ALBERT CAMUS - EL HUESPED

ALBERT CAMUS

FRANCIA

ALBERT CAMUS 1913-1960 Antes de su muerte en un accidente automovilístico, Camus ocupaba ya un puesto destacado dentro de la élite de la intelectualidad. Nacido en Argelia y criado en la pobreza, siempre sintió un odio profundo hacia la injusticia o la opresión de cualquier género. Participó activamente en la Resistencia durante la ocupación nazi de Francia, y publicó el periódico clandestino Combat. Después de la guerra escribió nóvelas y ensayos en los que reflejó la lucha del hombre contra lo trágico y lo absurdo de la vida. Fue galardonado con el Premio Nobel en el año 1957.

El maestro miraba para los dos hombres que subían hacia él. Uno iba a caballo, el otro a pie. Todavía no habían llegado al abrupto repecho que llevaba a la escuela, edificada en la ladera de una colina. Avanzaban trabajosa y lentamente en la nieve, entre las piedras, por el inmenso espacio de la alta meseta desierta. De vez en cuando, el caballo tropezaba. Aún no se le oía, pero se veía muy bien el chorro de vapor que le salía por las fosas nasales. Uno de los hombres, al menos, conocía la región. Iban siguiendo la pista, a pesar de que había desaparecido desde hacía varios días bajo una capa blanca y sucia. El maestro calculó que no estarían en la colina antes de media hora. Hacía frío y se metió en la escuela para ponerse un jersey.

Cruzó la clase vacía y helada. En el encerado, los cuatro ríos de Francia, dibujados con cuatro tizas de colores diferentes, corrían hacia sus estuarios desde hacía tres días. La nieve había empezado a caer de repente a mediados de octubre, después de ocho meses de sequía, sin la transición de la lluvia, y los veinte alumnos que vivían en los pueblecitos diseminados por la meseta no iban a clase. Había que esperar el buen tiempo. Daru, el maestro, no calentaba más que el único cuarto que constituía toda su morada, contiguo a la clase cuya puerta daba al este de la meseta. La ventana, como las de la clase, daba también al mediodía. Por este lado, la escuela se encontraba a varios kilómetros del lugar en que la meseta comenzaba a descender hacia el sur. Con tiempo claro, se podían ver las masas violetas del contrafuerte montañoso donde se abría la puerta del desierto.

Después de entrar un poco en calor, Daru volvió a la ventana desde donde, por primera vez, había divisado a los dos hombres. Ahora ya no se les veía. Se hallaban, pues, subiendo el repecho. El cielo estaba menos oscuro: durante la noche había dejado de nevar. Amaneció con una luz grisácea, que apenas había aumentado a medida que el techo de nubes se elevaba. A las dos de la tarde, hubiérase dicho que el día acababa de comenzar. Pero esto era mejor que aquellos tres días en que la nieve espesa caía en medio de unas tinieblas incesantes, con pequeñas ráfagas de viento que hacían trepidar la doble puerta de la clase. Daru entonces se pasaba las horas muertas en su cuarto, del que no salía sino para ir al cobertizo a dar de comer a las gallinas o a buscar carbón. Afortunadamente, la camioneta de Tadjid, el pueblo más cercano hacia el norte, había traído el suministro dos días antes de la tempestad.

Y volvería a pasar dentro de cuarenta y ocho horas.

Por otra parte, Daru tenía con qué resistir un asedio con los sacos de trigo que llenaban la habitación y que la administración pública le dejaba en depósito para distribuir entre los alumnos cuyas familias habían sido víctimas de la sequía. En realidad, la desgracia había alcanzado a todos, pues todos eran pobres. Daru repartía a diario una ración a los niños. Y sabía muy bien que durante estos días malos les había faltado. Probablemente un padre o un hermano mayor vendría aquella tarde, y podría abastecer a todos de grano. Lo que hacía falta era que pudieran resistir para empalmar con la cosecha siguiente, eso era todo. Ahora llegaban de Francia barcos cargados de trigo, lo más duro había pasado. Pero sería difícil olvidar esta miseria, este ejército de fantasmas andrajosos errando bajo el sol, las mesetas calcinadas meses y meses enteros, la tierra contraída poco a poco, literalmente achicharrada, hasta el punto de que cada piedra se deshacía en polvo bajo los pies. Los corderos morían en esa época a millares, y también algunos hombres, acá y allá, sin que muchas veces se llegara a saberlo.

Ante esta miseria, él, que vivía casi como un monje en aquella escuela perdida, contento, por otra parte, con lo poco que tenía y de esta vida ruda, se sentía un señor, con sus paredes enlucidas, su estrecho diván, sus estantes de madera de pino, su pozo y su suministro semanal de agua y de alimentos. Y de repente esa nieve, sin ningún aviso, sin la transición de la lluvia. El país era así de cruel para vivir en él, incluso sin los hombres que, por otra parte, no arreglaban nada. Pero Daru había nacido allí. En cualquier otro sitio se sentía exiliado.

Salió y dio unos pasos por el terraplén delante de la escuela. Los dos hombres habían llegado a la mitad de la cuesta. Daru reconoció en el jinete a Balducci, el viejo gendarme que conocía desde hacía mucho tiempo. Un árabe, con la cabeza baja y las manos atadas, caminaba detrás de Balducci, que sostenía el extremo de la cuerda. El gendarme saludó con un ademán al que Daru no contestó, ocupado como estaba en mirar al árabe vestido con una chilaba que en otro tiempo había sido azul, con unas sandalias y unos calcetines de gruesa lana cruda en los pies y una bufanda, estrecha y corta, a modo de turbante, en la cabeza. Se iban acercando. Balducci mantenía el caballo al paso para no hacer daño al árabe, y el grupo avanzaba muy despacio.

