arte de Cipolla y su severa confianza en sí mismo. Incluso el látigo, pienso yo, contribuía en gran medida a que la rebelión no se generalizara.

Después de los experimentos con los números pasó a las cartas. Se sacó del bolsillo dos barajas, y todavía recuerdo que el truco consistía fundamentalmente en lo siguiente: de una baraja sacaba tres cartas, que se metía, sin mirarlas, en el bolsillo interior de la chaqueta. Un espectador cogía entonces tres naipes de la segunda baraja, y casi siempre coincidían con los que él se había guardado. A veces sólo coincidían dos, pero en la mayoría de los casos triunfaba Cipolla, y entonces mostraba sus tres cartas con una ligera reverencia, agradeciendo el aplauso con que el público recompensaba sus extraños poderes, para el bien o para el mal. Un joven de la primera fila, a nuestra derecha, un italiano de finas y arrogantes facciones, se levantó y dijo que se proponía imponer su propia voluntad en la elección y resistirse conscientemente a cualquier influencia. Preguntó a Cipolla cuál creía él que sería el resultado en estas circunstancias.

—Con ello —repuso el cavaliere— dificultará usted algo mi labor. En cuanto al resultado, su resistencia no lo afectará en lo más mínimo. Existe la libertad, y también existe la voluntad; pero lo que no existe es la libre voluntad, pues una voluntad que busca su libertad se estrella en el vacío. Es usted libre de sacar una carta o de no sacarla. Pero si lo hace, sacará usted la carta correcta, con tanta mayor seguridad cuanto mayor sea su obstinada resistencia.

Había que reconocer que no podía haber escogido mejor las palabras para enturbiar las aguas y confundir la mente. El refractario joven dudó antes de sacar la primera carta. Luego cogió un naipe y pidió al cavaliere que le enseñara si se encontraba entre los que él había guardado.

—Pero, ¿cómo? —preguntó Cipolla con asombro—. ¿Por qué hacer las cosas a medias?

Y como el otro insistiera en su actitud desafiante, el mago, con un gesto de exagerado servilismo, repuso:

E servito —y sacó las tres cartas en abanico, sin mirarlas siquiera. El naipe de la izquierda era el que había escogido el joven.

En medio del aplauso de la concurrencia, el apóstol de la libertad se sentó enfurecido. Imposible decir hasta qué punto realzaba Cipolla sus dotes innatas con trucos y habilidad manual. Pero aun sin estos aditamentos el resultado habría sido el mismo: la curiosidad era ilimitada y general; todo el mundo disfrutaba del sorprendente carácter de la función y reconocía sin excepción la capacidad profesional del artista. «Lavora bene», oíamos decir a nuestro alrededor; era, en definitiva, el triunfo del criterio objetivo sobre la antipatía y el resentimiento tácito.

Después de su último éxito, incompleto pero precisamente por ello más convincente, Cipolla volvió a echarse al coleto un coñac. Era cierto que bebía mucho, lo cual producía un efecto no muy agradable. Pero sin duda necesitaba del alcohol y los cigarrillos para conservar y renovar su energía, sometida, como él mismo había indicado, a grandes presiones en diversos aspectos. En los intervalos, efectivamente, ofrecía un aspecto ojeroso y alicaído. La copa restablecía el equilibrio, y después su conversación se reanudaba con viveza y arrogancia, mientras expulsaba de los pulmones el humo gris. Recuerdo con toda claridad que de los trucos con cartas pasó a ciertos juegos de salón basados en determinados poderes que en la naturaleza humana son más elevados o más bajos que la razón: en la intuición y la transmisión «magnética», en una forma baja de revelación, en una palabra. Lo que he olvidado es el orden exacto de los experimentos. Y no voy a aburrirles con su descripción; todo el mundo los conoce, todo el mundo ha participado alguna vez en el juego de localizar objetos ocultos o realizar a ciegas una serie de actos dirigidos por una fuerza que va de organismo a organismo por caminos inexplorados. Todo el mundo ha tenido también un atisbo de la naturaleza equívoca, impura e inextricable de lo oculto, ha sentido conscientemente tanto curiosidad como desprecio, ha criticado a quienes lo practican para salir adelante con el engaño, aunque, después de todo, este engaño no desmiente en modo alguno la autenticidad de los otros elementos que forman la dudosa amalgama. Sólo puedo decir que cada circunstancia aislada gana en intensidad y el conjunto en grandiosidad cuando es un hombre como Cipolla el actor principal y director del siniestro juego. Permaneció sentado al fondo del escenario, fumando, vuelto de espaldas a los espectadores mientras estos consultaban. El objeto que debía encontrar pasaba de mano en mano, y con él debía ejecutar alguna acción prefijada,

Después de los preparativos, Cipolla empezó a moverse en zigzag por la sala, con la cabeza echada hacia atrás y un brazo extendido, cogido de la mano de un guía que estaba en el secreto pero debía adoptar una actitud totalmente pasiva, limitándose a concentrar sus pensamientos en la meta prefijada. El cavaliere actuó como suele hacerse en este tipo de experimentos: tanteando al principio en una dirección falsa, avanzando de pronto rápidamente, parándose luego como si escuchara y corrigiendo el rumbo por una inspiración repentina. Los papeles parecían invertidos, la corriente de influencia se movía en dirección contraria, como indicó el artista mismo en su incesante discursear. Ahora le correspondía a él sufrir, recibir y actuar; la voluntad que antes había impuesto a otros estaba ahora anulada, y él actuaba obedeciendo una muda voluntad común que flotaba en el aire. Aclaró, sin embargo, que todo se reducía a lo mismo. La capacidad de autorrenuncia, dijo, de convertirse en instrumento, de la más incondicional y absoluta abnegación, no era sino la cara opuesta de ese poder de querer y ordenar. Ordenar y obedecer constituían un solo principio, una unidad indisoluble. Todo aquel que supiera obedecer sabía también ordenar, y viceversa; una noción estaba implícita en la otra, como en el caso del gobernante y su pueblo. Pero aquello que era actividad, la rígida y agotadora representación, recaía en todos los casos sobre él, el líder e instigador en cuya persona la voluntad se convertía en obediencia, la obediencia en voluntad; ambas nacían de él, por lo que sufría enormes penalidades. Más de una vez recalcó el hecho de que su labor era durísima, seguramente para justificar la necesidad de estimularse, la frecuencia con que recurría a la copa.

