LEO KENNEDY - UN CURA EN LA FAMILIA

LEO KENNEDY

CANADA

LEO KENNEDY 1907 Nacido en la ciudad inglesa de Liverpool, su familia emigró al Canadá siendo él todavía niño. Estudió en la universidad McGill, donde empezó a cultivar distintos géneros literarios, entre ellos la crítica. Sus escritos se han reunido en diversas antologías. Leo Kennedy vive actualmente en los Estados Unidos.

LA SEÑORA Halloran tenía un sobrino sacerdote, mas no por ello se mantenía apartada de la botella. Su marido, Piesplanos Halloran, había sido guardia en los muelles de Montreal, pero la ginebra y sus relaciones con la banda del Gancho Negro le habían obligado a abandonar el cuerpo de policía unos años atrás. Piesplanos se había dedicado luego a la ocupación de expulsar a borrachos y pendencieros de un cabaret de mala muerte de St. Henri, pero la ginebra y la depresión también acabaron con ese empleo, y la señora Halloran, no sin lamentaciones, tuvo que ponerse nuevamente a fregar.

Trabajaba como mujer de la limpieza en un edificio de oficinas y en la iglesia de San Timoteo, situada en el barrio irlandés de Griffintown. La señora Halloran, mientras se rascaba las verrugas de su flaca y prominente mandíbula, se quejaba muchas veces de que San Timoteo estuviese tan condenadamente cerca del pendenciero barrio italiano, con sus descaradas y gordas mujeres morenas, sus carros de mano cargados de pimientos rojos y verdes, y hombres que se dedicaban de cuando en cuando a ocupaciones no muy honradas. Para la señora Halloran el barrio resultaba excesivamente «pintoresco».

La señora Halloran tenía el pecho cóncavo, el cabello gris y ralo y los codos rojos y huesudos. El hecho de que a pesar de beber tanto esta casta matrona fuera capaz de conservar aquel empleo en la iglesia era algo incomprensible para sus chismosas vecinas. Pero el sacerdote de pelo rizado y redondos mofletes que hacía las veces de párroco trataba con benevolencia los pecados de la carne; como él mismo gustaba de decir soltando una risita, constantemente estaba sacando a sus feligreses de la cárcel o poniéndolos en manos de los guardias. Y los subrepticios traguitos que la señora Halloran tomaba entre semana o sus francas borracheras de los domingos sólo eran pecadillos a los ojos del tolerante padre. Además, el sobrino de la señora Halloran era sacerdote.

El sobrino de la señora Halloran cuidaba almas en la remota y desolada Columbia Británica. Gomo la buena mujer nunca había viajado más allá de Ahuntsic, siempre era algo vaga en cuanto a la naturaleza del trabajo de su sobrino y las condiciones en que vivía, pero ni por un momento dejaba de recordar a la gente que había un sacerdote ordenado en su familia. Al cotillear con sus amigas, procuraba buscar un motivo para llevar la conversación hacia el terreno religioso. Entonces subrayaba la bendición que era tener un sobrino que rezaba diariamente por sus pecados, y añadía que, aunque su alma era muy negra, la novena que su Joey ofrecía todos los meses a la Santísima Virgen por su pobre y anciana tía la haría entrar a la postre en la gloria.

Cuando hablaba de religión su aliento siempre olía a ginebra. La bebida despertaba en ella pensamientos de arrebato celestial; el crucifijo de latón que colgaba sobre su huesudo pecho se movía al ritmo de su fervorosa devoción. Pero el alcohol también exacerbaba su odio hacia los diabólicos extranjeros. Por ejemplo, cuando se cruzaba en las escaleras con su corpulenta vecina italiana, la señora Castelano, nunca dejaba de manifestar su desprecio por todas las napolitanas. Sin dirigirse a nadie en particular, susurraba: «¡Ojalá que Jesús, María y José le llenen el cogote de furúnculos!»

La compañera de la señora Halloran en San Timoteo era una viuda de mediana edad, bizca y de pelo rojo y lacio. La señora Scully era un alma de Dios, pero padecía reumatismo, y un jueves, justo antes de Cuaresma, su enfermedad la retuvo en cama. Nolan, el sacristán, se llevó un enorme disgusto al enterarse: los agrietados nudillos de la señora Scully eran necesarios para fregar, precisamente aquel día, los bancos de la iglesia, y Nolan suponía que la señora Halloran estaría achispada.

Aquella misma mañana la señora Castelano se presentó llorosa en la sacristía y contó que habían vuelto a encarcelar a su marido y que en su casa no quedaba un céntimo. El padre Hoffman mandó llamar a Nolan.

—Tenemos aquí un alma inocente que nos necesita —dijo—. Bandy Castelano ha vuelto a vender bebidas de contrabando, y esta vez le ha caído una buena condena. Y es mi deseo, y el deseo de Dios Nuestro Señor, que la desgraciada esposa de Bandy tenga pan en su mesa. ¿Qué trabajo podemos darle?

Nolan estudió críticamente la corpulenta figura y el llamativo vestido de la señora Castelano y anunció que podía ocupar el puesto de la señora Scully, quien estaba en cama a causa de un ataque de gota.

—Bien, señora Castelano —dijo el padre Hoffman—. Puede usted trabajar para sus hijos y para el Sagrado Corazón de Jesús al mismo tiempo. Nolan, indíquele lo que tiene que hacer.

AQUELLA tarde la señora Halloran entró en la iglesia de San Timoteo provista de sus útiles de trabajo: un cubo de agua caliente ligeramente jabonosa, una bayeta gris para fregar los bancos y otro cubo de agua limpia para aclarar. Llegaba un poco tarde porque se había entretenido en casa discutiendo con Piesplanos y tomando unos traguitos que le diesen fuerzas para el trabajo. Cuando dejó los cubos en la entrada se quedó boquiabierta al ver que su odiada vecina italiana ocupaba el puesto de la señora Scully. La señora Castelano ya estaba fregando los bancos, y se limitó a saludar con una inclinación de cabeza.

La señora Halloran montó en cólera. De pie junto a los cubos, con los brazos en jarras, soltó la primera andanada:

—¿Puede saberse dónde está la señora Scully y por qué está usted ocupando su puesto?

—La señora Scully está enferma de las piernas —contestó la italiana hinchando ligeramente su abultado pecho—. Ella no trabaja. Yo trabajo en la iglesia, limpio hasta que está buena. —Al darse cuenta del estado de agitación de la señora Halloran, añadió—: A lo mejor, cuando vuelve, yo sigo trabajando.

—¿Y quién es usted para hablarme en ese tono insultante, señora Castelano? ¿Puede saberse qué se propone? ¿Acaso le gustaría quitarme el empleo, so gordinflona? ¿Acaso quiere mantener al contrabandista de su marido con mi salario?

La señora Castelano suspiró profundamente y retorció la bayeta empapada.

—Yo hablaré después con usted —dijo—; no aquí, en la casa de Dios. Debo trabajar. Mejor que usted trabaja también, sí.

La señora Halloran metió la bayeta en el agua jabonosa; luego se volvió despreciativamente y con movimientos enérgicos se puso a frotar un banco. Sin dejar de mascullar, siguió fregando y secando. Cuando limpiaba algún recoveco, era como si estuviera apuñalando ferozmente a su enemiga con un dedo enfundado en bayeta.

La señorita Brown, una solterona pequeña y enjuta que cuidaba de los lienzos y las flores del altar, entró en la iglesia procedente de la sacristía. Siempre llevaba oscuros vestidos de lana y sombreros que no despertaban ni lástima ni admiración. Tenía un aspecto frágil y etéreo, y andaba ligeramente escorada hacia la derecha. Daba la sensación de que un ligero soplo que hiciese vacilar la llama de una vela bastaría para extinguirla a ella.

La señorita Brown comenzó a limpiar el altar, sin prestar atención a las dos mujeres que trabajaban en la oscura nave; pensaba tímidamente en el rizado pelo y el amplio talle del padre Hoffman. La única alegría de su árida virginidad era que de cuando en cuando podía estar cerca de este honesto y santo varón.

La señora Halloran observó con disgusto aquellos movimientos de pájaro. Se rebelaba contra la injusticia social que la situaba a ella, con sus cubos y bayetas, en un extremo de la iglesia y a aquella beatona contrahecha en el altar, manoseando la sagrada custodia...

Siguió fregando los bancos. Al mirar nuevamente hacia el altar y ver los rápidos movimientos de la señorita Brown, se puso a meditar sobre los deberes de las mujeres para con Dios. Su hermana, desde luego, había honrado a su raza y a su familia al conseguir que Joey recibiese las sagradas órdenes. Recordó también su propia esterilidad, y pensó con fastidio en los siete hijos de la señora Castelano. ¡La muy cerda!

—Señora Castelano —dijo, y sacó a relucir su tema favorito—, ¿le he hablado alguna vez de mi sobrino el sacerdote, el hijo de mi hermana? Yo siempre he dicho que un cura en la familia puede ayudarme a pasar por el purgatorio sin que apenas me chamusque.

—Sí —contestó la señora Castelano doblando la bayeta—, y muchas veces. Esos curas irlandeses a mí no gustan. Jóvenes o viejos, no valen. Mire San Timoteo. ¿Qué tienen? No tienen un cura irlandés. Sólo al padre Hoffman..., un apellido alemán. A mí gustan los curas italianos. Como el Papa.

La señora Halloran retorció su bayeta con furia.

—¡Igual me viene ahora con que Nuestro Señor Jesucristo era un sucio italiano! ¡Y también San Pedro y San Pablo! El bendito pescador tuvo un día funesto cuando se le ocurrió establecer el sagrado madero en la pagana Roma. De ese país nunca ha salido nada bueno, porque allí nada hay que sea bueno. Y es una maldición para la Iglesia católica que el Papa sea un sucio italiano, que no sabe hablar inglés.

La señora Castelano miró a su antagonista con ojos que despedían fuego. De ordinario pacífica y amable, la rabia se iba acumulando en su interior como las nubes antes de la tormenta. Pero la señora Halloran siguió farfullando:

—¿Para qué sirven sus curas gordinflones si no es para roncar en el confesionario y para estornudar en la pila de agua bendita? Ellos son los que destrozan el corazón de su eminencia el obispo y obligan a rezar a todas las parroquias irlandesas para que Dios les ilumine y ponga orden en sus taimados corazones. —Su chillona voz se elevaba por entre los tubos del órgano—. ¡Sucios italianos! ¡Pistoleros y zorras! ¡Vendedores de ginebra hecha con agua de cloaca!

La señora Castelano, temblando de rabia, dejó caer la bayeta en el cubo de agua sucia; la sacó chorreando y cruzó con ella la boca de la señora Halloran. Luego se puso a gritar y a descargar un golpe tras otro.

La irlandesa, escupiendo agua sucia e insultos, consiguió al fin zafarse de aquel brazo que parecía un martillo pilón. Cogió su cubo de agua sucia y lo arrojó contra la señora Castelano, quien soltó un aullido al recibir el roción; antes de que pudiese recobrarse, la señora Halloran le lanzó la bayeta a los ojos.

Medio cegada, la italiana se volvió hacia el lugar donde distinguía borrosamente a su enemiga y comenzó a golpearla con el puño y la bayeta. La señora Halloran trató de esquivar el ataque, y por su parte pegó y arañó todo lo que pudo. El alboroto resonó por toda la iglesia.

La señorita Brown estaba trabajando tranquilamente cuando se produjo el pandemónium en el templo del Señor. Al oír el escándalo, quedó petrificada de terror y comenzó a hacer inútiles gestos con las manos. La iglesia estaba vacía de feligreses, y rogó a Dios que no entrase ninguno antes de que aquellas dos locas se apaciguasen.

Un bramido de la señora Halloran la sacó de su estatismo. Abrió la puerta del altar y acudió a la carrera a separar a las dos mujeres, gritando:

—¡Padre Hoffman! ¡Señor Nolan! ¡Se van a matar!... ¡Ay, Dios mío!

Un golpe de la señora Castelano alcanzó de lleno a la solterona y la envió rodando contra un banco.

El padre Hoffman y Nolan, ocupados en la sacristía, quedaron pasmados al oír el apagado griterío.

—¡Padre Hoffman! ¡Padre Hoffman! Hay un escándalo en la iglesia, padre. ¡Dese prisa, por el amor de Dios!

Al tratar nuevamente de separar a las dos furias, la diminuta señorita Brown perdió el sombrero y un mechón de pelo. Cuando recibió un manotazo en el ojo, se apartó de aquellos puños que giraban como aspas de molino, se dejó caer en un banco y rompió a llorar histéricamente.

Las mujeres seguían golpeándose y pateándose, al tiempo que se gritaban insultos y jadeaban para tratar de recobrar el aliento. La mejilla derecha de la señora Halloran estaba surcada por cuatro profundos arañazos; el vestido de la señora Castelano se había rasgado, dejando al descubierto un hombro en el que se veía la magulladura producida por el golpe del cubo.

Se separaron momentáneamente, pero pronto volvieron a la carga lanzando estentóreos gritos. En aquel momento el párroco salió corriendo de la sacristía seguido de cerca por Nolan. Los hombres separaron a las combatientes y se apresuraron a llevar a las tres mujeres a la sacristía; sólo después de cerrar la puerta, se permitieron un momento de respiro.

—En nombre del Señor, ¿qué escándalo es este? —Los ojos del sacerdote echaban chispas—. ¿Acaso quieren matarse, y en la casa de Dios? Usted, señora Halloran, apestando a ginebra, y usted, señora Castelano, medio desnuda.

La mujerona italiana, jadeando y al borde de las lágrimas, comenzó a arreglarse torpemente el vestido.

—¿Qué puede decir un cristiano ante semejante escándalo? —prosiguió el cura, lleno de santa ira—. ¡El mismísimo diablo actuando ante las narices de San Timoteo! Señora Castelano, hoy le hemos dado trabajo, y nada más llegar empieza a golpear y arañar a esta mujer y a restregarle la sangre por la cara con una bayeta sucia. —El excitado acento del clérigo alemán denotaba que su madre era originaria del sur de Irlanda—. ¡Santa Madre de Dios, miren cómo han puesto a la pobre señorita Brown! Señorita Brown, ¿quién ha iniciado este diabólico escándalo en el que ha quedado usted tan maltrecha como un gato callejero? Pero espere... espere. Esto no es cosa mía. Nolan, haga usted el favor de ir a buscar un guardia.

Al oír esto, las tres mujeres empezaron a protestar. La señorita Brown dijo con voz temblorosa que ya había habido bastante escándalo. La señora Castelano gimió que su marido ya estaba en la cárcel. ¿Qué sería de sus hijos si la encerraban a ella también? La señora Halloran preguntó qué iba a ser de la religión si un sacerdote católico entregaba a sus feligreses a la policía. El padre Hoffman indicó a Nolan que saliese y cerró la puerta tras él. Luego pidió a la señorita Brown que le explicase con calma cómo había empezado todo.

Palpándose las magulladuras, medio aturdida aún, la señorita Brown dijo:

—Estas «señoras» empezaron una discusión que pronto se convirtió en una batalla campal. Las dos son basura, padre, pero la flaca era la que soltaba los peores insultos. No sé de quién partió el primer golpe, pero juro ante Dios que esta mujer es la vergüenza de la parroquia.

El padre Hoffman suspiró con resignación.

—Continúe —dijo.

—Bueno —farfulló la señorita Brown un poco más calmada—, es verdad que la señora italiana me ha hinchado un ojo, pero esa otra sería capaz de acabar con la paciencia de un santo. Sí, tiene la cara arañada, pero fue ella la que golpeó a la grandota con el cubo en... bueno, en el pecho. Y a juzgar por su figura, debe de ser madre.

La señora Castelano se apresuró a explicar que, con la ayuda de Dios, había sido madre siete veces.

—¡Cállese! —exclamó el padre Hoffman.

A continuación dijo a la señorita Brown que se fuera a casa a curarse las heridas. La hizo jurar que guardaría el secreto, le prometió que daría a cada mujer su merecido y, con un amistoso cachetito en la mejilla que actuó como un bálsamo sobre el abatido ánimo de la solterona, la acompañó hasta la puerta. Luego, con gesto grave y adusto, se encaró con las culpables:

—Señora Castelano, creo que, a pesar de su comportamiento, es usted más inocente que culpable. Bien sabe Dios que la casa del Señor no es lugar para una bronca; sin embargo, conociendo a las dos tan bien como las conozco, por esta vez no tomaré ninguna medida. Pero piense en el pobre Bandy pudriéndose en la cárcel y en el hambre que pasan sus hijos antes de volver a emprenderla a golpes con una persona. No sólo la dejaré marchar en paz, sino que podrá conservar el empleo, pero ni media palabra a nadie; confío en su honor de católica. Ahora vaya a decirle al señor Nolan de mi parte que se queda usted. Y le aconsejo que esta noche venga a confesarse conmigo.

La señora Castelano salió llorosa de la sacristía, y el sacerdote se enfrentó con la señora Halloran. Dirigiéndole una mirada calculadora, dijo:

—Si no les conociese tan bien a usted y a su marido, la enviaría ahora mismo a la cárcel. Es usted la oveja negra de la parroquia, señora Halloran. No hace más que causar problemas, acumulando leña para el fuego del infierno. ¡Y con un cura en la familia!

La mujer se echó a llorar con un temor entre sentimental y religioso.

—Dios Todopoderoso perdona el pecado, pero es riguroso con los que lo convierten en hábito. Y a usted le gusta demasiado la ginebra.

—Sí, padre.

—Una mujer de su edad no debe dejar de pensar ni por un momento en la vida eterna. Los placeres de esta vida se esfuman como la nieve en primavera, y al otro lado de la tumba nos aguarda el juicio final. Piense detenidamente en ello cuando sienta deseos de beber. La bebida, señora Halloran, es uno de los mayores enemigos de la Iglesia, y el arma predilecta del demonio. —Observó atentamente su reacción—. ¿Está usted dispuesta, pobre mujer, a arder en el infierno? Y no por lo que le queda de vida, sino por toda la eternidad, un tiempo tan largo que ni siquiera puede imaginarse.

—¡No, padre! ¡Le juro por Jesucristo que no!

—Jurar en Su santo nombre no la acercará a la gloria... pero la confesión sí. Señora Halloran, me gustaría oír su confesión ahora mismo.

Se dirigió a un armario, descolgó la estola, se sentó en una silla e indicó a la señora Halloran que se arrodillase. La mujer le obedeció, con el terror royéndole las entrañas, y se persignó.

—Acúsome, padre...

El confesor la escuchó y le impuso una ligera penitencia. La natural bondad del padre Hoffman le movió a juzgarla con benevolencia.

—Señora Halloran, nuestro Salvador ama a los penitentes. Su alma es ahora tan pura como los lirios del valle, pero manténgala así. Por el bien de su alma y por el bien de su empleo en la iglesia, ¿me promete dejar de beber? Pienso en el padre Joseph O’Connaught, y en lo que sufriría si supiese que su tía es una borracha. Es por su causa por lo que le permito conservar el empleo, aunque bien saben los santos lo mucho que me ha disgustado...

La señora Halloran le dio fervorosamente las gracias. Se recogió el pelo bajo el pañuelo y volvió a la iglesia. La señora Castelano ya estaba trabajando; su ancha espalda parecía tensa y amenazadora. La señora Halloran fue en busca de sus cubos, los llenó y se puso a fregar, al tiempo que empezaba a recitar mentalmente las oraciones de su penitencia.

Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto...

«Dijo que lo hacía porque Joey es sacerdote. ¿No es estupendo? No quiso despedirme a causa de mi sobrino...»

...de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios...

«Yo siempre he dicho que un cura en la familia es una bendición de Dios... Y Joey hace todos los meses una novena por mi intención...»

...ruega por nosotros pecadores...

«La oración es una bendición. Las oraciones de Joey me ayudarán a pasar por el purgatorio, eso es seguro... y también me han salvado el pellejo aquí en la tierra...»

...ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

Antología de la novela corta universal
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