Al alcance de la voz, Balducci gritó:

—¡Una hora para andar los tres kilómetros de El Ameur hasta aquí!

Daru no contestó. Bajo y fornido, enfundado en su grueso jersey, miraba cómo subían. Ni una sola vez el árabe había levantado la cabeza.

—Hola —dijo Daru cuando llegaron al terraplén—. Entrad a calentaros un poco.

Balducci se bajó con trabajo del caballo sin soltar la cuerda. Sonrió al maestro con una sonrisa que le salía de debajo de unos mostachos erizados. Sus ojillos oscuros, muy hundidos bajo una frente curtida, y su boca rodeada de arrugas le daban un aspecto atento y aplicado. Daru cogió las riendas, llevó el caballo al cobertizo y volvió a la escuela, donde le esperaban los dos hombres. Los hizo entrar en su cuarto.

—Voy a calentar la clase —dijo—. Allí estaremos más anchos.

Cuando entró de nuevo en el cuarto, Balducci estaba sobre el diván. Había desatado la cuerda con que sujetaba al árabe y este se había acurrucado junto a la estufa. Con las manos liadas, y el turbante echado para atrás, miraba hacia la ventana. Daru al principio sólo vio sus enormes labios, gruesos, lisos, casi negroides; la nariz sin embargo era recta, los ojos sombríos, llenos de fiebre. El turbante dejaba ver una frente obstinada, y bajo la piel curtida por el sol pero un poco descolorida por el frío, toda la cara tenía un aspecto a la vez inquieto y rebelde que impresionó a Daru cuando el árabe, volviendo la cara hacia él, lo miró fijamente a los ojos.

—Pasad ahí al lado —dijo el maestro—. Os voy a hacer té con menta.

—Gracias —dijo Balducci—. ¡Qué faena! ¡Viva el retiro! —Y dirigiéndose en árabe a su prisionero—: Tú, ven.

El árabe se levantó y, despacio, con las muñecas juntas por delante, entró en la clase.

Con el té, Daru llevó una silla. Pero Balducci se había instalado ya en el primer pupitre de la clase y el árabe se había acurrucado contra la tarima del maestro, frente a la estufa que había entre la mesa y la ventana. Cuando tendió el vaso de té al prisionero, Daru dudó ante sus manos atadas.

—Tal vez se le pueda desatar.

—Desde luego —dijo Balducci—. Era para el viaje.

E hizo ademán de levantarse. Pero Daru, dejando el vaso en el suelo, se había arrodillado ya junto al árabe. Este, sin decir nada, miraba cómo lo desataban con sus ojos calenturientos. Una vez las manos libres, se frotó las muñecas hinchadas una contra otra, cogió el vaso de té y sorbió el líquido abrasador, a tragos cortos y rápidos.

—Bueno —dijo Daru—. ¿Dónde vais así?

Balducci dejó de beber:

—Aquí, hijo.

—¡Qué alumnos más raros! ¿Vais a dormir aquí?

—No. Yo me vuelvo a El Ameur. Y tú entregarás al camarada en Tinguit. Lo esperan en la gendarmería.

—¿Qué estás diciendo? —dijo el maestro—. ¿Te burlas de mí?

—No, hijo. Son órdenes.

—¿Ordenes? Yo no soy... —Daru dudó; no quería afligir al viejo corso—. Bueno, quiero decir que no es ese mi oficio.

—¡Eh! ¿Qué quieres decir? En tiempo de guerra se hacen todos los oficios.

—¡Entonces esperaré la declaración de la guerra!

Balducci asintió con la cabeza.

—Bueno. Pero las órdenes son las órdenes y también te atañen a ti. Parece ser que hay jaleo. Se habla de una rebelión próxima. Estamos movilizados, en cierto sentido.

Daru seguía con su aire obstinado.

—Escucha, hijo —dijo Balducci—. Me resultas simpático y tienes que comprender. En El Ameur somos sólo una docena de hombres y tenemos que patrullar por todo el territorio de un departamento, aunque sea pequeño, así que tengo que volver. Me han dicho que te confíe a este individuo y que vuelva inmediatamente. No podíamos custodiarlo allá abajo. Su pueblo se agitaba y querían llevárselo. Tú debes conducirlo a Tinguit durante el día de mañana. No son veinte kilómetros los que van a asustar a un buen mozo como tú. Después, todo habrá terminado. Volverás a la escuela con tus alumnos y a la buena vida.

Fuera, oyeron al caballo resoplar y pisotear el suelo con los cascos. Daru miraba por la ventana. Decididamente, el tiempo se levantaba, la luz se extendía por la meseta nevada. Guando se hubiera derretido toda la nieve, el sol volvería a reinar y abrasaría una vez más los campos de piedra. Durante días, el cielo inalterable derramaría su luz seca sobre la inmensidad solitaria donde nada hacía pensar en el hombre.

—Bueno —dijo volviéndose hacia Balducci—, ¿qué es lo que ha hecho? —Y prosiguió antes de que el gendarme hubiera abierto la boca—: ¿Habla francés?

—No, ni una palabra. Lo buscaban desde hacía un mes, pero los demás lo escondían. Ha matado a su primo.

—¿Está contra nosotros?

—No lo creo. Pero nunca se sabe.

—¿Por qué lo mató?

—Asuntos de familia, supongo. Uno debía trigo al otro, según parece. La cosa no está clara. Total, que ha matado a su primo dándole un golpe con una podadera. Te das cuenta, como un cordero, ¡zas!...

Balducci hizo un ademán como si se pasara una cuchilla por el cuello, mientras el árabe lo seguía atentamente y lo miraba con cierta inquietud. A Daru le entró una ira repentina contra aquel hombre, contra todos los hombres y su asquerosa maldad, sus odios incansables, sus locuras sangrientas.

Pero la pava del agua caliente silbaba en la estufa. Daru volvió a servir té a Balducci, y después de dudar un momento sirvió también al árabe, que por segunda vez lo bebió con avidez. Tenía los brazos levantados y el maestro pudo ver su pecho delgado y musculoso por la chilaba entreabierta.

—Gracias, chico —dijo Balducci—. Ahora, yo me largo.

Se levantó y se dirigió hacia el árabe, sacándose una cuerda del bolsillo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Daru con sequedad.

Balducci, desconcertado, le enseñó la cuerda.

—No vale la pena.

El viejo gendarme dudó:

—Como quieras. Supongo que estás armado.

—Tengo un fusil de caza.

—¿Dónde?

—En el baúl.

—Deberías tenerlo cerca de la cama.

—¿Por qué? No tengo nada que temer.

—Estás chalado, hijo. Si se sublevan, nadie estará seguro, todos estamos metidos en el mismo saco.

—Me defenderé. Tengo tiempo de verlos llegar.

Balducci se echó a reír, y luego el bigote le cubrió de repente unos dientes todavía blancos.

—¿Que tienes tiempo? Bueno. Lo que yo decía. Siempre te ha faltado un tornillo. Por eso me resultas simpático; mi hijo era así.

Al mismo tiempo sacó su revólver y lo dejó sobre la mesa.

—Toma, yo no tengo necesidad de dos armas para ir de aquí a El Ameur.

El revólver brillaba sobre la pintura negra de la mesa. Cuando el gendarme se volvió hacia él, el maestro sintió un olor a cuero y a caballo.

—Mira, Balducci —dijo Daru de repente—, todo esto me repugna, y ese tipo el primero. Pero no lo entregaré. Luchar sí, si hace falta. Pero esto no.

El viejo gendarme estaba ante él y lo miraba con severidad.

—No hagas tonterías —dijo despacio—. A mí tampoco me gusta todo esto. Uno no se acostumbra a atar a un hombre, a pesar de los años, y hasta se tiene vergüenza, sí. Pero no se les puede dejar que hagan lo que quieran.

—Yo no lo entregaré —repitió Daru.

—Es una orden, hijo. Te lo repito.

—Eso es. Repíteles lo que te he dicho: yo no lo entregaré.

Visiblemente, Balducci se esforzaba por reflexionar. Miró al árabe y a Daru. Al fin se decidió:

—No. No les diré nada. Si tú no quieres ayudarnos, allá tú, yo no te denunciaré. Sólo tengo orden de entregarte el prisionero, y es lo que hago. Ahora vas a firmarme el papel.

—No hace falta. No negaré que me lo has dejado.

—No seas malo conmigo. Sé que dirás la verdad. Eres de aquí, eres un hombre. Pero debes firmar, lo exige el reglamento.

Daru abrió un cajón, sacó un frasquito cuadrado de tinta morada, el portaplumas de mango colorado con la plumilla, que le servía para trazar los modelos de caligrafía, y firmó. El gendarme dobló cuidadosamente el papel y se lo guardó en la cartera. Después se dirigió hacia la puerta.

—Te acompaño —dijo Daru.

—No —replicó Balducci—. No hace falta que andes con cumplidos. Me has ofendido.

Balducci miró al árabe, inmóvil, en el mismo sitio, sorbió por la nariz con aire apesadumbrado y se volvió hacia la puerta.

—Adiós, hijo.

La puerta se batió detrás de él. Balducci surgió delante de la ventana y después desapareció. La nieve ahogaba sus pasos. El caballo se agitó detrás de la pared, unas gallinas se espantaron. Al poco rato, Balducci volvió a pasar por delante de la ventana tirando del caballo por la brida. Caminaba hacia el repecho, sin volverse, y desapareció seguido del caballo. Se oyó el ruido de una piedra grande que rodaba perezosamente. Daru se volvió hacia el prisionero, que no se había movido, pero que no dejaba de mirarlo.

—Espera —dijo el maestro en árabe. Y se dirigió hacia su cuarto. En el momento de pasar el umbral, cambió de parecer, fue a la mesa, cogió el revólver y se lo metió en el bolsillo. Después, sin volverse, entró en su habitación.

Durante mucho tiempo, se quedó echado en el diván mirando al cielo que se oscurecía poco a poco, escuchando el silencio. Ese silencio que los primeros días de su llegada, después de la guerra, le había parecido tan penoso. En aquella época, había pedido un puesto en la pequeña ciudad al pie de los contrafuertes que separan la altiplanicie del desierto. Allí, unas murallas rocosas, verdes y negras al norte, rosas o malvas al sur, marcaban la frontera del eterno verano. Pero lo habían nombrado para un puesto más al norte, en la misma meseta. Al principio, la soledad y el silencio le habían resultado muy duros en aquellas tierras ingratas, habitadas solamente por las piedras. A veces, la existencia de unos surcos hacía pensar en tierras cultivadas, pero en realidad los surcos habían sido excavados para sacar a la luz del día cierta piedra propicia para la construcción. Allí sólo se labraba para cosechar pedruscos. Otras veces, raspaban algunas pellas de tierra, acumuladas en las hondonadas, para abonar los áridos jardines de los pueblos. Solamente la piedra cubría las tres cuartas partes de este país, en el que las ciudades nacían, brillaban y desaparecían; los hombres pasaban, se amaban o se mordían la garganta, y después morían. En este desierto, nadie, ni él ni su huésped, eran nada. Y sin embargo, fuera de este desierto, ni uno ni otro, Daru lo sabía muy bien, hubiera podido vivir verdaderamente.

Cuando se levantó, ningún ruido se oía en la sala de clase. Daru se quedó asombrado ante la franca alegría que sentía sólo de pensar que el árabe hubiera podido escaparse y que iba a encontrarse solo sin tener que decidir nada. Pero el prisionero seguía allí. Se había echado cuan largo era entre la estufa y la mesa, con los ojos muy abiertos, mirando al techo. En esta posición se le veían sobre todo los gruesos labios, que le daban un aspecto enojado.

—Ven —dijo Daru. El árabe se levantó y lo siguió. En la habitación, el maestro señaló una silla al lado de la mesa, bajo la ventana. El árabe se sentó sin dejar de mirar a Daru—. ¿Tienes hambre?

—Sí —dijo el prisionero.

Daru puso dos cubiertos sobre la mesa. Cogió harina y aceite, amasó en una fuente una torta y encendió el horno de butano. Mientras la torta se cocía, Daru fue al cobertizo a buscar queso, huevos, dátiles y leche condensada. Cuando la torta estuvo cocida, la puso a enfriar en el alféizar de la ventana, calentó un poco de leche condensada desleída en agua y, para terminar, batió los huevos para hacer una tortilla. En uno de estos movimientos, su mano tropezó con el revólver que llevaba en el bolsillo derecho. Dejó el tazón con los huevos, pasó a la clase y metió el revólver en el cajón de su mesa. Cuando volvió a la habitación, estaba anocheciendo. Encendió la luz y sirvió al árabe.

—Come —dijo.

El otro cogió un trozo de torta, se lo llevó con viveza a la boca y se detuvo.

—¿Y tú? —preguntó.

—Primero tú. Yo comeré después.

Los labios gruesos se abrieron un poco, el árabe dudó, y terminó por morder resueltamente la torta.

Cuando terminó de comer, miró al maestro.

—¿Eres tú el juez?

—No, yo tengo que vigilarte hasta mañana.

—¿Por qué comes conmigo?

—Porque tengo hambre.

El otro se calló. Daru se levantó y salió. Trajo un catre del cobertizo, lo colocó entre la mesa y la estufa, perpendicularmente a su propia cama, y de una maleta grande que, de pie en un rincón, le servía de estante para sus papeles sacó dos mantas que dispuso sobre el catre. Después se paró y, al no tener otra cosa en que ocuparse, se sentó en la cama. Ya no había nada que preparar ni que hacer, sino mirar a aquel hombre. Y se puso a mirarlo, tratando de imaginarse aquella cara arrebatada por la ira. Pero no lo conseguía. Solamente veía la mirada a la vez sombría y brillante, y la boca de animal.

—¿Por qué lo mataste? —dijo con una voz cuya hostilidad le sorprendió.

El árabe desvió la mirada.

—Se escapó. Y yo corrí detrás de él. —Volvió a mirar a Daru con unos ojos llenos de una especie de interrogación angustiada—. Ahora, ¿qué van a hacerme?

—¿Tienes miedo?

El otro se atiesó, desviando la vista.

—¿Sientes lo que hiciste?

El árabe lo miró con la boca abierta. Era evidente que no comprendía. La irritación invadía a Daru. Al mismo tiempo, se sentía torpe y embarazado, sin poderse mover entre las dos camas.

—Acuéstate aquí —dijo con impaciencia—. Es tu cama.

El árabe no se movió. Interpeló a Daru:

—¡Dime!

El maestro lo miró.

—¿Vuelve mañana el gendarme?

—No lo sé.

—¿Tú vienes con nosotros?

—No lo sé. ¿Por qué?

El prisionero se levantó y se echó sobre las mantas, con los pies hacia la ventana. La luz de la bombilla le daba directamente en los ojos, y los cerró en seguida.

—¿Por qué? —repitió Daru, plantado delante de la cama.

El árabe abrió los ojos bajo la luz deslumbradora y lo miró, esforzándose en no pestañear.

—Vente con nosotros —dijo.

En medio de la noche, Daru no conseguía dormir. Se había metido en la cama después de desnudarse completamente: tenía la costumbre de dormir desnudo. Pero cuando se encontró en su cuarto sin ninguna ropa, dudó. Se sentía vulnerable y estuvo tentado de volverse a vestir. Pero se encogió de hombros; ya se había visto en situaciones peores, y si hiciera falta descalabraría a su adversario. Desde la cama podía observarlo, echado de espaldas, inmóvil, con los ojos cerrados bajo la intensa luz. Cuando Daru la apagó, pareció que las tinieblas se congelaban de repente. Poco a poco, la noche fue recobrando vida en la ventana donde el cielo sin estrellas se movía suavemente. El maestro distinguió en seguida el cuerpo extendido ante él. El árabe seguía sin moverse, pero sus ojos parecían estar abiertos. Un viento ligero rondaba alrededor de la escuela. Tal vez terminaría por alejar las nubes y volvería a brillar el sol.

Durante la noche, el viento aumentó. Las gallinas se alborotaron un poco, después se callaron. El árabe se volvió de costado, dando la espalda a Daru, y a este le pareció oírlo gemir. Entonces acechó su respiración, más fuerte y más regular que hacía un momento. Daru oía ese aliento tan cercano y soñaba sin poderse dormir. En la habitación en que, desde hacía un año, dormía solo, aquella presencia le molestaba. Pero también le molestaba porque le imponía una especie de fraternidad que él rechazaba en las circunstancias actuales y que conocía muy bien: los hombres que comparten los mismos dormitorios, ya sean soldados o prisioneros, contraen un lazo extraño como si, al quitarse las armaduras con la ropa, se hermanaran cada noche, por encima de sus diferencias, en la vieja comunidad del sueño y del cansancio. Pero Daru se agitaba, no le gustaban esas tonterías, tenía que dormir.

Algo más tarde, sin embargo, cuando el árabe se movió imperceptiblemente, el maestro seguía sin conciliar el sueño. Al segundo movimiento del prisionero, se puso tenso, en guardia. El árabe se incorporaba muy despacio sobre sus brazos, con un movimiento casi de sonámbulo. Sentado en la cama, esperó, inmóvil, sin volver la cara hacia Daru, como si escuchara atentamente. Daru no se movió: acababa de darse cuenta de que se había dejado el revólver en el cajón de la mesa de la clase. Era mejor actuar rápidamente. Sin embargo, continuó observando al prisionero que, con el mismo movimiento cauteloso, ponía los pies en el suelo, esperaba un poco y empezaba a levantarse lentamente. Daru iba a llamarlo cuando el árabe echó a andar, con un paso natural esta vez, pero extraordinariamente silencioso. Se dirigía hacia la puerta del fondo que daba al cobertizo. Hizo girar el picaporte con precaución y salió empujando la puerta tras él, sin cerrarla del todo. Daru no se había movido. Se escapa, pensó. ¡Menudo alivio! Sin embargo, aguzó el oído. Las gallinas no se movían: el árabe se hallaba, pues, en la meseta. Entonces le llegó un débil ruido de agua, y sólo comprendió lo que era en el momento en que el árabe apareció de nuevo en el marco de la puerta, la cerró con cuidado y se acostó sin hacer ruido. Daru se volvió de espaldas y se durmió. Algo más tarde, le pareció oír, en lo profundo de su sueño, unos pasos furtivos alrededor de la escuela. ¡Estoy soñando, estoy soñando!, se repetía. Y efectivamente estaba dormido.

Cuando se despertó, el cielo estaba despejado; por la ventana mal encajada entraba un aire frío y puro. El árabe dormía, acurrucado ahora bajo las mantas, con la boca abierta, totalmente confiado. Pero cuando Daru lo zarandeó, se sobresaltó y miró a Daru sin reconocerlo, con unos ojos de loco y una expresión tan asustada que el maestro dio un paso atrás.

—No tengas miedo. Soy yo. Vamos a comer.

El árabe asintió con la cabeza y dijo que sí. Su rostro había recobrado la serenidad, pero su expresión permanecía ausente y distraída.

El café estaba preparado. Lo bebieron, sentados ambos en el catre, y comieron unos trozos de torta. Después, Daru llevó al árabe al cobertizo y le enseñó el grifo donde él se lavaba todos los días. Volvió al cuarto, dobló las mantas, recogió el catre, hizo su cama y ordenó la habitación. Entonces salió al terraplén pasando por la escuela. El sol se elevaba ya en el cielo azul; una luz tierna y viva inundaba la meseta desierta. En el repecho la nieve empezaba a derretirse. Las piedras volverían a aparecer. En cuclillas al borde de la meseta, el maestro contemplaba la inmensidad del desierto. Pensaba en Balducci. Le había apenado, le había echado de allí, en cierto modo, como si no quisiera que lo metieran en el mismo saco que a él. Aún oía el adiós del gendarme y, sin saber por qué, se sentía extrañamente vacío y vulnerable. En este momento, al otro lado de la escuela, el prisionero tosió. Daru lo oyó, casi a pesar suyo; después, furioso, tiró una piedra que silbó en el aire antes de hundirse en la nieve. El crimen idiota de este hombre le sublevaba, pero entregarlo era contrario al honor: tan sólo con pensarlo se volvía loco de humillación. Y maldecía a la vez a los suyos, que le enviaban a aquel árabe, y a este, que se había atrevido a matar y no había sabido escaparse. Daru se levantó, dio unas vueltas por el terraplén, esperó, inmóvil, y entró en la escuela.

El árabe, inclinado sobre el suelo de cemento del cobertizo, se lavaba los dientes con dos dedos. Daru le miró:

—Ven —dijo. Y entró en la habitación, delante del prisionero. Se puso una cazadora encima del jersey y se calzó las botas de marcha. Después esperó de pie a que el árabe se hubiera puesto el turbante y las sandalias. Entraron en la escuela y el maestro señaló la salida a su compañero—. Vete. —El otro no se movió—. Ahora vengo —dijo Daru. El árabe salió. Daru volvió a entrar en la habitación e hizo un paquete con tostadas de pan, dátiles y azúcar. En la clase, antes de salir, dudó un segundo ante su mesa, después atravesó el umbral de la escuela y cerró la puerta—. Por ahí —dijo. Y tomó la dirección del este, seguido por el prisionero. Pero a poca distancia de la escuela, le pareció oír un ligero ruido detrás de él. Volvió sobre sus pasos e inspeccionó los alrededores de la casa: no había nadie. El árabe le miraba sin comprender lo que hacía—. Vamos —dijo Daru.

Caminaron durante una hora y descansaron junto a una especie de pico calcáreo. La nieve se derretía cada vez más de prisa, el sol absorbía inmediatamente los charcos, limpiaba a toda velocidad la meseta que, poco a poco, se secaba y vibraba lo mismo que el aire. Cuando de nuevo se pusieron en camino, la tierra resonaba bajo sus pasos. A lo lejos, un pájaro hendía el espacio ante ellos con un trino alegre. Daru bebía, respirando profundamente, la fresca luz matutina. Una especie de exaltación nacía en él bajo el gran espacio familiar, casi enteramente amarillo ahora, bajo su casquete de cielo azul. Anduvieron una hora más, bajando hacia el sur. Llegaron a una especie de eminencia achatada formada por rocas friables. A partir de allí, la meseta descendía, al este, hacia una llanura baja donde se podían distinguir algunos árboles medio secos y, al sur, hacia unos montones de rocas que daban al paisaje un aspecto atormentado.