Y así se abrió paso, tanteando el camino, guiado y sostenido por la misteriosa voluntad común. Localizó un alfiler con una piedra escondido en el zapato de una inglesa, lo llevó, tan pronto vacilando como acelerando el paso, a otra dama —la señora Angiolieri—, se arrodilló y se lo tendió, tratando de adivinar las palabras acordadas de antemano: «Le presento esta prueba de mi veneración».

El sentido de la frase era evidente, pero las palabras mismas eran difíciles de hallar, por la sencilla razón de que se había acordado se pronunciasen en francés; a nosotros nos pareció que esta condición se había impuesto con malicia, puesto que denotaba un conflicto entre el interés del público por el éxito del milagro y su deseo de presenciar la humillación del presuntuoso mago. Fue un extraño espectáculo ver a Cipolla arrodillado ante la señora Angiolieri, esforzándose por adivinar y pronunciar aquellas palabras prefijadas.

—Debo decir unas palabras —anunció—, y tengo una noción clara de su sentido. Pero al mismo tiempo siento que no serían correctas si salieran de mis labios. Tenga cuidado de no ayudarme sin darse cuenta —exclamó, aunque sin duda era eso precisamente lo que esperaba—. Pensez très fort —gritó de repente en mal francés, y a continuación pronunció atropelladamente en italiano las palabras prefijadas, pero con el sustantivo final en la lengua hermana, que probablemente estaba lejos de dominar: dijo vénération en lugar de venerazione, con una nasal que hacía daño al oído. Y este triunfo parcial, unido a sus anteriores proezas (el hallazgo del alfiler, la presentación, de rodillas, a la persona elegida), resultó casi más espectacular que si hubiese pronunciado perfectamente la frase; el público, admirado, estalló en aplausos.

Cipolla se levantó y se enjugó la frente. Sólo he dado un ejemplo de su actuación, y es que el caso del alfiler se me quedó especialmente grabado en la memoria. Pero cambió de método varias veces e introdujo numerosas modificaciones sugeridas por el contacto con el público. Dedicó mucho tiempo a este juego. Nuestra anfitriona parecía inspirarle particularmente, conduciéndole a las más desconcertantes muestras de clarividencia.

—No se me oculta, señora —le dijo—, que hay en usted algo que se sale de lo corriente, una distinción especial y honrosa. Todo el que tenga ojos para ver descubrirá en torno a su hermosa frente una aureola; si no me equivoco, antes fue más intensa que ahora. Es un resplandor que va palideciendo... ¡No, no me diga nada! ¡No me ayude! El caballero que está sentado a su lado es su marido, ¿verdad? —Se volvió hacia el señor Angiolieri, que permanecía en silencio—. Es usted el esposo de esta señora, y su felicidad es completa. Pero en medio de esta felicidad surgen recuerdos... el pasado, señora, me parece a mí que juega un papel importante en su vida presente. Conoció usted a un rey... ¿No se cruzó en su vida un rey en otros tiempos?

—No —suspiró la dispensadora de nuestra sopa, y sus ojos ambarinos relumbraron en la noble palidez de su rostro.

—¿No? No, no fue un rey; lo decía en sentido general, no me refería literalmente a un rey. No fue un rey, ni un príncipe, pero príncipe al fin, un rey de un reino más elevado. Fue un gran artista, a cuyo lado usted... Quiere usted contradecirme, y sin embargo, no me equivoco del todo. ¡Pues bien! Fue una mujer, una gran artista de fama mundial, de cuya amistad gozó usted en sus años mozos y cuya sagrada memoria eclipsa y transfigura toda su existencia. ¿Su nombre? ¿Es necesario que pronuncie el nombre de la persona cuya fama e inmortalidad van unidas desde hace tiempo a las de la patria? Eleonora Duse —concluyó solemnemente en voz baja.

La menuda mujer, impresionada, asintió con la cabeza. El aplauso fue ensordecedor. Casi todos los presentes conocían el maravilloso pasado de la señora Angiolieri y pudieron apreciar la intuición del cavaliere, sobre todo los huéspedes de la Pensión Eleonora. Pero nos preguntamos hasta qué punto habría averiguado la verdad como resultado de las indagaciones hechas a su llegada. Sin embargo no veo motivo alguno para dudar, desde el punto de vista racional, de poderes que ante nuestros mismos ojos habrían de resultarle funestos.

