MONTAGUE RHODES JAMES - EL GRABADO AL AGUATINTA

MONTAGUE RHODES JAMES

GRAN BRETAÑA

M. R. JAMES 1862-1936 Distinguido anticuario inglés y director del colegio de Eton desde 1918 hasta su muerte, Montague Rhodes James, con su especial predilección por lo macabro, fue un excelente narrador de historias de misterio, género que cultivó con preferencia.

HACE ALGÚN tiempo creo que tuve el gusto de contarles la historia de un lance que acaeció a un amigo mío, llamado Dennistoun, durante su búsqueda de objetos de arte para el museo de Cambridge.

A su regreso a Inglaterra no divulgó mucho su aventura; pero aun así llegó a conocimiento de un buen número de amigos suyos, entre ellos el caballero que a la sazón dirigía un museo de arte de otra universidad. Era de esperar que aquella historia impresionase considerablemente el espíritu de un hombre cuya profesión era, en líneas generales, similar a la de Dennistoun, y que se afanara por obtener alguna explicación del asunto que hiciese improbable que él mismo tuviera algún día que enfrentarse con una peripecia tan perturbadora. Claro es que le tranquilizaba bastante pensar que no era misión suya adquirir manuscritos antiguos para su institución; eso incumbía a la Biblioteca Shelburniana. Las autoridades de esa institución podían, si así les placía, registrar a fondo los más oscuros rincones del Continente con tal objeto. El se alegraba de verse obligado por el momento a concentrar su atención en ampliar la ya excelente colección de grabados y dibujos topográficos ingleses que poseía su museo. Sin embargo, como veremos, hasta un departamento tan rutinario y familiar como este puede tener sus rincones oscuros, y el señor Williams trabó inesperadamente conocimiento con uno de ellos.

Todo aquel que se haya tomado un interés, aunque sólo sea superficial, por la adquisición de grabados topográficos sabe muy bien que hay un comerciante en Londres cuya ayuda es indispensable en su labor de investigación. El señor J. W. Britnell edita a breves intervalos admirables catálogos de un vasto y constantemente renovado surtido de grabados, planos y croquis de mansiones, iglesias y pueblos de Inglaterra y el país de Gales. Tales catálogos eran, por supuesto, el abecé de su profesión para el señor Williams; pero como su museo contenía ya un enorme cúmulo de láminas topográficas, era un comprador más asiduo que copioso, y acudía al señor Britnell más bien para llenar lagunas en su colección que para proveerla de curiosidades.

Ahora bien, en febrero del año pasado apareció sobre el escritorio del señor Williams un catálogo procedente de la tienda del señor Britnell, acompañado de una esquela escrita a máquina por el propio comerciante. La nota decía así:

Estimado señor:

Nos permitimos llamarle la atención sobre el núm. 978 de nuestro catálogo adjunto, y celebraremos enviárselo a prueba.

Su seguro servidor,

J. W. Britnell

Consultar el número 978 del catálogo adjunto fue para el señor Williams (como se dijo a sí mismo) cosa de un momento, y en el lugar indicado encontró la siguiente anotación:

978. Desconocido. Interesante grabado al aguatinta: Vista de una casa solariega. Principios de siglo. 15 por 10 pulgadas; marco negro.

2 libras 2 chelines.

No le pareció tan interesante al señor Williams, y el precio era más bien alto. Sin embargo, como el señor Britnell, que conocía su negocio y a su cliente, parecía concederle valor, escribió una postal pidiendo que le mandasen el artículo a prueba, junto con algunos otros grabados y bocetos que figuraban en el mismo catálogo. Y después, sin esperar gran cosa de su encargo, pasó a ocuparse de las rutinarias tareas cotidianas.