Daru inspeccionó las dos direcciones. No había más que el cielo en el horizonte, no se veía a ningún hombre. Daru se volvió hacia el árabe, que lo miraba sin comprender, y le tendió un paquete:

—Toma —dijo—. Son dátiles, pan y azúcar. Te llegará para dos días. Toma mil francos también. —El árabe cogió el paquete y el dinero y se quedó con las manos llenas a la altura del pecho como si no supiera qué hacer con lo que le daban—. Mira ahora —dijo el maestro, y señalaba la dirección del este—, ese es el camino de Tinguit. Son dos horas de marcha. En Tinguit están la administración y la policía. Te esperan. —El árabe miraba hacia el este, apretando contra sí el paquete y el dinero. Daru le cogió del brazo y, con cierta brusquedad, le hizo dar media vuelta hacia el sur. Al pie de la altura en que se encontraban, se adivinaba un camino apenas bosquejado—. Esa es la pista que atraviesa la meseta. A un día de marcha de aquí encontrarás los pastos y los primeros nómadas. Te acogerán y te darán refugio, según sus leyes.

El árabe se había vuelto ahora hacia Daru y su rostro reflejaba pánico:

—Oye —dijo.

Daru meneó la cabeza:

—No, cállate. Ahora, yo te dejo.

Le volvió la espalda, dio dos pasos en dirección de la escuela, miró con cierta indecisión al árabe inmóvil y se alejó. Durante unos minutos, no oyó más que sus propios pasos, que resonaban sobre la tierra fría, y no volvió la cabeza. Al cabo de un momento, sin embargo, se volvió. El árabe seguía allí, al borde de la colina, con los brazos caídos, mirando al maestro. Daru sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Pero renegó con impaciencia, hizo un ademán y echó a andar de nuevo. Ya estaba lejos cuando se detuvo otra vez y miró hacia atrás. No había nadie en la colina.

Daru dudó. El sol estaba ya bastante alto en el cielo y comenzaba a devorarle la frente. El maestro volvió sobre sus pasos, al principio un poco incierto, después con decisión. Cuando llegó a la pequeña colina, chorreaba de sudor. Subió por ella a toda velocidad y se detuvo, echando los bofes, en la cima. Los campos de roca, al sur, se dibujaban claramente sobre el cielo azul, pero en el llano, al este, un vaho de calor empezaba a subir. Y en esta bruma ligera, Daru, con el corazón en un puño, divisó al árabe que caminaba lentamente por el camino de la cárcel.

Un poco más tarde, plantado delante de la ventana de la clase, el maestro miraba sin ver la luz naciente que brincaba desde las alturas del cielo sobre toda la superficie de la meseta. Detrás de él, en el encerado, trazada con tiza por una mano torpe, entre los meandros de los ríos franceses, se extendía la inscripción que el maestro acababa de leer: «Has entregado a nuestro hermano. Lo pagarás». Daru miraba el cielo, la meseta y, más allá, las tierras invisibles que se extendían hasta el mar. En aquel vasto país que tanto había amado, Daru estaba solo.

LA SIMA

PIO BAROJA

ESPAÑA

PIO BAROJA 1872-1956 Nació en San Sebastián y ejerció dos años la profesión de médico en Cestona. Es una de las figuras más importantes de la «Generación del 98». En 1935 ingresó en la Academia de la Lengua. Escritor fecundísimo, de gran riqueza temática, da vida intensa a personajes y paisajes, con un estilo espontáneo y sencillo. Escribió más de cien novelas, agrupadas generalmente en trilogías. Quizá su obra más importante sea Las memorias de un hombre de acción, serie de treinta y nueve novelas de fondo histórico.

EL PARAJE era severo, de adusta severidad. En el término del horizonte, bajo el cielo inflamado por nubes rojas, fundidas por los últimos rayos del sol, se extendía la cadena de montañas de la sierra, como una muralla azuladoplomiza, coronada en la cumbre por ingentes pedruscos y veteada más abajo por blancas estrías de nieve.

El pastor y su nieto apacentaban su rebaño de cabras en el monte, en la cima del alto de las Pedrizas, donde se yergue como gigante centinela de granito el pico de la Corneja.

El pastor llevaba anguarina de paño amarillento sobre los hombros, zahones de cuero en las rodillas, una montera de piel de cabra en la cabeza, y en la mano negruzca, como la garra de un águila, sostenía un cayado blanco de espino silvestre. Era hombre tosco y primitivo; sus mejillas, rugosas como la corteza de una vieja encina, estaban en parte cubiertas por la barba naciente no afeitada en varios días, blanquecina y sucia.

El zagal, rubicundo y pecoso, correteaba seguido del mastín; hacía zumbar la honda trazando círculos vertiginosos por encima de su cabeza y contestaba alegre a las voces lejanas de los pastores y de los vaqueros, con un grito estridente, como un relincho, terminando en una nota clara, larga, argentina, carcajada burlona, repetida varias veces por el eco de las montañas.

El pastor y su nieto veían desde la cumbre del monte laderas y colinas sin árboles, prados yermos, con manchas negras, redondas, de los matorrales de retama y macizos violetas y morados de los tomillos y de los cantuesos en flor...

En la hondonada del monte, junto al lecho de una torrentera llena de hojas secas, crecían arbolillos de follaje verde negruzco y matas de brezo, de carrascas y de roble bajo.

Comenzaba a anochecer, corría ligera brisa; el sol iba ocultándose tras de las crestas de la montaña; sierpes y dragones rojizos nadaban por los mares de azul nacarado del cielo, y, al retirarse el sol, las nubes blanqueaban y perdían sus colores, y las sierpes y los dragones se convertían en inmensos cocodrilos y gigantescos cetáceos. Los montes se arrugaban ante la vista, y los valles y las hondonadas parecían ensancharse y agrandarse a la luz del crepúsculo.

Se oía a lo lejos el ruido de los cencerros de las vacas, que pasaban por la cañada, y el ladrido de los perros, el ulular del aire; y todos esos rumores, unidos a los murmullos indefinibles del campo, resonaban en la inmensa desolación del paraje como voces misteriosas nacidas de la soledad y del silencio.

—Volvamos, muchacho —dijo el pastor—. El sol se esconde.

El zagal corrió presuroso de un lado a otro, agitó sus brazos, enarboló su cayado, golpeó el suelo, dio gritos y arrojó piedras, hasta que fue reuniendo las cabras en una rinconada del monte. El viejo las puso en orden; un macho cabrío, con un gran cencerro en el cuello, se adelantó como guía, y el rebaño comenzó a bajar hacia el llano. Al destacarse el tropel de cabras sobre la hierba, parecía oleada negruzca, surcando un mar verdoso. Resonaba igual, acompasado, el alegre campanilleo de las esquilas.

—¿Has visto, zagal, si el macho cabrío de tía Remedios va en el rebaño? —preguntó el pastor.

—Lo vide, abuelo —repuso el muchacho.

—Hay que tener ojo con ese animal, porque malos dimoños me lleven si no le tengo malquerencia a esa bestia.

—Y eso, ¿por qué vos pasa, abuelo?

—¿No sabes que la tía Remedios tié fama de bruja en tó el lugar?

—¿Y eso será verdad, abuelo?

—Así lo ha dicho el sacristán la otra vegada que estuve en el lugar. Añaden que aoja a las personas y a las bestias y que da bebedizos. Diz que la veyeron por los aires entre bandas de culebros.

El pastor siguió contando lo que de la vieja decían en la aldea, y de este modo, departiendo con su nieto, bajaron ambos por el monte, de la senda a la vereda, de la vereda al camino, hasta detenerse junto a la puerta de un cercado. Veíase desde aquí hacia abajo la gran hondonada del valle, a lo lejos brillaba la cinta de plata del río, junto a ella adivinábase la aldea envuelta en neblinas; y a poca distancia, sobre la falda de una montaña, se destacaban las ruinas del antiguo castillo de los señores del pueblo.

—Abre el zarzo, muchacho —gritó el pastor al zagal.

Este retiró los palos de la talanquera, y las cabras comenzaron a pasar por la puerta del cercado, estrujándose unas con otras. Asustóse en esto uno de los animales, y, apartándose del camino, echó a correr monte abajo velozmente.

—Corre, corre tras él, muchacho —gritó el viejo, y luego azuzó al mastín, para que persiguiera al animal huido.

—Anda, Lobo. Ves a buscallo.

El mastín lanzó un ladrido sordo, y partió como una flecha.

—¡Anda! ¡Alcánzale! —siguió gritando el pastor—. Anda ahí.

El macho cabrío saltaba de piedra en piedra como una pelota de goma; a veces se volvía a mirar para atrás, alto, erguido, con sus lanas negras y su gran perilla diabólica. Se escondía entre los matorrales de zarza y de retama, iba haciendo cabriolas y dando saltos.

El perro iba tras él, ganaba terreno con dificultad; el zagal seguía a los dos, comprendiendo que la persecución había de concluir pronto, pues la parte abrupta del monte terminaba a poca distancia en un descampado en cuesta. Al llegar allí, vio el zagal al macho cabrío, que corría desesperadamente perseguido por el perro; luego le vio acercarse sobre un montón de rocas y desaparecer entre ellas. Había cerca de las rocas una cueva que, según algunos, era muy profunda, y, sospechando que el animal se habría caído allí, el muchacho se asomó a mirar por la boca de la caverna. Sobre un rellano de la pared de esta, cubierto de matas, estaba el macho cabrío.

El zagal intentó agarrarle por un cuerno, tendiéndose de bruces al borde de la cavidad; pero viendo lo imposible del intento, volvió al lugar donde se hallaba el pastor y le contó lo sucedido.

—¡Maldita bestia! —murmuró el viejo—. Ahora volveremos, zagal. Habemos primero de meter el rebaño en el redil.

Encerraron entre los dos las cabras, y, después de hecho esto, el pastor y su nieto bajaron hacia el descampado y se acercaron al borde de la sima. El chivo seguía en pie sobre las matas. El perro le ladraba desde fuera sordamente.

—Dadme vos la mano, abuelo. Yo me abajaré —dijo el zagal.

—Cuidiao, muchacho. Tengo gran miedo de que te vayas a caer.

—Descuidad vos, abuelo.

El zagal apartó las malezas de la boca de la cueva, se sentó a la orilla, dio a pulso una vuelta, hasta sostenerse con las manos en el borde mismo de la oquedad, y resbaló con los pies por la pared de la misma, hasta afianzarlos en uno de los tajos salientes de su entrada. Empujó el cuerno de la bestia con una mano, y tiró de él. El animal, al verse agarrado, dio tan tremenda sacudida hacia atrás, que perdió sus pies; cayó, en su caída arrastró al muchacho hacia el fondo del abismo. No se oyó ni un grito, ni una queja, ni el rumor más leve.

El viejo se asomó a la boca de la caverna.

—¡Zagal, zagal! —gritó, con desesperación.

Nada, no se oía nada.

—¡Zagal! ¡Zagal!

Parecía oírse mezclado con el murmullo del viento un balido doloroso que subía desde el fondo de la caverna.

Loco, trastornado, durante algunos instantes, el pastor vacilaba en tomar una resolución; luego se le ocurrió pedir socorro a los demás cabreros, y echó a correr hacia el castillo.

Este parecía hallarse a un paso; pero estaba a media hora de camino, aun marchando a campo traviesa; era un castillo ojival derruido, se levantaba sobre el descampado de un monte; la penumbra ocultaba su devastación y su ruina, y en el ambiente del crepúsculo parecía erguirse y tomar proporciones fantásticas.

El viejo caminaba jadeante. Iba avanzando la noche; el cielo se llenaba de estrellas; un lucero brillaba con su luz de plata por encima de un monte, dulce y soñadora pupila que contempla el valle.

El viejo, al llegar junto al castillo, subió a él por una estrecha calzada; atravesó la derruida escarpa, y por la gótica puerta entró en un patio lleno de escombros, formado por cuatro paredones agrietados, únicos restos de la antigua mansión señorial.

En el hueco de la escalera de la torre, dentro de un cobertizo hecho con estacas y paja, se veían a la luz de un candil humeante diez o doce hombres, rústicos pastores y cabreros agrupados en derredor de unos cuantos tizones encendidos.

El viejo, balbuceando, les contó lo que había pasado. Levantáronse los hombres, cogió uno de ellos una soga del suelo y salieron del castillo. Dirigidos por el viejo, fueron camino del descampado, en donde se hallaba la cueva.

La coincidencia de ser el macho cabrío de la vieja hechicera el que había arrastrado al zagal al fondo de la cueva tomaba en la imaginación de los cabreros grandes y extrañas proporciones.

—¿Y si esa bestia fuera el dimoño? —dijo uno.

—Bien podría ser —repuso otro.

Todos se miraron, espantados.

Se había levantado la luna; densas nubes negras, como rebaños de seres monstruosos, corrían por el cielo; oíase alborotado rumor de esquilas, brillaban en la lejanía las hogueras de los pastores.

Llegaron al descampado, y fueron acercándose a la sima con el corazón palpitante. Encendió uno de ellos un brazado de ramas secas y lo asomó a la boca de la caverna. El fuego iluminó las paredes erizadas de tajos y de pedruscos; una nube de murciélagos despavoridos se levantó y comenzó a revolotear en el aire.

—¿Quién abaja? —preguntó el pastor, con voz apagada.

Todos vacilaron, hasta que uno de los mozos indicó que bajaría él, ya que nadie se prestaba. Se ató la soga por la cintura, le dieron una antorcha encendida de ramas de abeto, que cogió en una mano, se acercó a la sima y desapareció en ella. Los de arriba fueron bajándole poco a poco; la caverna debía ser muy honda, porque se largaba cuerda, sin que el mozo diera señal de haber llegado.

De repente, la cuerda se agitó bruscamente, oyéronse gritos en el fondo del agujero, comenzaron los de arriba a tirar de la soga, y subieron al mozo más muerto que vivo. La antorcha en su mano estaba apagada.

—¿Qué viste? ¿Qué viste? —le preguntaron todos.

—Vide al diablo, todo bermeyo, todo bermeyo. —El terror de este se comunicó a los demás cabreros.

—No abaja nadie —murmuró, desolado, el pastor—. ¿Vais a dejar morir al pobre zagal?

—Ved, abuelo, que esta es una cueva del dimoño —dijo uno—. Abajad vos, si queréis.

El viejo se ató, decidido, la cuerda a la cintura y se acercó al borde del negro agujero.

Oyóse en aquel momento un murmullo vago y lejano, como la voz de un ser sobrenatural. Las piernas del viejo vacilaron.

—No me atrevo... Yo tampoco me atrevo —dijo, y comenzó a sollozar amargamente.

Los cabreros, silenciosos, miraban sombríos al viejo. Al paso de los rebaños hacia la aldea, los pastores que los guardaban acercábanse al grupo formado alrededor de la sima, rezaban en silencio, se persignaban varias veces y seguían su camino hacia el pueblo.

Se habían reunido junto a los pastores mujeres y hombres, que cuchicheaban comentando el suceso. Llenos todos de curiosidad, miraban la boca negra de la caverna, y, absortos, oían el murmullo que escapaba de ella, vago, lejano y misterioso.

Iba entrando la noche. La gente permanecía allí, presa aún de la mayor curiosidad.

Oyóse de pronto el sonido de una campanilla, y la gente se dirigió hacia un lugar alto para ver lo que era. Vieron al cura del pueblo que ascendía por el monte acompañado del sacristán, a la luz de un farol que llevaba este último. Un cabrero les había encontrado en el camino, y les contó lo que pasaba.

Al ver el viático, los hombres y las mujeres encendieron antorchas y se arrodillaron todos. A la luz sangrienta de las teas se vio al sacerdote acercarse hacia el abismo. El viejo pastor lloraba con un hipo convulsivo. Con la cabeza inclinada hacia el pecho, el cura empezó a rezar el oficio de difuntos; contestábanle, murmurando a coro, hombres y mujeres, una triste salmodia; chisporroteaban y crepitaban las teas humeantes, y a veces, en un momento de silencio, se oía el quejido misterioso que escapaba de la cueva, vago y lejano.

Concluidas las oraciones, el cura se retiró, y tras él las mujeres y los hombres, que iban sosteniendo al viejo para alejarle de aquel lugar maldito.

Y en tres días y tres noches se oyeron lamentos y quejidos, vagos, lejanos y misteriosos, que salían del fondo de la sima.

Antología de la novela corta universal
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml