STEPHEN CRANE - EL BOTE DE REMOS
STEPHEN CRANE
ESTADOS UNIDOS
STEPHEN CRANE 1871-1900 Decimocuarto hijo de un pastor metodista de Nueva Jersey, Stephen Crane murió antes de cumplir los treinta años. A pesar de la brevedad de su vida, escribió novelas, cuentos y poemas que ocupan catorce volúmenes. Fue uno de los primeros y más destacados escritores de la escuela realista norteamericana.
NINGUNO SABÍA de los colores del cielo. Todos los ojos estaban clavados en las olas que avanzaban hacia ellos. Eran olas de color pizarra excepto sus blancas y espumantes crestas, y todos los hombres conocían los colores de la mar. La línea del horizonte se estrechaba y extendía, se elevaba y se hundía, pero siempre aparecía quebrada por las olas que sobresalían como rocas puntiagudas. En muchas casas habría bañeras mayores que el bote en que los hombres cabalgaban sobre la mar. Las olas escondían una intencionada maldad tras su bárbara y escabrosa altura.
El cocinero iba en cuclillas en el fondo, y sólo quince centímetros de borda le separaban del océano. Llevaba las mangas enrolladas en sus gruesos antebrazos, y los picos del desabrochado chaleco quedaban colgando cada vez que se agachaba para achicar el bote. De vez en cuando exclamaba: «¡Dios! De esa nos libramos por los pelos».
El engrasador, que trataba de timonear con uno de los dos remos del bote, se levantaba a veces bruscamente para esquivar el agua que saltaba por la popa. El remo, pequeño y delgado, parecía siempre a punto de quebrarse. El corresponsal, tirando del otro remo, vigilaba las olas y se preguntaba qué pintaba él allí.
El capitán, herido, iba recostado en la proa y sumido en esa profunda depresión e indiferencia que, temporalmente al menos, se apodera de los más valientes y esforzados cuando, sin poderlo remediar, la compañía quiebra, el ejército es derrotado, o el barco se hunde.
La mente del patrón de un barco está profundamente enraizada en su maderaje, y a este capitán se le había quedado grabada una escena que se desarrollaba a la luz gris del alba y en la que aparecían siete caras vueltas y, después, un trozo de mastelero con una bola blanca que azotaba desacompasadamente a las olas e iba hundiéndose poco a poco, hasta desaparecer. Por eso, la voz del capitán, aunque firme, estaba preñada de dolor y tenía ese tono que sólo se adquiere cuando se está más allá de la oración y del llanto.
—Mantenlo un poco más al sur, Billie —dijo.
—Un poco más al sur, señor —contestó el engrasador desde la popa.
Un asiento en este bote no era muy diferente de un asiento en el lomo de un potro cerril, y, desde luego, un potro salvaje no es mucho más pequeño. El bote se encabritaba y corveteaba y daba cabriolas como un animal. Cuando se aproximaba una ola se disponía a salvarla, parecía un caballo que se enfrenta a un obstáculo demasiado alto. Su forma de trepar por las murallas de agua parecía algo sobrenatural. Luego, después de chocar despreciativamente contra una cresta, se deslizaba, corría y chapoteaba por la larga pendiente hasta quedar balanceándose y cabeceando ante la siguiente amenaza.
En un chinchorro de diez pies se puede uno formar una idea del poder de la mar por la línea de las olas, lo que no es posible con una experiencia normal. Cuando se acerca un muro de agua gris-pizarra, todo lo demás desaparece de la vista, y no es extraño imaginar que esta ola en particular es el último ataque del océano, el último esfuerzo de la despiadada mar. Había una gracia terrible en el movimiento de las olas que se acercaban silenciosas, salvo en sus aullantes crestas.
En la pálida luz, las caras de los hombres debían parecer grises. Sus ojos debían tener brillos extraños cuando mirasen fijamente hacia la popa. Vista desde un balcón, toda la escena debía ser sin duda fantásticamente pintoresca. Pero los hombres del bote tenían otras cosas en que ocupar sus pensamientos. El sol se había elevado firmemente en el cielo, pero fue el color de las olas que avanzaban hacia ellos, al cambiar de pizarra a verde esmeralda, lo que les había indicado que era pleno día.
El cocinero y el corresponsal, con frases entrecortadas, discutían sobre la diferencia entre una estación de salvamento y un refugio. El cocinero había dicho:
—Hay un refugio al norte del faro de la Ensenada del Mosquito, y en cuanto nos vean, su dotación saldrá a recogernos en un bote.
—Los refugios no tienen dotaciones —dijo el corresponsal—. Sólo son sitios donde se guardan ropa y comida para los náufragos. No tienen dotación.
—Sí, sí tienen —dijo el cocinero.
—No, no la tienen —contestó el corresponsal.
—De todas formas aún no hemos llegado allí —dijo el engrasador desde la popa.
—Bueno —dijo el cocinero—, quizá no sea un refugio lo que yo recuerdo que hay cerca del faro de la Ensenada del Mosquito. Quizá sea una estación de salvamento.
—Todavía no hemos llegado allí —repitió el engrasador desde la popa.
CUANDO EL bote saltaba desde lo alto de cada ola, el viento alborotaba los cabellos de los hombres y los salpicaba de espuma. La cresta de cada ola era como una montaña desde cuya cima los hombres podían ver, momentáneamente, una amplia y tumultuosa extensión de agua, brillante y surcada por el viento. Probablemente era algo magnífico, algo esplendoroso, este juego de la mar en libertad.
—Al menos tenemos la suerte de que el viento sople hacia tierra —dijo el cocinero—. Si no, no tendríamos ninguna probabilidad.