Los paquetes siempre llegan un día más tarde de lo que se espera, y el del señor Britnell no fue, como creo que reza la frase, una excepción a la regla. Lo entregaron en el museo con el correo de la tarde del sábado, cuando ya el señor Williams había dejado el trabajo, y un bedel lo llevó a sus habitaciones en el colegio universitario, a fin de que no tuviese que esperar hasta el lunes para examinarlo y devolver los ejemplares con que no pensara quedarse. Y allí lo encontró cuando fue a tomar el té con un amigo.

El único artículo que a mí me interesa es el grabado al aguatinta, bastante grande, en marco negro, del cual ya he transcrito la descripción que hacía el catálogo del señor Britnell. Les daré algunos detalles más acerca del mismo, si bien no puedo pretender hacerles ver el aspecto del grabado tan diáfanamente como está presente en mis propios ojos. Grabados parecidísimos pueden contemplarse en la actualidad en las salas de buen número de antiguas posadas o en los pasillos de mansiones campestres cuya disposición original no se ha modificado. Era un aguatinta más bien mediana, y un aguatinta mediana es quizá la peor especie de grabado que se conoce. Presentaba una vista completa de una casa solariega, no muy grande, del siglo pasado, con tres hileras de sencillas ventanas de guillotina rodeadas de rústicos adornos de mampostería, una barandilla con bolas o jarrones en las esquinas y un pequeño pórtico en el centro. A ambos lados había árboles, y delante una extensión considerable de césped. En el angosto margen aparecía grabada la leyenda A. W. F. sculpsit; esta era la única inscripción. El conjunto daba la impresión de que era obra de un aficionado. Lo que se proponía el señor Britnell al fijar un precio de 2 libras y 2 chelines a un objeto como aquel era algo que el señor Williams no alcanzaba a comprender. Lo volvió con gesto desdeñoso; en el dorso había un marbete de papel cuya mitad izquierda había sido arrancada. Todo lo que quedaba eran los extremos de dos líneas escritas a mano: la primera conservaba las letras —ngley Hall; la segunda —ssex.

Tal vez valiese la pena identificar aquel lugar, lo que podría hacerse fácilmente con la ayuda de un nomenclador geográfico, y devolver luego el grabado al señor Britnell con algunas observaciones que hiciesen desmerecer la opinión de este caballero. Encendió las velas, pues había oscurecido, hizo el té y se lo sirvió al amigo con quien había estado jugando al golf (pues creo que las autoridades de la universidad a que me refiero se entregan a este ejercicio por vía de esparcimiento); así pues, tomaron el té sumidos en una conversación que las personas que juegan al golf pueden imaginar por sí mismas, pero que un escritor escrupuloso no tiene derecho a infligir a quienes no son aficionados a este deporte.

Llegaron a la conclusión de que ciertos golpes podrían haber sido mejores, y de que en ciertos lances ninguno de los dos había conocido la suerte que todo ser humano tiene derecho a esperar. Fue entonces cuando el amigo —llamémosle profesor Binks— cogió el grabado y preguntó:

—¿Conoces este lugar, Williams?

—Eso es precisamente lo que me propongo averiguar —contestó Williams, acercándose al estante en busca de un nomenclador—. Mira en el dorso. Es algo que termina en —ngley Hall, y está en Sussex o en Essex. Como ves, la mitad del nombre ha desaparecido. ¿Lo conoces tú por casualidad?

—Supongo que proviene de ese Britnell, ¿no es así? —dijo Binks—. ¿Es para el museo?

—Bueno, creo que lo compraría si costase cinco chelines —repuso Williams—, pero por alguna razón inexplicable pide dos guineas, no concibo por qué. Es un grabado pésimo, y ni siquiera tiene alguna figura para animarlo un poco.

—A mi juicio no vale dos guineas, pero no creo que sea tan malo. La luz de la luna me parece bastante lograda; y juraría que sí tiene figuras, por lo menos una, justo en la parte baja.

—Veamos —dijo Williams—. Bueno, es cierto que la luz está bastante lograda. ¿Dónde está la figura? ¡Ah, sí! Unicamente la cabeza, en la parte baja del grabado.