Finalmente hubo un descanso, y nuestro amo y señor se retiró. Debo confesar que desde que comencé mi relato he temido la llegada de este momento. En la mayoría de los casos no es difícil leer los pensamientos de los hombres, y en este caso particular es muy fácil. El lector se preguntará sin duda por qué no nos marchamos, pero me veo obligado a seguir debiéndole una respuesta. Sencillamente, no lo sé, y tampoco sé cómo defenderme. Debían de ser ya las once o más tarde aún. Los niños estaban dormidos. La última serie de experimentos les había aburrido bastante y la naturaleza había acabado por imponerse. Dormían en nuestro regazo, la pequeña en el mío y el niño en el de su madre. Esto era, en cierto modo, un consuelo; pero al mismo tiempo era motivo de compasión y un aviso de que debíamos acostarlos. Y les doy mi palabra de que queríamos cumplir esta conmovedora admonición. Despertamos a los pobrecitos y les dijimos que era hora de irse. Pero en cuanto se despabilaron empezaron a resistirse y a implorar... ya saben ustedes cómo horroriza a los niños abandonar un espectáculo antes de que concluya. De nada sirve tratar de engatusarlos, hay que recurrir a la fuerza. La función era estupenda, se lamentaron, y además no sabíamos lo que vendría después del descanso, habría que esperar. Prometieron que dormirían a ratos, pero a casa no, a la cama no mientras continuase el maravilloso espectáculo.

Cedimos, pero les dijimos que sólo un rato, unos minutos más. No encuentro disculpa para el hecho de que nos quedáramos, y explicarlo resulta casi igual de difícil. ¿Pensábamos acaso que una vez que habíamos dicho A estábamos obligados a decir B, que una vez que habíamos traído a los niños teníamos que dejarles quedarse? No, esta explicación no me satisface. Entonces ¿es que nos estábamos divirtiendo nosotros? Sí y no. Nuestros sentimientos respecto al cavaliere Cipolla eran encontrados, pero si no me equivoco estos eran los sentimientos de todos los espectadores, y ninguno se había marchado. ¿Nos encontrábamos bajo la fascinación que emanaba de este hombre, de este hombre que se ganaba el pan de manera tan extraña, una fascinación que ejercía independientemente del programa e incluso entre juego y juego y que paralizaba nuestra resolución? ¿Y por qué no atribuirlo a mera curiosidad? Sentíamos curiosidad por saber cómo terminaría la velada, pues según se desprendía de los comentarios de Cipolla, nos reservaba trucos aún más prodigiosos que los hasta ahora realizados.

Pero no es todo eso, o eso no es todo. Lo más correcto sería contestar a la pregunta de por qué no abandonábamos el espectáculo con otra: ¿Por qué no habíamos abandonado antes Torre di Venere? Para mí las dos preguntas eran una misma cosa, y para salir del atolladero podría decir que ya la había contestado. Pues tal como habían ido las cosas en Torre en términos generales —extrañas, incómodas, molestas, tensas, sofocantes— así iban aquella noche... o peor. La sala parecía la culminación de todo lo pavoroso y tenso que había pesado sobre la atmósfera de nuestras vacaciones. El hombre cuya vuelta al escenario esperábamos era la personificación de todo aquello; y como no nos habíamos marchado en términos generales, por así decirlo, no habría sido lógico hacerlo en términos concretos. Pueden aceptarlo como explicación de nuestra pasividad si les parece. No puedo aducir ningún argumento mejor.

El descanso que se había anunciado era de diez minutos, pero transcurrieron casi veinte. Los niños permanecieron despiertos. Estaban encantados de nuestra tolerancia, y se entretuvieron durante el descansó reanudando sus relaciones con el sector popular, con Antonio, Guiscardo y el hombre que alquilaba las canoas. Hacían bocina con las manos y les enviaban mensajes después de pedirnos que se los tradujéramos al italiano. «¡Que tengáis buena pesca mañana, toda la red llena!» Y a Mario el del «Esquisito» le gritaron: «Mario, una cioccolata e biscotti». Esta vez sí que los oyó y repuso con una sonrisa: «Subito!». Más tarde tendríamos motivos para recordar su amable —aunque algo ausente y melancólica— sonrisa.

Así transcurrió el descanso, y por fin sonó el gong. Los espectadores, que se hallaban dispersados conversando, volvieron a ocupar sus sitios. Los niños se enderezaron en sus asientos, con las manos en el regazo. Las cortinas habían permanecido abiertas. Cipolla salió al escenario con su paso renqueante e introdujo la segunda mitad del programa con una conferencia.

Diré, para resumir, que aquel jorobado que tanta confianza en sí mismo mostraba era el hipnotizador más poderoso que jamás haya visto. Estaba claro que si se anunciaba como prestidigitador era a causa de las disposiciones policiales que prohibían la explotación comercial de estos poderes. Quizás estas patrañas sean corrientes en el país y las autoridades hagan la vista gorda. Lo cierto es que desde el primer momento aquel hombre no se había esforzado en ocultar el verdadero carácter de sus actuaciones. Y esta segunda mitad del programa estaba abierta y exclusivamente dedicada a un tipo determinado de experimento. Aunque seguía recurriendo a los circunloquios retóricos, las pruebas mismas no eran sino una larga serie de experimentos dedicados a la pérdida o la enajenación de la voluntad. Cómicos, emocionantes o sorprendentes, según su naturaleza, a medianoche todavía estaban en pleno apogeo; vimos toda la gama de los fenómenos que ofrece este campo entre natural y misterioso, desde lo insignificante a lo más grotesco. Los espectadores reían y aplaudían ante los extravagantes detalles; sacudían la cabeza, se daban palmadas en las rodillas, estaban bajo el hechizo de una personalidad completamente segura de sí misma. Al mismo tiempo observé síntomas de que no se sentían muy a gusto, de que se daban cuenta de la peculiar ignominia que se desprendía, tanto para el individuo como para la generalidad, de los triunfos de Cipolla.

Dos elementos eran constantes en todos los experimentos: la copa de coñac y el látigo con empuñadura en forma de garra. Aquella servía para añadir combustible a su demoniaco fuego, pues de otro modo, al parecer, podría haberse apagado. En este aspecto podría uno haber sentido lástima por el cavaliere, pero el silbido del látigo, el insultante símbolo de su poderío y dominio ante el que todos nos doblegábamos, eliminaba cualquier sensación que no fuera una sumisión admirativa a su poder. ¿Deseaba acaso nuestra compasión? Me sorprendió un comentario que hizo del que se desprendía nada menos que eso. En el momento culminante de sus experimentos, acariciando y echando el aliento sobre un joven que se había ofrecido voluntario y resultó ser un sujeto particularmente receptivo, no sólo lo había sumido en el estado conocido como catalepsia y había extendido su cuerpo insensible, por la nuca y los pies, sobre el respaldo de dos sillas, sino que se sentó sobre la rígida figura como si fuera un banco sin que aquella cediera lo más mínimo. La vista de aquel ser demoniaco sentado sobre el tieso cuerpo era horrenda, increíble; el público, convencido de que la víctima de este experimento científico debía de estar sufriendo, expresó su conmiseración: «Poveretto!».

Poveretto! —se mofó Cipolla con amargura—. Señoras y caballeros, están ustedes equivocados. Sono io il poveretto. Soy yo el que está sufriendo, el que merece compasión.

Recibimos el mensaje. De acuerdo, quizá los experimentos fueran a costa suya, tal vez fuera él quien sufría los espasmos mientras el giovanotto hacía muecas. Pero las apariencias lo desmentían, y nadie se siente inclinado a llamar poveretto a un hombre que sufre a fin de conseguir la humillación de otros.

Me he adelantado a la historia y he prescindido de la secuencia de los acontecimientos. Todavía hoy recuerdo muchas de las proezas de sufrimiento del cavaliere; he olvidado, sin embargo, el orden en que se produjeron, pero eso no tiene importancia. Lo que sí sé es que los experimentos más largos y complicados, los que el público más aplaudía, me impresionaron menos que algunos de los más breves y sencillos. Recuerdo al joven cuyo cuerpo Cipolla convirtió en una tabla sólo por los comentarios, ya mencionados, que acompañaron al experimento. Una anciana sentada en una de las sillas de paja fue convencida por Cipolla de que estaba realizando un viaje a la India e hizo un vivido relato de sus aventuras por tierra y por mar. Pero este fenómeno me pareció menos impresionante que el que siguió inmediatamente al descanso. Un hombre de aspecto militar, alto y fuerte, fue incapaz de levantar el brazo después de que el jorobado le dijera que no podría hacerlo e hiciera silbar su látigo. Todavía veo la cara de aquel coronel bigotudo que apretaba los dientes sonriendo grotescamente en sus esfuerzos por recuperar la libertad de acción. ¡Confuso proceso! Parecía querer y no poder; el problema, sin embargo, era seguramente que no podía querer. Se trataba de ese retraimiento de la voluntad en sí misma que paraliza la libre elección, como ya había explicado nuestro tirano al caballero de Roma.

Y aún más difícil me resulta olvidar la conmovedora escena, a la vez cómica y terrible, de la señora Angiolieri. El cavaliere, probablemente en aquel insolente reconocimiento de la sala que hizo nada más aparecer en escena, había descubierto su etérea vulnerabilidad a su poder. Pues literalmente la tenía embrujada; la levantó de su asiento, la sacó de su fila y se la llevó consigo. Y a fin de realizar el efecto, pidió al señor Angiolieri que llamase a su mujer por su nombre de pila, para poner en la balanza todo el peso de su existencia y de sus derechos sobre ella, para despertar mediante la voz del marido todo lo que en el alma de la esposa pudiera proteger su virtud contra los malignos ataques de la magia. ¡Todo en vano! Cipolla, a cierta distancia del matrimonio, hizo silbar el látigo una sola vez. Nuestra patrona tembló violentamente y volvió la cara hacia él. «¡Sofronia!», gritó el señor Angiolieri (no sabíamos que el nombre de su mujer fuera Sofronia). Y es natural que la llamase, pues el peligro que la amenazaba era evidente. Seguía ella con la cara vuelta hacia el diabólico cavaliere, que con sus diez largos dedos amarillos estaba haciendo pases a su víctima, retrocediendo al mismo tiempo poco a poco. Luego la señora Angiolieri, reluciente el pálido rostro, se levantó de su asiento, se volvió y empezó a seguirle. ¡Fantástica y fatal visión! Expresión de sonámbula, los brazos rígidos, las hermosas manos ligeramente alzadas a la altura de las muñecas, los pies casi juntos, parecía flotar lentamente fuera de su fila, siguiendo al seductor que la atraía como un imán.

—¡Llámela, señor, siga llamándola! —advirtió el terrible monstruo.

Y el señor Angiolieri, con voz débil, llamó:

—¡Sofronia!

Ah, llamó una y otra vez, y a medida que se alejaba su mujer incluso hizo bocina con una mano y señas con la otra mientras pronunciaba su nombre. Pero la pobre voz del amor y el deber resonó, sin que ella la oyera, a sus espaldas. La mujer siguió flotando, sonámbula, sorda, esclavizada. Salió al pasillo central y se dirigió a la puerta de salida, tras el jorobado que la llamaba con los dedos. Estábamos convencidos de que seguiría a su amo y señor, si este quisiera, hasta el fin del mundo.

Accidènte! ¡Al diablo! —gritó el señor Angiolieri verdaderamente asustado, y se levantó de un salto cuando su mujer llegó a la salida.

Pero en aquel instante el cavaliere dejó a un lado la corona triunfal y puso fin a aquel espectáculo:

—Basta, señora, le doy las gracias —dijo, y le ofreció el brazo para conducirla junto a su marido, a quien explicó—: Señor, aquí tiene a su esposa. Sana y salva, con mis respetos, la dejo en sus manos. Proteja con todas las fuerzas de su hombradía un tesoro que hasta tal punto le pertenece, y que su celo se agudice al comprender que hay poderes más fuertes que la razón y la virtud y que no siempre se muestran tan magnánimos a la hora de renunciar a su presa.

¡Pobre señor Angiolieri, tan callado y tan calvo! No parecía capaz de defender su felicidad, ni siquiera contra poderes mucho menos demoniacos que estos que ahora sumaban el escarnio al horror. Solemne y pomposamente el cavaliere volvió al escenario, entre aplausos redoblados por su elocuencia. Fue este episodio particular, si no me equivoco, el que hizo subir su autoridad hasta tal grado que pudo hacer bailar al público, sí, literalmente bailar.

Y el baile prestó a la escena un aire disoluto, de abandono, de desbarajuste, un relajamiento ebrio del espíritu crítico que por tanto tiempo se había resistido al hechizo de este hombre. Sí, había tenido que luchar para establecer su autoridad, había tenido que luchar contra la animosidad del joven caballero romano, cuyo espíritu rebelde amenazaba con representar un peligroso ejemplo para los demás. Pero era precisamente en la importancia del ejemplo en lo que residía la fuerza del cavaliere. Poseía talento para atacar el punto de menor resistencia, y escogió como primera víctima a aquel joven débil y poco voluntarioso a quien antes convirtiera en una tabla. El amo no tenía más que mirarle para que el mozo echara atrás el cuerpo como fulminado por un rayo, colocara los brazos rígidamente a los costados y cayera en un estado de sonambulismo militar en el que, eso era evidente, pondría en práctica las propuestas más absurdas que pudieran hacérsele. Parecía muy conforme con su estado abyecto, muy satisfecho de que le quitasen de encima el peso de la elección voluntaria. Una y otra vez se ofrecía como sujeto, y se sentía muy orgulloso de la proverbial facilidad con que podía arrebatársele la voluntad. Ahora subió de nuevo al escenario, y un simple latigazo bastó para hacerle bailar a las órdenes del cavaliere, en una especie de placentero éxtasis, con los ojos cerrados, sacudiendo la cabeza y los fláccidos miembros en todas direcciones.

Aquello parecía divertido, y no tardaron en ofrecerse como voluntarios otros dos jóvenes, uno vestido humildemente y el otro bien trajeado, que se pusieron a bailar junto al primero. De pronto volvió a levantarse el caballero de Roma y preguntó retadoramente si Cipolla se comprometería a hacerle bailar a él también, incluso contra su voluntad.

—¡Incluso contra su voluntad! —repuso el cavaliere en un tono que no se me ha borrado de la memoria.

Aquel terrible «anche se non vuole» todavía me resuena en el oído. Empezó la batalla. Cipolla, después de tomar un trago y encender otro cigarrillo, colocó al romano en el pasillo central y él mismo se situó a cierta distancia detrás de él, haciendo restallar el látigo al tiempo que daba la orden: «¡Baila!». Su adversario no se movió. «¡Baila!», repitió el cavaliere en tono incisivo, y de nuevo hizo restallar el látigo. El joven encogió el cuello; al mismo tiempo, como si se le hubiera dislocado la muñeca, movió una mano, con un talón vuelto hacia afuera. Pero eso fue todo, al menos por el momento: simplemente una tendencia al tic, tan pronto reprimida como incontrolada. A nadie se le pasaba por alto el hecho de que era preciso vencer una obstinación heroica, una firme resolución a resistirse. Estábamos presenciando un valeroso esfuerzo por salvar el honor de la especie humana. Seguía con su tic nervioso, pero no bailaba. Y la lucha se prolongó tanto que el cavaliere se vio obligado a repartir su atención entre esta contienda y lo que ocurría en el escenario, volviéndose de vez en cuando para hacer restallar el látigo en dirección a los bailarines para que no se le fueran de las manos. Al mismo tiempo informó al público que esas actividades no producían fatiga por mucho que se prolongaran, puesto que no eran aquellos autómatas quienes bailaban, sino él mismo. Luego volvió a clavar la vista en la nuca del romano para vencer aquella desafiante obstinación.

La entereza del joven empezó a vacilar bajo las repetidas órdenes y los latigazos. El público observaba la escena con un interés objetivo no exento de cierto sentimiento de compasión, de lástima, incluso de placer cruel. Si yo no me equivocaba al interpretar lo que estaba ocurriendo, aquel joven fue vencido por la actitud negativa de su agresividad. Es posible que el no querer no sea un estado mental viable; el no querer hacer algo quizá sea a la larga un contenido mental con el que no se puede subsistir. Entre no querer cierta cosa y no querer en absoluto —en otras palabras, rendirse a la voluntad de otra persona— el resquicio es demasiado estrecho para que quepa en él la idea de libertad. Luego estaban las persuasivas palabras del cavaliere, salpicadas de latigazos y de órdenes, mientras mezclaba efectos que constituían su propio secreto con otros de asombrosa índole psicológica.

—¡Baila! —repitió—. ¿Por qué te torturas de esa manera? ¿Llamas libertad a ese modo de violentarte a ti mismo? Una ballatina! Tus brazos y tus piernas lo están deseando. ¡Qué alivio ceder a su impulso! ¡Mira, ya estás bailando! ¡Ya no es una lucha, sino un placer!

Y así era, en efecto. Los convulsivos movimientos de los miembros del refractario joven acabaron por imponerse; levantó los brazos, las rodillas, y de repente se soltaron todas sus articulaciones, alzó las piernas y empezó a bailar, y en medio de un aplauso atronador el cavaliere lo llevó a reunirse con las demás marionetas del escenario. Allí arriba pudimos ver su cara mientras se «divertía»; sonreía abiertamente, con los ojos medio cerrados. En cierto modo, era un consuelo comprobar que lo estaba pasando mejor que en la hora de su orgullo.

Puede afirmarse sin exagerar que su «caída» causó sensación. El hielo estaba roto, el triunfo de Cipolla había llegado a su culminación. El bastón de mando de Circe, aquel sibilante látigo de cuero con empuñadura de garra, ejercía un poder absoluto. Llegó un momento —debía de ser bastante después de medianoche— en que no sólo había de ocho a diez personas bailando en el pequeño escenario, sino que también en la platea reinaba gran animación: una anglosajona de largos dientes y quevedos se levantó de su asiento por iniciativa propia y se puso a bailar una tarantela en el pasillo central. Cipolla estaba indolentemente sentado en su silla de paja a la izquierda del escenario, tragando el humo de un cigarrillo y expulsándolo con aire arrogante entre sus horrorosos dientes. Hacía oscilar el pie, y de cuando en cuando reía sacudiendo los hombros mientras observaba la disoluta escena de la sala; varias veces hizo restallar hacia atrás el látigo para llamar al orden a algún bailarín remolón. Los niños estaban despiertos. Los menciono no sin vergüenza; pues no era bueno estar allí, y mucho menos para ellos. Sólo puedo explicar el hecho de que no nos los lleváramos diciendo que también nosotros estábamos sumidos en la indiferencia general del momento. A aquella hora ya todo era uno. Además, a Dios gracias, ellos no entendían la parte desagradable del espectáculo, y en su inocencia estaban cada vez más encantados con la increíble tolerancia que les permitía estar presentes en un acontecimiento tan importante como la velada de un mago. A ratos dormitaban sobre nuestro regazo, un cuarto de hora cada vez. Ahora se desternillaban de risa, con mejillas encendidas y ojos soñolientos, al ver los saltos que hacía dar a la gente el amo y señor de la velada. No habían imaginado que aquello fuera a ser tan divertido, y con sus desmañadas manitas infantiles participaban en todos los aplausos. Y cuando Cipolla hizo una seña a su amigo Mario, Mario el del «Esquisito», y lo atrajo como un imán, estirando y doblando alternativamente el dedo índice ante la nariz, empezaron a dar saltos de alegría en sus asientos.

Mario, pues, obedeció. Todavía lo veo subiendo la escalera hacia Cipolla, que seguía atrayéndolo de aquel modo tan grotesco. Recuerdo con claridad que al principio el mozo vaciló un instante. Durante toda la velada había estado indolentemente apoyado contra una columna de madera del pasillo lateral, con los brazos cruzados o las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Estaba a nuestra izquierda, cerca del joven del peinado guerrero, y había seguido atentamente la representación del cavaliere, aunque no con mucha animación y sabe Dios cuánta comprensión. Se veía que no le hacía gracia ser requerido de aquella forma al final de la velada. Pero nada tenía de extraño que obedeciera. Al fin y al cabo, la obediencia formaba parte de su oficio; por otra parte, ¿cómo podía un mozo tan modesto y simple como él negarse a complacer a un hombre tan encumbrado como lo estaba ahora Cipolla? De buena o de mala gana, el caso es que se apartó de la columna, dando las gracias a quienes le abrían paso, y subió los escalones con una sonrisa dubitativa en los gruesos labios.

Imagínense a un joven de veinte años, robusto, con el pelo muy corto, frente baja y ojos de un gris indefinido, con vetas verdes y amarillas, cubiertos por pesados párpados. Esto lo sé con toda precisión, pues habíamos hablado a menudo con él. Su nariz chata era pecosa, tenía la frente huidiza, y en su cara destacaban los carnosos labios, entreabiertos para mostrar unos dientes húmedos de saliva. Estos abultados labios y la mirada velada de sus ojos prestaban al conjunto del rostro un aspecto de primitiva melancolía, y esto fue lo que nos llamó la atención en él desde el principio. No había en su expresión el menor rastro de brutalidad... sus manos, por otra parte, habrían desmentido esta idea, pues eran excepcionalmente finas incluso para un meridional. Eran manos por las que uno se dejaba servir muy a gusto.

Le conocíamos humanamente, pero no personalmente, si se me permite establecer la diferencia. Le veíamos casi todos los días, y sentíamos cierta simpatía por sus soñolientos modales, que a menudo rozaban una total desatención para transformarse de pronto en obsequiosidad. Siempre estaba serio, y sólo los niños podían hacerle sonreír. No es que fuera hosco, sino poco dispuesto a entablar amistad. No hacía el menor esfuerzo por agradar... o más bien parecía renunciar a ser agradable en la convicción de que jamás lo conseguiría. Habríamos recordado a Mario de todas formas, como una de esas pequeñas reminiscencias de viajes que a menudo se graban en la memoria con mayor fuerza que otras más importantes. Pero de sus circunstancias sólo sabíamos que su padre era chupatintas en el municipio y su madre lavandera.

Su chaquetilla blanca de camarero le sentaba mejor que el desvaído traje a rayas que llevaba, con un pañuelo de seda de chillones colores remetido en la chaqueta sin solapas. Se acercó a Cipolla, quien no por ello dejó de mover el índice; así pues, Mario tuvo que aproximarse aún más, hasta la silla y las piernas del amo. Entonces este le colocó de forma que pudiéramos verle la cara. A continuación le miró rápidamente de arriba abajo, con ojos indolentes pero autoritarios.

—Bien, ragazzo mio —dijo—, ¿cómo es que nos conocemos tan tarde? Aunque créeme, yo te conozco desde hace un buen rato... Sí, sí, no te he perdido de vista en todo este tiempo, y me he asegurado de tus buenas cualidades. ¿Cómo pude olvidarte? Bueno, he tenido muchísimas cosas en que pensar, ¿sabes? Pero dime, ¿cómo te llamas? Tu nombre de pila, es lo único que necesito.

—Me llamo Mario —contestó el joven en voz baja.

—Ah, Mario. Muy bien. Sí, es un nombre corriente. Un nombre clásico, de esos que mantienen vivas las tradiciones heroicas de la patria. Bravo! Salve! —Y levantó sesgadamente el brazo por encima de su torcido hombro, con la mano abierta, remedando el saludo romano. Quizá estuviera ya algo bebido, lo cual no tendría nada de extraño. Pero hablaba lo mismo que antes, con claridad, fluidez y énfasis, si bien a estas alturas su voz había adquirido una nota autocrática y grosera y en sus modales se adivinaba cierta petulancia—. Querido Mario —prosiguió—, me alegro de que vinieras esta noche, sobre todo con ese pañuelo tan bonito que llevas. Te sienta muy bien, y estoy seguro de que te ayudará a conquistar a las chicas, a esas preciosas chicas de Torre di Venere...

Del grupo de mozos próximo al lugar donde había estado Mario surgió una risa. Era el joven del peinado guerrero. Echada al hombro la chaqueta, reía abiertamente, con rudeza y sarcasmo.

Mario se sobresaltó. Creo que se encogió de hombros, pero quizá fuera un verdadero sobresalto e intentase luego disimular encogiéndose de hombros, como si quisiera dar a entender que tanto el pañuelo como el bello sexo le tenían sin cuidado.

El cavaliere bajó fugazmente la vista hacia el público.

—A ese no hay que hacerle ni caso —dijo—. Está celoso, seguramente por el éxito que tiene tu pañuelo entre las chicas, o quizá porque tú y yo estamos charlando tan amigablemente aquí arriba... Si quiere, le puedo recordar su cólico. No me costaría ningún trabajo. Dime, Mario: esta noche has venido aquí a divertirte un poco...

Y de día trabajas en un bazar, ¿no?

—En una cafetería —le corrigió el mozo.

—Mejor dicho en una cafetería. Por una vez se ha colado Cipolla. Así que eres camarero, copero, un Ganimedes, vaya... Eso me gusta, es una reminiscencia clásica más. Salvietta! —Y volvió a saludar con el brazo en alto, para gran regocijo del público.

Mario sonrió.

—Pero antes —añadió fiel a la verdad— trabajé una temporada en una tienda de Portoclemente.

—¡Vaya, vaya! ¿No lo decía yo? ¡En un bazar!

—Vendían peines y cepillos —repuso evasivamente Mario.

—¿No decía yo que no siempre habías sido un Ganimedes, que no siempre habías andado con la servilleta al brazo? Pero incluso cuando Cipolla se cuela, lo hace de modo que inspira confianza. Dime, ¿tú tienes confianza en mí?

Un gesto indefinido.

—Esa es una respuesta a medias —comentó el cavaliere—. Sin duda es difícil ganarse tu confianza. Incluso para mí, lo comprendo perfectamente, no resulta fácil. Adivino en tus facciones una reserva, una tristeza... un tratto di malinconia... Dime —cogió persuasivamente la mano de Mario—, ¿tienes alguna pena?

Nossignore —repuso Mario rápidamente y con tono decidido.

—Sí, tienes una pena —insistió el cavaliere autoritariamente—. ¿Crees acaso que no tengo ojos en la cara? ¡No le vengas con patrañas a Cipolla! Se trata de las chicas, claro está, de una chica... Tienes penas de amor.

Mario meneó la cabeza con vehemencia, y una vez más resonó en la sala la brutal risa del giovanotto. El cavaliere aguzó el oído. Sus ojos parecían buscar algo en el aire, pero inclinó la cabeza a fin de escuchar mejor aquella risa, y luego dio un latigazo hacia atrás, como ya había hecho una o dos veces durante su conversación con Mario, para que ninguno de los títeres cejara en su empeño. Este gesto estuvo a punto de hacerle perder su nueva presa, pues Mario hizo un movimiento súbito hacia la escalera. Tenía un cerco rojo en torno a los ojos. Cipolla le sujetó en el último instante.

—¡Alto ahí! —exclamó—. Estaría bueno. Así que quieres irte, Ganimedes, justo en plena diversión, o mejor dicho cuando está empezando, ¿eh? Quédate conmigo; yo te enseñaré cosas bonitas. Te prometo convencerte de que tu pena es totalmente injustificada. Esta muchacha a la que conoces y a la que también conocen otros, esta... ¿cómo se llama? Espera, no me lo digas. Leo su nombre en tus ojos, lo tengo en la punta de la lengua, lo mismo que tú...

—¡Silvestra! —gritó el giovanotto desde abajo.

El cavaliere permaneció imperturbable.

—¿No está el mundo lleno de gente entremetida? —preguntó sin mirar hacia abajo, como si estuviera charlando tranquilamente con Mario—. ¿De gallitos de pelea que cacarean a tiempo y a destiempo? Nos arrebata el nombre de los labios, a ti y a mí, como si el muy fatuo tuviera algún derecho a hacerlo. ¡No le hagamos caso! Pero Silvestra, tu Silvestra, ¡ah, qué chica! ¡Un verdadero tesoro! Se le queda a uno parado el corazón cuando la ve caminar, respirar o reír, de tan encantadora que es. ¡Y sus brazos redonditos cuando lava la ropa, y cuando echa atrás la cabeza para apartarse el pelo de los ojos! ¡Un ángel del paraíso!

Mario le miraba fijamente, adelantada la cabeza. Parecía haberse olvidado de su situación y del público. Los cercos rojos en torno a sus ojos eran ahora mucho mayores, parecían pintados. Tenía los gruesos labios entreabiertos.

—Y ese ángel te hace sufrir —prosiguió Cipolla—, o, mejor dicho, tú mismo sufres por su causa... Hay una diferencia, muchacho, una diferencia esencial, créeme. En el amor hay malentendidos, quizá más que en cualquier otro aspecto de la vida. ¿Qué sabrá este Cipolla, con su pequeño defecto físico, del amor?, te preguntarás. Pues te equivocas; sabe mucho. Tiene un amplio conocimiento, y merece la pena escuchar sus consejos. Pero dejemos a un lado a Cipolla, olvidémonos de él, y pensemos sólo en Silvestra, tu encantadora Silvestra. ¡Cómo! ¿Acaso piensas que va a darle preferencia al primer gallito que se presente, para que él pueda reír y tú tengas que llorar? ¿Preferible a un mozo como tú, tan simpático y tan afectuoso? Eso es poco probable, imposible, diría yo; nosotros, Cipolla y Silvestra, lo sabemos. Si yo fuera ella y tuviera que escoger entre un patán como ese, un merluzo, un erizo de mar, y Mario, un caballero andante de la servilleta, que se mueve entre señores y sirve diestramente bebidas a los forasteros, que me ama con ternura, te juro que para mi corazón la decisión no sería difícil, pues sé desde hace tiempo a quién se lo regalaría. Es hora de que él lo vea y lo comprenda, mi elegido. Es hora de que me veas y me reconozcas, Mario, amado mío... Dime, ¿quién soy yo?

Producía espanto ver como el impostor se mostraba seductor, moviendo coquetamente los torcidos hombros, abriendo y cerrando lánguidamente los abultados ojos, enseñando los serrados dientes en una sonrisa zalamera. Pero ¿qué cambio se había operado en Mario mientras el cavaliere pronunciaba aquellas fascinantes palabras? Se me hace difícil decirlo, del mismo modo que se me hizo difícil contemplarlo; pues no era sino una entrega de lo más íntimo, la exposición pública de una pasión desesperada y delirante. Se llevó las manos a la boca; respiraba jadeante, subiendo y bajando los hombros. Era evidente que de pura felicidad no podía dar crédito a sus ojos y a sus oídos, y esto fue precisamente lo que olvidó: que no debía darles crédito.

—¡Silvestra! —suspiró emocionado desde lo más profundo del corazón.

—¡Bésame! —dijo el jorobado—. Te dejo que lo hagas, créeme. Yo te quiero. Bésame aquí. —Y se llevó el índice a la mejilla, cerca de la boca, extendidos el antebrazo, la mano y el meñique.

Mario se inclinó y le besó.

Se había hecho un silencio de muerte en la sala. La escena de la felicidad de Mario era monstruosa, grotesca, emocionante... En aquel diabólico lapso de tiempo, imbuido del carácter ilusorio de toda felicidad, se oyó un solo sonido, inmediatamente después del melancólico y obsceno contacto de los labios de Mario con la repulsiva carne que se adelantaba para recibir su caricia. Fue la risa del giovanotto, a nuestra izquierda. Irrumpió en la dramática expectación del momento, brutal, maliciosa, y sin embargo —a menos que yo estuviera totalmente equivocado— no exenta de compasión hacia aquella pobre criatura torturada y desconcertada. Algo en esta risa me recordaba aquel grito de «Poveretto!» que según el mago debía ir dirigido a él.

Todavía resonaban en el aire los últimos ecos de la carcajada cuando el cavaliere hizo restallar el látigo junto a la pata de su silla, y Mario, sobresaltado, echó hacia atrás el cuerpo. Permaneció en esta postura con la mirada perdida, llevándose las manos a los labios profanados. Luego se golpeó una y otra vez las sienes con los nudillos, se volvió y bajó tambaleante la escalera, mientras el público aplaudía y Cipolla, sentado con las manos en el regazo, reía sacudiendo los hombros. Una vez abajo, corriendo todavía, Mario se volvió de pronto con las piernas muy separadas y levantó un brazo. Por encima de las risas y los aplausos resonaron dos detonaciones sordas.

Inmediatamente se hizo el silencio. Incluso los bailarines se detuvieron y miraron a su alrededor desconcertados. Cipolla se levantó de un brinco. Permaneció un momento de pie con los brazos abiertos, como si quisiera apartar a la gente, como si de un momento a otro fuera a gritar: «¡Quietos! ¡Silencio! ¡Atrás! ¿Qué ha sido eso?». Luego volvió a hundirse en la silla, con la cabeza rodándole sobre el pecho; un instante después cayó de lado al suelo, donde quedó inmóvil, como un desordenado fardo de ropa y huesos retorcidos.

El tumulto fue indescriptible. Las mujeres, temblorosas, ocultaron el rostro en el pecho de sus acompañantes. Se oyeron gritos pidiendo un médico, la presencia de la policía. Los espectadores invadieron la escena, se lanzaron en tropel sobre Mario para desarmarlo, para arrebatarle el arma que le colgaba de los dedos, ese pequeño artefacto metálico de cañón cortísimo que apenas parecía una pistola. ¡En qué extraña e inesperada dirección lo había apuntado el destino!

Y ahora —¡al fin!— llevamos a los niños a la salida, pasando junto a una pareja de carabineros que entraban en aquel momento. «¿Ha terminado ya?», preguntaron para poder marcharse tranquilos. «Sí, ya ha terminado», les confirmamos. Había sido un final horrible, un desenlace funesto. Y sin embargo, entonces como ahora, a mí me pareció una liberación. No pude ni puedo evitarlo.

Antología de la novela corta universal
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