—Tienes razón —dijo el corresponsal.
El atareado engrasador asintió con la cabeza.
El capitán, desde proa, soltó una risita ahogada que expresaba ironía, desprecio y tragedia al mismo tiempo.
—¿Creéis que ahora tenemos muchas posibilidades, muchachos? —dijo.
Los tres quedaron en silencio. Expresar cualquier optimismo en sus circunstancias era infantil y estúpido. Por otra parte, la ética de su situación prohibía cualquier sugerencia directa de desesperanza. Así, preferían callar.
—Bueno —dijo el capitán, calmando a sus niños—, ya veréis como llegamos a tierra.
Pero había algo en su tono que hizo exclamar al engrasador:
—¡Sí! ¡Si el viento se mantiene!
El cocinero estaba achicando:
—¡Sí! Si no nos vamos al infierno en las rompientes.
Las afelpadas gaviotas se acercaban y se alejaban. Algunas veces se posaban confortablemente en el agua, cerca de mantas de algas pardas. Algunos de los hombres del bote sentían envidia de estas aves porque la ira de la mar les importaba tanto como a las bandadas de gallinas silvestres que se encontraban a mil millas tierra adentro. A menudo se acercaban mucho y miraban fijamente a los hombres con ojos como abalorios negros, y este escrutinio sin parpadeos tenía algo de misterioso y siniestro. Los hombres les gritaban con rabia y les decían que se alejasen. Una de ellas se acercó, sin duda con la intención de posarse en la cabeza del capitán. El pájaro volaba paralelo al bote y daba saltitos de costado en el aire. Sus negros ojos estaban ávidamente fijos en la cabeza del capitán.
—Bestia horrible —dijo el engrasador al pájaro. El cocinero y el corresponsal lo maldecían. El capitán hubiese querido darle un manotazo, pero todo lo que se pareciese a un movimiento brusco habría hecho zozobrar el sobrecargado bote; por eso el capitán trataba de alejarlo suave y cuidadosamente con la mano abierta. Cuando al fin se cansó de su persecución, todos respiraron más tranquilos porque aquel pájaro les había impresionado como si tuviera un significado horrible y ominoso.
Mientras tanto, el engrasador y el corresponsal continuaban remando. Ambos se sentaban en la misma bancada y cada uno bogaba con un remo. Luego el engrasador cogía los dos remos; después los cogía el corresponsal; luego el engrasador; luego el corresponsal.
Y remaban y remaban. El momento más difícil era cuando al que se reclinaba en la popa le llegaba su turno en los remos. Es más fácil robar los huevos a una gallina clueca que cambiar de sitio en un chinchorro. Primero, el hombre de popa debe deslizar su mano por la bancada y comenzar a moverse. Luego, el que está a los remos tiene que deslizar la mano por la otra bancada. Todo debe hacerse con el más extraordinario de los cuidados. En el momento de cruzarse, todos los ojos estaban fijos en la siguiente ola.
—¡Cuidado ahora! ¡Quietos! —gritaba el capitán.
Las manchas pardas de las algas que se veían de cuando en cuando eran como islas, como pedacitos de tierra. Aparentemente, no se desplazaban; para todos los efectos permanecían estacionarias, y su supuesta inmovilidad decía a los hombres del bote que estaban avanzando lentamente hacia tierra.
El capitán se incorporó cuidadosamente en la popa y, después de remontarse sobre una ola inmensa, dijo que había visto el faro de la Ensenada del Mosquito. Poco después, el cocinero dijo que también lo había visto. El corresponsal estaba a los remos y también quería mirar, pero daba la espalda a la costa y las olas eran peligrosas, así que hubo de pasar algún tiempo hasta que tuvo la oportunidad de volver la cabeza. Pero al fin llegó una ola más suave que las otras, y cuando estuvieron en su cresta, exploró rápidamente el horizonte hacia el oeste.
—¿Lo ha visto? —preguntó el capitán.
—No —repuso lentamente el corresponsal—, no he visto nada.
—Mire otra vez —dijo el capitán. Luego señaló con el dedo—. Está exactamente en aquella dirección.
Desde la cima de otra ola, el corresponsal hizo como le decían, y esta vez sus ojos descubrieron algo pequeño e inmóvil al borde del oscilante horizonte. Era como la punta de un alfiler. Sólo una mirada llena de ansiedad podría descubrir un faro tan pequeño.
—¿Cree que llegaremos, capitán?
—Si el viento no cambia y no nos hundimos, no podemos menos de llegar —dijo el capitán.
El chinchorro, elevado por las enormes olas y castigado duramente por sus crestas, continuaba avanzando. De vez en cuando, un gigantesco golpe de mar, como blancas llamas, se abatía sobre el bote.
—Achica, cocinero —decía el capitán tranquilamente.
—Está bien, capitán —contestaba el risueño cocinero.
LA SUTIL hermandad de los hombres quedó aquí establecida en la mar. Ninguno la mencionaba, pero todos sentían su presencia y su calor. Eran un capitán, un engrasador, un cocinero y un corresponsal, y estaban unidos férreamente por una amistad indestructible. El capitán, herido y recostado en la proa contra el barrilito del agua, hablaba siempre con voz calmosa y baja, pero nunca podría haber mandado una dotación más diligente y obediente que aquella mezcolanza de los tres hombres tripulantes del chinchorro. Se trataba de algo más que el mero reconocimiento de lo que era mejor para la seguridad común. Existía una camaradería, que el corresponsal, que había aprendido a desconfiar cínicamente de los hombres, reconocía incluso en aquellos momentos como la mejor experiencia de su vida. Pero nadie hablaba de ella. Nadie la mencionaba.
—Si tuviésemos una vela... —comentó el capitán—. Podríamos probar con mi capote en la punta de un remo y daros así una oportunidad para que descanséis un poco vosotros.
El cocinero y el corresponsal sujetaron verticalmente un remo y extendieron el capote. El engrasador se encargó de llevar el rumbo, y el botecito avanzó más rápido con su nuevo aparejo. A veces el engrasador tenía que cinglar a toda prisa para evitar que una ola rompiese sobre el bote, pero por lo demás todo fue bien.
Entretanto, el faro se había ido haciendo lentamente más grande. Ahora casi tenía color y se dibujaba sobre el horizonte como una pequeña sombra gris. Por fin, los hombres del zarandeado bote pudieron ver tierra desde la cresta de una ola: una alargada y negra sombra sobre la mar, más delgada que el papel.
—Debemos estar frente a New Smyrna —dijo el cocinero, que había costeado con frecuencia aquella zona en las goletas—. A propósito, capitán, creo que esa estación de salvamento está abandonada hace más de un año.
—Ah, sí —dijo el capitán.
El viento se fue quedando lentamente. El cocinero y el corresponsal no se veían ahora esclavizados para mantener el remo vertical. El chinchorro, ahora sin avanzar, luchaba penosamente con las olas. El engrasador y el corresponsal se vieron obligados a volver a coger los remos.
Los naufragios ocurren cuando menos se piensa. Si los hombres se preparasen para hacerles frente, y sólo ocurriesen cuando se está perfectamente entrenado, la mar cobraría menos víctimas. Ninguno de los cuatro hombres del bote había dormido casi durante los dos días y dos noches que precedieron al naufragio, y con la excitación de gatear por la cubierta de un barco que se hunde, habían olvidado alimentarse debidamente.
El corresponsal se asombraba al pensar que hay gente que encuentra divertido remar en un bote. No era una diversión; era un castigo diabólico, un horror para los músculos y un crimen contra la espalda. Al dejar escapar estos pensamientos en voz alta, el extenuado engrasador le sonrió lleno de comprensión. Antes del naufragio, el engrasador había trabajado a doble guardia en el cuarto de máquinas del buque.
—Tomadlo ahora con calma, muchachos —dijo el capitán—. No os agotéis. Si tenemos que pasar las rompientes vais a necesitar todas vuestras fuerzas, porque habrá que nadar para ganar la costa. Tomadlo con calma.
La tierra se fue elevando lentamente de la mar. La línea negra se convirtió en dos, una blanca y otra negra: arena y árboles. Al cabo de un tiempo el capitán dijo que podía distinguir una casa.
—Entonces se trata del refugio —dijo el cocinero—. Pronto nos verán y vendrán a buscarnos.
La altura del faro cada vez se destacaba más en la lejanía.
—Si el torrero está mirando con un catalejo ya nos podrá distinguir —dijo el capitán—. Seguro que avisará al equipo de salvamento.
—Ninguno de los otros botes debe de haber llegado a tierra para dar la noticia del naufragio —dijo el engrasador en voz baja—. Si no ya estarían buscándonos.
La tierra fue emergiendo de la mar lenta y maravillosamente. El viento volvió a soplar; había rolado del nordeste al sudeste. Finalmente, un nuevo ruido llegó hasta los oídos de los náufragos: era el ronco tronar de las rompientes.
—Pon la proa un poco más al norte, Billie —dijo el capitán.
—Un poco más al norte, señor —contestó el engrasador.
El chinchorro viró su proa una vez más hacia el viento, y todos, excepto el que remaba, pudieron ver cómo crecía la costa. Las dudas y el terrible temor comenzaron a abandonar los pensamientos de los hombres. Dentro de una hora, quizá, ya estarían en tierra.
Los espinazos se habían acostumbrado perfectamente al balanceo del bote, y los hombres cabalgaban ahora su potro salvaje como jinetes de circo. El corresponsal creía que estaba calado hasta los huesos, pero en un bolsillo de su chaqueta encontró cuatro cigarros completamente secos. Después de cuidadosa búsqueda, alguien sacó unas cerillas, también secas, y los cuatro náufragos navegaron insolentemente en su bote y, con la seguridad de un inminente salvamento brillándoles en los ojos, aspiraron el humo de los puros. Todos bebieron un sorbo de agua.
—COCINERO —comentó el capitán—, no parece que en tu refugio haya señales de vida.
—No —contestó el cocinero—. Es raro que no nos vean.
Ante sus ojos se extendía una ancha zona de costa baja formada por dunas coronadas por una oscura vegetación. Algunas veces podían distinguir la blanca espuma de una ola avanzar por la playa. Una pequeña casita se dibujaba en negro contra el cielo. Hacia el sur, el delgado faro erguía su pequeña estatura gris.
La marea, el viento y las olas arrastraban el bote hacia el norte.
—Es raro que no nos vean —comentaban los hombres.
El rugir de las rompientes llegaba apagado, pero su tono era potente y atronador. Cuando el bote se elevaba sobre una ola, los hombres quedaban escuchando.
—Seguro que nos hundimos —decían todos.
Conviene decir ahora que no existía estación de salvamento en veinte millas a la redonda, pero los hombres no lo sabían. Su optimismo se había borrado por completo. Cuatro hombres ceñudos, sentados en un chinchorro, hacían oprobiosos e insultantes comentarios sobre la vista de los hombres del servicio de salvamento de la nación. Era fácil para sus alertadas mentes evocar escenas de toda clase de incompetencia y ceguera, y, desde luego, de cobardía. Allí, frente a ellos, estaba la costa de un populoso país, y resultaba amargo que nadie les hiciese señal alguna.
—Bueno —dijo por fin el capitán—. Supongo que habremos de intentarlo sin ayuda de nadie. Si permanecemos aquí mucho más tiempo, a ninguno nos van a quedar fuerzas para nadar cuando el bote se hunda.
El engrasador, que estaba a los remos, puso la proa del bote hacia la costa. Bruscamente, los músculos se tensaron y todos se pusieron a pensar.
—Si no llegamos todos a la costa... —dijo el capitán—. Si no llegamos todos a la costa, me figuro que todos sabéis a quién avisar de mi muerte.
Todos intercambiaron brevemente algunas direcciones y mensajes. En cuanto a los pensamientos de los hombres, todos estaban dominados por la rabia y quizá los formulasen así: «Si tengo que ahogarme..., si tengo que ahogarme, ¿por qué, en nombre de los siete dioses locos que reinan en la mar, me han dejado llegar tan lejos y contemplar la arena y los árboles? Si el Destino ha decidido ahogarme, ¿por qué no lo hizo al principio y me ahorró todo este sufrimiento? Todo esto es absurdo... Pero no, no puede querer ahogarme. No se atreverá a ahogarme después de toda esta faena». Luego, el hombre quizá hubiese tenido el impulso de amenazar con el puño a los cielos: «¡Atrévete a ahogarme ahora y te juro que oirás mis maldiciones!»
Las olas que avanzaban hacia ellos eran cada vez más formidables. Siempre parecían a punto de romper sobre el bote y envolverlo en un torbellino de espuma. La costa aún estaba lejos. El engrasador era un buen conocedor de las rompientes.
—Muchachos —dijo precipitadamente—, el bote no aguantará tres minutos más y estamos demasiado lejos para llegar nadando. ¿Pongo proa a la mar, capitán?
—Sí—dijo el capitán—. ¡Y hazlo rápido!
El engrasador, mediante una serie de rápidos milagros y un veloz y firme movimiento de los remos, hizo virar al chinchorro en las mismas rompientes y volvió a internarlo en la mar.
Cuando el bote empezó a adentrarse en aguas más profundas, chocando contra las encrespadas olas, los hombres permanecieron en silencio.
—Bueno —dijo al fin uno con voz desesperada—, de todas formas ya nos deben haber visto desde la costa.
—¿Qué opináis de los hombres del servicio de salvamento? ¿No son una monería?
—¡Quizá piensen que estamos aquí haciendo deporte! ¡Quizá crean que estamos pescando! ¡Quizá crean que somos unos completos imbéciles!
La tarde se alargó hasta el infinito. Una nueva marea trataba de forzarles hacia el sur, pero el viento y las olas decían que hacia el norte. Y primero remaba el engrasador, y después remaba el corresponsal. Luego de nuevo el engrasador. Era un trabajo extenuante. La espalda humana es un área limitada, pero puede convertirse en teatro de innumerables conflictos musculares, tales como calambres, distensiones y otras lindezas.
—Billie, ¿te ha gustado remar alguna vez? —preguntó el corresponsal.
—¡No, maldita sea! —contestó el engrasador.
Cuando alguno cambiaba su puesto en la bancada por un sitio en el fondo del bote, sufría una depresión física que le hacía despreocuparse de todo. El fondo del bote estaba lleno de agua salada y fría que chapoteaba de un lado a otro, pero uno se tumbaba allí. A veces, una ola particularmente bulliciosa saltaba la borda y volvía a calarles una vez más. Pero estas cosas no les preocupaban. Probablemente, si el bote hubiese volcado uno podría haberse dejado caer cómodamente sobre el océano como si estuviese seguro de que se trataba de un inmenso y mullido colchón.
—¡Mirad! ¡Hay un hombre en la playa!
—¿Dónde?
—¡Allí! ¿Le veis? ¿Le veis?
—¡Sí! ¡Es verdad! ¡Está andando por la playa!
—Ahora se ha detenido. ¡Mirad! ¡Nos está mirando!
—¡Nos hace señas!
—¡Es verdad! ¡Por Dios que es verdad!
—¡Bueno, ahora ya estamos salvados! ¡Ahora ya estamos salvados! Dentro de media hora tendremos un bote a nuestro lado.
—¡Ha comenzado a moverse! ¡Está corriendo! ¡Va hacia aquella casa!
La remota playa parecía más baja que la mar, y era preciso tener ojos de halcón para distinguir a aquella negra figurilla. El capitán vio flotando un trozo de palo, y bogaron hacia él. En el bote apareció misteriosamente un trozo de toalla; el capitán lo ató al palo y lo hizo ondear. El que remaba no se atrevía a volver la cabeza, de manera que se veía obligado a preguntar una y otra vez.
—¿Qué hace ahora?
—Se ha vuelto a detener.
—¿Nos hace señales?
—No, ahora no. Pero antes sí las hizo.
—¡Mirad! ¡Allí aparece otro hombre!
—¡Fijaos qué aprisa va!
—Va en bicicleta. Ahora se ha reunido con el otro. Los dos nos están haciendo señas. ¡Mirad!
—¡Por allí llega algo!
—Parece un bote.
—No, se mueve sobre ruedas.
—Sí, es verdad. Claro, debe ser el bote salvavidas. Suelen arrastrarlos por la playa sobre un carretón.
—¡No! Es... es un ómnibus. Lo veo perfectamente. ¿No lo veis? Es un ómnibus de esos que usan los hoteles.
—¡Por Dios que tienes razón! A lo mejor están recogiendo a la tripulación del bote salvavidas..
—Sí, es posible. ¡Mirad! Hay un fulano en el estribo del ómnibus que está ondeando una banderita negra. Y ahora se acercan los otros dos tipos. Ahora están hablando todos juntos.
—No, no es una bandera. Es una chaqueta.
—Sí, eso es lo que es. Se la ha quitado y la está haciendo girar sobre su cabeza. Mirad cómo la agita.
—Bueno, aquí no hay ninguna estación de salvamento. Aquello no es sino un ómnibus de un hotel que ha traído a algunos de sus huéspedes de invierno para que vean cómo nos ahogamos.
—¿Y qué es lo que quiere decirnos el imbécil de la chaqueta?
—Parece como si quisiese indicarnos que nos dirijamos más al norte. Quizá haya por allí una estación de salvamento.
—¡No! Lo que pasa es que se cree que estamos pescando. Lo único que hace es desearnos suerte.
—¿Qué creéis que querrá decirnos?
—No quiere decirnos nada. Se está divirtiendo.
—Si al menos nos indicase que volviésemos a las rompientes o que nos adentrásemos en la mar y esperásemos, o que fuésemos hacia el norte, o hacia el sur, o hacia el infierno, habría alguna razón en sus señales. Pero miradle. Está allí parado, sin dejar de girar su chaqueta como una hélice. ¡Es un imbécil!
—Por allí se acerca más gente.
—Casi es una multitud.
—Y el fulano aquel sigue dándole vueltas a la chaqueta.
—¿Cuánto tiempo crees que resistirá así? Ha estado dando vueltas a la chaqueta desde que nos vio. Es un idiota. ¿Por qué no se dedicará a reunir gente para echar un bote al agua? ¿Por qué no hace algo?
—Bueno, ahora ya no hay que preocuparse.
—Ahora que nos han visto tendremos un bote aquí en menos que canta un gallo.
Una tonalidad ligeramente amarillenta fue invadiendo el cielo por encima de la costa baja. Las sombras de la mar se fueron acentuando lentamente. El viento se hizo frío y los hombres comenzaron a tiritar.
—¡Maldita sea! —dijo uno—. ¡Mira que si tenemos que pasar aquí estancados toda la noche!
—¡No tendremos que permanecer aquí toda la noche! No te preocupes. Ya nos han visto y vendrán por nosotros.
La costa comenzó a oscurecerse. El hombre que agitaba su chaqueta se fundió gradualmente con la oscuridad, y de la misma forma fueron desapareciendo el ómnibus y el grupo de gente. La espuma, al saltar ruidosamente sobre la borda, hacía que los hombres se encogiesen y jurasen como si estuviesen marcándolos con un hierro candente.
—Me gustaría poder agarrar al imbécil de la chaqueta y meterle un buen puñetazo. Parecía que se estaba divirtiendo de lo lindo.
Mientras tanto, el engrasador remaba, y luego el corresponsal, y de nuevo el engrasador. Con las caras grises y encorvados, mecánicamente, se iban turnando para empuñar los pesados remos. La silueta del faro se había desvanecido del horizonte, por el sur, pero al fin vieron una estrella que parecía emerger de la mar. La tierra se había desvanecido, y la única manifestación de su presencia era el profundo y lúgubre tronar de las rompientes.
«Si tengo que ahogarme..., si tengo que ahogarme, ¿por qué, en nombre de los siete dioses locos que reinan en la mar, me han dejado llegar tan lejos y contemplar la arena y los árboles?»
El capitán se veía obligado a hablar de vez en cuando, pacientemente, al remero de turno.
—Mantén la proa hacia el viento. Mantén la proa hacia el viento.
—La proa hacia el viento, señor. —Las voces eran roncas y cansadas.
Excepto el remero, todos estaban tumbados pesada e indiferentemente en el fondo del bote. En cuanto al hombre en los remos, sus ojos ya casi no distinguían las enormes olas negras que avanzaban hacia ellos en terrible y siniestro silencio.
El cocinero tenía la cabeza apoyada contra la bancada y miraba sin interés al agua que se movía bajo sus narices. Al fin habló:
—Billie —dijo en un susurro—, ¿qué clase de empanada te gusta más?
UNA NOCHE en la mar en un bote sin cubierta es una noche muy larga. Cuando la oscuridad fue total, el brillo de la luz que se elevaba de la mar hacia el sur se convirtió en oro. Por el norte, en el horizonte, apareció un tenue y azulado fulgor que partía del borde mismo de las aguas. Estas dos luces eran el único ajuar del universo. Todo lo demás no eran sino olas.
Las dimensiones del bote eran tan magníficas que el remero podía calentarse los pies metiéndolos debajo de los cuerpos de sus dos compañeros que iban acurrucados en la popa. Algunas veces, a pesar de los esfuerzos del remero, una ola se desbordaba sobre la banda del bote, una ola tan helada como la noche, y sus frígidas aguas les empapaban de nuevo. Entonces cambiaban un momento de postura, lanzaban un gruñido y volvían a quedarse dormidos como troncos.
El engrasador continuó tirando de los remos hasta que su cabeza cayó hacia adelante y un sueño irresistible le cegó. Y, sin embargo, continuaba bogando. Luego tocó a un hombre de los que dormían en el fondo del bote.
—¿Me puedes relevar un ratito? —preguntó tímidamente.
—Claro que sí, Billie —contestó el corresponsal, despertándose y arrastrándose hasta quedar sentado en la bancada. Cambiaron sus sitios con todo cuidado, y el engrasador, echándose al lado del cocinero en el agua del fondo del bote, pareció dormirse inmediatamente.
La extremada violencia de la mar había amainado. Ahora las olas se acercaban sin gruñir. La obligación del hombre que remaba era mantener el bote de forma que las olas no lo volcasen y evitar que sus crestas lo inundasen cuando pasaban a sus costados.
El corresponsal se dirigió al capitán en voz baja. No estaba seguro de que el capitán estuviese despierto, aunque este hombre de hierro siempre parecía estar alerta.
—Capitán, señor, ¿mantengo la proa hacia aquella luz del norte?
La firme voz de siempre le contestó:
—Sí, manténgala por la proa, dos puntos a babor.
Luego pareció que hasta el capitán se dormía, y el corresponsal pensó que quizá fuese él el único hombre a flote sobre el océano. El viento parecía tener voz cuando soplaba sobre las olas, y era una voz más triste que la muerte.
Se oyó un fuerte y prolongado rasgón a popa, y una brillante estela de fosforescencia, semejante a una llama azulada, surcó las negras aguas. El ruido podría haber sido producido por un monstruoso cuchillo.
Luego reinó de nuevo el silencio, hasta que súbitamente se oyó otro rasgón y brilló otro largo resplandor de luz azulada. Esta vez se produjo al costado del bote y casi al alcance del remo. El corresponsal vio una aleta enorme pasar como una sombra a través de las aguas; esparcía una espuma cristalina y dejaba una larga y fosforescente estela.
El corresponsal miró sobre su hombro hacia el capitán. Tenía la cara tapada y parecía dormir. Los demás estaban todos dormidos sin duda alguna. Así, al verse privado de todo contacto humano, comenzó a maldecir a la mar en voz baja.
A proa o popa, a babor o estribor, a intervalos largos o cortos siempre volvía a aparecer el largo y burbujeante resplandor y se oía la oscura aleta que rasgaba el agua. La presencia de aquella cosa acechante no afectaba al hombre con el mismo horror que si hubiese sido un simple excursionista. El se limitaba a mirar aburridamente hacia la mar y a jurar en voz baja.
Sin embargo, no quería estar solo. Quería que alguno de sus compañeros se despertase y le hiciese compañía. Pero el capitán permanecía inmóvil, recostado contra el barrilito del agua, y el engrasador y el cocinero estaban sumidos en profundo sopor en el fondo del bote.
«SI TENGO que ahogarme..., si tengo que ahogarme, ¿por qué me han dejado llegar tan lejos y contemplar la arena y los árboles?»
Durante esta lúgubre noche, un hombre podía llegar a creer que la intención de los siete dioses locos de la mar era precisamente esa: ahogarle, a pesar de la abominable injusticia que ello suponía.
Guando un hombre se da cuenta de que la naturaleza no le concede importancia y que el universo no va a conmoverse por su desaparición, lo primero que piensa es en apedrear el templo. Cualquier visible expresión de la naturaleza seguramente se vería bombardeada con sus sarcasmos.
Luego, quizá sintiese el deseo de enfrentarse con alguna personificación de la naturaleza, y empezó a argumentar, diciendo:
—Sí, pero yo me amo a mí mismo.
Y según él la única contestación era una estrella fría e inaccesible que brillaba en una noche de invierno. Y entonces comprendió el patetismo de su situación.
Misteriosamente, el corresponsal recordó unos versos olvidados. Había olvidado incluso que los había olvidado. La estrofa rezaba:
Agonizaba un legionario en Argel,
No había mujer que lo cuidase, ni llorase por él;
Pero estaba a su lado un camarada, y le cogió la mano,
Y dijo: «Ya no volveré a ver mi país amado.»
En su niñez, el corresponsal no había considerado nunca que fuese cosa suya el que un legionario agonizase en Argel, ni nunca le había parecido que era para ponerse triste. Para él significaba mucho menos que el hecho de que se rompiese la punta de su lápiz.
Ahora, sin embargo, el corresponsal veía claramente al soldado. Yacía sobre la arena, inmóvil y con las piernas estiradas. Mientras apretaba contra el pecho su pálida mano izquierda intentando impedir que la vida se le escapase, la sangre manaba entre sus dedos.
El corresponsal, sin dejar de remar, se sintió emocionado por una profunda y totalmente impersonal comprensión. Sentía compasión por el soldado de la Legión que estaba muriendo en Argel.
Aquella cosa que había ido siguiendo al bote, siempre al acecho, evidentemente se había cansado de esperar. Ya no se oía el crujido del agua al ser rasgada por la aleta ni se veía tampoco la llama de su larga estela. Algunas veces, el retumbar de las rompientes llegaba a los oídos del corresponsal; entonces ponía la proa hacia la mar y remaba más aprisa. El viento había arreciado, y de vez en cuando una ola saltaba hacia el bote como un gato montés; era impresionante ver el resplandor y el centelleo de su rompiente cresta.
El capitán, en la proa, hizo un movimiento y se sentó muy erguido.
—Una noche condenadamente larga —comentó. Luego miró hacia la costa—. Esos hombres del equipo de salvamento se lo han tomado con calma.
—¿Vio usted al tiburón que rondaba a nuestro alrededor?
—Sí, lo vi. No cabe duda que era un buen ejemplar.
—Ojalá hubiese sabido que estaba usted despierto.
Más tarde, el corresponsal habló hacia el fondo del bote.
—Billie. —En el fondo del bote se produjo un lento y gradual rebullir—. Billie, ¿puedes relevarme?
—Desde luego —contestó el engrasador.
Tan pronto como tocó la fría y confortable agua del fondo, el corresponsal se durmió profundamente. Este sueño fue tan pesado que le pareció que sólo había transcurrido un instante cuando oyó pronunciar su nombre por una voz que denotaba un grado increíble de agotamiento.
—¿Puedes relevarme?
—Claro, Billie.
La luz que brillaba en el norte se había desvanecido misteriosamente, pero el corresponsal mantuvo el rumbo gracias a las indicaciones del capitán, que se mantenía muy despierto.
A medida que la noche seguía su camino, el bote fue avanzando mar adentro y el capitán dijo al cocinero que pusiese un remo en la popa para dar siempre proa a las olas. Si oía el tronar de las rompientes debería dar la alarma. Este plan permitía que el engrasador y el corresponsal descansasen al mismo tiempo.
—Así daremos a esos muchachos ocasión para que repongan sus fuerzas —dijo el capitán. Los dos se acurrucaron en el fondo del bote y volvieron a dormirse como troncos. El ominoso restallar del viento y de las olas les afectaba lo mismo que habría afectado a un par de momias.
—Muchachos —dijo el cocinero con un tono de voz que revelaba su renuencia a despertarles—, hemos abatido demasiado. Creo que alguno de vosotros debería tratar de llevarnos otra vez mar adentro.
Entonces el corresponsal oyó el estruendo de las olas al romper.
Cuando comenzó a remar, el capitán le dio un poco de whisky con agua, y esto calmó ligeramente su tiritona.
—¡Si logro llegar a tierra y alguien me enseña un remo, aunque sea en fotografía...!
Pasó el tiempo, y se reanudó el entrecortado diálogo.
—Billie... Billie, ¿puedes relevarme?
—Claro —dijo el engrasador.
CUANDO el corresponsal abrió de nuevo los ojos, la mar y el cielo tenían la gris tonalidad del amanecer. Más tarde, la mar se tiñó de oro y carmín. Al fin llegó la mañana en todo su esplendor, con un cielo de purísimo azul y la luz del sol reverberando en las cimas de las olas.
En las distantes dunas se podía ver un grupo de casitas oscuras y un blanco molino de viento que sobresalía por encima de sus tejados. Ni un hombre, ni un perro, ni una bicicleta se movían en la costa. Las casitas parecían formar parte de un pueblo abandonado.
Los hombres escudriñaron la costa.
—Bueno —dijo el capitán—, si no nos envían ayuda mejor es que intentemos atravesar las rompientes cuanto antes. Si nos quedamos aquí mucho más tiempo vamos a estar demasiado agotados para intentar salvarnos por nuestros propios medios.
Todos asintieron en silencio.
El bote puso proa hacia la playa. El corresponsal se preguntaba si alguien subiría alguna vez hasta la torre del molino para mirar hacia la mar. Esa torre representaba para él la serenidad de la naturaleza frente a las luchas del hombre. Pero ahora no le parecía cruel, ni benévola, ni traicionera, ni sabia; era solamente indiferente, absolutamente indiferente.
—Atención, muchachos —dijo el capitán—. El bote se hundirá seguramente. Todo lo que podemos hacer es acercarnos lo más posible y, cuando comience a hundirse, saltar y esforzarnos por ganar la costa. Permaneced tranquilos y no saltéis hasta que tengáis la seguridad de que el bote se hunde.
El engrasador se puso a los remos y miró por encima de su hombro hacia las rompientes.
—Capitán —dijo—, creo que será mejor virar y mantener la proa hacia las olas.
—Está bien, Billie —contestó el capitán—. Pon la popa hacia la costa.
El engrasador hizo virar el bote, y el cocinero y el corresponsal, sentados en la popa, se vieron obligados a mirar por encima de sus hombros para contemplar la playa solitaria e indiferente.
Las monstruosas olas que les llevaban hacia la costa elevaban el bote tan alto que los hombres podían ver las blancas sábanas de espuma deslizarse velozmente por la pendiente de la playa.
—No podremos acercarnos mucho —dijo el capitán.
El corresponsal, al observar a los demás, comprobó que no sentían miedo, pero que sus miradas no revelaban por entero sus pensamientos.
En cuanto a él, estaba demasiado agotado para analizar con serenidad su situación. Su razón se hallaba en aquel momento dominada por sus músculos, y los músculos decían que a ellos no les importaba nada. Lo único que se le ocurrió fue que si se ahogaba sería una lástima.
—Recordad que cuando saltéis debéis apartaros del bote —dijo el capitán.
Una ola rompió con horrísono estruendo, y un muro de blanca espuma avanzó rugiendo hacia el bote.
—¡Firmes ahora! —dijo el capitán. Los hombres permanecieron silenciosos; sus miradas pasaron de la playa a la ola, y esperaron. El bote trepó por la ladera de una ola, saltó en su furiosa cresta, rebotó sobre ella y se deslizó rápidamente por su empinado lomo; había entrado agua en el bote y el cocinero comenzó a achicar.
Pero la ola siguiente también rompió. La avalancha de blanca, hirviente y espumosa agua inundó casi por completo el bote, y este, borracho con el peso del agua embarcada, se escoró y se hundió un poco más en la mar.
—Achica, cocinero. Achica —dijo el capitán.
—Allá voy, capitán —contestó el cocinero.
—Muchachos, la próxima nos va a dar la puntilla —dijo el engrasador—. Acordaos de quedar claros del bote.
Y avanzó la tercera ola, furiosa, inmensa, implacable. Casi se tragó el bote, y los hombres cayeron al agua. En el fondo del bote había quedado un trozo de salvavidas, y cuando el corresponsal cayó por la borda lo apretó con la mano izquierda contra su pecho.
Era enero, y el agua estaba helada. Su primer pensamiento fue que estaba más fría de lo que él esperaba encontrarla en las costas de Florida. Esta frialdad producía tristeza; era trágica. Mezclado y confundido con los sentimientos que le inspiraba su situación, este hecho, por sí solo, parecía ser razón suficiente para echarse a llorar. El agua estaba fría.
Cuando volvió a la superficie casi no se dio cuenta de nada excepto de la ruidosa presencia del agua. Luego vio a sus compañeros: el engrasador iba en cabeza de la carrera y nadaba rápida y vigorosamente; a su izquierda veía la combada espalda del cocinero que emergía del agua, y más atrás al capitán que avanzaba asido con su mano sana a la quilla del volcado bote.
Las costas tienen una cierta cualidad de inmutabilidad. El corresponsal sabía que era un largo trayecto y comenzó a bracear lentamente. El trozo de salvavidas permanecía bajo su pecho y algunas veces hacía que se deslizase por las laderas de las olas como si fuese en trineo.
Mas de pronto llegó a una zona donde aumentaron sus dificultades. No dejó de nadar para averiguar qué clase de corriente se había apoderado de él, pero su avance había cesado.
Cuando el cocinero pasó hacia su izquierda, muy lejos, el capitán le gritó:
—Cocinero, échate de espaldas, échate de espaldas y usa el remo.
—De acuerdo, señor. —El cocinero se tumbó de espaldas y, paleando con el remo, avanzó como si fuese una piragua.
Un momento después el bote también pasó a la izquierda del corresponsal, con el capitán siempre aferrado con una mano a la quilla; si no hubiese sido por los extraordinarios ejercicios circenses que el bote realizaba, habría parecido un hombre que trata de alzarse para mirar por encima de una valla de tablas. El corresponsal no podía comprender cómo se mantenía agarrado al bote.
Y todos pasaron acercándose a la costa: el engrasador, el cocinero y el capitán; y tras ellos, cabeceando alegremente entre las olas, avanzaba el barrilito de agua.
El corresponsal seguía entre las garras de su nuevo y extraño enemigo: una corriente. La playa, con su blanca pendiente de arena y su verde y escarpado promontorio coronado de blancas y silenciosas casitas, se extendía ante él como un cuadro. Estaba muy cerca, pero le parecía como si estuviese viendo un cuadro de Holanda o Bretaña en un museo.
El corresponsal pensó: «¿Voy a ahogarme? ¿Será verdad? ¿Será verdad?» Es posible que cada persona piense que su propia muerte es el fenómeno final de la naturaleza.
Pero al rato comprobó de pronto que podía avanzar hacia la playa: quizá una ola le había sacado de esta pequeña pero mortífera corriente. Más tarde se dio cuenta de que el capitán ya no miraba hacia la playa, sino que tenía la cara vuelta hacia él, y le llamaba:
—¡Acérquese al bote! ¡Acérquese al bote!
En su lucha para llegar hasta el bote, pensó que cuando uno se siente agotado, ahogarse debe de ser una solución muy cómoda, como un cese de las hostilidades acompañado de una tremenda sensación de alivio, y se alegró de que fuese así. El no quería sufrir.
De pronto vio a un hombre que corría por la playa y se iba desnudando con sorprendente rapidez: chaqueta, pantalones, camisa; todo volaba de su cuerpo como por arte de magia.
—Acérquese al bote —gritaba el capitán.
—Allá voy, capitán.
Mientras braceaba vio que el capitán se sumergía y soltaba el bote. Entonces el corresponsal realizó el único y modesto prodigio del viaje. Una ola inmensa le alcanzó y le lanzó con fácil y suprema rapidez por encima del bote y muy lejos de él. En ese momento incluso pensó que se trataba de un verdadero milagro de la mar.
Por fin llegó a aguas que sólo le cubrían hasta la cintura, pero no pudo sostenerse en pie más que unos instantes. Las olas le derribaban como si fuese un fardo, y luego la resaca tiraba de él hacia la mar.
Vio que el hombre que había estado corriendo y desnudándose, y desnudándose y corriendo, entraba dando brincos en el agua y arrastraba al cocinero hasta la arena; luego se dirigió hacia el capitán, pero este le apartó, indicándole por señas que atendiese al corresponsal. Estaba desnudo, desnudo como un árbol en invierno, pero un halo rodeaba su cabeza y todo él resplandecía como un santo. Tiró con fuerza de la mano del corresponsal, le arrastró, le alzó...
—Gracias, camarada —dijo el corresponsal.
De pronto, el hombre gritó:
—¿Qué es aquello? —y señaló nerviosamente con el índice.
El corresponsal sólo dijo:
—¡Corra!
El engrasador yacía boca abajo en un palmo de agua. Su frente, que se apoyaba en la arena, quedaba a intervalos fuera del agua al retirarse las olas.
El corresponsal no se dio cuenta de todo lo que ocurrió después. Cuando llegó a tierra firme cayó al suelo golpeando la arena con todas las partes de su cuerpo. Era como si hubiese caído desde un tejado, pero el golpe fue agradable para él.
En lo que sólo parecieron instantes, la playa se llenó de hombres con mantas, ropas y botellas, y de mujeres con jarros de café y todos aquellos remedios consagrados por su experiencia. La bienvenida que la tierra dispensó a los hombres procedentes de la mar fue cálida y generosa, pero un cuerpo empapado e inmóvil fue llevado lentamente playa arriba, y la bienvenida que la tierra le daría sería muy diferente: la siniestra hospitalidad de la tumba.
Cuando llegó la noche, las blancas olas siguieron yendo y viniendo bajo la luz de la luna, y el viento trajo el rumor de la potente voz de la mar hasta los hombres que estaban en la costa: una voz que, a la sazón, se sentían capaces de interpretar.