Y, en efecto, en el borde inferior del grabado veíase apenas un borrón negro, la cabeza de un hombre o de una mujer muy arrebujada, dando la espalda al espectador y mirando hacia la casa. Williams no lo había advertido antes.

—Sin embargo —dijo—, aunque es mejor de lo que yo creía, no puedo gastar dos guineas de los fondos del museo en una lámina de un lugar no identificado.

El profesor Binks tenía trabajo y no tardó en marcharse. Hasta casi la hora de la cena, Williams se enfrascó en un vano intento de identificar el tema de su lámina. Si se hubiera conservado la vocal anterior al grupo ng, pensó, habría sido bastante fácil lograrlo; pero tal como estaba, el nombre podía ser cualquiera desde Guestingley hasta Langley, y había muchos más nombres acabados en —ngley de los que él creía; además, aquella birria de libro no tenía índice de terminaciones.

En el colegio universitario de Williams la cena era a las siete. No es necesario extenderse sobre lo que se habló durante la misma, tanto menos cuanto que Williams se reunió allí con colegas que habían pasado la tarde jugando al golf y las conversaciones que mantuvieron —todas referentes a este deporte— no nos interesan en absoluto.

Calculo que después de la cena pasaron una hora o más de tertulia en lo que llamaban el casino. Ya avanzada la velada, algunos acompañaron a Williams a sus habitaciones, y no me cabe la menor duda de que se jugó al whist y se fumaron puros. Durante un momento de calma en estas operaciones, Williams recogió el grabado de la mesa, sin mirarlo, y se lo alargó a una persona que se interesaba moderadamente por el arte, contándole de dónde procedía y los demás detalles que ya conocemos.

El caballero lo cogió con indiferencia, lo miró y luego, en un tono que denotaba cierto interés, dictaminó:

—Es en verdad una obra de excelente factura, Williams; capta muy bien el ambiente del período romántico. La luz está admirablemente lograda, a mi juicio, y la figura, aunque bastante grotesca, no deja de ser imponente.

—Sí, ¿verdad? —dijo Williams, que estaba ocupado en servir whisky con soda a sus huéspedes y no pudo cruzar la estancia para contemplar de nuevo el grabado.

Se había hecho ya bastante tarde, y los visitantes se despidieron. Después de que se marcharon, Williams tuvo que escribir una o dos cartas y resolver algún cabo suelto en su trabajo. Por fin, pasada ya la medianoche, se dispuso a acostarse, y apagó el quinqué después de encender la vela de su alcoba. El grabado estaba vuelto hacia arriba sobre la mesa donde lo dejara el último que lo había examinado, y le llamó la atención en el momento en que se extinguía la luz del quinqué. Lo que vio estuvo a punto de hacer que dejase caer al suelo la vela, y ahora confiesa que si en aquel momento se hubiese quedado a oscuras le habría dado un ataque. Pero como no fue así, pudo dejar la vela sobre la mesa y contemplar largo rato el grabado. No cabía duda; era totalmente imposible pero absolutamente cierto. En medio del césped, delante de la mansión desconocida, había una figura donde a las cinco de aquella tarde no se veía ninguna. Arrebozada en una extraña vestidura negra con una cruz blanca en la espalda, se dirigía a gatas hacia la casa. Ignoro cuál es el método ideal que debe seguirse en una situación de esta índole. Sólo puedo decirles lo que hizo el señor Williams. Cogió el grabado por una esquina y lo llevó a una segunda serie de habitaciones de su pertenencia, en el lado opuesto del pasillo. Allí lo guardó bajo llave en un cajón y cerró Jas puertas de las dos series de cuartos. Luego se acostó, no sin antes redactar y firmar declaración del extraordinario cambio que había experimentado el grabado desde que llegara a sus manos.

Tardó bastante en conciliar el sueño; pero resultaba confortante pensar que el comportamiento del grabado no se basaba única y exclusivamente en su propio testimonio.

Era evidente que el sujeto que lo examinara aquella noche había visto algo similar a lo que él vio; de no ser así, habría podido pensar que sus ojos o su cerebro estaban gravemente afectados. Mas como tal posibilidad quedaba por fortuna excluida, dos tareas le aguardaban a la mañana siguiente. Tenía que hacer un cuidadoso inventario del contenido del grabado, llamando a un testigo con este objeto, y tenía que hacer un decidido esfuerzo para averiguar qué casa era la que reproducía el grabado. Invitaría por tanto a su vecino Nisbet a desayunar con él, y a continuación se pasaría la mañana consultando el nomenclador.

Nisbet no tenía ningún compromiso y llegó a eso de las nueve y media. Pese a lo avanzado de la hora, su anfitrión aún no estaba completamente vestido. Mientras desayunaban, Williams no mencionó para nada el grabado, excepto para decir que tenía uno sobre el que deseaba que Nisbet le diese su opinión. Pero aquellos que estén familiarizados con la vida universitaria podrán imaginar la vasta y deliciosa serie de temas sobre los que probablemente versaría la conversación de dos colegas de la universidad de Canterbury durante el desayuno de una mañana dominical. Apenas dejaron sin tocar un solo tópico en materia de golf o de tenis. No obstante, me veo obligado a confesar que Williams estaba bastante distraído, pues su interés, como es natural, se centraba en el extrañísimo grabado que ahora descansaba, boca abajo, en el cajón de la habitación de enfrente.

Por fin encendieron la pipa matinal y llegó el ansiado momento. Tan agitado que casi temblaba, cruzó el pasillo, abrió el cajón, sacó el grabado, todavía vuelto hacia abajo, regresó a toda prisa a su cuarto y lo puso en manos de Nisbet.

—Ahora —dijo— quiero que usted me diga con exactitud lo que ve en ese grabado. Descríbalo, si no le importa, minuciosamente. Luego le diré por qué.

—Bueno, tenemos aquí una vista de una casa de campo, inglesa, supongo, al claro de luna.

—¿Al claro de luna? ¿Está usted seguro?

—Segurísimo. La luna parece estar en cuarto menguante, ya que quiere usted detalles, y hay nubes en el cielo.

—Muy bien. Continúe. Juraría —añadió Williams en un aparte— que no había luna cuando lo vi por primera vez.

—Bueno, no hay mucho más que decir —prosiguió Nisbet—. La casa tiene una... dos... tres hileras de ventanas, cinco en cada hilera, excepto en la de abajo, donde hay un pórtico en lugar de la ventana del centro, y...

—Pero, ¿y las figuras? —preguntó Williams con evidente interés.

—No hay ninguna; pero...

—¡Cómo! ¿No hay una figura delante, sobre la hierba?

—Ni rastro.

—¿Lo juraría usted?

—Ciertamente. Pero hay otra cosa.

—¿De qué se trata?

—Una de las ventanas del piso bajo, la de la izquierda de la puerta, está abierta.

—¿De veras? ¡Dios mío! Debe de haber entrado —dijo Williams con gran excitación.

Se precipitó hacia el respaldo del sofá en que estaba sentado Nisbet, le arrebató el grabado y comprobó el cambio con sus propios ojos. Era cierto. No había figura alguna, y la ventana estaba abierta. Enmudecido por la sorpresa, Williams se dirigió a la mesa de despacho y escribió apresuradamente unas líneas. Luego entregó dos hojas de papel a Nisbet y le pidió primero que firmase una de ellas, la que contenía la descripción del grabado que acaban ustedes de oír; a continuación le hizo leer la otra, que era la declaración que había escrito la noche anterior.

—¿Qué significará todo esto? —preguntó Nisbet.

—Eso quisiera saber yo... Bueno, hay una cosa que tengo que hacer..., mejor dicho, tres. Debo enterarme de lo que vio Garwood —este era su visitante de la noche pasada—, luego debo hacer que fotografíen el grabado antes de que experimente un nuevo cambio y, por último, tengo que descubrir de qué lugar se trata.

—Yo mismo puedo fotografiarlo —dijo Nisbet—, y lo haré con mucho gusto. Pero, ¿sabe usted?, tengo la impresión de que estamos asistiendo al desarrollo de una tragedia en algún sitio. La cuestión es esta: ¿ha sucedido ya o está a punto de suceder? Tiene que descubrir de qué lugar se trata. Sí —añadió mirando de nuevo el grabado—, creo que tiene usted razón; ha entrado en la casa. Y si no me equivoco se va a armar la de Dios es Cristo en una de las habitaciones de arriba.

—Le diré lo que voy a hacer: llevaré el grabado al viejo Green —se refería al colega más antiguo del colegio universitario, del que había sido tesorero muchos años—. Es muy probable que él conozca la mansión. Tenemos propiedades en Essex y en Sussex, y en sus buenos tiempos debió de recorrer de cabo a rabo los dos condados.

—Sí, es probable que él lo sepa. Pero antes déjeme tomar la fotografía. Aunque, ahora que me acuerdo, me parece que Green no está aquí hoy. Anoche no cenó con nosotros, y creo que le oí decir que iba a pasar fuera el domingo.

—Es verdad —asintió Williams—; ha ido a Brighton. Bien, si usted va a tomar la fotografía, iré a buscar a Garwood para obtener su declaración. Y no lo pierda de vista mientras estoy fuera... Empiezo a creer que dos guineas no es un precio exorbitante.

Al poco rato volvió, acompañado por Garwood. Este decía en su declaración que la figura, cuando él la vio, estaba separada del borde inferior del grabado, pero que no se había adentrado mucho en el césped. Recordaba una marca blanca en la espalda del ropaje, aunque no podía asegurar que fuese una cruz. Se redactó y firmó un documento en tal sentido, y Nisbet fotografió el grabado.

—Y ahora, ¿qué piensa usted hacer? —preguntó—. ¿Se va a quedar sentado todo el día observándolo?

—No, creo que no —contestó Williams—. Me inclino a pensar que estamos predestinados a presenciarlo todo desde el principio hasta el fin. Entre la hora que yo lo vi anoche y esta mañana ha habido tiempo suficiente para que sucedan muchas cosas, pero la figura se limitó a entrar en la casa. Podría fácilmente haber realizado sus propósitos en ese tiempo y haber vuelto a su sitio: no obstante, el hecho de que la ventana siga abierta significa, a mi juicio, que aún está dentro. De suerte que me siento bastante tranquilo abandonándolo por el momento. Y además, no sé por qué, me parece que no cambiará mucho, si es que cambia, mientras sea de día. Podríamos salir a dar un paseo esta tarde y volver a la hora del té, o cuando oscurezca. Lo dejaré aquí, sobre la mesa, y cerraré la puerta. Mi criado es el único que puede entrar.

Los tres coincidieron en que era un buen plan. Además, si pasaban la tarde juntos sería menos probable que hablasen del asunto a otras personas; cualquier rumor que se filtrase acerca de una operación como la que se estaba llevando a cabo haría caer sobre ellos a todos los miembros de la Sociedad Fantasmológica.

Démosles, pues, un respiro hasta las cinco de la tarde.

A esa hora, poco más o menos, subían los tres la escalinata del alojamiento de Williams. Al principio se sintieron ligeramente alarmados al ver que la puerta de sus habitaciones estaba entreabierta, pero recordaron al punto que los domingos los sirvientes del colegio universitario venían a recibir instrucciones una hora más temprano que los días de semana. No obstante, les aguardaba una sorpresa. Lo primero que vieron fue el grabado apoyado contra una pila de libros sobre la mesa, tal y como lo habían dejado, y a continuación al sirviente de Williams, sentado en un sillón delante del cuadro, contemplándolo con ojos horrorizados. ¿Cómo era posible? Filcher —el nombre no es invención mía14— era un sirviente de categoría, cuyas normas de etiqueta servían de modelo a todos los demás criados del colegio y aun a los de otros colegios vecinos; nada podía ser más contrario a su modo de comportarse que encontrarle sentado en el sillón de su amo o demostrando un particular interés por sus muebles o sus cuadros. A decir verdad, el propio Filcher parecía sentir lo mismo. Dio un violento respingo cuando los tres entraron en la habitación y se levantó haciendo un visible esfuerzo. Luego dijo:

