GABRIELLE ROY - LUZINA SE TOMA UNAS VACACIONES
GABRIELLE ROY
CANADA
GABRIELLE ROY 1909 Nacida en St. Boniface, ciudad francófona del Canadá, empezó a escribir cuentos a los doce años. En la actualidad vive con su marido en Quebec. Su primera novela fue galardonada con el Prix Femina en Francia y, al igual que Rad- dall, ha recibido dos veces el premio literario más importante de su país.
EN LO más remoto de la provincia canadiense de Manitoba, perdida en la melancólica región de los lagos y los patos salvajes, entre escuálidos abetos, se encuentra una aldehuela insignificante conocida por el nombre de Portage-des-Prés. Dista unos cincuenta kilómetros, por un mal sendero abrupto, del ferrocarril local que termina en Rorketon, la población de alguna importancia más próxima. Consta en total de una capilla, que visita tres o cuatro veces al año un viejo misionero políglota y excepcionalmente locuaz, de una casucha de tablas nuevas que sirve de escuela a los pocos niños blancos de la región y de otra edificación, también de tablas pero un poco más grande, la más importante del caserío, ya que sirve para albergar al mismo tiempo el almacén, la oficina de correos y el teléfono. Pueden verse, un poco más lejos, en el claro de los abedules, otras dos casas, que, juntamente con el almacén-oficina de correos, alojan a la totalidad de la población de Portage-des-Prés. Pero se me iba a olvidar: enfrente del edificio principal, al borde de la pista que viene de Rorketon, se destaca, provisto de su bola de cristal que sigue en espera de la electricidad, un único surtidor de gasolina. Más allá se extiende un desierto de hierba y de viento. Cierto es que una de las casas tiene una puerta delantera, en el primer piso, pero como jamás se le ha añadido ni balcón, ni escalera, nada mejor que esa puerta expresa la noción de la inutilidad. En la fachada del almacén se lee, pintado con grandes letras: General Store. Y eso es absolutamente todo lo que hay en Portage-des-Prés. No hay nada que se parezca más al fin del mundo. Era, sin embargo, aún más lejos donde habitaba, hace unos quince años, la familia Tousignant.
PARA IR a su casa desde Portage-des-Prés, había que tomar todo derecho delante del surtidor de gasolina, siguiendo siempre la pista, poco visible al principio, pero que uno acababa por distinguir por las dos bandas paralelas de una hierba que se quedaba un poco aplastada tras el paso de las ligeras carretas indias. Tan sólo un antiguo habitante o un guía mestizo podía no extraviarse, ya que en diversos puntos la pista se bifurcaba en pistas secundarias que llevaban, a través de los matorrales, a la cabaña de algún trampero, situada cuatro o cinco kilómetros más lejos y que no se podía divisar desde el camino principal.
Era preciso, por lo tanto, seguir estrictamente la pista más directa. Y así, al cabo de algunas horas si se iba en carreta, un poco más pronto si se viajaba en uno de los viejos Ford, de los que todavía quedan algunos por aquellas regiones, se debía llegar al río de la Grande Poule d’Eau.
Una vez allí se dejaba el Ford o la carreta.
Los Tousignant tenían una barca para cruzar el río. Si se hallaba en la orilla opuesta, uno de los viajeros tenía que ir a buscarla a nado. Luego partían siguiendo el curso del río, envuelto en un silencio como pocas veces se encuentra en la tierra, o más bien en medio del roce de los juncos, del batir de alas, de mil ruidillos ocultos, secretos, tímidos, que producen un efecto tan sedante y apaciguador como el silencio. Grandes pollas de agua, casi demasiado pesadas para volar, se alzaban de vez en cuando de las orillas del río cubiertas de matorrales para ir a posarse un poco más lejos, cansadas ya de su perezoso esfuerzo.
Después de desembarcar en la orilla opuesta, había que atravesar a pie una isla de casi un kilómetro de longitud, cubierta de un heno rugoso y espeso, de hoyos de barro y, si era en verano, de mosquitos enormes, hambrientos, que se alzaban por millares del terreno impregnado de agua.
Se llegaba a otro río. Era el Petite Poule d’Eau. Los habitantes de la región no se habían tomado mucho trabajo para dar nombre a sus aspectos geográficos, basándose siempre en la decana de aquellosparajes, esa pequeña polla de agua o rascón gris que expresa todo el tedio de los mismos, y también su tranquilidad. Además de los dos ríos ya citados, había la Poule d’Eau a secas; había el lago de la Poule d’Eau. Además, toda aquella zona era conocida con el nombre de región de la Poule d’Eau. Y producía una sensación de paz infinita ver cómo las aves acuáticas, a la caída de la tarde, alzaban el vuelo desde todas partes, entre los cañaverales, y evolucionaban juntas en un sector del cielo, que ensombrecían.
Una vez atravesado el Petite Poule d’Eau se desembarcaba en una isla bastante grande, poco boscosa. Un gran rebaño de corderos pacía allí en completa libertad; de no ser por ello, se hubiera dicho que la isla estaba deshabitada.
Había en ella, sin embargo, una casa.
Construida con madera sin desbastar, de un solo piso, larga, con ventanas bajas, se alzaba sobre una ligera elevación de la isla, expuesta a todos los vientos.
Ahí era donde vivían los Tousignant.
De los siete hermosos niños, huraños y dóciles, tan sólo uno había llegado hasta el pueblo de Sainte-Rose-du-Lac para que le tratasen una grave otitis. Algunos de los otros niños habían acompañado en ocasiones a su padre, que, dos o tres veces al año, iba a Portage-des- Prés para recibir las órdenes del propietario del rancho del que era administrador.
La madre era la que más viajaba. Casi todos los años iba por necesidad a Sainte-Rose-du-Lac. Era el pueblo francés más cercano de la región. Hallábase situado aún más lejos que Rorketon, junto al mismo ferrocarril local que enlazaba un poco toda aquella comarca semidesierta con la pequeña ciudad de Dauphin. Si surgía el menor contratiempo, podía tardarse varios días en llegar a ella. Sin embargo, como no salía, por lo regular, más que una vez al año de su isla, aquel largo y difícil viaje, con frecuencia peligroso, aquel viaje agotador, Luzina Tousignant había acabado por considerarlo como sus vacaciones. Delante de sus hijos no hacía alusión a él con mucha antelación, porque estaban, por así decirlo, demasiado encariñados con su madre, eran demasiado sensibles, demasiado afectuosos, y sólo la dejaban marchar a regañadientes, asiéndose a sus faldas, suplicándole que no los dejara. Era preferible, por lo tanto, no despertar esa aflicción antes de lo necesario. Sólo al padre Tousignant le anunciaba un buen día, mirándole de una manera un poco extraña, mitad riente, mitad afligida: «Se aproximan mis vacaciones». Luego se marchaba. Y en su existencia siempre uniforme, aquella era la grande, la única aventura.
AQUEL AÑO pareció que Luzina Tousignant no podría emprender su viaje habitual. Tenía las piernas hinchadas; no podía permanecer de pie una hora seguida, pues era una mujer bastante robusta, gruesa, animada, siempre en movimiento en cuanto sus pobres piernas estaban un poco mejor. A Hippolyte Tousignant no le gustaba dejarla partir en aquel estado. Además, estaban en la peor época del año. Sin embargo, Luzina se puso a hablar de sus vacaciones riendo. En pleno verano o en medio del invierno, se podía en todo caso salir de la isla e incluso sin demasiadas dificultades. Pero en la primavera una mujer sola no podía encontrar más riesgos, peligros y penalidades que en aquella pista de Portage-des-Prés. Hippolyte trató largo tiempo de disuadir a Luzina de emprender el viaje. Dócil en cualquier otra ocasión, se mostró determinada. ¡Era preciso que fuese a Sainte-Rose-du-Lac, caramba! Además, allí consultaría al médico sobre el eccema del bebé. Haría reparar la pieza desportillada de la desnatadora. Se detendría algún tiempo en Rorketon para los negocios. Aprovecharía para darse una idea de lo que se llevaba ahora, «porque», decía Luzina, «no porque se viva en países salvajes debe una dejar de vestir a la moda de vez en cuando». Daba cien razones con tal de no reconocer que experimentaba cierto placer en dejar el horizonte desierto del Petite Poule d’Eau.
En efecto, ¡cómo hubiera podido ver Luzina una multitud, una verdadera multitud de por lo menos cien personas, tal como la que se encuentra los sábados por la noche en la calle principal de Rorketon; cómo hubiera podido hablar con otras personas que no fuesen su marido, sus hijos, los cuales, en el mismo momento que abría la boca, ya sabían lo que iba a decir; cómo hubiera podido saborear esas raras alegrías de lo nuevo, de la curiosidad satisfecha, del mundo entrevisto, si no hubiese tenido para viajar alguna otra razón, eminentemente seria y urgente! Ella era una mujer razonable; quería naturalmente disfrutar de los placeres del viaje, pero sólo en la medida que fuesen justas compensaciones al cumplimiento del deber.
Se puso en camino a fines de marzo. El Petite Poule d’Eau estaba todavía lo bastante helado para poder atravesarlo a pie. El Grande Poule d’Eau, sin embargo, estaba libre de hielo hacia el centro de su curso. Se utilizaba la barca como un trineo para recorrer el espacio helado del río. Luzina estaba instalada en el fondo de la embarcación. Le habían puesto una piel de oso sobre las rodillas, y ladrillos calientes en los pies. Hippolyte había levantado por encima de ella un pedazo de tela basta que formaba una especie de pequeña tienda de campaña. Completamente resguardada, sin dar muestras del menor temor, Luzina se interesó por todos los incidentes de la travesía. Asomaba de vez en cuando su rostro sonriente por la abertura de la tela; decía, contenta: «Soy como una reina». Dos de los hijos ayudaban al padre, el uno empujando, el otro tirando, a manejar la barca sobre el hielo, y era preciso andarse con mucho cuidado; no se podía prever el sitio en que el hielo empezaría a ceder. Sin mojarse demasiado llegaron al curso libre del río. Flotaban en él grandes trozos de hielo; había que remar apresuradamente para esquivarlos, y también con fuerza contra la corriente del Grande Poule d’Eau, que era rápida. Luego sacaron la barca a la otra orilla, no sin esfuerzo; pisaban un terreno poco sólido.
Los hijos más pequeños se habían quedado en la islita, y en aquel momento se despidieron de su madre. Todos lloraban. Tragándose las lágrimas y sin gritar, comprendían que era demasiado tarde para retener a su madre. Sus manitas, sin interrumpir ni un momento sus movimientos, se agitaban en dirección a Luzina. Una de las niñas llevaba a la pequeña en brazos y le hacía agitar continuamente su manita. Los cinco permanecían muy juntos, formando una mancha minúscula que se destacaba contra el horizonte más vasto y desierto del mundo. Gran parte de la alegría de Luzina la abandonó en aquel momento. Buscó el pañuelo, pero no pudo encontrarlo; sus pesadas ropas casi le impedían los movimientos. Se sorbió las lágrimas, y levantando la voz, que el viento se llevó en una dirección totalmente distinta, recomendó a sus hijos:
—Que seáis buenos. Obedeced a vuestro padre.
Trataron de hablarse de una orilla a otra, y lo que se decían carecía de ilación.
Los niños recordaban sus deseos, acariciados durante todo un año. A través de su tristeza los recordaban perfectamente.
—¡Una pizarra, mamá! —gritaba uno.
—¡Un lápiz con goma de borrar, mamá! —lanzaba otro.
Luzina no estaba segura de lo que oía, pero les prometía al azar:
—Os traeré tarjetas postales.
Sabía que no se equivocaba prometiéndoles postales. A sus hijos les encantaban, sobre todo aquellas en que se veían edificios muy altos, calles abarrotadas de coches, y sobre todo estaciones de ferrocarril. Luzina comprendía muy bien aquellos gustos.
Sostenida por su marido, con sus hijos mayores avanzando delante de ella para dejar más pisoteado el camino, Luzina Tousignant llegó al borde de la pista, y todos se dispusieron a esperar el paso del cartero que, una vez a la semana, cuando era posible, realizaba el servicio de correos entre Portage-des-Prés y una reserva india situada unos 25 kilómetros más al norte, a orillas del lago de la Poule d’Eau.
Mucho se temieron que hubiera ya pasado el cartero o bien que hubiese decidido, en vista del mal estado del camino, dejar su recorrido para la semana siguiente. Pierre-Emmanuel-Roger y Philippe-Auguste-Émile casi hubieran deseado tal contratiempo. Incluso Hippolyte Tousignant, que sugirió tímidamente:
—El cartero no se atreverá a ponerse en camino con semejante tiempo. ¿Por qué no te vuelves a casa, Luzina? Nos las arreglaríamos de todos modos.
—Caramba, tú sabes muy bien que rio —replicó la mujer con una sonrisa de conmiseración y de ligera burla que parecía sobre todo reprochar a Hippolyte su falta de sentido práctico.
Contemplaba la lejanía con creciente determinación. Después de haber vencido tantos obstáculos hubiera estado bonito verla volver a casa. Empezó a caer una nieve muy fina mezclada con lluvia.
—Si al menos pudiese acompañarte —decía Hippolyte, como todas las otras veces.
Y ella, lo mismo que en el viaje anterior, reconocía:
—¡Ah! ¡Caramba, sí! Hacer el viaje juntos, los dos, sería un placer. Pero, pobre hombre, hace falta alguien para guardar la casa, tomar las riendas cuando yo no estoy.
Callaron.
A lo lejos, en la inmensa soledad uniforme, aparecieron un caballo sudoroso y, sobre el pescante de un trineo, una gran bola de pieles, de la que emergían unos tristes bigotes amarillos, una espesa nube de vapor, y, en lo alto, un látigo que se balanceaba en el aire.
Era el cartero.
Se acercó. Se distinguieron sus espesas cejas por entre los pelos pardos de su gorro forrado de piel; se vio brillar el hilillo de plata que siempre colgaba de la nariz del cartero en tiempo frío; se descubrieron sus dientes amarillentos por el tabaco en el momento que gritó una ronca orden a su yegua. Al llegar a la altura del pequeño grupo de los Tousignant, sin una palabra de saludo, frunció el ceño mirando solamente hacia Luzina, tiró de las riendas, detuvo el trineo y esperó. Nick Sluzick era un viejo original. En un país donde se guarda silencio a menudo, por carecer de novedades que comentar, él batía el récord de la taciturnidad. Se decía que había manejado sus negocios, aceptado encargos, hecho favores, cumplido sus deberes de cartero, hecho el amor, procreado hijos, todo ello sin pronunciar más que una decena de frases.
Instalaron a Luzina junto a aquel huraño compañero, que apenas se apartó un poco para dejarle algo de sitio a su lado. Como era muy charlatana, aquel mutismo extraordinario de Nick Sluzick era para ella la principal, incluso la única prueba del viaje.
Pierre-Emmanuel-Roger había traído un farol, que encendió y metió bajo las mantas a los pies de su madre. La cubrió con una piel de bisonte y luego con un hule destinado a impedir que la piel se mojara. Casi no se veía nada de Luzina, a no ser los ojos por encima de una gruesa bufanda. Eran unos claros ojos azules, bastante grandes, llenos de cariño, y en aquel momento húmedos de angustia. Por lo demás, de una y otra parte, todos se miraban con la misma expresión de estupor doloroso, como si aquellos Tousignant, tan unidos en su aislamiento, hubiesen sido casi incapaces de imaginar la separación. Y ellos, que creían haber agotado desde hacía tiempo cualquier tema de conversación, descubrieron de pronto uno completamente nuevo. Todos se pusieron a hablar a la vez.
—Ocuparos bien del fuego —recomendó Luzina, bajando la bufanda que le tapaba la boca.
—Sí, y tú ten cuidado de no helarte en el camino —dijo Hippolyte.
—Sobre todo, no os dejéis morir de hambre —dijo Luzina—. Hay grasa y harina en cantidad. Haceos por lo menos unas hojuelas, si no tenéis muchas ganas de guisar; y tú, Pierre-Emmanuel-Roger, ayuda a tu padre todo lo posible.
Los dos mayores no eran los únicos hijos de los Tousignant que llevasen nombres compuestos. Gomo para poblar mejor la soledad en que vivía, Luzina había puesto a cada uno de sus hijos toda una letanía de nombres sacados de los grandes personajes de la historia o de las pocas novelas que habían caído en sus manos. Entre los hijos que se habían quedado en la casa, estaban Roberta-Louise- Célestine, Joséphine-Yolande, André-Aimable-Sébastien; la más pequeña, una niña de quince meses, respondía al nombre de Juliette- Héloïse.
—Tened mucho cuidado con Juliette-Héloïse, que no se trague alfileres —dijo Luzina.
Fue el último consejo que dio a los suyos. Nick Sluzick estaba harto de perder el tiempo. De todos los actos humanos, ninguno le parecía tan vano y tan superfluo como el decirse adiós. O bien no se emprendía la marcha o bien se partía; en tal caso el acontecimiento era lo suficientemente explícito para evitarse los comentarios. Escupió a un lado del trineo. Con una mano dio un tirón de sus grandes bigotes amarillos y con la otra asió las riendas. Y el trineo avanzó sobre la nieve blanda, desigual, que formaba montículos por aquí, hoyos por allá, por lo que constituía el camino de Portage-des-Prés.
DESCRIBIR LAS dificultades del viaje de Luzina Tousignant al lado de su insociable mujik, que sólo abrió la boca una vez para recomendarle que se quedase en la extremidad de su asiento a fin de evitar que volcase el trineo; decir que al llegar a Portage-des-Prés tuvo que esperar una semana entera la salida del próximo correo para Rorketon; relatar cómo se alojó durante ese tiempo en el almacén- oficina de correos, que era también en cierto modo la posada del lugar, puesto que se podía en todo caso ofrecer una habitación mal caldeada, poco o nada amueblada, a las gentes que verdaderamente no tenían dónde albergarse; cómo Luzina se cansó de esperar, irritada por aquel contratiempo y temiendo llegar demasiado tarde a Rorketon; cómo, cuando por fin salió de Portage-des-Prés, con un viento bastante frío que aumentó en el camino, se le heló una oreja; contar estos contratiempos ofrecería algún interés si no fuese porque el viaje de regreso iba a ser mucho más rico en peripecias.
UNA VEZ alcanzado el objetivo serio de su viaje, terminados sus asuntos en Sainte-Rose-du-Lac, Luzina se apresuró a regresar por tren a Rorketon, donde esperaba encontrar una ocasión inmediata de volver a casa. Ella era así; durante todo el año le parecía, allí en su isla, que jamás se saciaría del espectáculo de los escaparates iluminados de Rorketon, de las luces eléctricas que permanecían encendidas toda la noche en la calle principal, de las numerosas carretas que pasaban, de las aceras de tablas, de las gentes que circulaban por ellas; en fin, de la intensa vida que ofrecía aquel pueblo grande con su restaurante chino, su capilla católica de rito griego, su templo ortodoxo, su sastre rumano, sus cúpulas, sus chozas blanqueadas con cal, sus campesinos vestidos con pieles de borrego y sus grandes gorros de piel de conejo; unos, inmigrantes suecos; otros, finlandeses o islandeses, y los otros, los que constituían la mayoría, venidos de Bukovina y de Galitzia. En Rorketon, Luzina hacía provisión con que alimentar los relatos que haría a su familia durante meses y meses, hasta su próximo viaje, por decirlo así. Sin embargo, al cabo de algunos días en Rorketon, estaba completamente harta. Nada le parecía más cálido, más humano, que aquella casa gris aislada que, desde su montículo entre los sauces, no tenía que vigilar más que el tranquilo y monótono río de la Petite Poule d’Eau.
Se preocupaba por sus hijos. Se imaginaba que al hacer agujeros en el hielo del Petite Poule d’Eau para pescar lucios, según su costumbre en la primavera, habían podido caer todos dentro y morir tratando de salvarse unos a otros. Pensaba que una inundación podía cubrir toda la isla, obligando a su marido y a sus pobres hijos a trepar al techo de la casa. Tenía un cerebro de lo más inventivo para imaginar, en cuanto estaba lejos de los suyos, las desgracias que les podían haber sucedido y a las que la realidad, tan dura en aquel país, prestaba cierta verosimilitud.
Se moría de impaciencia.
Pero la primavera se había retrasado mucho aquel año a causa de abundantes nevadas seguidas de lluvias y finalmente por un recrudecimiento del frío. La pista de Rorketon a Portage-des-Prés se había puesto intransitable. Incluso el cartero se negaba a arriesgarse por ella. Ahora bien, en estas regiones del norte todo el mundo se tiene por dicho que por donde el cartero no puede pasar nadie pasará. El correo en esos terribles desiertos es el asunto más grande, más importante, y sólo pueden interrumpirlo obstáculos insuperables.
Luzina, sin embargo, se informaba en todas partes, en el relevo de correos, en las tiendas, en el hotel, si no conocían a alguien que tuviese que emprender a toda costa el viaje a Portage-des-Prés. Había en aquellos momentos una gran afluencia de viajeros, a los que precisamente el mal estado de los caminos retenía en Rorketon. De esta suerte Luzina trabó varias amistades; a algunas de ellas tuvo que dar más tarde noticias de su viaje de retorno y del rancho, a tal punto aquellas personas habían parecido interesarse por ella y desearle buena suerte. Gomo era muy sociable, Luzina trababa muchas amistades cuando viajaba; todavía escribía regularmente a una anciana que le había tomado afecto durante el corto trayecto por tren desde Sainte-Rose-du-Lac a Rorketon diez años antes, una tal señora Lacoste que venía de Quebec. Luzina decía incluso que el encontrar personas amables era el verdadero atractivo del viaje. Le gustaba ser servicial con todo el mundo, de suerte que no era raro que en el trayecto encontrase personas afables dispuestas a corresponderle. Esta vez, sin embargo, nadie podía serle útil. Le aconsejaron que se dirigiese al cartero del trayecto Rorketon-Portage- des-Prés, que la llevaría hasta el relevo donde Nick Sluzick recogía el correo.
Ahora bien, ese cartero de Rorketon era el hombre más desconcertante de todos. Iván Bratislovski anunciaba casi siempre lo contrario de lo que iba a hacer, por una astucia de campesino contra el destino, al que esperaba tal vez engañar así. Por la misma razón sin duda no cesaba de quejarse. A cualquier hora del día se le encontraba en el café chino dispuesto a pelearse con cualquiera que osase negar que él, Iván Bratislovski, no llevaba una perra vida. Guando se le daba la razón sobre este particular, el pequeño ruteno era capaz de mostrarse muy servicial. Luzina ignoraba esta manera de apaciguarle. Habiendo enviado por dos veces a un chiquillo a que preguntase al ruteno si se pondría en camino al día siguiente por la mañana, recibió la respuesta de que el caballo de Iván Bratislovski estaba herido, que su trineo era demasiado pequeño para tomar a una viajera con mucho equipaje y que además él mismo estaba a punto de presentar la dimisión al ministerio de Correos. Aquello quería decir que Iván Bratislovski emprendería el viaje dentro de muy poco tiempo. Luzina no podía adivinarlo. Entretanto llegó un mercader judío de Dauphin al hotel en que se alojaba Luzina. Tenía prisa, mucha prisa, en ir a Portage-des-Prés para un negocio de pieles de ratones almizcleros que por cuestión de minutos podían birlarle. Alquiló un caballo y un trineo. A la mañana siguiente partió. Luzina le acompañaba.
Los viajeros habían rebasado apenas las últimas granjas de Rorketon cuando se encontraron en una vasta extensión solitaria, completamente cubierta de una delgada capa de hielo resplandeciente. La nieve fina, errante, estaba totalmente aprisionada como bajo una capa brillante de celofán. Ningún viento turbaba esta blancura helada. Era la inmovilidad dura y perfecta que provoca el frío en todo su rigor.
El camino estaba tan completamente helado como el campo, como toda la región, llana e inanimada. En algunos lugares se extendía como un estanque helado, azul, liso; los patines del trineo empezaban a bailar; en otros sitios la helada había congelado los baches, las asperezas del camino, formando una superficie tan escabrosa que el vehículo se hundía, se alzaba, volvía a caer con grandes esfuerzos que parecían extraños en un paisaje tan dilatado, tan insensible.
Pronto empezó a sudar el caballo. El hielo se rompía a veces bajo sus cascos en largos trozos agudos que le herían cruelmente. Luzina soportaba a duras penas el espectáculo de aquel pobre animal, y constantemente, a pesar de su deseo de llegar lo antes posible, pedía al judío que no lo forzase tanto.
Tardaron varias horas en recorrer unos pocos kilómetros. El hielo era cada vez más liso. En una curva que tomaron demasiado de prisa, volcó el trineo, lanzando a Luzina, su maleta y todos sus paquetes a algunos metros del camino. Abe Zlutkin corrió a levantarla. Sus espesas vestiduras la habían protegido a ella y a su regalo más frágil, que, en su caída, apretaba entre sus brazos. No tenía ni un rasguño. Se echó a reír. Abe Zlutkin hizo lo mismo, después de reflexionar un momento.
Era un hombrecillo moreno, ágil, delgado, siempre preocupado y calculador. Apenas salido de Rorketon, con los primeros resplandores del día, había empezado a arrepentirse de haber consentido en llevar a aquella mujer. Podía herirse si les sucedía un accidente; en tal caso el marido reclamaría probablemente una indemnización. Por haber querido cobrar los tres dólares ofrecidos por Luzina, Abe Zlutkin barruntó que perdería centenares. Le atormentaba este temor cuando Luzina se puso de pie, más ágil que nunca, y rompió a reír. El optimismo reemplazó al momento el temor en el alma voluble de Zlutkin. Semejante mujer, sana y valerosa, no debía traer desgracia al que la ayudaba. Debía ser bueno, al contrario, ponerse bajo su estrella, que era seguramente la de la suerte. Media hora después del accidente, Zlutkin todavía se reía de él, maravillado y ya seguro de que su buena acción le sería pagada por centuplicado en excelentes pieles, en pieles escogidas que compraría muy baratas en Portage-des-Prés.
Al verle tan bien dispuesto, Luzina se puso a charlar. Se hallaba en el camino de regreso. Cada paso del caballo, por vacilante que fuese, la aproximaba a su casa; estaba agradecida a Abe Zlutkin; no pudo impedir que su generosa manera de ser ofreciese lo que podía dar, es decir, el relato de cincuenta aventuras de su vida que hubiesen podido ser trágicas y que siempre habían terminado, no se explicaba cómo, de la manera más feliz. A causa de su buen corazón, esperaba distraer con todas esas historias a su compañero de los peligros que corrían continuamente. Pero temió mostrarse egoísta al no hablar más que de su buena suerte. Preguntó al mercader de pieles si era casado. La bondad maternal de la corpulenta Luzina, sus pupilas afectuosas y curiosas, su ávido interés por los demás, todo en ella invitaba a la confianza.
Abe Zlutkin aprovechó un momento en que el camino era un poco menos resbaladizo para enseñarle una foto de su mujer. Representaba una joven judía regordeta de tez morena. Abe pensó que la quería mucho. Por el momento dejó de atormentarle el trato que debía cerrar. Tal era el poder de Luzina. Inclinaba a las gentes a darse cuenta de que tenían motivos para considerarse felices.
Cuando se cansaron de hablar descansaron, pensando en las cosas agradables que se habían dicho. Su existencia, en los únicos momentos en que Luzina podía pensar intensamente en ella durante el traqueteo del camino, le parecía realmente prodigiosa. A pesar de vivir tan alejada del mundo, había encontrado seres de todas las razas y de todos los temperamentos. La novela más apasionante no le hubiera ofrecido semejante variedad de personajes: viejecitos polacos barbudos, carteros eslavos, guías mestizos, rusos ortodoxos; incluso había hecho una vez el viaje de regreso con el inspector de Correos. Ninguno le había faltado jamás al respeto. A Luzina le bastaba ponerse bajo la protección de un ser humano para que este se comportase con ella de la manera que ella deseaba. Por lo tanto, el viajar la había instruido de una manera inesperada; le había enseñado que la naturaleza humana es excelente en todas partes. Los judíos eran casi las únicas personas que no había tenido ocasión de estudiar; ahora bien, juzgando por el mercader de pieles que eran más bien simpáticos, se dejó llevar de un sentimiento de benevolencia vaga, perezosa y dulce, que englobaba a casi todos los seres humanos.
Pero tuvo que reanudar su charla. Zlutkin volvía a estar preocupado. El camino seguía siendo igual de malo. El caballo cojeaba. Y antes de haber recorrido mucho terreno, el cielo empezó a ensombrecerse. Extraños resplandores rojos, a ras del horizonte, anunciaban un cambio de temperatura. Los dos viajeros se vieron obligados a detenerse. Fue en una de esas granjas aisladas que suelen aparecer cada cuatro o cinco kilómetros a lo largo de la pista de Portage- des-Prés. La casa era extremadamente pobre. Constaba de una sola habitación amueblada al fondo, detrás de la estufa, con varias camas. Pero en cuanto Luzina entró, tiritando de frío, el dueño y la dueña de la casa se le acercaron, sonrientes, con los brazos tendidos para librarla de todos sus paquetes. La llevaron junto a la estufa, ofreciéndole inmediatamente algo de comer, y todo ello de una manera tan afectuosa que no podía poner en duda la sinceridad de su buena acogida, expresada en una lengua extranjera. Era tal y como lo había pensado siempre: todo ser humano, cuando la necesidad nos obliga a recurrir a su bondad, nos la ofrece al momento.
Después de la cena, Luzina se dispuso a pasar una velada interesante.
Se hallaba en la casa de unos islandeses, gentes con las que todavía no había tenido ocasión de tratar. Observó que bebían constantemente café muy cargado y que, en vez de echar azúcar en la taza, ponían un terrón debajo de la lengua o entre los dientes antes de beber el líquido abrasador. Guando empezaron a conversar en su idioma, se quedó aún más encantada. Unas particularidades, unas costumbres, una lengua extraña para ella, todo aquello, en vez de repelerle, le parecía que daba a la vida un atractivo inextinguible.
No quiso ser superada en cortesía por unos huéspedes tan acogedores. Y, aunque no estaba segura de que la comprendiesen, se puso a explicarles el camino que había que seguir para llegar a su casa en la isla de la Petite Poule d’Eau. Recibir visitas era lo que más les gustaba, les dijo. Riendo, reconoció que era la costumbre de vivir tan lejos del mundo lo que hacía que, cuando se le presentaba la ocasión, se volviese tan charlatana. Cuando reía, los islandeses, por amabilidad, fingían tener también ganas de reír. Registró su bolso en busca de algún recuerdito que poder ofrecer a los niños de la casa. No tenía más que los lápices y las postales comprados para sus propios hijos; dudó mucho, pero considerando con razón que sus hijos no habrían vacilado en compartir sus lápices con los niños de los Bjorgsson, llamó a estos con la mano e hizo una distribución que emocionó mucho a los padres, ya que inmediatamente se levantaron para volver a ofrecerles café.
La mañana siguiente, los viajeros encontraron el camino un poco menos resbaladizo; pero el cielo seguía estando bajo, muy revuelto.
Había nevado un poco durante la noche. El viento soplaba con fuerza sobre aquella nieve fresca, y era de temer que estallase una tormenta. No llegaron a Portage-des-Prés hasta media tarde, después de despistarse un par de veces, transidos de frío, hambrientos, con los ojos quemados por el viento. Luzina tenía todavía por delante lo peor del viaje.
ESTOS PAÍSES del norte, de inmensos y ralos bosques, de lagos tan inmensos como los bosques, estos países de agua y de árboles enanos, tienen, de entre todos los países, el más caprichoso de los climas. De un día a otro se derritió el hielo en el camino de Portage-des-Prés al rancho de los Tousignant. Casi a simple vista la nieve empezó a desaparecer. Se había esperado un retorno del frío, pero durante la noche que Luzina pasó en el almacén del caserío se levantó un viento del sur. Tibio, casi caliente, dulce y húmedo, un gran viento de esperanza, en cualquier otra ocasión hubiera alegrado el corazón de Luzina. Con aquel viento regresaban las cercetas grises y rápidas, el pato de cuello verde, el ganso salvaje de grito lastimero, las valientes y pequeñas pollas de agua de buche plateado, multitud de especies de patos, bulliciosos y encantadores, la gran tribu acuática, compañera inefable de la primavera y de la confianza humana en aquellas tierras lejanas.
Pero, en menos de veinticuatro horas, el país entero se había transformado en una especie de peligroso pantano, profundo y traicionero. Bajo la nieve blanda, el pie encontraba el agua siempre presente, rezumando por todas partes.
Luzina decidió emprender la marcha a pesar de todo. O bien conseguiría llegar hoy a su casa, o bien tendría que esperar pacientemente varias semanas hasta que el camino se hubiese secado. Le quedaban para sus niños unas postales, y, como también ella era infantil, no podía esperar más a dárselas para ver sus grandes ojos ingenuos brillando de alegría. Para Hippolyte tenía una bonita corbata, que tendría ocasión de usar en su próximo viaje, dentro de algunos meses. Le bullía el deseo de contar la recepción de los Bjorgsson. Y sobre todo tenía, este año como los anteriores, el regalo de los regalos, tan precioso que Luzina no se atrevía a confiarlo a nadie y lo guardaba cuidadosamente envuelto. El regalo suponíase una gran sorpresa para su familia, que a decir verdad se lo esperaba un poco, porque Luzina, siempre generosa, volvería esta vez con algo tan precioso como las otras veces. Su alegría, menos aún que el viento de primavera, el viento cálido, amistoso y vivo, no podía esperar más a difundirse.
Hippolyte la regañaría por haberse puesto en camino con semejante día. ¡Tanto peor! Hoy todavía era posible arriesgarse a emprender el viaje. Mañana no habría ocasión de hacerlo, o el camino estaría todavía peor. Recogió sus bártulos y se puso a acechar por la ventana del almacén el momento en que Nick Sluzick, llegado hacía poco, estaría listo para reanudar la marcha. En el fondo no había ganado tiempo viniendo con Abe Zlutkin en vez de hacerlo con Iván Bratislovski, ya que, de todas maneras, Nick Sluzick tenía que esperar el correo traído por este para empezar a distribuirlo en su territorio.
Finalmente Luzina vio que las sacas de la correspondencia estaban apiladas en la trasera del trineo. Corrió inmediatamente a instalarse al lado de Nick Sluzick, más taciturno que nunca. Sin decir buenos días ni hola, qué tal, sin comentario ni curiosidad, el viejo ucraniano se sonó con los dedos y arreó luego un buen latigazo a su yegua.
Hoy estaba especialmente ceñudo. Le había costado Dios y ayuda pasar por algunas partes del camino, completamente inundadas; y temía un regreso aún más desagradable. Ahora bien, si Nick Sluzick temía caer en las pozas, no era por su viejo pellejo. Hacía falta más de un baño helado para desmoralizar a Nick Sluzick. Pero no le gustaba ver que las mujeres corriesen tales riesgos. Por regla general no le gustaba transportar mujeres, niños, objetos que pudiesen romperse, en fin, todo lo que era frágil. En los peligros prefería estar solo. Por lo demás, prefería siempre estar solo. Un hombre necesita estar solo para pensar en sus asuntos. Además, si ese país de la Poule d’Eau seguía poblándose, él, Nick Sluzick, acabaría por ir a buscar refugio más al norte.
Llegaron ante una verdadera laguna. La Bella se negó a entrar. El viejo alzó el látigo. De la punta de su roja nariz fluía el habitual hilillo de plata. En sus bigotes quedaban restos del almuerzo de salchichón al ajo y pan que había tomado de pie junto a la estufa del almacén, con el cuchillo en la mano, a pesar de que el tendero le había invitado a compartir su comida. La Bella parecía medir la profundidad del agua con su pata, que luego encorvaba colocándola bajo el vientre. El agua llegó hasta la mitad de las patas del animal. Alcanzó a la mitad de la altura del trineo, llegó al borde mismo de la caja. Luzina levantó su paquete más precioso por encima de su cabeza, pensando menos en ella que en aquel regalo irreemplazable. Pero habían rebasado la parte donde el agua era más profunda. Luzina, con su carga en los brazos, se arrellanó tranquilamente en el fondo de su asiento.
Hacia la caída de la tarde, uno de los hijos de la familia Tousignant, apostado a la orilla del Petite Poule d’Eau, oyó el toque de cuerno con que se había convenido que Luzina anunciaría su llegada al Grande Poule d’Eau.
Inmediatamente Hippolyte y Pierre-Emmanuel-Roger botaron la barca al agua. En el último minuto se instalaron en ella otros dos de los hijos. Hippolyte no se sintió con valor de hacerlos desembarcar, teniendo en cuenta su impaciencia por ver a su madre. Remaron a toda prisa; corrieron a través de la islita. Desde lejos veían ya el trineo parado y dos figuras humanas, una de ellas de aspecto arisco, enojada por aquel retraso, y la otra agitando la mano, emocionada, empinada sobre el pescante.
Atravesaron el Grande Poule d’Eau; estaban ya al alcance de la voz; se llamaban. Y entonces, un poco más delgada, un tanto paliducha, pero riendo de turbación, de emoción, con el rostro crispado de felicidad, Luzina se apeó. Y llevaba en los brazos, lo mismo que al regreso de todos sus otros viajes de negocios, el crío que había ido a comprar a Sainte-Rose-du-Lac.