—Ruego al señor que me perdone por haberme tomado la libertad de sentarme.

—No tiene importancia, Robert —le tranquilizó el señor Williams—. Precisamente quería preguntarle lo que pensaba usted de ese grabado.

—Bueno, señor, por supuesto no pretendo equiparar mi opinión a la suya, pero no es un cuadro que yo colgaría donde mi hijita pudiese verlo.

—¿No lo haría, Robert? ¿Y por qué?

—No, señor. No lo haría porque recuerdo que mi pobre niña, en una ocasión, vio una Biblia con estampas que no eran ni la mitad de impresionantes que esa y tuvimos que pasar con ella tres o cuatro noches en vela, y puedo asegurarle que no exagero. Si llegase a ver ese esqueleto, o lo que sea, llevándose al pobre crío, le daría un soponcio. Ya sabe usted lo que pasa con los niños, lo nerviosos que se ponen con cualquier cosita. Pero yo diría que no me parece un cuadro apropiado para dejarlo por ahí, señor, donde pueda verlo cualquier persona propensa a asustarse. ¿Necesitará, usted algo esta tarde? Gracias, señor.

Con estas palabras el buen hombre se fue para proseguir la ronda por las habitaciones de sus amos, y el lector puede estar seguro de que los tres caballeros no perdieron tiempo en congregarse en torno al grabado. Allí seguía la casa, bajo el menguante de la luna y las nubes errantes. La ventana anteriormente abierta estaba ahora cerrada, y la figura se hallaba de nuevo en el césped; pero esta vez no andaba a gatas, cautelosamente, sino que iba erguida, caminando a grandes trancos hacia la parte baja del grabado. Tenía la luna a sus espaldas, y el negro ropaje le tapaba en parte el rostro; los espectadores se sintieron profundamente agradecidos de que sólo fueran visibles unos cuantos cabellos dispersos y una blanca frente abombada. Tenía la cabeza inclinada y los brazos aferraban con fuerza un borroso objeto que podía identificarse como una criatura, aunque era imposible saber si estaba viva o muerta. Tan sólo las piernas de la figura se distinguían con claridad, y eran horriblemente flacas.

Desde las cinco hasta las siete los tres amigos se turnaron para vigilar el grabado. Pero no se produjo el menor cambio. Por fin acordaron que no habría inconveniente en dejarlo y que volverían después de la cena para esperar ulteriores acontecimientos.

Cuando se reunieron de nuevo, lo más pronto posible, el grabado seguía allí, pero la figura había desaparecido y la casa aparecía tranquila bajo los rayos de la luna. No había nada que hacer salvo pasar la velada consultando nomencladores y guías de viaje. Finalmente fue Williams el afortunado, y tal vez lo mereciese. A las once y media leyó en la Guía de Essex, de Murray, el siguiente párrafo:

16 ¹/2 millas, Anningley. La iglesia es una interesante construcción de la época normanda, pero fue ampliamente restaurada en el siglo pasado, imitando el estilo clásico. Contiene la tumba de la familia Francis, cuya mansión, Anningley, sólido edificio de la época de la reina Ana, se alza inmediatamente detrás del cementerio parroquial, en medio de un parque de unas 35 hectáreas. La familia se ha extinguido, pues en 1802 desapareció misteriosamente cuando era niño el último heredero. El padre, Arthur Francis, era conocido en los alrededores como un talentoso grabador al aguatinta aficionado. Tras la desaparición de su hijo vivió en total aislamiento en la mansión, y fue hallado muerto en su taller al cumplirse el tercer aniversario de la desgracia, cuando acababa de terminar un grabado que representa la casa y del que apenas existen ejemplares.

Parecía haber acertado; y en efecto, cuando regresó el señor Green, indentificó en el acto la casa del grabado como Anningley Hall.

—¿Existe alguna explicación para lo de la figura, Green? —fue la pregunta que naturalmente hizo Williams.

—La verdad es que no lo sé, Williams. La versión que corría por el lugar la primera vez que lo visité, mucho antes de que viniera aquí, era sencillamente esta: el viejo Francis tenía gran inquina a los cazadores furtivos, y siempre que se le presentaba una oportunidad no paraba hasta conseguir que el individuo que consideraba sospechoso fuera expulsado de sus dominios; y así, poco a poco, logró desembarazarse de todos excepto uno. Los hacendados podían hacer en aquel entonces muchas cosas que ahora ni siquiera se atreverían a imaginar. Pues bien, ese hombre que quedó era lo que se encuentra muy a menudo en esa comarca... el último superviviente de una familia muy antigua. Creo que en otra época fueron los señores de la solariega mansión. Recuerdo un caso exactamente igual que se dio en mi propia parroquia.

—Como el personaje de Teresa de los Urbervilles —comentó Williams.

—Supongo que sí; es un libro que nunca fui capaz de leer. Pero el individuo en cuestión podía mostrar en la iglesia una hilera de tumbas de sus antepasados, y todo aquello acabó por amargarle un poco; en cuanto a Francis, según se decía, no podía acusarle de nada, pues siempre se las arreglaba para mantenerse dentro de la ley... hasta que una noche los guardabosques le sorprendieron con las manos en la masa en un bosque situado en un extremo de la finca. Aun ahora podría mostrarle el lugar exacto; linda con unas tierras que pertenecieron a un tío mío. Gomo podrá suponer hubo trifulca; y aquel hombre... Gawdy... sí... así se llamaba con toda seguridad, sabía que me acordaría, fue lo bastante infortunado, ¡pobre diablo!, para matar de un tiro a un guardabosque. Bueno, esto era lo que necesitaba Francis, y un gran jurado... ya imaginará usted lo que serían por aquel entonces. Pues bien, al pobre Gawdy lo ahorcaron visto y no visto. Me enseñaron el sitio donde está enterrado, en el lado norte de la iglesia... Ya conoce usted la costumbre en aquella comarca: a los que mueren en la horca y a los suicidas los entierran en ese lado. Y lo que se creía era que algún amigo de Gawdy (no un pariente, porque el pobre diablo no los tenía, era el último de su estirpe, una suerte de spes ultima gentis) debió de planear apoderarse del niño de Francis y acabar también con su linaje. No sé, me parece muy inverosímil que a un cazador furtivo de Essex se le ocurriera algo así... pero ahora diría que fue el propio Gawdy quien llevó a cabo la tarea. ¡Resulta odioso pensar en ello! Tome un whisky, Williams.

Williams comunicó los hechos a Dennistoun, y por medio de él a un abigarrado grupo del que formamos parte el catedrático saduceo de Ofiología y yo. Lamento tener que decir que cuando preguntaron a este lo que pensaba del asunto, se limitó a decir: «Oh, hay gente capaz de inventar cualquier cosa», opinión que fue acogida como se merecía.

Solamente me resta añadir que el grabado se encuentra actualmente en el Museo Ashleiano; que se ha analizado para descubrir el posible empleo de tinta simpática, pero sin resultado; que el señor Britnell no sabía nada acerca del grabado salvo que estaba seguro de que se salía de lo corriente, y que, aunque cuidadosamente vigilado, no se tienen noticias de que haya vuelto a producirse ningún cambio.

Antología de la novela corta universal
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml